CAPÍTULO 14

La bahía de Tor era como una movediza manada de caballos blancos. La tierra aminoraba el efecto del viento en cierto grado; las olas del canal se veían entorpecidas en su entrada a Berry Head, pero de igual manera el viento soplaba violentamente y las olas que subían por el canal se las arreglaban para girar hacia la izquierda, muy debilitadas, pero aun así empujadas por el viento, y con la marea confundiendo la salida, la bahía de Tor hervía como un caldero. Durante cuarenta horas después de la llegada del Hotspur, el Hibernia, el gran buque de triple cubierta de Cornwallis, izó la señal 715 con una negativa detrás, y la 715 con una negativa significaba que no se podían usar los botes.

Ni siquiera los pescadores de Brixham, muy renombrados por sus pequeños barcos de faena, podían aventurarse en la bahía de Tor mientras hubiera aquella mar, así que hasta la segunda mañana de fondeo la tripulación del Hotspur soportó una mísera existencia con dos cuartos de agua corrompida por día. Y Hornblower era el hombre más desgraciado a bordo, por causas tanto físicas como mentales. El pequeño barco, casi desprovisto de víveres, era un juguete del viento, las olas y las mareas; se encabritaba en sus anclas como un caballo ingobernable. Se balanceaba y rechazaba con una sacudida; se hundía y volvía a hacer otro rechazo. Con sus masteleros arriados, desarrolló un breve y rápido balanceo. Era una mezcla de movimientos que podían poner a prueba al estómago más templado, y el estómago de Hornblower no era demasiado fuerte, en modo alguno, y además permanecía en su memoria el deprimente recuerdo del primer día que pasó en un buque de guerra, cuando fue el hazmerreír de todo el barco por marearse en el viejo Justinian fondeado en Spithead.

Pasó aquellas cuarenta horas vomitando sin parar, y con la negra depresión del mareo añadida a la depresión resultante de saber que María estaba sólo a treinta millas de distancia, en Plymouth, y por buena carretera. Las protestas de Cornwallis habían hecho que el gobierno abriera aquella carretera por encima de Dartmooor, para que la flota del canal, en su punto de reunión, pudiera recibir fácilmente suministros desde la gran base naval. A medio día de viaje con un buen caballo Hornblower podía estrechar a María entre sus brazos, y tener noticias de primera mano acerca del progreso del niño, en quien (para su sorpresa) estaba empezando a pensar cada vez con más asiduidad. Los hombres pasaban sus ratos libres en el castillo de proa, en torno al guarda-bauprés, mirando hacia Brixham y hacia el muelle. Incluso con aquel viento y aquella lluvia torrencial se veían a veces algunas mujeres, mujeres con faldas, siluetas que la tripulación se quedaba mirando con ansiedad. Después de una buena noche de sueño y bombeando ya sólo lo necesario, media hora en cada guardia, aquellos hombres tenían tiempo y energía para que su imaginación volase libremente. Podían pensar en mujeres, y podían pensar también en licor… La mayoría de ellos soñaba con empaparse hasta el aturdimiento en el brandy de contrabando de Brixham, mientras Hornblower se limitaba a vomitar y consumirse. Pero consiguió dormir durante la segunda mitad de la segunda noche, cuando el viento no sólo se moderó sino que roló dos cuartas al norte, alterando las condiciones en la bahía de Tor como por arte de magia, de modo que después de asegurarse a medianoche de que las anclas estaban bien sujetas, la fatiga se apoderó de él y pudo dormir como un tronco durante siete horas. Estaba todavía sólo medio despierto cuando Doughty llegó muy agitado.

—Señales del buque insignia, señor.

Había unas banderolas de estameña ondeando en las drizas del Hibernia; con el viento que soplaba se podían leer con bastante facilidad desde el alcázar del Hotspur.

—Ahí está nuestro número, señor —dijo Foreman, con el catalejo pegado al ojo—. Viene el primero.

