CAPÍTULO 18

Con la llegada de la primavera, se despertó una nueva actividad en el bloqueo de Brest. En los puertos franceses, durante el invierno, se habían construido muchos barcos de fondo plano. La marina francesa, con unos efectivos de doscientos mil hombres, estaba todavía emplazada en la costa del canal, esperando una oportunidad para invadir, y necesitaban lanchas cañoneras a miles para transportarlos cuando llegase la oportunidad. Pero la costa de invasión desde Bolonia a Ostende no podía suministrar ni una décima parte, ni una centésima parte de los barcos que se precisaban. Éstos tenían que ser construidos en instalaciones adecuadas, y luego transportados por la costa hasta la zona de reunión.

En la mente de Hornblower, Bonaparte (el emperador Napoleón, como estaba empezando a llamarse a sí mismo ahora) estaba mostrando una cierta confusión de ideas al adoptar esas acciones. Los marineros y materiales de construcción de barcos eran bastante raros en Francia. Era absurdo desperdiciarlos en un trabajo de invasión cuando ésta era imposible sin una flota de cobertura, y la Armada francesa era demasiado pequeña para proporcionar esa flota. Lord St. Vincent había provocado sonrisas afirmativas en toda la Armada inglesa cuando dijo en la Cámara de los Lores con respecto a la Armada francesa: «No digo que no puedan venir, sólo digo que no pueden venir por mar». La broma había suscitado una imagen risible en las mentes de todos: Bonaparte tratando de transportar un ejército invasor mediante los globos de Montgolfier. La imposibilidad de tal intento no hacía sino subrayar la imposibilidad de que los franceses pudieran construir una flota con potencia suficiente para tomar el mando del canal, o para permitir siquiera el paso de las cañoneras.

Sólo cuando el verano estuvo bastante avanzado Hornblower entendió plenamente el dilema de Bonaparte. Éste tenía que persistir en su ridícula aventura, derrochando los bienes de su imperio en barcos y lanchas de desembarco, aunque lo más inteligente habría sido descartar todo el proyecto y dedicar sus recursos a algún plan más provechoso. Pero hacer eso sería admitir que Inglaterra era invencible, que nunca podría ser conquistada, y admitir tal cosa no sólo alentaría a sus potenciales enemigos continentales, sino que tendría un efecto muy desalentador en los propios franceses. Simplemente estaba obligado a continuar por ese camino, a seguir construyendo sus barcos y cañoneras para hacer creer al mundo que había una gran probabilidad de que Inglaterra fuera derrotada pronto, y así él quedaría como dominador de la tierra entera, señor de toda la raza humana. Y también existía alguna posibilidad de éxito, aunque no fuera ni una entre diez, ni una entre cien, ni una entre un millón. Alguna extraordinaria e impredecible combinación de buena suerte, errores británicos, condiciones meteorológicas y circunstancias políticas podían darle una semana de tiempo, que era todo lo que necesitaba para conducir a su ejército al otro lado. Si las probabilidades eran mínimas, al menos la apuesta era fantástica. Podía atraer a un jugador como Bonaparte, aunque las circunstancias no le favorecieran.

Así que en todos y cada uno de los pequeños pueblecitos de pescadores, a lo largo de la costa de Francia, se construyeron barcos de fondo plano, que luego fueron arrastrados desde sus lugares de origen hacia el gran campamento militar de Bolonia, manteniéndose en los bajíos, moviéndose a remo más que navegando, refugiándose cuando era necesario bajo las baterías de costa, cada barco tripulado por cincuenta soldados y un par de marineros. Y como Bonaparte estaba moviendo todo ese aparato, la Armada se sentía obligada a interferir sus movimientos todo lo posible.

Así fue como el Hotspur se encontró momentáneamente separado de la flota del canal y formando parte de un pequeño escuadrón bajo las órdenes de Chambers, de la Naiad, que se dirigía hacia el norte de Ushant. Allí estaban haciendo lo que podían para evitar el paso de media docena de cañoneras a lo largo de la agreste y rocosa costa del norte de Bretaña.

—Señal del comodoro, señor —informó Foreman.

Chambers perdió bastante tiempo haciendo señales a su pequeño escuadrón.

—¿Y bien? —preguntó Hornblower. Foreman estaba consultando su libro de señales.

