—Le ruego que me disculpe, señor —dijo Bush, quedándose después de hacer el informe de cada tarde, y dudando antes de dar el siguiente paso que, estaba claro, tenía decidido.
—¿Sí, señor Bush?
—Sabe, señor, no tiene usted muy buen aspecto.
—¿Ah, no?
—Ha estado trabajando demasiado, señor. Día y noche.
—Es extraño que un marino diga eso, señor Bush. Y un oficial del rey.
—Y sin embargo es verdad, señor. No ha tenido usted una hora de sueño seguida desde hace días. Está usted más delgado que nunca, señor.
—Me temo que tendré que aguantar, sin embargo, señor Bush.
—Sólo puedo decir que desearía que no tuviera que hacerlo, señor.
—Gracias, señor Bush. De hecho, voy a echarme un rato ahora.
—Me alegro de oírlo, señor.
—Que me llamen cuando el tiempo muestre signos de espesar.
—Sí, señor.
—¿Puedo confiar en usted, señor Bush?
Aquello introdujo una sonrisa en aquella conversación demasiado seria.
—Puede hacerlo, señor.
—Gracias, señor Bush.
En cuanto salió Bush, se miró con interés en el espejo moteado y desportillado y observó su delgadez, las mejillas y las sienes hundidas, la nariz afilada y la barbilla puntiaguda. Pero aquél no era el Hornblower real. El real estaba dentro, sin dejarse alterar (hasta ahora, al menos) por la privación o la tensión. El Hornblower real le miraba desde aquellos hundidos ojos del espejo con una chispa de reconocimiento, una chispa que no era de malicia, sino de algo similar… una especie de diversión cínica… al ver a Hornblower buscando pruebas de la debilidad de la carne. Pero el tiempo era demasiado precioso para desperdiciarlo; el cansado cuerpo que el auténtico Hornblower tenía que arrastrar le pedía reposo. Y, en lo que respecta a la debilidad de la carne, cuán delicioso y reconfortante era apretar contra su estómago la botella de agua caliente que Doughty había puesto en su coy, sentirse caliente y relajado a pesar de la humedad de las ropas de cama y el frío inmisericorde que hacía en la cabina.
—Señor —dijo Doughty, entrando en la cabina tras lo que le pareció un intervalo de un minuto, pero que, según le indicaba su reloj, habían sido dos horas—. El señor Prowse me envía. Está nevando, señor.
—Muy bien. Ya voy.
¿Cuán a menudo había oído esas mismas palabras? Cada vez que el tiempo se espesaba, sacaba el Hotspur por el Goulet, soportando la tensión de avanzar ciegamente en aquel espantoso peligro, vigilando viento y marea, haciendo los cálculos más elaborados, alerta para cualquier cambio de condiciones, listo para lanzarse fuera de nuevo al primer asomo de mejora, no sólo para evitar el fuego de las baterías, sino también para evitar que los franceses descubrieran la estrecha vigilancia a la que estaban siendo sometidos.
—Acaba de empezar a nevar, señor —estaba diciendo Doughty—. Pero el señor Prowse dice que seguirá nevando toda la noche.
Con ayuda de Doughty, Hornblower se había envuelto de forma mecánica en su ropa de cubierta sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Salió a un mundo distinto, sus pies hollaron una fina alfombra de nieve que cubría la cubierta y Prowse apareció en la oscuridad resplandeciendo con una blanca capa de nieve sobre su impermeable.
—El viento es del norte cuarta al noreste, señor, moderado. Queda todavía una hora de marea.
—Gracias. Que suban los hombres y envíelos a sus puestos, por favor. Pueden dormir en los cañones.
—Sí, señor.
—Dentro de cinco minutos no quiero oír ni un solo ruido.
—Sí, señor.
Sólo era la rutina corriente. Cuanta menos distancia pudiera ver, más preparado tendría que estar el barco para abrir fuego si un enemigo se aproximaba. Pero no había rutina alguna en sus deberes. Las condiciones a las que debían adaptarse cambiaban continuamente, el viento soplaba desde un punto diferente del compás y la marea era distinta. Aquélla era la primera vez que el viento venía de tan al norte. Aquella noche tendría que pasar rozando los bajíos de Petit Minou tan cerca como fuera posible, y entonces, ciñendo, con la última marea tras él, el Hotspur podría subir el canal del norte, con las Jovencitas a estribor.
