CAPÍTULO 13

La campana del Hotspur sonó dos veces; eran las seis de la tarde, y la primera guardia de cuartillo había acabado en la oscuridad creciente.

—Anochece, señor —dijo Bush.

—Sí —afirmó Hornblower.

—Las seis en punto. El equinoccio, señor.

—Sí —volvió a asentir Hornblower; sabía perfectamente lo que iba a seguir.

—Tendremos una borrasca del oeste, señor, o no me llamo William Bush.

—Muy probablemente —replicó Hornblower, que había estado husmeando el aire durante todo el día.

Hornblower era un poco hereje en este asunto. No creía que el simple cambio de un día de doce horas y un minuto a otro un minuto más corto pudiera hacer que soplaran vientos del oeste. Las borrascas soplaban en aquella época porque el invierno se estaba acercando, pero noventa y nueve hombres de cada cien creían firmemente en una relación causal mucho más directa, y también mucho más misteriosa.

—El viento está refrescando y el mar se está levantando un poco, señor —continuó Bush, inexorable.

—Sí.

Hornblower acalló la tentación de declarar que no era porque el sol se pusiera a las seis en punto, porque sabía que una opinión semejante sería recibida con la tolerante y solapada desaprobación que se presta a las opiniones de niños, excéntricos y capitanes.

—Tenemos agua para veintiocho días, señor. Veinticuatro contando con los derramamientos y mermas.

—Treinta y seis, si disminuimos las raciones —corrigió Hornblower.

—Sí, señor —dijo Bush, con todo un mundo contenido en esas dos palabras.

—Daré la orden dentro de una semana —informó Hornblower.

No era probable que ninguna borrasca soplara durante un mes seguido, pero podían sucederse una tras otra antes de que los transportes de agua pudieran salir desde Plymouth para rellenar los barriles. Debido a la organización establecida por Cornwallis, durante cerca de seis meses seguidos en el mar el Hotspur no había tenido que ir todavía a repostar agua. Si se hiciera necesario, sería una molestia más consecuencia del paso del tiempo.

—Gracias, señor —dijo Bush, tocándose el sombrero y dirigiéndose a sus tareas por la oscura y bamboleante cubierta.

Tenía preocupaciones de todo tipo. El día antes por la mañana, Doughty había advertido a Hornblower que se estaban agujereando los codos de su casaca de uniforme, y que sólo tenía dos casacas aparte del uniforme completo. Doughty había hecho un buen trabajo de remiendo, pero aunque habían buscado minuciosamente por todo el barco, no habían encontrado ningún material con idéntico color desteñido por la intemperie. Además, los fondillos de todos los pantalones que tenía estaban finos como el papel, y a Hornblower no le hacía ninguna gracia tener que llevar los amplios pantalones de marinero de la tripulación. Aun así, como éstos se estaban agotando, tuvo que reservarse un par antes de que se acabaran. Llevaba ahora su ropa interior gruesa de invierno; tres juegos le habían parecido más que suficientes en abril, pero ahora se enfrentaba a la perspectiva, en una borrasca, de empaparse frecuentemente, con pocas posibilidades de secar la ropa. Maldijo para sí y se retiró a descansar un poco, anticipando una noche movida. Al menos había cenado bien. Doughty había cocinado un rabo de buey, la más despreciada y rechazada de todas las partes de la ración semanal de buey, y lo había convertido en un plato digno de un lord. Podía ser su última cena durante mucho tiempo, si duraba la tempestad… el invierno afectaba a la tierra tanto como al mar, así que no podía esperar obtener otras verduras que patatas y coles hervidas hasta la siguiente primavera.

Su previsión de una noche movida resultó acertada. Se había despertado hacía algún tiempo, sintiendo el fuerte movimiento del Hotspur y tratando de decidir si levantarse y vestirse o gritar pidiendo una luz y tratar de leer, cuando llamaron a su puerta.

—¡Señales del buque insignia, señor!

—Ya voy.

Doughty era realmente un asistente excelente. Llegaba en aquel mismo momento con un farol de seguridad.

—Necesitará su chaquetón, señor, y un impermeable por encima. El sombrero encerado, señor. Es mejor que se ponga la bufanda para mantener seco el chaquetón, señor.

Una bufanda en torno al cuello absorbía la humedad que de otro modo podía meterse entre el sombrero y la casaca impermeable y empapar el chaquetón. Doughty envolvió a Hornblower en sus ropas como una madre que prepara a su hijo para ir a la escuela, mientras se balanceaban y se tambaleaban en la móvil cubierta. Hornblower salió a la rugiente oscuridad.

—Un cohete blanco y dos luces azules desde el buque insignia, señor —informó Young—. Eso significa «tomen posiciones mar adentro».