—«Sitúese a la vista manteniendo el este nordeste», señor.

—Gracias, señor Foreman. Recibido. Señor Bush, vamos a bracear en cuadro.

Un día muy agradable, con suaves brisas del sureste y ocasionales nubes blancas deslizándose por un cielo azul. El mar estaba verde y transparente, y a dos millas a lo lejos por el través estaba la costa con sus blancos rompientes. El mapa mostraba unos nombres extraños: Aber Wrack y Aber Benoit, que le hablaban de la relación entre la lengua bretona y la galesa. Hornblower dividió su atención entre la Naiad y la costa, mientras el Hotspur corría ante el viento, y experimentó un sentimiento como el del avaro que pierde parte de su oro. Habría que salir a sotavento tal como iban, pero cada hora que pasaran así podía significar un día entero de retroceder hacia barlovento. El punto estratégico decisivo estaba fuera de Brest, donde se encontraban los barcos franceses de línea, no allí, donde aquellas pequeñas cañoneras pasaban con grandes riesgos.

—Puede ponerlo a la capa de nuevo, señor Bush.

—Sí, señor.

Ahora estaban tan lejos de la Naiad que sería necesaria una vista muy aguda y un buen catalejo para leer sus señales.

—Somos como un foxterrier ante la madriguera de una rata, señor —observó Bush, volviéndose hacia Hornblower tan pronto como el Hotspur se hubo puesto a la capa con la gavia a besar mástil.

—Exactamente —accedió Hornblower.

—Los botes están preparados y listos para ser lanzados, señor.

—Gracias.

Era posible que tuvieran que entrar como un rayo para atacar a las cañoneras cuando llegasen, justo por fuera del oleaje.

—El comodoro está haciendo señales, señor —informó Foreman de nuevo—. Oh, es para el lugre, señor.

—¡Allá va! —exclamó Bush.

El pequeño lugre armado se estaba moviendo hacia la costa.

—Es el hurón que va a la madriguera, señor Bush —dijo Hornblower, más hablador que de costumbre.

—Sí, señor. ¡Ahí hay un cañón! ¡Y allí otro!

Podían oír los estampidos, traídos por el viento, y ver las nubecillas de humo.

—¿Hay una batería allí, señor?

—Quizá. Quizá las cañoneras estén usando sus cañones.

Cada cañonera montaba uno o dos cañones pesados en la proa, pero tenían la desventaja de que media docena de descargas podían romper los pequeños barcos en pedazos por el retroceso. En teoría, aquellos cañones se usaban para limpiar las playas de las tropas de defensa donde se producía la invasión, y las cañoneras podían ser arrastradas a la playa con relativa seguridad.

—No sé qué es lo que está pasando —dijo colérico Bush. Un promontorio bajo interceptaba su visión.

—El fuego es duro —repuso Hornblower—. Tiene que haber una batería allí.

Se sintió irritado. La Armada estaba desperdiciando vidas y material en un objetivo nada valioso, en su opinión. Se golpeó las manos enguantadas una con otra en un esfuerzo por entrar en calor, porque el viento era considerablemente frío.

—¿Qué pasa? —exclamó Bush, apuntando su catalejo—. ¡Mire eso, señor! ¡Desarbolado, por Dios bendito!

Visible junto al promontorio se encontraba ahora una forma que no pudo reconocer en el primer momento. Era el lugre que derivaba, desarbolado e indefenso. Todo indicaba que había caído en una emboscada bien planeada.

—Todavía le están disparando, señor —indicó Prowse. Por el catalejo se veían las salpicaduras en torno al barco cuando las balas caían al mar.

—Tendremos que salvarlo —dijo Hornblower, tratando de mantener una voz neutra—. Pongámonos en rumbo, por favor, señor Prowse. Saldremos ahora.

Era extremadamente irritante tener que meterse en un peligro como aquél para resolver los errores de otras personas, de una expedición injustificada desde el principio.

—Señor Bush, disponga un cable a popa listo para remolcar.

—Sí, señor.

—El comodoro está haciendo señales, señor —el que hablaba era Foreman—. Nuestro número. «Ayuden al barco dañado».

—Recibido.

Chambers había ordenado aquella señal antes de ver que el Hotspur ya estaba en movimiento.