A la tripulación todavía le quedaba buen humor; hubo bromas y gritos de sorpresa cuando salieron a la nieve desde la fétida calidez del entrepuente, pero las agudas órdenes pronto sofocaron todos los ruidos. El Hotspur estaba, mortalmente quieto, como un barco fantasma, una vez preparadas las vergas y dadas las órdenes al timonel, y entonces empezó a abrirse camino a través de la noche impenetrable, más impenetrable que nunca, con el aire lleno de copos de nieve que caían silenciosamente sobre ellos.
Una linterna cerrada en el pasamano de la borda a popa ayudaba a leer la corredera, aunque las indicaciones de la corredera eran de menor importancia cuando la velocidad sobre el suelo podía variar tanto; instinto y experiencia eran más importantes en este caso. Había dos hombres en los cadenotes de babor con el escandallo. Hornblower en la banda de barlovento del alcázar podía oír una llamada en voz baja, aunque había un hombre allí para pasar la voz si fuera necesario. Cinco brazas. Cuatro brazas. Si la navegación no era correcta, embarrancarían antes de la siguiente medición. Encallados bajo los cañones del Petit Minou, arruinados y destruidos; Hornblower no podía evitar que se le agarrotaran las enguantadas manos, los músculos tensos. Seis brazas y media. Era lo que él había calculado, pero aun así era un alivio… Hornblower sintió un poco de desdén por sí mismo, por sentirse aliviado, por su falta de fe en sus propios juicios.
—Bolina franca —ordenó.
Estaban tan cerca de Petit Minou como era posible, a un cuarto de milla de aquellas colinas tan conocidas, pero no se veía absolutamente nada. Era como si hubiese un muro negro y sólido a una yarda de los ojos de Hornblower en cualquier dirección que mirase. Once yardas; estaban a punto de llegar al paso navegable en aquel momento. La última marea, dos días después de la marea de cuadratura más baja, y el viento del norte cuarta al noreste; la corriente sería de menos de un nudo, y el contraflujo fuera de Mengam, inapreciable.
—¡No hay fondo!
Más de veinte brazas; aquello estaba bien.
—Una buena noche para esas ranas, señor —murmuró Bush detrás de él. Había estado esperando ese momento. Ciertamente, era la noche adecuada para escapar, si los franceses se decidían a hacerlo. Conocían los tiempos del flujo y reflujo tan bien como él. Verían la nieve. Un tiempo cómodo para izar el ancla, ponerse en camino, y hacer el paso de Goulet con un viento favorable y con reflujo. Imposible para ellos escapar a los Four con aquel viento; el Iroise estaba protegido por el Escuadrón de la Costa (así lo esperaba él), pero en una noche tan oscura como aquélla, lo intentarían preferiblemente por allí, hacia el difícil Raz du Sein.
Diecinueve brazas; estaban encima de las Jovencitas, y podía confiar en doblar Mengam por barlovento. Diecinueve brazas.
—Ahora deberíamos tener marea muerta, señor —murmuró Prowse, que acababa de mirar su reloj a la luz de la bitácora.
Estaban por encima de Mengam; el escandallo registraría diecinueve brazas casi fijas durante los siguientes minutos, y era el momento de llevar a cabo el siguiente movimiento, o el anterior más bien. Se representó el mapa mentalmente.
—¡Escuche! —el codo de Bush se clavó en las costillas de Hornblower con la urgencia del momento.
—¡Cesen ahí en el escandallo! —dijo Hornblower. Habló en un tono normal para asegurarse de que le escuchaban; con el viento soplando hacia ellos, su voz no llegaría lejos en la dirección en la que estaba mirando.
Otra vez el mismo sonido. Se oyeron otros. Uno de ellos largo, monosilábico, traído por el viento, y los sentidos aguzados de Hornblower lo recogieron. Era un barco francés diciendo «seize», es decir, dieciséis. Los pilotos franceses todavía usaban la toise para medir las profundidades, una medida pasada de moda, y la toise era ligeramente mayor que la braza inglesa.