—Gracias. ¿Qué velas llevamos? —Hornblower podía adivinar la respuesta sólo por la sensación que le transmitía el barco, pero quería estar seguro. Estaba demasiado oscuro para que sus deslumbrados ojos pudieran ver todavía.

—Gavias con rizos dobles y vela mayor, señor.

—Mantenga ese rumbo y ciña por babor.

—Ceñir por babor. Sí, señor.

La señal de las posiciones de alta mar significaba una retirada general de la flota del canal. El cuerpo principal se situó a setenta millas hacia el mar fuera de Brest, a salvo de aquella espantosa costa a sotavento y con espacio abierto ante ellos hacia la bahía de Tor (evitando Ushant por una parte y el Start por otra) por si la tormenta fuera tan mala como para hacer imposible mantenerse en alta mar. El Escuadrón de la Costa estaría treinta millas más cerca. Eran los barcos más capaces de navegar de bolina, y podían enfrentarse a un riesgo adicional y colocarse más cerca de Brest por si un súbito cambio de viento permitía salir a los franceses. Pero no se trataba simplemente de que los franceses salieran, sino de que otros barcos franceses pudieran entrar. Fuera en el Atlántico había más de un pequeño escuadrón francés (el propio hermano de Bonaparte dirigía uno de ellos, con su esposa americana) buscando con urgencia alcanzar un puerto francés antes de que la comida y el agua se les acabasen por completo. Así que la Naiad, la Doris y el Hotspur tenían que permanecer en las cercanías, para interceptarlos e informar. Eran los que mejor podían hacerse cargo de los peligros de la situación.

Y era mejor reservarlos si no podían hacerlo. Así que el Hotspur tenía que tomar posiciones sólo a veinte minutos del oeste de Ushant, donde los barcos franceses empujados por la borrasca podían recalar mejor.

Bush apareció en la oscuridad, gritando por encima del ruido del huracán.

—El equinoccio, tal como le había dicho, señor.

—Sí.

—Empeorará antes de mejorar, señor.

—Sin duda.

El Hotspur estaba, ahora a todo ceñir, remontándose, cabeceando y balanceándose sobre las vastas e invisibles olas que la tempestad levantaba por encima de su proa. Hornblower notó con resentimiento que Bush estaba experimentando placer ante aquel cambio de situación. Una fuerte borrasca y la lucha a barlovento era algo estimulante para Bush después de largos días de calma, mientras que Hornblower pugnaba por mantenerse en pie y dudaba de la conducta de su estómago como resultado de este súbito cambio.

El viento aullaba en torno a ellos y chorros de agua se precipitaban sobre el puente, de modo que la negra noche estaba llena de ruidos. Hornblower se agarró a la batayola. Los caballistas circenses que había visto en su niñez, galopando alrededor de la pista, poniéndose de pie sobre dos caballos con un pie en cada uno de ellos, no tenían un trabajo más difícil del que él estaba acometiendo en aquellos momentos. Y a los caballistas circenses no les arrojaban periódicamente en la cara chorros de agua. Había pequeñas variaciones en la violencia del viento. Apenas podían llamárseles ráfagas; Hornblower tomó nota de que había incrementos de fuerza sin sus correspondientes descensos. A través de las plantas de los pies y las palmas de las manos notaba un constante aumento de la escora del Hotspur y un constante endurecimiento en su reacción. Estaba mostrando demasiada lona. Con la boca a una yarda del oído de Young, gritó sus órdenes:

—¡Cuatro rizos en las gavias!

—Sí, señor.

Los ruidos exagerados de la noche se unieron al pitido de los silbatos de los segundos contramaestres; abajo en el combés se chillaban órdenes a unos hombres ajetreados y tambaleantes.

—¡Todos los marineros a arrizar las gavias!

Los hombres fueron a sus puestos agarrándose como podían. En aquel preciso momento dieron fruto sus mil y un entrenamientos, cuando en medio de la oscuridad y la confusión los hombres llevaron a cabo los trabajos que se les habían enseñado en condiciones más favorables. Hornblower sintió el momentáneo alivio del Hotspur cuando Young hizo flamear las gavias para disminuir la tensión en ellas. Ahora los hombres estaban subiendo a los aparejos para realizar hazañas circenses comparadas con las cuales su esfuerzo por mantenerse en pie era una minucia. Ningún artista del trapecio tiene que hacer su trabajo en la absoluta oscuridad, apoyándose en algo tan impredecible como un cabo en una borrasca, ni precisa la fuerza y habilidad que necesitan los marineros para pasar el puño de la vela mientras están colgados a cincuenta pies de altura por encima de un mar implacable. Ni siquiera el domador de leones, con el ojo atento a sus traicioneros animales, tiene que enfrentarse a una ferocidad semejante a la de la lona desalmada, que intenta expulsar a todos los hombres que puede de su precario apoyo. Un toque de la caña enderezó las velas de nuevo, y el Hotspur escoró en su feroz lucha con el viento. Seguramente no había mejor ejemplo del triunfo del ingenio humano sobre las ciegas fuerzas de la naturaleza que esa situación, la de un barco que podía sacar alguna ventaja del fuerte intento de la borrasca de empujarle a la destrucción. Hornblower se dirigió a la bitácora agarrándose como pudo y estudió el rumbo del barco, intentando resolver mentalmente los problemas de corrientes y derivas teniendo siempre presente la imagen del rumbo marcado. Prowse estaba allí, aparentemente haciendo lo mismo.