Hornblower examinó la costa de aquel lado del promontorio. No había humo de cañonazos por allí, ni señal alguna de batería. Con suerte, todo lo que tendrían que hacer sería remolcar al lugre doblando el recodo. Abajo en el combés las voces de Bush y Wise estaban apremiando a un grupo de hombres para que llevaran a popa el pesado cabo. Las cosas estaban ocurriendo muy deprisa, tal como sucede siempre en los momentos cruciales. Se oyó un grito desde la arboladura y Hornblower alcanzó el megáfono.

Grasshopper! ¡Atención para agarrar un cabo!

Alguien en el desarbolado lugre hizo ondear un pañuelo como respuesta.

—Ponga la gavia en facha, señor Prowse, y nos acercaremos a ellos.

Entonces fue cuando el Grasshopper se desintegró, voló en pedazos tras dos sordas explosiones y una nube de humo. Ocurrió justo debajo de los ojos de Hornblower, mientras él se inclinaba con su megáfono; un segundo antes, estaba allí el casco intacto del lugre, con los hombres vivos trabajando para arreglar los daños, y al siguiente, las explosiones y el humo, los fragmentos volando en todas direcciones, el humo arremolinándose. Tenía que haber sido un mortero desde la costa; había obuses o morteros montados allí. Lo más probable era que se tratase de una batería de campo de obuses, ligera y fácilmente transportable por campo abierto, llevada allí para proteger a las cañoneras. Seguramente era un proyectil de mortero lo que había caído en el lugre, haciendo volar su santabárbara.

Hornblower lo había visto todo, y cuando la nube de humo se dispersó, observó que la proa y la popa del barco no habían desaparecido de la vista. Flotaban en la superficie, inundadas, y Hornblower vio unas pocas figuras todavía vivas que subían al pecio entre los restos.

—¡Bajen el bote! Señor Young, vaya y recoja a esos hombres.

Aquello era lo peor que podía pasar. El fuego de mortero era una horrible amenaza para un barco de madera que podía arder fácilmente, con una llama inextinguible. Era de lo más irritante verse expuesto a esos peligros para no obtener ningún provecho. El bote de pescantes estaba de vuelta cuando el siguiente mortero pasó silbando por encima de sus cabezas. Hornblower reconoció la diferencia de sonido con un cañonazo; tenía que haberse dado cuenta antes. Un proyectil de obús tenía un cinturón alrededor, una parte más gruesa en el centro que hacía que su vuelo, al arquearse en el cielo, emitiese un sonido especial y malévolo, como el que acababa de oír. Era el ejército francés el que estaba disparándoles. Luchar contra la Armada francesa era la esencia del deber del Hotspur, y entraba dentro de sus funciones, pero exponer preciosos barcos y marineros al ataque de soldados que casi no costaban nada a un gobierno que tenía establecido el reclutamiento obligatorio era un mal negocio, y exponerlos sin ninguna oportunidad de devolver el fuego era una absoluta locura. Hornblower tamborileó con sus dedos enguantados en la batayola, de muy mal humor, mientras Young remaba hacia los restos del naufragio, recogiendo a los supervivientes. Una mirada a la costa coincidió con la aparición de una nube de humo blanco. Era uno de los obuses, y antes de que el viento lo dispersara pudo ver claramente la dirección inicial del humo, hacia arriba. Los obuses apuntaban mejor en un ángulo de cincuenta grados, y al final de su trayectoria los proyectiles caían a sesenta grados. Éste se encontraba debajo de un terraplén bajo o en algún tipo de zanja; con el catalejo vio a un oficial de pie dirigiendo la operación del cañón que había a sus pies.

Entonces llegó el silbido del proyectil, no demasiado lejos por encima de sus cabezas. Incluso el chorro de agua que levantó cuando se sumergió en el mar era diferente en forma y duración de los provocados por una bala de cañón. Young acercó el bote al barco y lo enganchó; Bush tenía a sus hombres listos para izarlo con los aparejos, mientras Hornblower vigilaba la operación y se impacientaba a cada segundo de retraso. La mayoría de los supervivientes recogidos estaban heridos, algunos de ellos de forma espantosa. Tendría que ir a ver si eran adecuadamente atendidos (les haría una visita de cortesía) pero no antes de que el Hotspur estuviera a salvo, fuera de aquel peligro innecesario.