Cornwallis estaba dando órdenes para el avituallamiento y abastecimiento de agua de la flota, estableciendo el orden en el que debían servirse los barcos, y aquella señal daba prioridad al Hotspur por delante de todos los demás.

—Recibido —ordenó Hornblower.

—Somos afortunados, señor —comentó Bush.

—Posiblemente —accedió Hornblower. Sin duda Cornwallis había sido informado del requerimiento del Hotspur de agua potable, pero también era posible que tuviera otros planes.

—Mire eso, señor —dijo Bush—. No pierden el tiempo.

Dos gabarras impulsadas por ocho remos cada una y con una balandra de seis remos junto a ellas estaban saliendo del extremo del muelle de Brixham.

—Iré a por las defensas, señor —informó Bush, alejándose a toda prisa.

Aquéllas eran las gabarras del agua, de maravilloso diseño, que contenían unos enormes tanques de hierro. Hornblower había oído hablar de ellas; podían cargar cincuenta toneladas en cada tanque, y transportar diez mil galones de agua potable, mientras que el Hotspur, aun llenando todos los barriles y toneles hasta rebosar, sólo podía almacenar quince mil en total. Así que empezó enseguida una orgía de agua fresca, agua clara de manantial que no había permanecido en los tanques de hierro más de unos pocos días. Con las gabarras costado con costado, una partida del Hotspur bajó para maniobrar las bonitas y modernas bombas que llevaban para que saliera el agua a través de cuatro soberbias mangueras, de lona pasadas por las portillas. Enjuagaron y llenaron la pipa de agua para beber, tanto tiempo vacía, e instantáneamente la tripulación la vació y tuvieron que volverla a llenar de nuevo; posiblemente en aquel momento los hombres preferían el agua fresca al brandy. Fue un derroche magnífico. Abajo, enjuagaron y lavaron también los barriles con agua fresca, y vaciaron el agua corrompida en la sentina, aunque las bombas del barco tuvieran que trabajar un poco después para sacarla por encima de la borda. Todos los hombres bebieron hasta quedar ahítos y siguieron bebiendo. Hornblower bebió un vaso tras otro hasta hartarse, y sin embargo media hora más tarde volvió a beber. Notaba que se expandía como una planta del desierto después de la lluvia.

—Mire esto, señor —dijo Bush, con el catalejo en la mano y señalando hacia Brixham con un gesto.

El catalejo reveló una multitud atareada que estaba trabajando allí, y también se veían cabezas de ganado.

—El matadero —repuso Bush—. Carne fresca.

Pronto otra gabarra se aproximó hacia ellos; colgando de un bastidor debajo de la cuaderna maestra había unas mitades de buey, ovejas y cerdos.

—No me importaría tomar un asado de cordero, señor —comentó Bush.

Bueyes, ovejas y cerdos habían sido conducidos por encima de los páramos a Brixham, los habían matado y preparado en la orilla inmediatamente antes de embarcar, para que la carne durase fresca el mayor tiempo posible.

—Raciones para cuatro días, señor —dijo Bush, haciendo una estimación—. Y hay un buey vivo, cuatro ovejas y cuatro cerdos. Discúlpeme, señor, voy a colocar un centinela en el costado.

La mayoría de los hombres tenían dinero en los bolsillos y lo gastarían libremente en licor si les daban la oportunidad, y los hombres de los barcos de aprovisionamiento se lo venderían a menos que se ejerciera una estrecha supervisión. Las gabarras del agua habían acabado su tarea y estaban alejándose. Había sido una orgía muy breve; desde el momento en que las mangueras fueron retiradas, se restableció la disciplina del buque. Un galón de agua por hombre y por día de allí en adelante.

