CAPÍTULO 15

Ahora hacía frío, un frío terrible. Los días eran cortos y las noches muy, muy largas. Junto con el tiempo frío vinieron los vientos del este (una cosa traía la otra) y una inversión de la situación táctica. Porque aunque con el viento del este el Hotspur se vio liberado de la ansiedad de tener una costa a sotavento, sus responsabilidades aumentaron proporcionalmente. Ahora ya no había que anotar la dirección del viento cada hora por simple capricho; no era ya simple rutina de navegación. Soplase el viento desde una o desde diez cuartas del compás de treinta y dos, hasta el más palurdo de los franceses podría salir por el Goulet y entrar en el Atlántico. Si lo intentaban, la obligación del Hotspur era avisar inmediatamente para que la flota del canal formase en línea de batalla por si los franceses eran tan imprudentes como para desafiarles a la acción, y cubrir todas las salidas (por el Raz, el Iroise, el Four) en caso de que, como era más probable, intentaran simplemente escapar.

Aquel día la pleamar no llegó hasta las dos de la tarde, y hasta entonces el Hotspur no pudo aventurarse para hacer su reconocimiento diario más de cerca. Hacerlo más temprano sería arriesgarse a que una caída del viento les dejara a merced de la marea, que podía arrastrarles y dejarles indefensos, a tiro de las baterías de Petit Minou y los Capuchins… y la de Toulinguet. Y peor aún que las baterías eran los arrecifes, Pollux y las Jovencitas.

Hornblower salió a cubierta con las primeras luces (no demasiado temprano en ese día que casi era el más corto del año) para comprobar la posición del barco mientras Prowse tomaba mediciones del Petit Minou y el Grand Gouin.

—Feliz Navidad, señor —saludó Bush. Era típico del servicio militar que Bush tuviera que tocarse el sombrero mientras decía aquellas palabras.

—Gracias. Lo mismo le digo a usted, señor Bush.

Era típico, también, que Hornblower, aun siendo plenamente consciente de que estaban a 25 de diciembre, olvidara que era Navidad; las tablas de mareas no hacen referencia a las festividades religiosas.

—¿Ninguna noticia de su esposa, señor? —preguntó Bush.

—Todavía no —contestó Hornblower, con una sonrisa que era sólo medio forzada—. La carta que recibí ayer estaba fechada el dieciocho, pero todavía no hay noticias.

Era una indicación más de por dónde soplaba el viento que hubiera recibido una carta de María en sólo seis días; un barco de aprovisionamiento la había llevado con buen viento. Aquello implicaba también que pasarían seis semanas antes de que llegase su respuesta a María, y en seis semanas (incluso en una) todo podía cambiar, y el niño podía haber nacido ya. Un oficial naval que escribe a su esposa tiene que mantener un ojo en la veleta exactamente igual que los lores del Almirantazgo cuando preparan sus órdenes para los movimientos de la flota. El día de Año Nuevo era la fecha que habían calculado María y la comadrona. Por entonces María estaría leyendo las cartas que él le había escrito hacía un mes. Deseaba haberle escrito con más cariño, pero no podía hacer nada para alterar o añadir algo a aquellas cartas. Todo lo que podía hacer era pasar parte de aquella mañana escribiendo una carta que pudiera compensar ampliamente las deficiencias de sus predecesoras (y Hornblower se dio cuenta, con una punzada de mala conciencia, de que ésa no era la primera vez que tomaba tal decisión) pero sería mucho más difícil que de costumbre, porque tenía que escribirla considerando cualquier posible eventualidad. Todas las eventualidades. Hornblower sintió en aquel momento la desazón de todos los futuros padres. Estuvo hasta las once ocupado con aquellos ejercicios literarios tan insatisfactorios, y una vez aliviada su culpabilidad volvió al alcázar para sacar el Hotspur aprovechando la última marea, con las costas que tan bien recordaba cerrándose a ambos lados. El tiempo era razonablemente claro; no era un día de Navidad resplandeciente, pero había muy poca niebla a mediodía, cuando Hornblower dio las órdenes para poner el Hotspur al pairo, tan cerca como se atrevieron del arrecife de Pollux. El sordo retumbar de un cañón desde Petit Minou coincidió con sus órdenes. La batería reconstruida estaba disparando desde allí su habitual tiro de prueba de alcance, con la esperanza de que aquella vez llegase más lejos. ¿Reconocerían al barco que les había causado tanto daño? Era posible.