—¡Luces! —murmuró Bush, dándole otro codazo a Hornblower. Había brillos aquí y allá. El francés no había oscurecido su barco con tanta efectividad como el Hotspur. La luz bastaba para ver algo. Un barco fantasma deslizándose sobre un fondo blanquecino. Las gavias fueron visibles de pronto: debía de haber una fina capa de nieve sobre las superficies, cuyo brillo reflejaba las luces. Y entonces…
—Tres luces rojas en una fila en el mastelero de mesana —susurró Bush.
Ahora se veían bastante bien. Presumiblemente tapadas por delante con la luz dirigida a popa para guiar a los barcos que seguían. Hornblower sintió una súbita inspiración, tomó una decisión instantánea, un plan inmediato, para los siguientes cinco minutos y para más adelante.
—¡Rápido! —apremió bruscamente a Bush—. Coloque tres luces de la misma manera. Manténgalas tapadas, preparadas para mostrarlas.
Bush ya se había ido cuando dijo la última palabra, pero los pensamientos tuvieron que venir más rápido que el rayo. El Hotspur no se atrevía a virar por avante; debía virar por sotavento.
—¡Virar por sotavento! —le espetó a Prowse. No había tiempo para las cortesías que solía emplear.
Cuando el Hotspur viró en redondo, vio unirse las tres luces rojas hasta casi fundirse en una sola, y en aquel mismo momento vio un resplandor azul; el barco francés estaba alterando el rumbo para enfilar el Goulet y encendía una luz azul como indicación para los barcos que le seguían. Pudo ver el segundo barco francés, un segundo fantasma débil… la luz azul lo desveló.
Pellew, en la vieja Indefatigable, cuando Hornblower estaba prisionero en El Ferrol, había confundido una vez a un escuadrón francés que escapaba de Brest imitando las señales francesas, pero aquello fue en las aguas relativamente abiertas del Iroise. Hornblower pensó usar una táctica similar, pero allí, en el estrecho Goulet, se podía emprender una acción más decisiva.
—Llévelo navegando de bolina por estribor —ordenó a Prowse, y el Hotspur viró más todavía, los invisibles hombres halando las invisibles brazas.
Allí estaba el segundo barco de línea francés completando su vuelta, con la proa del Hotspur apuntando casi recto hacia él.
—Un poco a estribor —la proa del Hotspur se balanceó—. Aguanta.
Quería estar tan cerca de su costado como pudiera sin chocar contra ellos.
—He enviado a un hombre de confianza arriba con las luces, señor —informó Bush—. Otros dos minutos y estarán listas.
—A los cañones —dijo bruscamente Hornblower, y entonces, habiendo concluido la necesidad de silencio, cogió el megáfono—. ¡Cubierta principal! ¡Preparen los cañones de estribor! ¡Sáquenlos!
¿Cómo estaría compuesto el escuadrón francés? Seguramente tendría una escolta armada, no para abrirse camino luchando a través de la flota del canal, sino para proteger los transportes, después de la huida, de cualquier fragata británica extraviada. Habría dos fragatas grandes, una en vanguardia y otra guardando la retaguardia, mientras que los barcos de en medio serían transportes indefensos, fragatas armadas en flute.
—¡A estribor! ¡Derecho!
Peñol contra peñol con el segundo barco de línea, bajando el Goulet junto a él, como dos barcos fantasmas unidos en medio de la nieve que caía. El estruendo de las cureñas había cesado.
—¡Fuego!
En los diez cañones, diez manos metieron los botafuegos y el costado del Hotspur ardió en llamas, iluminando las velas y el casco del francés con un brillante resplandor; con aquella luz instantánea, los copos de nieve fueron visibles durante un segundo como si estuvieran detenidos en el aire.
—¡Vamos, seguid disparando!