El lugar de las barcazas del agua lo había tomado ahora la de aprovisionamiento, descargando sacos de galleta, de guisantes secos, barriles de mantequilla, cajas de queso, sacos de harina de avena… Pero lo que más llamaba la atención era media docena de redes llenas de panes recién cocidos. Doscientas hogazas de dos libras… Hornblower podía notar casi el sabor de su crujiente corteza y notó que se le hacía la boca agua sólo con mirarlas. Un gobierno competente, bajo la firme guía de Cornwallis, estaba enviando a bordo todos aquellos lujos; las penalidades de la vida a bordo eran resultado tanto de las circunstancias naturales como de la ineptitud gubernamental.

No hubo ni un momento de descanso en todo aquel día. Ahí estaba Bush tocándose el sombrero de nuevo con una petición final.

—¿No da usted órdenes sobre las esposas, señor?

—¿Esposas?

—Esposas, señor.

La voz de Hornblower tenía una nota de interrogación cuando dijo la palabra; la de Bush sonaba plana y completamente carente de expresividad. Era habitual que en los barcos de Su Majestad, cuando atracaban en un puerto, se les permitiera a las mujeres subir a bordo, y alguna de ellas podía muy bien ser una esposa. Era como una pequeña compensación del sistema que prohibía a un hombre poner los pies en la costa a menos que desertase; pero las mujeres inevitablemente llevaban licor a bordo, y las escenas de libertinaje que seguían en cubierta eran tan desvergonzadas como en la corte de Nerón. Enfermedades e indisciplina eran el resultado inevitable. Costaba días o incluso semanas conseguir que la tripulación volviese a realizar su trabajo con eficacia. Hornblower no quería ver su barco arruinado, pero si el Hotspur tenía que estar mucho tiempo al ancla en la bahía de Tor, no podía negar lo que era una petición razonable y tradicional. Simplemente no podía negarse.

—Le daré las órdenes más tarde —repuso.

No le resultó difícil, algunos minutos después, interceptar a Bush en un momento en que había al menos una docena de hombres que podían oírles.

—¡Ah, señor Bush! —Hornblower esperaba que su voz no sonase tan pomposa y teatral como se temía—. Hay muchas cosas que hacer a bordo, ¿verdad?

—Sí, señor. Hay una buena cantidad de jarcias muertas que me gustaría levantar de nuevo, y hay que soltar obenques para volverlos a remachar. Y está la pintura…

—Muy bien, señor Bush. Cuando el barco esté completamente arreglado en todos los aspectos, dejaremos subir a las esposas a bordo, pero no antes. No antes, señor Bush. Y si tenemos que hacernos a la mar antes de acabar, serán los azares de la guerra.

—Sí, señor.

Luego llegaron las cartas. Seguramente habían llegado noticias a la oficina de correos de Plymouth de la llegada del Hotspur a la bahía de Tor, y habían mandado las cartas por tierra. Siete cartas de María. Hornblower abrió la última en primer lugar, para averiguar que María estaba bien y su embarazo progresaba favorablemente, y entonces hojeó las otras y encontró, tal como esperaba, que ella se había alegrado mucho de leer la carta de su «valiente héroe» en la Gazette, aunque se preocupó un poco por los riesgos que corría su «Alejandro marino», y además, se consumía de pena porque las «necesidades del servicio» le habían «negado a sus ojos la luz de su semblante». Hornblower estaba ya escribiendo una respuesta cuando un guardiamarina llamó a la puerta de su cabina trayendo una nota:

Buque de Su Majestad Hibernia

Bahía de Tor

Querido capitán Hornblower:

Si puedo tentarle a salir de su barco a las tres de esta tarde para comer en el buque insignia, le daría un gran placer a Su humilde servidor,

W. Cornwallis, vicealmirante

P. S.: Una señal afirmativa izada en el Hotspur es todo el acuse de recibo que necesito.

Hornblower salió al alcázar.

—Señor Foreman. Señal: «Hotspur a buque insignia. Afirmativo».

—¿Sólo afirmativo, señor?

—Ya me ha oído.

Una invitación del comandante en jefe era una orden más real que si la hubiese firmado el propio rey…, aunque la posdata no indicase, como era el caso, cuál debía ser la réplica.

