CAPÍTULO 17

—¿Cenará a bordo, señor? —preguntó Doughty.

—No —replicó Hornblower. Dudó antes de pronunciar la frase que se le había ocurrido, pero finalmente decidió continuar—: Esta noche Horatio Hornblower cena con Horatio Hornblower.

—Sí, señor.

Jamás broma alguna tuvo tan poco eco como aquélla. Quizá (seguramente) era demasiado esperar que Doughty entendiera la alusión clásica, pero al menos podía haber sonreído, porque era obvio que su capitán había condescendido hasta el punto de hacer una broma.

—Necesitará su impermeable, señor. Está lloviendo muy fuerte todavía —observó Doughty, con su habitual tono casi impasible.

—Gracias.

Había llovido todos los días desde que el Hotspur atracó en Plymouth Sound. Cuando Hornblower salió del astillero, la lluvia repiqueteó con fuerza en su impermeable como si fuera granizo, y continuó así todo el camino hacia Driver’s Alley. Llamó a la puerta y le abrió la hijita de la posadera, y mientras subía las escaleras hacia su alojamiento, oyó la voz del otro Horatio Hornblower que aireaba agudamente sus penas. Abrió la puerta y entró en la pequeña y caldeada habitación donde María estaba de pie con el niño asomado por encima de su hombro, los largos faldones colgando hasta debajo de su cintura. La cara de la mujer se iluminó de placer cuando le vio, y apenas pudo esperar a que él se quitara el empapado impermeable para echarse en sus brazos. Hornblower besó sus cálidas mejillas y trató de mirar al pequeño Horatio, pero el niño hundió la cara en el hombro de su madre y siguió gimoteando.

—Ha estado rebelde todo el día, cariño —se disculpó María.

—¡Pobrecillo! ¿Y tú, cómo estás, querida? —Hornblower se preocupaba mucho de tener a María en el centro de todos sus pensamientos cuando estaba con ella.

—Estoy bastante bien, cariño. Puedo subir y bajar las escaleras como un pájaro.

—Excelente.

María dio unas palmaditas en la espalda del bebé.

—Me gustaría mucho que fuera bueno. Que le sonriera un poco a su papá.

—¿Me dejas que lo coja?

—¡Oh, no!

María se mostró muy conmocionada ante la idea de que un hombre cogiera a un bebé, aunque fuera su propio hijo, pero, de todos modos, era una conmoción extasiada, y acabó por depositar el niño en sus brazos tendidos. Hornblower cogió a su hijo (siempre le resultaba extraño lo poco que pesaba aquel bulto de ropas) y miró los rasgos amorfos del bebé y su húmeda naricilla.

—¡Lo ves! —exclamó Hornblower. El acto de cambiar de manos había tranquilizado al pequeño Horatio, al menos durante un momento.

María se quedó allí, bañada en pura felicidad ante la visión de su marido llevando en brazos a su hijo.

Y las emociones de Hornblower eran curiosamente contradictorias: por una parte, asombro al encontrar placer en coger a aquel niño en brazos, porque le parecía difícil de creer que fuera capaz de unos sentimientos semejantes. María le acercó el sillón para que pudiera sentarse, y entonces, con gran afecto, le besó en la sien.

—¿Y qué tal va el barco? —preguntó, inclinándose hacia él.

—Está casi listo para hacerse a la mar —informó Hornblower.

El Hotspur había estado entrando y saliendo del astillero, habían limpiado el fondo, calafateado las grietas, remendado los agujeros de bala. Le habían colocado un nuevo palo de trinquete y los aparejadores habían levantado la obencadura. Sólo tenía que llenar de nuevo sus bodegas.

—Oh, no —dijo María.

—Hay viento estable del oeste —continuó Hornblower. Aquello no le impedía bajar por el canal, si podía llevar el Hotspur por el Sound… No se explicaba por qué había alimentado en María aquel atisbo de esperanza.

El pequeño Horatio empezó a llorar de nuevo.

—¡Pobrecillo! —dijo María—. Déjame que lo coja yo.

—No, yo puedo arreglármelas.

—No. No está bien… —era algo completamente inadecuado, para la mente de María, que un padre tuviera que ocuparse de las rabietas de su hijo. Se le ocurrió otra idea—. Querrás ver esto, cariño. Mi madre lo ha traído esta tarde de la biblioteca Lockhart.