—Creo que estamos ya en alta mar, señor —Prowse tuvo que gritar cada sílaba por separado. Hornblower tuvo que hacer lo mismo para contestarle.

—Nos mantendremos un poco más, mientras podamos.

Era extraordinario lo rápido que pasaba el tiempo en estas circunstancias. No podía faltar mucho para que llegase la luz del día. Y esa tormenta todavía estaba acercándose; habían pasado casi veinticuatro horas desde que Hornblower detectó los primeros síntomas, y no había alcanzado todavía toda su fuerza. Era probable que les azotara durante un tiempo considerable, unos tres días, posiblemente más. Aunque se aplacara, el viento podía seguir soplando del oeste durante más tiempo, retrasando los suministros de agua y los barcos de provisiones en su paso desde Plymouth, y cuando finalmente llegaran, el Hotspur podía estar perfectamente en su puesto fuera del Goulet.

—¡Señor Bush! —Hornblower tuvo que acercarse y tocar el hombro de Bush para atraer su atención—. Vamos a reducir la ración de agua desde hoy. Dos de tres.

—Sí, señor. No importa, señor.

Bush pensaba poco en las privaciones, ni para los hombres ni para sí mismo. No era cuestión de renunciar a un lujo; reducir la ración de agua significaba un incremento de las privaciones. La medida de un galón por día y por cabeza era una privación, aunque fuera algo habitual; un hombre podía arreglárselas para sobrevivir con aquello. Dos tercios de galón por día, en cambio, era una tortura horrible; después de unos cuantos días, la sed empezaría a llenar todos los pensamientos. Como para burlarse de ellos, las bombas estaban funcionando en aquel momento. La elasticidad que impedía que el Hotspur se rompiera al someterse a tensión le hacía también más vulnerable a las filtraciones del mar en su estructura, y el agua se abría camino a través de las tensas cuadernas tanto por encima como por debajo de la línea de flotación. Se acumularía en la sentina a uno, dos, tres pies de profundidad. Mientras continuase soplando la tormenta, la mayoría de los hombres tendrían seis horas de duro trabajo físico al día (una hora cada guardia) bombeando el agua para sacarla.

Se acercaba la gris aurora, y el viento seguía en aumento, y el Hotspur no podía luchar ya más contra él.

—¡Señor Cargill! —Cargill era ahora el oficial de guardia—. Vamos a ponernos al pairo. Con las velas de estay del mastelero de mayor.

Hornblower tuvo que gritar la orden con todas sus fuerzas antes de que Cargill diera señales de haber comprendido.

—¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros!

Algunos minutos de trabajo duro consiguieron la transformación. Sin la inmensa influencia de las gavias, el Hotspur dejó de escorar con tanta inclinación; la influencia más suave de la vela de estay del mastelero de mayor lo mantuvo razonablemente estable, y el timón desistió de su esfuerzo, hasta entonces constante, para forzar al pequeño barco a luchar contra el viento. Ahora el barco se alzaba y bajaba en picado con más libertad, de forma más extravagante, pero con menos tensión. Saltaba de una forma muy brusca y seguía entrando agua por encima de la amura de barlovento, pero su conducta era muy diferente al ceder al viento en lugar de desafiarlo a riesgo de resultar destrozado.

Bush le estaba ofreciendo un catalejo y señalaba a barlovento, donde ahora se veía débilmente un horizonte gris… un horizonte dentado, aserrado, con las olas corriendo hacia ellos. Hornblower puso las dos manos en torno al catalejo. El mar y luego el cielo pasaron corriendo frente al objeto de cristal mientras el Hotspur se movía sobre sucesivas olas. Era difícil recorrer el área indicada por Bush; había que hacerlo a saltos, pero después de un rato captó algo en su campo de visión, logró enfocarlo (muchas horas de observación con el catalejo le habían dado bastantes reflejos) y pronto pudo ser sometido a intermitente observación.

—La Naiad, señor —gritó Bush en su oído.