Del barco francés procedían gritos y aullidos desgarradores, y una voz en francés sonó casi junto a su oído. El capitán hablaba desde treinta yardas de distancia con el megáfono apuntando directamente hacia él. Sería una protesta. El capitán francés se preguntaría por qué un barco de los suyos le estaba disparando, porque allí no podía haber ningún barco inglés. Las palabras fueron abortadas abruptamente por el estampido y el relámpago del primer cañón de la segunda andanada, y los otros siguieron cuando los hombres cargaron y dispararon, tan rápido como podían. Cada relámpago hacía visible momentáneamente el barco francés, un cuadro parpadeante, intermitente. Aquellas balas del nueve estaban haciendo blanco en un barco repleto de hombres. En aquel preciso momento, mientras él estaba de pie en cubierta, unos hombres morían y agonizaban a montones al otro lado, sólo porque habían sido reclutados a la fuerza en el ejército de un tirano continental. Seguramente los franceses no podrían soportar aquello. Se acobardarían bajo aquel inesperado e inexplicable ataque. ¡Ah! El barco estaba dando la vuelta, aunque no había ningún sitio adonde ir excepto los acantilados y los bajíos de la costa cercana. Las tres luces rojas seguían en su mastelero de mesana. Por accidente o designio, el otro buque había caído. Debía seguirlo.
—Un poco a babor.
El Hotspur giró a estribor, los cañones ardiendo. Ya era suficiente.
—Un poco a estribor. Vía así.
Ahora el megáfono:
—¡Alto el fuego!
El silencio que siguió fue roto por el estrépito del barco francés que chocaba contra la costa, el estruendo de los palos que caían, los gritos de desesperación. Y en aquella oscuridad, después del brillo de los cañones, Hornblower estaba más ciego que nunca, y sin embargo debía actuar como si pudiera ver; no podía perder ni un momento.
—¡Gavias en facha! ¡Quédense junto a las brazas!
El resto de la línea francesa debía de estar acercándose, de buen o mal grado, pues con el viento sobre sus aletas, el reflujo bajo sus quillas y las rocas a cada lado no podían hacer otra cosa. Debía pensar más rápidamente que ellos. Aún tenía la ventaja de la sorpresa… El capitán francés del barco siguiente no había tenido tiempo todavía de pensar.
Las Jovencitas estaban a sotavento; no podía esperar más.
—¡Brazas, ahí!
Allá fue, echándose encima, cerca, más cerca, gritos de pánico desde su castillo de proa.
—¡Todo a estribor!
El Hotspur tenía la vía suficiente para responder a su timón; las dos proas oscilaron una junto a la otra; la colisión se evitó por los pelos.
—¡Fuego!
Las velas del francés flameaban; no lo estaban controlando adecuadamente, y con aquellas balas del nueve barriendo su cubierta, le costaría recuperarse. El Hotspur no debía pasar ante él; todavía tenía un poco de tiempo y un poco de espacio.
—¡Gavias en facha!
Su tripulación estaba perfectamente entrenada; el barco estaba trabajando como un mecanismo de precisión. Incluso los grumetes servidores de la pólvora, trepando y bajando por las escaleras en la profunda oscuridad, estaban desempeñando sus deberes con admirable exactitud, manteniendo los cañones bien provistos de pólvora en todo momento, porque los cañones no cesaban de disparar, retumbando ensordecedoramente y bañando a los franceses con una luz anaranjada mientras el humo se extendía pesadamente sobre el costado libre.
No podía esperar un momento más con las gavias en facha. Debía llenarlas y avanzar aunque aquello significase separarse.
—¡Brazas, ahí!
Hasta aquel momento no había notado el infernal estrépito de las carronadas del alcázar detrás de él; estaban disparando rápidamente, barriendo la cubierta del transporte con metralla. A la luz de los disparos vio los mástiles del barco francés arrastrándose a popa mientras el Hotspur volvía a recuperar su vía. Entonces, al siguiente relámpago, vio algo más, otra imagen momentánea: el bauprés de un barco cruzando la cubierta del francés desde el lado libre. Se oyó un estruendo y gritos. El siguiente buque francés había embestido con la proa a su colega. El primer estruendo fue seguido por otros; se dirigió a popa para intentar ver algo, pero la oscuridad ya se había cerrado como un muro ante sus ojos ciegos. Sólo podía escuchar, pero lo que oyó le hizo adivinar toda la historia. El barco que había embestido estaba oscilando con el viento, su bauprés colgando entre obenques y drizas hasta que golpeó contra el palo mayor. Entonces caería el palo de trinquete y las vergas. Los dos barcos estaban juntos e indefensos, con las Jovencitas a sotavento. Ahora vio unas luces azules encendidas mientras trataban de controlar aquella situación desesperada; con los barcos oscilando, las luces azules y rojas de las vergas giraban unas alrededor de las otras como un sistema planetario. No tuvieron ninguna oportunidad de escapar. Mientras el viento y la corriente les sacaban de allí, creyó oír el estruendo que se produjo cuando embarrancaron en las Jovencitas, pero no estaba seguro, y no había tiempo (por supuesto que no) para pensar en ello. En aquel estadio de la marea había un reflujo que conducía al arrecife de Pollux y él debía evitarlo. Después saldría al Iroise, cuyas aguas consideraba tan peligrosas antes de haberse aventurado en el Goulet, y un número desconocido de barcos estaría ya acercándose desde Brest, advertidos por las bengalas y el tumulto de que un enemigo se había infiltrado entre ellos.