—Su saludo matinal, señor —dijo Bush.

—Sí.

Hornblower tomó el catalejo en sus manos enguantadas y sin embargo congeladas y lo apuntó hacia el Goulet como hacía habitualmente. Siempre había algo nuevo que observar allí. Aquel día había mucho.

—Cuatro barcos nuevos fondeados, señor —dijo Bush.

—Yo había contado cinco… ¿No es nuevo también ése… la fragata en línea con la cruz de la iglesia?

—No lo creo, señor. Ha cambiado de posición. Sólo hay cuatro barcos nuevos según mis cuentas.

—Tiene razón, señor Bush.

—Las vergas, señor. Y… señor, ¿puede mirar esas gavias?

Hornblower ya estaba mirando.

—No estoy seguro.

—Creo que son gavias recogidas del todo, señor.

—Es posible.

Una vela completamente recogida era mucho más delgada y menos visible, con la parte suelta recogida en el seno junto al mástil, que una aferrada en la forma habitual.

—Subiré al calcés yo mismo, señor. Y el joven Foreman, que tiene buenos ojos. Me lo llevaré también.

—Muy bien. No, espere un momento, señor Bush. Iré yo. Quédese a cargo del barco, por favor. Pero puede mandar arriba a Foreman.

La decisión de Hornblower de subir probaba la importancia que concedía a la observación de los nuevos barcos. Era incómodamente consciente de su lentitud y torpeza, y sólo a regañadientes las exhibía ante sus subordinados, llenos de energía y ligeros de pies. Pero había algo en aquellos barcos…

Respiraba pesadamente cuando alcanzó el tope del mastelero de velacho, y le costó algunos segundos tranquilizarse lo suficiente para enfocar los barcos con el catalejo, pero había entrado en calor. Foreman estaba ya allí, y el vigía habitual se apartó de la vista de sus superiores. Ni Foreman ni el vigía estaban seguros de ver aquellas gavias recogidas.

Pensaban que era probable, pero no se comprometían.

—¿Ha averiguado algo más de esos barcos, señor Foreman?

—Bueno, no, señor. No diría eso.

—¿Cree usted que están aparejando?

—Quizá sí, señor.

Dos de los recién llegados eran pequeños barcos de doble cubierta (de sesenta y cuatro cañones, probablemente) y la fila más baja de portas de cada uno estaba muy por encima de la línea de flotación, mucho más de lo que cabía esperar. No era una cuestión de medida, en todo caso; era más bien una cuestión de intuición, de buen gusto. Aquellos cascos no eran del todo correctos, aunque Foreman, evitando comprometerse, estaba claro que no compartía su impresión.

El catalejo de Hornblower barrió las costas en torno al anclaje, buscando más datos. Vio los campamentos de tiendas que albergaban a las tropas. Estaba claro que los soldados franceses sabían cuidarse bien, construirse unos refugios adecuados; el humo de sus fogatas era claramente visible… Aquel día, por supuesto, estarían preparando su comida de Navidad. De allí procedería seguramente el batallón que les había perseguido hasta los botes el día que volaron la batería. El catalejo de Hornblower se paseaba por la costa, moviéndose de un lado a otro y retrocediendo de nuevo. Con la brisa que soplaba no podía estar seguro, pero le pareció que de dos filas de tiendas no salía ningún humo. Era todo un poco vago; ni siquiera podía estimar el número de efectivos que podían contener esas tiendas. Dos mil hombres, cinco mil, quizá, y dudaba también por la ausencia de humo.