Y había que embarcar la pólvora, con todas las precauciones que requería la operación; el Hotspur había disparado ya una tonelada de las cinco de pólvora que podía contener su santabárbara. La operación se completó cuando Prowse envió a uno de los marineros para que descargara el barco de la pólvora.

—Este hombre dice que tiene un mensaje para usted, señor.

Era un hombre moreno con cara de gitano que miró descaradamente a los ojos a Hornblower, con la tranquilidad de quien lleva en su bolsillo un salvoconducto para evitar ser detenido.

—¿Qué hay?

—Mensaje para usted de parte de una dama, señor, y tiene que entregarme un chelín por traérselo.

Hornblower le miró fijamente. Sólo había una dama que pudiera enviarle mensajes.

—Tonterías. La dama le prometió a usted seis peniques. ¿No es cierto?

Hornblower conocía bien a María a pesar de su breve vida de casados.

—Bueno, sí, señor…

—Aquí está el chelín. ¿Qué mensaje es ése?

—La dama dijo que mirase usted hacia el muelle de Brixham, señor.

—Muy bien.

Hornblower cogió el catalejo de las vinateras y se adelantó. Aunque en el buque estaban muy atareados, había unos cuantos ociosos en torno al guardabauprés que salieron corriendo llenos de pánico al ver a su capitán allí. Enfocó el catalejo. El muelle de Brixham, tal como esperaba, estaba atestado de gente, y buscó durante largo rato sin resultado, paseando el catalejo de una mujer a otra y luego otra más. ¿Era ésa María? Sí, era la única mujer con toca y sin chal. Por supuesto que era María; durante un momento había olvidado que estaba al final del séptimo mes de gestación. Estaba de pie en la fila delantera de la muchedumbre; mientras Hornblower miraba, ella levantó un brazo y agitó un pañuelo. No podía verle a él, o al menos no podía reconocerle con certeza a aquella distancia sin un catalejo. Seguramente había oído decir, como todo el mundo en Plymouth, que el Hotspur había llegado a la bahía de Tor; presumiblemente, había viajado vía Totnes en el coche del correo… un viaje largo y pesado.

Ella agitaba de nuevo el pañuelo, con la patética esperanza de que él la estuviera mirando. En aquella parte de su mente que nunca dejaba de atender al barco, Hornblower fue consciente de los silbatos del segundo contramaestre… Los silbatos habían estado pitando una llamada u otra a lo largo de todo el día.

—¡Abajo el bote de pescantes!

Hornblower nunca había sido tan consciente de la esclavitud que representaba servir al rey. Allí estaba él, obligado a dejar el barco para comer con el comandante en jefe, y la marina tenía una tradición de puntualidad que no podía olvidar. Y allí estaba Foreman, sin aliento por la carrera.

—Mensaje del señor Bush, señor. El bote está esperando.

¿Qué hacer? ¿Pedirle a Bush que le escribiera una nota a María y enviarla con un bote? No, tendría que arriesgarse a llegar tarde… María no soportaría recibir mensajes de segunda mano precisamente en aquel momento. Garabateó apresuradamente un mensaje con la pluma torcida hacia la izquierda.

Queridísima:

Me ha complacido enormemente verte, pero ahora no tengo tiempo para nada. Te escribiré con más calma.

Tu devoto marido,

H.

Usaba aquella inicial en todas las cartas que le enviaba a ella. No le gustaba su nombre y no podía resignarse a firmar «Horry». Maldición, tenía una carta a medio terminar, interrumpida aquel mismo día y no concluida. La puso junto con la nota e intentó aplicar un sello a la nota ya terminada. Siete meses en el mar habían destruido todo vestigio de goma y el sello no se adhería. Doughty estaba revoloteando a su alrededor con la espada, el sombrero y el manto… Doughty era tan consciente de la necesidad de puntualidad como él mismo. Hornblower le dio la nota abierta a Bush.