Cogió una revista que había en una mesita auxiliar y se la cambió por el niño, al que sujetó de nuevo contra su pecho.

La revista era el último número del Naval Chronicle, y María, con su mano libre, ayudó a Hornblower a pasar las páginas.

—¡Aquí! —María señaló el párrafo interesante, que estaba casi en la última página. «El pasado 1 de enero…», empezaba, y era el anuncio del nacimiento del pequeño Horatio.

—La esposa del capitán Horatio Hornblower, de la Armada, ha tenido un hijo —leyó María—. Somos el pequeño Horatio y yo. Te estoy… más agradecida, cariño, de lo que pueda expresar nunca.

—Tonterías —replicó Hornblower. Eso era exactamente lo que opinaba él sobre aquello, pero se esforzó por mirarla con una sonrisa que eliminara toda la dureza que pudiese haber en sus palabras.

—Ellos te llaman «capitán» —continuó María, con un interrogante en la observación.

—Sí —accedió Hornblower—. Es porque…

Se embarcó una vez más en la explicación de la profunda diferencia entre un comandante por rango (y capitán sólo por cortesía) y un capitán de rango. Ya le había explicado aquello mismo más de una vez.

—No creo que esté bien —decidió María.

—Hay pocas cosas en esta vida que estén bien, querida —replicó Hornblower, de forma un poco distraída. Estaba hojeando las otras páginas del Naval Chronicle, retrocediendo desde la última página, donde había empezado. Allí estaba el informe de Plymouth, y también una de las cosas que andaba buscando.

«Llegado el bergantín de Su Majestad Hotspur bajo aparejo provisional, desde la flota del canal. Entró inmediatamente en carena. El capitán Horatio Hornblower desembarcó inmediatamente con despachos». Y a continuación venían la información sobre leyes, y las cortes marciales navales, y el registro mensual de acontecimientos navales, y los debates navales en el parlamento imperial, y allí, entre los debates y la poesía, las cartas de la Gazette. Y allí estaba. Primero, en cursiva, la introducción.

Copia de una carta del vicealmirante sir William Cornwallis a sir Evan Nepean, fechada a bordo del navío de Su Majestad Hibernia, el día 2 del corriente.

A continuación venía la letra de Cornwallis.

Señor:

Mediante la presente le transmito para información de sus señorías copias de las cartas que he recibido de los capitanes Chambers, de la Naiad, y Hornblower, del bergantín Hotspur, comunicándome la captura de la fragata nacional francesa Clorinde y el fracaso de un intento por parte de los franceses de escapar de Brest con una gran cantidad de tropas. La conducta de ambos oficiales me parece altamente meritoria. Incluyo también una copia de la carta que he recibido del capitán Smith, de la Doris.

Le saluda con el más profundo respeto, su humilde servidor,

W. Cornwallis

A continuación venía el informe de Chambers. La Naiad había capturado la Clorinde cerca de Molene y habían luchado hasta detenerla, capturándola en cuarenta minutos. Aparentemente, la otra fragata francesa que había salido con los transportes había escapado por el Raz du Sein y todavía no había sido capturada.

Entonces, al final, llegaba su propio informe. Hornblower sintió la excitación que ya había conocido antes al leer sus propias palabras en letra impresa. Las estudió de nuevo en esta ocasión y se sintió satisfecho, aunque no demasiado. Contaban, sin artificio alguno, cómo habían empujado hasta la costa a tres transportes franceses en el Goulet, y cómo el Hotspur, mientras atacaba a un cuarto, había entrado en combate con una fragata francesa y había perdido su palo de trinquete. Ni una palabra de salvar a Irlanda de una invasión; ni media frase acerca de la oscuridad y la nieve y los peligros de la navegación, pero los hombres que podían entender lo entenderían.

La carta de Smith desde la Doris era también breve. Después de reunirse con el Hotspur, habían continuado hacia Brest y habían encontrado una fragata francesa, armada en flute, encallada en los Trepieds con botes que desembarcaban sus tropas. Bajo el fuego de las baterías de costa francesas, la Doris había enviado sus botes y la había quemado.