La fragata estaba a varias millas a barlovento, al pairo, como el Hotspur. Tenía una de sus nuevas velas de temporal desplegadas, muy bajas y sin rizos. Debía de ser una ventaja considerable cuando estaban al pairo, porque sólo la reducción en peso sería ya considerable, pero cuando Hornblower desvió su atención al Hotspur y observó su conducta bajo su vela de estay del mastelero de mayor, se sintió bastante satisfecho. La cortesía le podía haber inducido a comentar aquello cuando devolvió el catalejo, pero el esfuerzo que significaba conversar con aquel viento lo impedía, así que se contentó con un gesto. Pero la vista de la Naiad allí hacia el oeste era una confirmación de que el Hotspur estaba llegando a su posición, y más allá, Hornblower tuvo atisbos de la Doris haciendo eses y corriendo en el horizonte. Hasta el momento había hecho todo lo que se podía hacer. Un hombre inteligente habría tomado el desayuno mientras podía, y un hombre inteligente habría ignorado por completo la mínima insinuación de las alteraciones de estómago ocasionadas por este nuevo y diferente movimiento del barco. Todo lo que tenía que hacer era aguantar.

Hubo un momento agradable cuando llegó a su cabina y Huffnell, el sobrecargo, llegó para darle su informe de la mañana, porque, al parecer, a la primera señal de problemas, Bush y Huffnell habían ido a buscar a Simmonds, el cocinero, y le habían puesto a trabajar para que preparara algo de comida.

—Excelente, señor Huffnell.

—Estaba establecido así en sus órdenes, señor.

Sí, era verdad, Hornblower lo recordaba. Había añadido aquel párrafo después de leer las órdenes de Cornwallis concernientes a las precauciones que deberían tomar en caso de borrascas del oeste. Simmonds había cocido trescientas libras de cerdo salado en los calderos del Hotspur, así como trescientas libras de guisantes secos, antes de que el tiempo extinguiera los fuegos de la cocina.

—En fin, fue una noche de trabajo tremenda, señor —dijo Huffnell.

Así que durante los tres días siguientes (cuatro en caso de apuro) los hombres tendrían algo que comer además de galleta seca. Tomarían cerdo frío hervido y puré de guisantes frío; con este último el Hombre de la Luna se quemó la boca, según decía una canción infantil.

—Gracias, señor Huffnell. Es poco probable que este viento dure más de cuatro días.

Y ese tiempo fue realmente el que duró la borrasca, que les introdujo en el peor invierno que se recordaba, siguiendo al mejor de los veranos. Durante aquellos cuatro días, el Hotspur permaneció al pairo, batido por el mar, barrido por el viento, mientras Hornblower hacía ansiosos cálculos concernientes a la deriva y las corrientes. Cuando el viento roló hacia el norte, su atención derivó desde Ushant al norte a la Isla de Sein al sur de los accesos a Brest. Hasta el quinto día el Hotspur no pudo tomar tres rizos a las gavias y volverse hacia su posición, mientras Simmonds se las arreglaba para encender de nuevo sus fogones y suministrar a la tripulación (y a Hornblower) buey hervido en lugar del cerdo hervido frío. Incluso entonces, aquella borrasca de tres rizos seguía levantando enormes olas en el Atlántico, de modo que el Hotspur se remontaba encima de ellas y resbalaba dolorosamente hacia su final, haciendo unos movimientos de sacacorchos cuando la amura de barlovento aguantaba la marejada, una especie de sacudidas cuando una ola «traidora» se estrellaba en él, y unas tremendas guiñadas cuando, más raramente, una ola más grande de lo normal empapaba sus velas y le hacía bambolearse. Pero una hora de trabajo de las bombas cada guardia mantenía limpias las sentinas, y virando de bordada cada dos horas, el Hotspur pudo ir saliendo penosamente a la mar de nuevo (con no más de media milla de ventaja hacia barlovento en cada bordada) y recuperar la comparativa seguridad de su posición original antes de la siguiente tormenta.

Aquellas borrascas parecían soplar como castigo por el buen tiempo del verano, y quizá no fuera un pensamiento totalmente fantasioso; para la mente de Hornblower podía tener algún fundamento la teoría de que la alta presión prolongada que habían tenido durante el verano significaba que el mal tiempo, contenido hacia barlovento, se desataba ahora con más fuerza de la habitual. Fuera como fuese, la simple borrasca que duró cuatro días después de la primera tormenta se convirtió de nuevo en una tempestad, soplando desde el oeste ininterrumpidamente con la fuerza casi de un huracán. Los días eran melancólicos y monótonamente grises, con nubes bajas y oscuras, y negras noches, él viento soplando en las jarcias hasta saturar los oídos con aquel ruido incesante, hasta que ningún precio parecía demasiado alto para obtener cinco minutos de paz… y sin embargo no se hubiera podido comprar ni un segundo de paz a ningún precio. Los crujidos y gruñidos de la estructura del Hotspur se mezclaban con el ruido del viento y el maderamen del barco se sacudía con la vibración del cordaje hasta que parecía como si mente y cuerpo, exhaustos por el estrépito y por las fatigas del simple movimiento, no pudieran soportar ya ni un minuto más, y sin embargo siguieron soportándolo durante días.