—Selle esto, por favor, señor Bush. Y envíelo con una chalupa a la señora Hornblower que está en el muelle. Sí, está en el muelle. Con una chalupa, señor Bush; nadie del barco debe poner un pie en tierra.

Por encima de la borda y al bote. Hornblower podía imaginar el murmullo que correría por la multitud que estaba en el muelle, cuando María se enterara a través de algunos espectadores más informados de lo que estaba sucediendo.

«El capitán está subiendo al bote». Ella sentiría una oleada de excitación y felicidad. El bote se alejó, y las condiciones de viento y de corriente dictaron que su proa apuntara directamente hacia el muelle; aquél sería el momento de mayor esperanza de María. Entonces el bote viró en redondo mientras los hombres halaban las drizas y la vela al tercio se elevaba en el mástil. Al momento siguiente estaba corriendo hacia el buque insignia, alejándose de María sin una palabra ni una señal, y Hornblower sintió que la piedad y los remordimientos invadían su pecho.

Hewitt respondió al saludo del buque insignia, viró el bote limpiamente en el viento, arrió la vela rápidamente y con el último vestigio de impulso del bote lo puso lo bastante cerca de los cadenotes de estribor para que el proel pudiera usar el bichero. Hornblower juzgó que era su momento y subió saltando la borda. Cuando su cabeza alcanzó el nivel de la cubierta principal, los silbatos empezaron a sonar como bienvenida. Y entre el ruido Hornblower oyó los tres agudos toques dobles de la campana del barco. Seis campanadas en la guardia de la tarde; las tres en punto, la hora establecida para su invitación.

La gran cabina de popa del Hibernia estaba amueblada de una forma más discreta que la de Pellew en el Tonnant, más espartana y menos lujosa, pero bastante confortable. Para sorpresa de Hornblower no había más invitados; en la cabina sólo estaban presentes Cornwallis y Collins, el irónico capitán de la flota, y el teniente de bandera, cuyo nombre oyó pronunciar Hornblower sin fijarse, uno de esos nuevos apellidos dobles con un guión en medio. Hornblower era consciente de que los azules ojos de Cornwallis estaban fijos en él, examinándole de cerca de una forma apreciativa, valorativa, que tal vez le intranquilizaría en otras circunstancias. Por una parte, todavía estaba un poco atormentado por sus pensamientos acerca de María, mientras que por otra, siete meses en alta mar y siete semanas de tormentas constantes justificaban su desgastada casaca y sus pantalones de marinero. No podía enfrentarse a la mirada de Cornwallis sin timidez. En realidad, el efecto de la expresión amable pero sin sonrisas de Cornwallis se vio muy modificado porque su peluca estaba ligeramente ladeada; Cornwallis todavía usaba una peluca de crin de caballo de las que estaban siendo relegadas por la moda a los cocheros de los nobles, y aquel día en concreto tenía una inclinación divertida que disipaba toda apariencia de dignidad. Pero con peluca o sin ella, había algo en el aire, una cierta reserva, una cierta tensión, aunque Cornwallis era un perfecto anfitrión que hizo los honores de su mesa con desenvoltura. La atmósfera era tal que Hornblower apenas vio la comida que había encima de la mesa, y se dio cuenta de que la educada conversación era reservada y cautelosa. Discutieron acerca del tiempo que había hecho recientemente; el Hibernia llevaba varios días en la bahía de Tor, habiendo corrido a buscar refugio justo a tiempo para escapar del último huracán.

—¿Cómo estaban sus almacenes cuando llegó, capitán? —preguntó Collins.

Ahora notó otro tipo de atmósfera, un poco artificial. Había algo especial en el tono de Collins, acentuado por aquel formal «capitán», particularmente cuando se dirigía a alguien de rango inferior. Entonces Hornblower descubrió de qué se trataba. Era una frase preparada y ensayada, exactamente de la misma naturaleza que su reciente discurso a Bush acerca de la admisión de mujeres a bordo. Podía identificar el tono, pero no sabía todavía a qué venía. Pero dio una respuesta sencilla, pronunciada con la mayor sencillez.