—¡Capitán, señor! —Bush estaba gritando desde cubierta—. La marea está bajando.

—Muy bien. Ya bajo.

Estaba abstraído y pensativo cuando llegó a cubierta.

—Señor Bush, quiero pescado para la cena. Busque al Duke’s Freers.

Tuvo que pronunciarlo de una manera que le asegurara que Bush le había entendido. Dos días después se encontró en su cabina bebiendo ron (fingiendo que bebía ron) con el capitán del Deux Fréres. Le había comprado media docena de peces no identificados, que el capitán le recomendó diciéndole que eran muy sabrosos. «Carrelets», les llamaba el capitán. Hornblower tenía la vaga idea de que podían ser rodaballos. De cualquier modo, los pagó con una moneda de oro que el capitán deslizó sin comentario alguno en el bolsillo de sus pantalones de sarga cubiertos de escamas.

Inevitablemente, la conversación se desvió a las vistas desde el Goulet, y de lo general a lo particular, a los barcos recién llegados al fondeadero. El capitán les quitó importancia con un gesto.

Armés en flute —dijo, con un tono informal.

«En flute!». Aquello lo explicaba todo. Aquello hacía encajar por fin las piezas del rompecabezas. Hornblower dio un trago demasiado grande a su vaso de ron con agua y luchó para contener la consiguiente tos, para que no se notara su vivo interés. Un barco de guerra con sus cañones eliminados tenía el aspecto de una flauta cuando sus portillas estaban abiertas: tenía una fila de agujeros vacíos en el costado.

—No para luchar —explicó el capitán—. Sólo como almacén, o tropas, o lo que se quiera.

Para tropas especialmente. Los suministros podían ser transportados mejor en barcos mercantes destinados a la carga, pero los barcos de guerra estaban adaptados para transportar a gran número de hombres: sus instalaciones de cocina y almacenamiento de agua estaban preparados teniendo en cuenta esa posibilidad. Con sólo unos cuantos marineros a bordo, los necesarios para manejar el buque, habría mucho espacio para los soldados. Los cañones no serían necesarios, y en Brest podrían emplearlos rápidamente para armar nuevos barcos. Quitar los cañones significaba un gran aumento del espacio disponible en cubierta, en el cual se podían colocar muchas tropas; cuantos más hubiera, más problemas tendrían con las provisiones y el agua, pero en un viaje corto no tendrían que sufrir mucho. Un viaje corto. No a las Indias Orientales, ni al cabo de Buena Esperanza, y ciertamente no a la India. Una fragata de cuarenta cañones armada en flute podía contener perfectamente mil soldados en su interior. Tres mil hombres, más unos cuantos cientos más en los buques de escolta armados. La escasez del número descartaba Inglaterra: ni siquiera Bonaparte, tan poco respetuoso de la vida humana, desperdiciaría unas fuerzas de aquella magnitud en una invasión de Inglaterra, donde había un ejército reducido, pero una milicia muy nutrida. Sólo había un objetivo posible: Irlanda, donde la población desafecta significaba una milicia débil.

—Entonces no son un peligro para mí —observó Hornblower, esperando que el intervalo durante el cual había estado haciendo esas deducciones no hubiera sido demasiado largo y resultase obvio lo que pensaba.

—Ni siquiera para este barco tan pequeño —estuvo de acuerdo el capitán bretón—, con una sonrisa.