Dio un vistazo apresurado a la bitácora y estimó la fuerza del viento que soplaba contra sus mejillas. El enemigo (es decir, lo que quedaba de él), con este viento, correría hacia el Raz du Sein e intentaría evitar los bajíos de Trepieds. Debía situarse bien para interceptarles; el siguiente barco de la línea debía de estar cerca, en cualquier caso, pero en pocos segundos no estaría ya confinado al estrecho canal del Goulet. ¿Y qué estaría haciendo la primera fragata, la que había dejado pasar sin atacarla?
—¡Cadenotes, ahí! Lancen el escandallo.
Debía mantenerse a barlovento lo mejor que pudiera.
—¡No hay fondo! No hay fondo con este cabo.
Estaba lejos de Pollux, entonces.
—¡Basta ahí, con el escandallo!
Se quedaron de pie quietos a estribor; en la impenetrable oscuridad, podía oír a Prowse respirando pesadamente junto a él y todo lo demás era silencio. Tendría que tomar otra medición con la sonda dentro de poco. ¿Qué era aquello? El viento y el agua habían traído un sonido identificable a sus oídos, un ruido solemne, de un cuerpo sólido cayendo en el agua. Era el sonido de una sonda lanzada al agua… y luego siguió, después del intervalo adecuado, el grito agudo del sondeador. Había un barco allí, a barlovento, y ahora, según iba disminuyendo la distancia entre ellos y sus oídos se concentraban en aquella dirección, pudo oír otros sonidos, voces, trabajo de vergas. Se inclinó por encima de la barandilla y habló en voz baja hacia el combés.
—Preparen sus cañones.
Allí estaba, divisándose débilmente a estribor.
—A estribor dos cuartas. Aguante.
Ellos vieron al Hotspur en aquel preciso momento; desde la oscuridad llegó el aullido de un megáfono, pero mientras ellos hablaban, Hornblower volvió a gritar en el combés:
—¡Fuego!
Los cañones dispararon tan juntos que notó cómo la ligera estructura del Hotspur escoraba un poco con la fuerza del retroceso, y de nuevo la forma de un barco se vio iluminada por el resplandor de la andanada. No podía obligarles a entrar en los bajíos; había demasiado espacio para ello. Tomó el megáfono.
—¡Eleven los cañones! ¡Apunten a los mástiles!
Podía inutilizarlo. El primer cañón de la nueva andanada disparó inmediatamente después de que él pronunciara las órdenes: algún idiota no había prestado atención. Pero los otros cañones dispararon después del intervalo necesario para retirar las cuñas, relámpago tras relámpago, estampido tras estampido. Una y otra vez. De repente, un nuevo fogonazo reveló un cambio en la forma de la gavia de mesana iluminada, y en el mismo momento aquella gavia de mesana se movió lentamente hacia abajo a popa del través. El francés había puesto todo en facha en un desesperado intento de escapar de su perseguidor, arriesgándose a ser barrido con los cañonazos y en la esperanza de pasar bajo la popa del Hotspur para ir con el viento. El Hotspur viraría a sotavento, colocaría al otro buque bajo el fuego de las andanadas de babor y le perseguiría hasta los Trepieds; el megáfono estaba ya en sus labios cuando la oscuridad ante él hizo erupción en un volcán de fuego.