La tempestad amainó hasta convertirse en una borrasca, hasta un punto en que las gavias sólo necesitaron un rizo, y entonces, increíblemente, se encrespó de nuevo y se convirtió en otra tempestad, la tercera en un mes, durante la cual todos a bordo se volvieron a cubrir de magulladuras por los golpes que les producía el movimiento del barco. Y durante aquella tempestad Hornblower pasó una crisis espiritual. No fue una simple cuestión especulativa, sino algo mucho más profundo. Hizo todo lo posible para aparecer imperturbable mientras Bush, Huffnell y Wallis, el cirujano, le daban sus informes diarios. Podía haberles requerido para un consejo formal; podía haberse cubierto pidiéndoles opinión por escrito, para usarla como prueba si había una investigación, pero ése no era su estilo. La responsabilidad era como el aire que respiraba; no podía eludirla igual que no podía aguantar la respiración indefinidamente. El primer día que se pudieron tomar rizos a las gavias tomó su decisión.

—Señor Prowse, le agradecería que estableciera un rumbo para acercarnos a la Naiad de modo que pueda leer nuestras señales.

—Sí, señor.

Hornblower, de pie en el alcázar en aquel sempiterno e infernal viento, odió a Prowse por dirigirle aquella inquisitiva mirada. Por supuesto que la tripulación había discutido su problema. Por supuesto, sabían que apenas les quedaba agua para beber; sabían también que Wallis había descubierto tres casos de encías doloridas (los primeros síntomas de escorbuto en una armada que había vencido el escorbuto, excepto en casos muy raros). Por supuesto, se habían preguntado cuándo se rendiría su capitán a las circunstancias. Quizás hubieran hecho incluso apuestas sobre la fecha. El problema, la decisión, era de él y no de ellos.

El Hotspur se abría camino por el agitado mar hasta un punto en proa a sotavento de la Naiad donde las banderas de señales pudieran verse en ángulo recto.

—¡Señor Foreman! Señal al Naiad, por favor. «Permiso requerido para volver a puerto».

—«Permiso requerido para volver a puerto». Sí, señor.

La Naiad era el único barco del Escuadrón de la Costa (de la flota del canal) a la vista, y su capitán era por lo tanto el oficial de mayor graduación en la posición. Todos los capitanes tenían mayor rango que el capitán del Hotspur.

—Recibido por la Naiad, señor —informó Foreman, y entonces, después de esperar diez segundos, añadió—: Naiad a Hotspur, señor. «Interrogante».

Podían haberlo dicho de una forma más cortés. Chambers, de la Naiad, podía haber dicho algo como: «Por favor, explique su petición», o algo parecido. Pero el signo de interrogación era rápido y adecuado. La siguiente señal de Hornblower fue igualmente concisa.

Hotspur a Naiad. «Agua para ocho días».

Hornblower vio cómo se remontaba la señal de respuesta en las drizas de señales de la Naiad. No era una afirmación; si era un permiso, se trataba de un permiso restringido.

Naiad a Hotspur, señor. «Esperen cuatro días».

—Gracias, señor Foreman.

Hornblower trató de evitar que asomara cualquier expresión en su rostro o en su voz.

—Seguro que ellos tienen agua para dos meses a bordo, señor —dijo Bush, ásperamente.

—Espero que sí, señor Bush.

Estaban a setenta leguas de la bahía de Tor; dos días de navegación con buen viento. No había margen para el error. Si al final de los cuatro días el viento cambiaba del este, lo que era perfectamente posible, no podrían alcanzar la bahía de Tor en una semana o incluso más. Los barcos del agua podían venir por el canal, pero era posible que no les encontraran a la primera, y aun así, el mar podía estar demasiado movido para trabajar con los botes. Existía una posibilidad real de que la tripulación del Hotspur muriera de sed. No le fue fácil a Hornblower hacer aquella petición. No tenía ningún deseo de que le consideraran uno de esos capitanes cuyo único deseo es volver a puerto, y había esperado hasta el último momento sensato. Chambers veía las cosas de modo diferente, como puede pasarle a cualquiera con las posibles desgracias de los demás. Era una forma fácil de demostrar su resolución y su firmeza. Una forma fácil, cómoda, barata.

—Envíe esta señal, por favor, señor Foreman. «Gracias. Volvemos a nuestro puesto. Adiós». Señor Prowse, podemos cambiar el rumbo en cuanto ellos reciban esta señal. Señor Bush, a partir de hoy la ración de agua se reducirá. Una de dos.

Dos cuartos de agua por día en total (y de un agua tal), para hombres que se alimentaban de carne salada, estaba por debajo de los mínimos para la salud. Significaba enfermedad tanto como incomodidad, pero la reducción significaba también que no beberían la última gota de agua hasta que transcurrieran dieciséis días.