—Muy bien, señor Prowse. Póngalo viento en popa.

Las vergas crujieron al virar en redondo; el timonel hizo girar la rueda, que ofrecía una firme resistencia, y el Hotspur lentamente cambió de rumbo y dejó atrás aquella espantosa. A continuación llegó una súbita sucesión de ruidos, todos bajos, todos diferentes, perfectamente diferenciados, aunque no pasaron ni dos segundos entre el primero y el último: el silbido de una bomba, un estrépito de madera a popa, una nota profunda al romperse la burda del mastelero de mayor, un impacto contra la batayola detrás de Hornblower y un golpe seco a tres yardas de sus pies, y allí en cubierta mismo se encontraba la muerte, una muerte siseante que corría hacia él. Al empinarse el barco, la muerte cambió de rumbo con la inclinación de la cubierta, corriendo a trompicones en línea curva, ya que el cinturón que rodeaba el proyectil desvió la trayectoria. Hornblower vio la delgada columna de humo y la mecha humeante, de un octavo de pulgada de largo. No había tiempo para pensar. Mientras aquel horrible objeto se bamboleaba todavía sobre el aro metálico, saltó hacia él y con la mano enguantada apagó la mecha, frotándola para asegurarse de que la chispa se había apagado, frotándola una y otra vez, ya de forma innecesaria, antes de volverse a incorporar. Un marinero estaba de pie junto a él y Hornblower le hizo un gesto.

—¡Tire esa maldita cosa por encima de la borda! —ordenó. El hecho de que lanzara un juramento indicaba su mal humor.

Entonces miró a su alrededor. En el atestado alcázar estaban todos rígidos, inmóviles, en actitudes antinaturales, como si alguna cabeza de Gorgona les hubiera convertido en piedra. De repente, todos volvieron a la vida de nuevo, hablaron, se movieron y se relajaron… fue como si el tiempo se hubiera detenido momentáneamente para todo el mundo excepto para él mismo. El retraso lo puso de peor humor todavía, y lanzó imprecaciones a diestro y siniestro.

—¿En qué están pensando todos? ¡Cabo de derrota, enderece ese timón! ¡Señor Bush! ¡Mire esa gavia de mesana! ¡Mande a los hombres arriba inmediatamente! ¡Empalme esa burda! ¡Ahí, vamos! ¿No han enrollado esos amantes todavía? ¡Muévanse, maldita sea!

—¡Sí, señor! ¡Sí, señor!

El auténtico coro de asentimientos tenía una nota extraña, y en medio de las prisas Hornblower vio primero a Bush a un lado y luego a Prowse al otro, ambos mirándole con una extraña expresión en la cara.

—¿Qué les ocurre? —exclamó abruptamente, y con la última palabra le sobrevino de pronto la comprensión.

Aquella forma de apagar la mecha les parecía algo monstruosamente desproporcionado, algo heroico, incluso magnífico. No lo veían con frialdad, como algo que había que hacer, es decir, la única cosa que se podía hacer. Ellos no sabían que su acción instintiva sobrevino después de haber observado que quedaba todavía un octavo de pulgada de mecha. Todo lo que sabían, y eso obraba en su favor, es que había actuado con mucha mayor rapidez que ellos. Pero no había sido valiente, desde luego, y mucho menos heroico. Les devolvió la mirada a sus subordinados, y con los sentidos todavía estimulados hasta el más alto grado, se dio cuenta de que en aquel momento se podía forjar una leyenda, que se contarían las historias más extravagantes acerca de aquel incidente, y de repente se sintió espantosamente incómodo. Se rió, y antes de que muriera su risa se dio cuenta de que era una risa medio inconsciente, la risa sin sentido de un idiota, y se enfadó mucho más consigo mismo, con Chambers, la Naiad y el mundo entero. Quería salir de aquella situación, volver a Brest, hacer bien su trabajo y no verse comprometido en esas acciones descabelladas que no adelantaban la derrota de Bonaparte ni una pizca.

Entonces le invadió otro pensamiento, al descubrir que la mecha había hecho un agujero en su guante derecho. Aquéllos eran los guantes que le había dado María aquella oscura mañana, cuando se separó de ella en el George para hacerse a la mar en el Hotspur.