A Hornblower le costó un enorme esfuerzo de disciplina continuar su entrevista sin permitir que aflorase su agitación. Quería ponerse en acción de inmediato, pero no se atrevía a parecer impaciente; el capitán bretón pidió otro vaso con tres dedos de ron y no tenía ninguna prisa. Afortunadamente, Hornblower recordó una admonición de Doughty, que le había insistido en la conveniencia de comprar sidra al mismo tiempo que el pescado, y Hornblower introdujo el nuevo tema en la conversación. Sí, accedió el capitán, tenía un barrilito de sidra a bordo del Deux Fréres, pero no podía decir si contenía mucho líquido, porque habían bebido ya durante todo el día. Le podía vender lo que quedaba. Hornblower hizo un esfuerzo para regatear. No quería que el capitán bretón supiera que la información que acababa de suministrarle valía su peso en oro. Sugirió que la sidra, en cantidad desconocida, debía regalársela el capitán sin cobrarle nada, y el capitán, con un brillo avaricioso en sus ojos de pueblerino, rehusó indignado. Durante algunos minutos siguieron intercambiando argumentos mientras el ron iba bajando en el vaso del capitán.

—Un franco, entonces —ofreció Hornblower, al fin—. Veinte sueldos.

—Veinte sueldos y un vaso de ron —dijo el capitán.

Y Hornblower tuvo que aceptar ese nuevo retraso, pero era mejor mantener el respeto del capitán y no levantar sus sospechas.

Así que finalmente, con la cabeza dándole vueltas por el ron (una sensación que detestaba), Hornblower se sentó a escribir su despacho urgente, una vez vio que su invitado bajaba por la borda. Ninguna señal podía comunicar todo lo que quería decir, y ninguna señal hubiera sido tan secreta, tampoco. Tenía que elegir las palabras tan cuidadosamente como le permitiera el ron, mientras exponía sus sospechas de que los franceses podían estar preparando una invasión de Irlanda y daba sus razones para esas sospechas. Quedó satisfecho al final y escribió: «H. Hornblower, comandante», a los pies de la carta. Entonces volvió la hoja y escribió la dirección: «Contraalmirante William Parker, comandante del Escuadrón de la Costa», lo dobló y selló la carta. Parker pertenecía al extenso clan del mismo nombre. Ha habido innumerables almirantes y capitanes con el apellido Parker, ninguno de ellos especialmente distinguido. Quizás aquella carta alterase esa tradición.

La envió… un largo y arduo viaje en bote, y esperó impaciente la respuesta.

Señor:

Ha sido recibida su carta de esta fecha y le concederé mi plena atención.

Su humilde servidor,

W. Parker

Hornblower leyó aquellas pocas palabras de un vistazo; había abierto la carta en el alcázar sin esperar a retirarse con ella a su cabina, y se la metió en el bolsillo esperando que su expresión no traicionara su decepción.

—Señor Bush —dijo—, tendremos que mantener una vigilancia más estrecha que nunca del Goulet, sobre todo por la noche y con este tiempo.

—Sí, señor.

Probablemente Parker necesitaba tiempo para hacerse cargo de la información, y más tarde fraguaría un plan; hasta entonces, era el deber de Hornblower actuar sin órdenes.

—Llevaremos el barco hacia las Jovencitas cuando se pueda hacer sin ser vistos.

—¿Las Jovencitas? Sí, señor.

Bush le dirigió una mirada muy penetrante. Nadie en sus cabales (al menos nadie que no se viera absolutamente obligado a ello) arriesgaría su barco cerca de un lugar tan peligroso para la navegación, en condiciones de mala visibilidad. Quizá fuera así, pero la verdad es que sí que estaba obligado. Tres mil soldados franceses bien entrenados que desembarcaran en Irlanda podían hacer arder en llamas a ese acongojado país de punta a punta, unas llamas mucho más feroces que las de 1798.

—Lo intentaremos esta noche —dijo Hornblower.

—Sí, señor.

Las Jovencitas estaban justo enfrente, en medio del canal del Goulet; en cada lado había un paso navegable, un escaso cuarto de milla vacío, y por encima y por debajo de aquellos pasos corría la marea; los franceses probablemente sólo saldrían durante el reflujo. No, aquello no era cierto del todo, porque los franceses podían enfrentarse a la marea con un buen viento… con ese helado viento del este que soplaba. El Goulet tendría que ser vigilado en todas las condiciones, aun con mala visibilidad, y sería el Hotspur el que tendría que llevar a cabo esa vigilancia.