El capitán Chambers no había previsto el tiempo futuro, y quizá no se le podía culpar por ello, viendo que el cuarto día después del cambio de señales, el viento del oeste empezó a soplar de nuevo, increíblemente, hasta formar la cuarta tormenta de aquel otoño marcado por las tempestades. Hacia el final de la guardia de la tarde llamaron a Hornblower a cubierta de nuevo para que diera su permiso para arrizar las gavias y la vela de estay de temporal una vez más. Se estaba haciendo ya de noche; los días del equinoccio, cuando el sol se ponía a las seis, habían pasado hacía mucho, y ahora aquel rugiente temporal del oeste tenía una frialdad especial. Era frío; no helado, no congelado, pero sí frío, penetrantemente frío. Hornblower trató de caminar por la cubierta inestable en un esfuerzo por recuperar la circulación; entró en calor, no por el paseo, sino porque el trabajo físico de mantener los pies en equilibrio ya bastaba para ello. El Hotspur estaba saltando como un ciervo debajo de sus pies, y de abajo venía también el monótono sonido de las bombas en funcionamiento. Ahora tenían agua para seis días a bordo; doce raciones y media. La tenebrosa oscuridad de la noche no era más lóbrega que sus propios pensamientos. Habían pasado cinco semanas desde que pudo enviar su última carta a María, y habían pasado seis desde que tuvo las últimas noticias de ella, seis semanas de borrascas y tempestades del oeste. Les podía haber ocurrido cualquier cosa a ella o al niño, y ella podía pensar también que a él y al Hotspur les había ocurrido algo.

Una ola más irregular de lo normal, rugiendo desde la oscuridad, se estrelló en la amura de barlovento del Hotspur. Hornblower sintió su súbita indolencia, su inercia, debajo de sus pies. Aquella ola debía de haber inundado el combés hasta una profundidad de una yarda o más, cincuenta o sesenta toneladas de agua en la cubierta. El barco quedó como muerto por un momento.

Entonces se balanceó, ligeramente al principio, luego más libremente, y el sonido de las cataratas de agua que se vertían desde su cubierta se pudo oír claramente a pesar del viento. El barco se liberó mientras el agua caía en cascadas a través de los sobrecargados imbornales, y volvió de nuevo lentamente a la vida, para saltar una vez más en su loca carrera por encima de las crestas de las olas. Un golpe como aquél podía ser su muerte; durante un tiempo le costó sobreponerse, durante un tiempo su cubierta estuvo inundada. Otra ola golpeó en su proa como el martillo de un gigante loco, y otra más detrás.

Al día siguiente fue peor, el peor día que había pasado el Hotspur en todas aquellas semanas de locura. Algún ligero cambio en el viento, o el incremento de su fuerza, había hecho que se elevaran las olas hasta una altura que era particularmente inconveniente para las características del Hotspur. El combés estaba inundado la mayor parte del tiempo, así que el barco avanzaba penosamente y sin alivio alguno, y todas las olas lo atrapaban de lleno antes de que pudiera liberarse solo. Aquello significaba que las bombas estaban trabajando tres horas de cada cuatro del día, así que incluso los oficiales de mar y los tripulantes inactivos y los marineros enfermos y los infantes de marina tenían que hacer su parte. Todos los hombres estaban dedicados a aquella extenuante labor durante doce horas al día.

La mirada de Bush era más directa incluso de lo habitual, cuando llegó a darle su informe.

—Estamos todavía a la vista de la Naiad ahora mismo, señor, pero ni una oportunidad de que lean nuestras señales.

Aquél era el día en que, según las órdenes del capitán Chambers, podían correr libremente a puerto.

—Sí. No creo que podamos alejarnos con este viento y este mar.

La expresión de Bush reveló una lucha mental. Los poderes de resistencia del Hotspur con aquel castigo constante no eran ilimitados, pero por otra parte huir con el rabo entre las piernas sería una operación de extremo peligro.

—¿Le ha pasado su informe ya Huffnell, señor?

—Sí —dijo Hornblower.

Quedaban nueve barriles de cien galones de agua fresca allá abajo, que llevaban cien días al fondo de la bodega. Y ahora uno de ellos resultaba que estaba contaminado con agua de mar y no se podía beber. Los otros quizá también estuvieran estropeados.

—Gracias, señor Bush —repuso Hornblower, dando por terminada la entrevista—. Nos quedaremos al pairo al menos durante el día de hoy.

Seguramente un viento de esa fuerza se moderaría pronto, aunque Hornblower tenía la sospecha de que no lo haría.

Y no lo hizo. El lento amanecer del nuevo día encontró al Hotspur todavía avanzando con gran esfuerzo bajo las nubes oscuras, las olas todavía igual de tremendas, y el viento también desatado. Había llegado el momento de la decisión final, tal como sabía muy bien Hornblower cuando salió a cubierta con sus húmedas y frías ropas. Conocía los peligros, y había pasado una gran parte de la noche preparando su mente para enfrentarse a ellos.