El caos. De la noche negra y cubierta de nieve había llegado una andanada, barriendo el Hotspur de proa a popa. Junto con el sonido y el fogonazo llegó el estruendo de madera hecha astillas, el profundo ruido resonante cuando un proyectil hizo impacto en la culata de un cañón, el silbido de las astillas que volaban y enseguida el grito de un hombre herido, perforando el súbito silencio que siguió al estruendo.
Una de las fragatas armadas de la escolta (el líder de la línea, probablemente) había visto los disparos y estaba lo suficientemente cerca como para intervenir. Había cruzado ante la proa del Hotspur para disparar una andanada.
—¡Todo a estribor!
No podía virar por avante, aunque estuviera preparado para la eventualidad de perder la virada con los obenques destrozados, porque no se había librado del transporte todavía. Tenía que virar a sotavento, aunque eso significara colocarse a tiro de la artillería una vez más.
—¡Virar a sotavento!
El Hotspur viraba mientras sus últimos cañones disparaban contra el buque de transporte. Entonces llegó la segunda andanada desde delante, con una llamarada en la oscuridad, una fracción de segundo entre cada disparo, golpeando la maltratada proa del Hotspur mientras Hornblower, de pie, trataba de mantener el equilibrio y pensaba qué hacer a continuación. ¿Sería aquél el último disparo? Se oyó un nuevo y desgarrador estrépito, y gritos y aullidos que procedían de delante. Seguramente habría caído el palo de trinquete. Y ese otro ruido debía de ser la verga de velacho golpeando estruendosamente la cubierta.
—El timón no responde, señor —dijo el timonel.
Con el palo de trinquete caído, el Hotspur tendería a subir con el viento, aunque el pecio arrastrase a su costado actuando como ancla. Podía notar el viento soplando en su cara. Ahora el Hotspur estaba indefenso. Podía ser batido hasta la destrucción por un enemigo que le doblaba en tamaño, con cuatro veces su peso en metal, con escantillones dos veces más espesos que rechazarían el débil impacto del Hotspur. Tendría que luchar desesperadamente hasta la muerte. A menos… El enemigo pondría su timón a estribor para disparar al Hotspur desde la popa, o lo haría en cuanto pudiera averiguar en la oscuridad lo que había ocurrido. El tiempo pasaba muy rápido y el viento todavía soplaba, gracias a Dios, y el barco de transporte estaba cerca todavía, a estribor. Habló en voz alta por el megáfono:
—¡Silencio! ¡Silencio!
El ruido y estrépito de delante, en el lugar donde los hombres estaban luchando con los palos caídos, se apagó. Incluso el herido que gemía se calló. Aquello era disciplina, y sin necesidad de usar el gato de siete colas. Podía oír hasta el retumbar de las cureñas de la fragata francesa mientras sacaban los cañones para la siguiente andanada, y también oír las órdenes a gritos. La fragata francesa estaba volviendo para darles el coup de grace tan pronto como asegurase el blanco. Hornblower dirigió el megáfono derecho hacia arriba como si hablara hacia el cielo, y trató de mantener su voz serena y tranquila. No quería que le oyera la fragata francesa.
—¡Verga de la gavia de mesana! Destapen esas luces.
Era un momento delicado. Las luces podían haberse apagado, el hombre en la verga podía estar muerto. Tuvo que repetir la orden.
—¡Muestren esas luces!
La disciplina impidió al marinero que estaba allí gritar a su vez, y entonces fueron apareciendo… una, dos tres luces rojas a lo largo de la verga de mesana. Aun con el viento en contra, oyó una orden como un rugido proferida desde la fragata francesa, con una voz llena de excitación, incluso de pánico. El capitán francés estaba ordenando a sus cañones que no dispararan. Quizá pensaba que había cometido algún espantoso error; quizás, en el desconcierto de la oscuridad, confundía el Hotspur con su reciente víctima, no lejos de allí. El caso es que no disparaba, que estaba alejándose hacia sotavento, y un centenar de yardas a sotavento en aquella oscuridad equivalía a una milla en condiciones normales.
—¡Tapen esas luces de nuevo!
No necesitaba dar al francés una señal para que apuntase o un objetivo contra el cual disparar de nuevo cuando pudiera controlar mejor la situación. Ahora, una voz habló en la oscuridad junto a él.