—Todavía bastante llenos, señor. Buey y cerdo para un mes al menos.

Hubo una pausa un poco más larga de lo habitual, como si la información estuviera siendo procesada, antes de que Cornwallis hiciera la siguiente pregunta con una sola palabra:

—¿Agua?

—Eso es diferente, señor. No había podido llenar los barriles completamente con las mangueras. Estaban muy vacíos cuando llegamos. Por eso vinimos hacia aquí.

—¿Cuánta agua tenía?

—Dos días a media ración, señor. Llevábamos una semana a media ración, y con raciones de dos tercios al menos cuatro semanas antes de eso.

—Oh —dijo Collins, y en aquel momento la atmósfera cambió.

—Dejó usted muy poco margen de error, Hornblower —observó Cornwallis, y ahora sonreía, y entonces Hornblower, de pronto, se dio cuenta de lo que había pasado. Sospechaban que había vuelto demasiado pronto, que era uno de esos capitanes que se cansan de luchar contra las tormentas. Ésos eran los capitanes que Cornwallis estaba ansioso por eliminar de la flota del canal, y había pensado en eliminarle a él.

—Tendría que haber venido al menos cuatro días antes —declaró Cornwallis.

—Bueno, señor… —Hornblower podía haberse cubierto citando la orden de Chambers de la Naiad, pero no vio razón para hacerlo, y en cambio dijo—: Al final resultó todo bien.

—Nos mandará sus diarios, ¿verdad, señor? —comentó el teniente.

—Por supuesto —respondió Hornblower.

El cuaderno de bitácora sería una prueba documental de sus afirmaciones, pero la pregunta era una falta de tacto, incluso insultante, porque denotaba desconfianza, y Cornwallis instantáneamente mostró su disgusto ante aquella torpeza por parte de su teniente.

—El capitán Hornblower podrá hacerlo todo a su debido tiempo —dijo—. Y ahora, ¿más vino, señor?

El cambio que había experimentado la reunión era extraordinariamente favorable: la atmósfera se había transformado de forma tan notable como la luz cuando los asistentes trajeron unas velas. Los cuatro estaban riendo y haciendo bromas cuando Newton, capitán del barco, llegó para informar y para que le presentaran a Hornblower.

—Viento estable del oeste noroeste, señor —dijo Newton.

—Gracias, capitán —Cornwallis dirigió sus azules ojos hacia Hornblower—. ¿Está listo para hacerse a la mar?

—Sí, señor —no podía haber otra respuesta.

—El viento soplará del este pronto —meditó Cornwallis—. Los Downs, Spithead, Plymouth Sound… todos ellos repletos de barcos destinados a salir a alta mar y esperando un viento favorable. Pero una cuarta es todo lo que usted necesita con el Hotspur.

—Puedo llegar a Ushant con dos bordadas ahora, señor —repuso Hornblower. María estaba en algún alojamiento de Brixham en aquel mismo momento, pero él tenía que decir lo que dijo.

—Mmm… —Cornwallis, dudaba aún—. No me siento cómodo si usted no está vigilando el Goulet, Hornblower. Pero puedo dejarle que pase un día más fondeado.

—Gracias, señor.

—Es decir, si el viento no rola un poco más. —Cornwallis tomó una decisión—. Aquí tiene sus órdenes. Navegará al anochecer mañana. Pero si el viento rola una cuarta más, usted levará anclas instantáneamente. Es decir, con el viento al noroeste cuarta al oeste.

—Sí, señor.

Hornblower sabía cómo le gustaba a él que respondieran los oficiales a sus órdenes, y se comportó de acuerdo con ese modelo mental. Cornwallis siguió hablando, con sus ojos todavía clavados en él.

—Conseguí un clarete bastante aceptable a buen precio hace un mes. Me pregunto si me haría el honor de aceptar una docena de botellas, Hornblower.