—Señor Bush, lo pondremos viento en popa.

—Sí, señor.

Antes de poder ponerse con el viento en popa, el barco tenía que presentar su costado vulnerable a las olas. Habría unos segundos durante los cuales el barco podía volcar, ser barrido por las olas, naufragar.

—¡Señor Cargill!

Iba a ser un momento mucho más peligroso que verse perseguido por la Loire, y tendría que confiar en Cargill para que llevase a cabo una tarea de responsabilidad similar a la de aquella tensa ocasión. Cara a cara y de cerca, Hornblower le gritó sus instrucciones.

—Vaya hacia adelante. Arrégleselas para que asome un poco de la vela de estay del mastelero de proa. Hale cuando yo mueva el brazo.

—Sí, señor.

—Manténgala en el momento en que mueva el brazo por segunda vez.

—Sí, señor.

—¡Señor Bush! Necesitaremos los velachos.

—Sí, señor.

—Póngalos en calzones.

—Sí, señor.

—Quédese junto a las escotas. Espere a que mueva el brazo por segunda vez.

—La segunda vez. Sí, señor.

La popa del Hotspur era casi tan vulnerable como su costado. Si la presentaba a las olas mientras estaba quieto, embarcaría agua por la popa…, una ola podía romper encima y barrerlo de popa a proa, un golpe al que probablemente no se sobrepondría. El velacho le daría el espacio necesario, pero largarlo antes de que el barco estuviera con el viento haría que quedara escorado y no pudiera adrizarse. Si lo ponían en calzones (es decir, tirando de las esquinas más bajas y dejando el centro todavía aferrado) expondría menos lona que las velas arrizadas; bastante con aquel ventarrón para impulsarles a la velocidad necesaria.

Hornblower tomó posiciones junto al timón, para que le vieran claramente desde delante. Miró hacia arriba para asegurarse de que los preparativos para poner en calzones el velacho estaban completos, y su mirada se quedó detenida allí un poco más mientras observaba el movimiento de los palos con relación al cielo enfurecido. Entonces concentró su atención en el mar de la banda de barlovento, en las inmensas olas que corrían hacia el barco. Vigiló el balanceo y el cabeceo; calculó la fuerza del viento aullante que estaba tratando de arrancarle los pies de cubierta. Aquel viento intentaba atontarlo, paralizarlo también. Tenía que mantenerse alerta y pensar con claridad aunque tuviera el cuerpo entumecido por el viento.

Una ola traidora se estrelló contra la amura de barlovento formando una columna de agua muy grande y veloz, la mole verde cayó con un ruido pesado a popa a lo largo del combés y Hornblower tragó saliva nerviosamente mientras le parecía como si el Hotspur nunca se fuera a recuperar. Pero lo hizo, lenta y cansinamente, haciendo rodar la carga de su cubierta. Al superar el obstáculo llegó el momento, un momento de regularidad en las olas que venían, mientras la proa justamente se elevaba ante la más próxima. Levantó el brazo y vio la esbelta cabeza de la vela de estay del mastelero de proa alzándose del estay, y el barco pasó brutalmente escorado ante la presión.

—¡Todo a babor! —gritó a los hombres al timón.

La enorme fuerza de la vela de estay, aplicada al bauprés, empezó a hacer girar el Hotspur en redondo como una veleta; mientras giraba, el viento soplaba más y más desde popa y le daba espacio para el gobierno, de modo que el timón pudiera agarrar y acelerar el giro. Estaba abajo, en el seno de la ola pero volviéndose, seguía volviéndose. Levantó el brazo de nuevo. Aparecieron los puños de escota del velacho mientras los hombres halaban las escotas, y el Hotspur salió lanzado hacia adelante con el impacto del viento sobre la lona. La ola estaba casi encima de ellos, pero desapareció por el rabillo del ojo de Hornblower mientras el Hotspur presentaba primero su aleta y luego su popa ante ella.

—¡Aguanta! ¡Al medio!

El tirón de las velas en el palo de trinquete pondría recto al Hotspur ante el viento sin usar la pala del timón; en realidad, el timón sólo retrasaría al barco a la hora de adquirir toda la vía que pudiera. Había tiempo suficiente para poner el timón a trabajar de nuevo cuando estuviera yendo a mayor velocidad. Hornblower se preparó para el impacto de la ola que se acercaba. Los segundos pasaron y llegó, pero la popa había empezado a levantarse y el golpe se vio privado de fuerza. Sólo una pequeña cantidad de agua rompió sobre el pasamano de la borda a popa, para surgir de nuevo a popa mientras el Hotspur levantaba la proa.