—Bush informando, señor. He dejado los cañones por el momento, si usted me lo permite, señor. Los velachos han caído todos sobre la batería de estribor. No se pueden disparar esos cañones de ningún modo todavía.
—Muy bien, señor Bush. ¿Cuáles son los daños?
—El palo de trinquete se ha roto a seis pies por encima de cubierta, señor. Todo ha caído en la banda de estribor. La mayoría de las cubiertas creo que han aguantado… está todo descolgado a un lado.
—Entonces tenemos que ponernos a trabajar… en silencio, señor Bush. Quiero que arríen primero hasta la última pulgada de lona, y luego arreglaremos los daños.
—Sí, señor.
Quitarle toda la lona al barco lo haría mucho menos visible a los ojos del enemigo, y reduciría el sotavento del Hotspur mientras llevaba su extraña ancla flotante. Al momento vino el carpintero desde abajo.
—Estamos haciendo agua muy rápido, señor. Dos pies en la bodega. Mis hombres están tapando un agujero de bala, a popa, por la santabárbara, pero debe de haber otro delante, en el pañol de cables y estachas. Necesitaremos hombres en las bombas, señor, y me gustaría tener una docena más en el pañol de cables.
—Muy bien.
Tantas cosas que hacer en una atmósfera pesadillesca de irrealidad, y entonces comprendió el porqué, en parte, de esa sensación de irrealidad. Seis pulgadas de nieve cubrían la cubierta, apilada en montones más espesos contra las superficies verticales, silenciando e impidiendo los movimientos. Pero la sensación de irrealidad la provocaba sobre todo el puro cansancio, nervioso y físico; había que ignorar el cansancio y el trabajo debía continuar, había que tratar de pensar con claridad en la gélida oscuridad, sabiendo que los bajíos del Trepieds estaban justo debajo a sotavento, en una marea en descenso. Largar las velas, una vez arreglados los daños, y descubrir por puro instinto marinero cómo manejar el Hotspur con las velas izadas y sin el palo de trinquete, solamente con el viento en la cara y la ondulante aguja en la bitácora para guiarle, y los bajíos esperándole por si fallaba en sus cálculos.
—Me gustaría largar la vela de abanico, señor Bush, por favor.
—Sí, señor.
Un trabajo peligroso para los marineros, que tenían que extender la vela de abanico bajo el bauprés en la oscuridad, con todos los estays habituales eliminados por la pérdida del palo de trinquete, pero tenía que hacerse para dotarlo de la fuerza de impulso necesaria y evitar que el Hotspur se volviera con el viento. Establecer la pesada vela mayor, porque no se podía confiar en el mastelero de mayor para maniobrar. Y entonces deslizarse hacia el oeste, con las bombas resonando lúgubremente, y la oscuridad convirtiéndose lentamente en gris oscuro, y el gris oscuro convirtiéndose lentamente en gris claro al llegar el amanecer y el final de la nevada. Entonces hubo luz suficiente para ver los destrozos en cubierta y la nieve pisoteada… ahora manchada de rosa aquí y allá, en amplias zonas. Y por fin llegó la visión de la Doris, y ayuda al alcance de la mano; casi se podía llamar seguridad, si no fuera porque después tendrían que enfrentarse a vientos contrarios y navegar, con un improvisado palo de trinquete en un barco rajado, a Plymouth para repararlo.
Cuando vieron a la Doris sacando sus botes, despachando más hombres, Bush pudo volverse hacia Hornblower y hacerle una observación convencional. Bush no era consciente de su aspecto, su cara tiznada de hollín, sus mejillas hundidas y su barba crecida, pero aun así la situación fue lo bastante extraña como para despertar el crudo sentido del humor de Bush.
—Feliz año nuevo, señor —dijo Bush, con una mueca como una calavera.
Era el día de año nuevo. Entonces los dos hombres tuvieron el mismo pensamiento de forma simultánea, y la mueca de Bush fue reemplazada por un rostro serio.
—Espero que su esposa…
Aquello le cogió por sorpresa, y no supo encontrar las palabras adecuadas.
—Gracias, señor Bush.
El niño tenía que nacer por año nuevo. María podía estar de parto en aquel preciso momento, mientras ellos hablaban.