—Con el mayor placer, señor.

—Haré que las pongan en su bote.

Cornwallis se volvió para dar las instrucciones a su mayordomo, que aparentemente tenía algo que decirle como respuesta en voz baja; Hornblower oyó la réplica de Cornwallis: «Sí, sí, por supuesto», y luego se volvió hacia él.

—Quizá su mozo quisiera avisar a mi bote al mismo tiempo, señor —dijo Hornblower, que no tenía duda de que su visita había durado ya lo suficiente para lo que acostumbraba Cornwallis.

Estaba bastante oscuro cuando Hornblower volvió a bajar al bote, donde encontró a sus pies la caja que contenía el vino, y por entonces el viento era casi moderado. La oscura superficie de la bahía de Tor aparecía rutilante con las luces de los barcos, y también se veían las luces de Torquay, de Paignton y de Brixham. María estaba allí en alguna parte, probablemente alojada con incomodidades, porque aquellos pueblos tan pequeños debían de estar llenos de esposas de marinos.

—Llámeme en el momento en que el viento sople noroeste cuarta al oeste —dijo Hornblower a Bush, tan pronto como alcanzó la cubierta.

—Noroeste cuarta al oeste. Sí, señor. Los hombres han conseguido traer licor a bordo, señor.

—¿Acaso esperaba otra cosa?

El marinero inglés se las arregla para hallar licor en cualquier contacto con tierra firme; si no tiene dinero, lo cambia por sus ropas, los zapatos o incluso los pendientes.

—He tenido problemas con alguno de ellos, señor, especialmente después del suministro de cerveza.

Se suministraba cerveza en lugar de ron allí donde se podía encontrar.

—¿Lo ha arreglado ya todo?

—Sí, señor.

—Muy bien, señor Bush.

Un par de hombres subieron la caja de vino desde el bote, bajo la supervisión de Doughty, y cuando Hornblower entró en su cabina encontró la caja junto al mamparo, ocupando prácticamente todo el espacio libre que quedaba en el suelo, y Doughty inclinado encima de ella, habiéndola abierto con una palanca.

—Es el único sitio donde la puedo poner, señor —explicó Doughty, disculpándose.

Probablemente era verdad en dos sentidos: el barco estaba repleto de víveres, incluso la carne cruda estaba colgada por todas partes, en lugares adecuados e inadecuados; apenas había espacio libre y, además, el vino no estaría a salvo de los hombres a menos que lo pusieran en un lugar donde hubiera un centinela apostado haciendo guardia constantemente. Doughty llevaba un paquete grande en los brazos, que había sacado de la caja.

—¿Qué es eso? —preguntó Hornblower; ya había observado que Doughty se mostraba un poco confundido, así que cuando vaciló, le repitió la pregunta con más aspereza.

—Es un paquete del mayordomo del almirante, señor.

—Enséñemelo.

Hornblower esperaba ver botellas de brandy o algún otro artículo de contrabando.

—Son sólo provisiones de cabina, señor.

—Enséñemelo.

—Sólo provisiones de cabina, señor, tal como le he dicho. —Doughty examinaba el contenido de una manera que demostraba que no estaba muy seguro de lo que iba a encontrar allí—. Aceite de oliva, señor. Y hierbas secas. Mejorana, tomillo, salvia. Y café…, sólo media libra, por lo que parece. Y pimienta. Y vinagre. Y…

—¿De dónde demonios ha sacado todo eso?

—Le escribí una nota al mayordomo del almirante, señor, y se la mandé por su timonel. No está bien que usted carezca de todas estas cosas, señor. Ahora ya puedo cocinar para usted adecuadamente.

—¿Lo sabe el almirante?

—Me sorprendería mucho que lo supiera, señor.

Había una expresión de superioridad en la cara de Doughty mientras decía aquello que súbitamente le reveló a Hornblower un mundo del cual había permanecido ignorante hasta entonces. Podía haber oficiales de bandera y capitanes, pero debajo de aquella brillante superficie estaba un círculo invisible de asistentes, con sus propios ritos secretos y sus contraseñas, llevando las vidas privadas de sus oficiales sin pedirles permiso.