—Hay otra cosa en el Chronicle que podría interesarte, querida —dijo Hornblower. Le tendió la revista, indicando su carta con el dedo.

—¡Otra carta tuya, cariño! —exclamó María—. ¡Qué contento debes de estar!

Ella leyó la carta rápidamente.

—No había tenido tiempo de leerla antes —repuso, levantando la vista—. El pequeño Horatio estaba tan pesado. Y… y… no entiendo todas esas cosas, querido. Espero que estés orgulloso de lo que hiciste. Creo que debes de estarlo, seguro.

Afortunadamente, el pequeño Horatio se echó a llorar en aquel momento y evitó que Hornblower tuviera que dar una respuesta concreta a esa observación. María tranquilizó al niño y siguió hablando.

—Los tenderos lo sabrán mañana y todos me hablarán de ello.

Se abrió la puerta y entró la señora Mason, con los pies metidos en unos chanclos que resonaban al andar y gotas de lluvia desprendiéndose de su chal. Ella y Hornblower cambiaron un cortés «buenas tardes» mientras ella se quitaba el abrigo.

—Déjame coger al niño —pidió la señora Mason a su hija.

—A Horry le han publicado otra carta en el Chronicle —le explicó María.

—¿De verdad?

La señora Mason se sentó junto al fuego al lado de Hornblower y estudió la página con más atención de la que le había dedicado María, aunque quizá sin comprenderla mejor.

—El almirante dice que tu conducta fue «muy meritoria» —dijo, levantando la vista.

—Sí.

—¿Entonces por qué no te hace capitán de verdad, de rango, como tú dices?

—La decisión no es suya —observó Hornblower—. Y de todos modos, dudo que lo hiciera.

—¿Los almirantes no pueden nombrar capitanes?

—No en aguas territoriales.

El poder casi omnipotente de promoción libre que se ejercía en los destacamentos lejanos se negaba a los comandantes en jefe en zonas próximas, donde se podía consultar de inmediato al Almirantazgo.

—¿Y qué pasa con el dinero de presa?

—No lo hay para el Hotspur.

—Pero… ¿no habéis capturado a esa Clorinde?

—Sí, pero nosotros no estábamos a la vista.

—Pero estuvisteis luchando, ¿no es así?

—Sí, señora Mason. Pero sólo los barcos a la vista pueden compartir el dinero de presa. Excepto los oficiales generales.

—¿Y tú no eres un oficial general?

—No. Oficial general significa «almirante», señora Mason.

La señora Mason aspiró por la nariz.

—Me parece todo muy raro. ¿Así que no vas a obtener provecho alguno de esa carta?

—No, señora Mason —al menos no de la forma a la que se refería la señora Mason.

—Ya va siendo hora de que consigas algún dinero de presa. Constantemente estoy oyendo hablar de barcos que han hecho miles. Ocho libras al mes para María, y con un niño —la señora Mason miró a su hija—. ¡A tres peniques la libra el cuello de cordero! Las cosas están muy caras, es tremendo.

—Sí, mamá. Horry me da todo lo que puede, estoy segura.

Como capitán de un barco por debajo del sexto rango, la paga de Hornblower era de doce libras al mes, y necesitaba uniformes nuevos. Los precios habían subido por la demanda en tiempos de guerra, y el Almirantazgo, a pesar de sus promesas, no había conseguido aumentar la paga de sus oficiales navales.

—Algunos capitanes sacan mucho —repuso la señora Mason.

Era el dinero de presa, y la posibilidad de ganarlo, lo que mantenía callada a la Armada bajo unas condiciones que, de otro modo, hubieran sido intolerables. Los grandes motines en Spithead y el Nore tenían menos de diez años de antigüedad. Pero Hornblower se dio cuenta de que se iba a ver envuelto en una discusión sobre el sistema del dinero de presa en breve si la señora Mason persistía en hablar tal como lo estaba haciendo. Afortunadamente, la entrada de la propietaria, que iba a poner la mesa para la cena, cambió el tema de conversación. Con otra persona en la habitación, ni María ni la señora Mason se atrevían a discutir sobre un tema tan vulgar como el dinero, así que se pusieron a hablar de otras cosas. Se sentaron a cenar cuando la propietaria trajo una sopera humeante.