—¡Señor! —ése era Bush, que entraba en la cabina a toda prisa—. El viento es del noroeste cuarta al oeste, señor. Parece como si fuera a rolar más todavía.

A Hornblower le costó un momento reorientar sus pensamientos, cambiar de asistentes y hierbas aromáticas a barcos y órdenes de navegación. Entonces volvió en sí y gritó sus órdenes.

—Llame a todos los hombres. Icen los masteleros. Que armen las vergas. Quiero estar navegando dentro de veinte minutos. Quince.

—Sí, señor.

La tranquilidad del barco se vio alterada por los silbatos y las maldiciones de los oficiales de mar, que empujaban a los hombres al trabajo. Las cabezas atontadas por la cerveza y el brandy se aclararon enseguida con el violento ejercicio y el frescor de la helada brisa nocturna. Los dedos entumecidos se agarraron a las drizas. Los hombres tropezaban y daban tumbos en la oscuridad y recibían puntapiés de los oficiales de mar, presionados por los segundos oficiales, presionados a su vez por Bush y Prowse. Los grandes y engorrosos bultos de las velas fueron arrastrados desde los botalones, donde estaban echados.

—Listos para largar velas, señor —informó Bush.

—Muy bien. Envíe a los hombres al cabrestante. Señor Foreman, ¿cuál es la señal nocturna para «estoy haciéndome a la mar»?

—Un momento, señor —Foreman no se había aprendido el libro de señales nocturnas tan completamente como debería en siete meses enteros—. Una luz azul y un fuego de bengala juntos, señor.

—Muy bien. Haga la señal. Señor Prowse, rumbo desde el Start a Ushant, por favor.

Eso haría saber a los hombres qué destino les aguardaba, si no lo habían adivinado aún. María no sabría nada en absoluto hasta que mirase la bahía de Tor al día siguiente y encontrara vacío el lugar que ocupaba el Hotspur.

Y todo lo que tendría para consolarse sería la breve nota que le había enviado antes de la cena; un consuelo muy frío, la verdad. No debía pensar en María ni en el niño.

El cabrestante resonaba mientras ellos iban izando el ancla de proa. Tendrían que izar el peso extra de la carronada del bote que lastraba aquel ancla; el trabajo adicional era el precio que tenían que pagar por la seguridad de los últimos días. Era una operación pesada y laboriosa.

—¿Hago izar el ancla pequeña, señor?

—Sí, por favor, señor Bush. Y puede poner el barco en marcha tan pronto como lo crea conveniente.

—Sí, señor.

—Haga esa señal, señor Foreman.

El alcázar se vio súbitamente iluminado, la siniestra luz azul mezclada con la igualmente siniestra escarlata del fuego de bengala. Las últimas chispas acababan de extinguirse apenas cuando llegó la respuesta desde el buque insignia, una luz azul que parpadeó tres veces mientras la tapaban momentáneamente.

—¡Recibido, señor!

—Muy bien.

Y ése fue el final de su estancia en puerto, de su visita a Inglaterra. Tardaría muchos meses en volver a ver a María; sería madre ya cuando se encontraran.

—¡Cazar las escotas!

El Hotspur estaba haciendo vía, volviéndose con un buen viento para doblar por barlovento Berry Head. La mente de Hornblower jugueteaba con un puñado de pensamientos dispersos mientras luchaba por controlar su avasalladora melancolía. Recordaba la breve conversación privada que había presenciado entre Cornwallis y su asistente. Estaba casi seguro de que este último le estaba diciendo a su almirante que había un paquete preparado para llevarlo al Hotspur. Doughty no era tan listo como pensaba. Esa conclusión le provocó una débil sonrisa mientras el Hotspur enfilaba las aguas del canal, con Berry Head a estribor.