—La cebada perlada está allí, Horatio —dijo la señora Mason, supervisándole mientras él servía la comida.

—Sí, señora Mason.

Hornblower había aprendido a mantener la boca cerrada ante la tiranía cuando era teniente en el viejo Renown, bajo el mando del capitán Sawyer, pero por entonces ya casi había olvidado aquellas lecciones, y tendría que recordarlas dolorosamente. Se había casado por su propia voluntad (podía haber dicho «no» en el altar, se dijo) y ahora tenía que sacar el mejor partido posible a un mal negocio. Pelearse con su suegra no le ayudaría, precisamente. Era una lástima que el Hotspur hubiera llegado para carenar en el momento en que la señora Mason estaba de visita, para ver a su hija en su confinamiento, pero por desgracia, seguramente aquella coincidencia se repetiría durante los días (interminables días) por venir.

Carnero estofado, cebada perlada, patatas y col. Habría sido una comida muy agradable de no ser porque la atmósfera era desfavorable, y no sólo en sentido figurado. En la habitación, con aquel fuego de carbón, hacía un calor insoportable. Por culpa de la lluvia no se podía tender la colada en el exterior, y Hornblower dudaba de todos modos de que se pudiera tender nada en las proximidades de Driver’s Alley sin vigilancia. Así que en un caballete en el otro extremo de la habitación colgaba la ropa del pequeño Horatio, y, no sabía por qué motivo, se había decidido que cada una de las prendas que llevaba el pequeño Horatio tenía que lavarse varias veces al día. Colgando en el caballete estaban los largos refajos bordados, y los de franela con sus bordes ondulados, y las camisitas de franela, y las fajas, así como innumerables pañales en retaguardia, sacrificados en defensa del cuerpo principal. El impermeable húmedo de Hornblower y el chal húmedo de la señora Mason ponían una nota de variedad en los olores de la habitación, y Hornblower sospechaba que el pequeño Horatio, ahora en una cuna junto a María, añadía aún otra más.

Hornblower pensaba en el aire puro y limpio del Atlántico y sentía que le ardían los pulmones. Hizo lo que pudo con la comida, pero no fue mucho.

—No estás comiendo bien, Horatio —observó la señora Mason, atisbando su plato con suspicacia.

—Supongo que no tengo mucha hambre.

—Demasiada comida de Doughty, supongo —dijo la señora Mason.

Hornblower sabía ya, sin haber dicho ella ni una palabra, que aquella mujer estaba celosa de Doughty e incómoda ante su presencia. Doughty servía los mejores manjares; Doughty conocía caprichosas recetas; Doughty necesitaba dinero para que las provisiones del Hotspur salieran de su aburrida rutina; Doughty (al menos en la mente de las mujeres) menospreciaba Driver’s Alley y la familia que había formado su capitán.

—No puedo soportar a ese Doughty —intervino María… ya estaba dicho.

—Es bastante inofensivo, querida —replicó Hornblower.

—¡Inofensivo! —la señora Mason dijo esa única palabra, pero Demóstenes no habría puesto más desprecio en una de sus filípicas; y sin embargo, cuando la posadera acudió a quitar la mesa, la señora Mason consiguió mostrarse más altiva aún.

Cuando la dueña abandonó la habitación, los instintos de Hornblower le guiaron a una acción de la cual realmente no era consciente. Abrió la ventana y dejó que el helado aire de la noche llenara sus pulmones.

—¡Vas a matar al niño! —exclamó la voz de María, y Hornblower se volvió en redondo, sorprendido.

María había cogido al pequeño Horatio de su cuna y estaba de pie, apretándolo contra su pecho, como una leona defendiendo su guarida de los manifiestos y bien conocidos peligros del aire nocturno.

—Perdona, querida —se disculpó Hornblower—. No sé en qué estaría pensando.

Sabía perfectamente bien que había que mantener a los niños pequeños en habitaciones bien caldeadas, y estaba muy contrito al pensar en el pequeño Horatio. Pero cuando se volvió y cerró la ventana de nuevo, su mente divagó hacia los Blackstones y las Jovencitas, hacia aquellos días duros y aquellas peligrosas noches en una cubierta que podía llamar suya propia. Estaba ansiando hacerse de nuevo a la mar.