Ahora estaban de nuevo corriendo con las olas; viajaban sobre el agua con mayor rapidez. Aquél era el punto más adecuado de velocidad; no había necesidad de aumentar o disminuir ni siquiera un poco el área de lona expuesta al velacho en calzones. La situación era segura y sin embargo increíblemente precaria, oscilando en el filo de una navaja. La más pequeña guiñada y el Hotspur estaba perdido.

—¡Impida que se abata! —gritó Hornblower a los hombres al timón, y el timonel de más experiencia, un hombre canoso con los húmedos rizos grises que asomaban bajo su sombrero azotándole las mejillas, asintió sin apartar los ojos del velacho. Hornblower sabía (y con su vivida imaginación casi podía notar la sensación real en los brazos) cuán incierta y desagradable era la sensación de la caña y el timón cuando estaban corriendo en una empopada, la momentánea falta de respuesta a las cabillas que giraban, las dudas del barco cuando una ola que subía a popa privaba al velacho de parte del viento que lo llenaba, la incontrolable sensación de deslizarse por un tobogán mientras el barco bajaba por una depresión. Un momentáneo descuido (un momento de mala suerte) podía conducirles a la ruina.

Y sin embargo allí estaban, a salvo ante el viento, al menos de momento, y corriendo hacia el canal. Prowse miraba ya la bitácora y observaba el nuevo rumbo en la rosa de los vientos, y a una palabra suya, Orrock y un marinero lucharon a popa para lanzar la corredera y determinar la velocidad. Ya venía Bush hacia el alcázar, sonriendo ante el éxito de la maniobra y sintiendo la euforia de la nueva situación.

—Rumbo nordeste cuarta al este, señor —informó Prowse—. Velocidad más de siete nudos.

Ahora tenía que resolver una serie de problemas. Estaban entrando en el canal. Había bajíos y promontorios por delante de ellos; también tenían que tener en cuenta las mareas (las traidoras corrientes de las mareas del canal). La naturaleza de las olas cambiaría pronto, debido al efecto sobre las olas del Atlántico del agua que disminuía, el estrechamiento del canal y la variación de las corrientes. El problema general consistía en evitar que el viento los empujara a lo largo de todo el canal, y el particular era tratar de entrar en la bahía de Tor.

Todo aquello requería cálculos y referencias a las tablas de mareas, especialmente si se tenía en cuenta que avanzando frente al viento de aquella forma sería imposible hacer sondeos.

—Deberíamos poder ver Ushant en este curso, señor —gritó Prowse.

Aquello sería una ayuda, una base sólida para futuros cálculos, un buen punto de partida. Un grito envió arriba a Orrock, al tope del mastelero de proa con un catalejo para ayudar al vigía que había allí, mientras Hornblower se enfrentaba al primero de una nueva serie de problemas: el primero era si podría abandonar la cubierta. El segundo: ¿debía o no invitar a Prowse a compartir sus cálculos? La respuesta a ambos era necesariamente afirmativa. Bush era un buen marino y podía confiar en él para que mantuviera un ojo vigilante en la caña y la lona; Prowse era un buen navegante y por ley era corresponsable junto con Hornblower del rumbo a establecer, y por lo tanto tendría justa causa de agravio si no era consultado, no importaba lo mucho que desease Hornblower verse libre de su compañía.

Así que Prowse estaba con Hornblower en el cuarto de derrota, luchando con las tablas de mareas, cuando Foreman abrió la puerta, al no oír sus golpes en medio del estruendo general, y con él entró en el cuarto todo el ruido del barco a pleno volumen.

—Mensaje del señor Bush, señor. Ushant está a la vista por estribor, a siete u ocho millas, señor.

—Gracias, señor Foreman.

Era un golpe de buena suerte, el primero que tenían. Ahora podían planear la siguiente lucha para someter a las fuerzas de la naturaleza a su voluntad. Era una verdadera lucha: para los hombres al timón, una prolongada prueba física que hacía necesario relevarles cada media hora, y para Hornblower una prueba psicológica que iba a mantenerle en plena tensión durante las siguientes treinta horas. El timón protagonizaba sus preocupaciones, intentaba ver si era posible llevar el viento a un par de cuartas a babor. Tres veces hizo el intento, para abandonarlo rápidamente, pero al cuarto intento se hizo posible, acortando las olas en su avance por el canal y el retorno de la marea en la costa francesa. Ahora avanzaban sobre el agua sin impedimentos a pesar del arrastre de la pala del timón, mientras los pilotos se peleaban con la rueda del timón, que se rebelaba y luchaba como si estuviera viva bajo sus manos, y mientras todas las fuerzas de la tripulación iban a las brazas para ajustar las vergas con toda exactitud y así asegurar que no hubiera peligro de navegación a sotavento.

Al menos el peligro de que el Hotspur quedara inundado bajo el agua ya estaba eliminado. No existía ninguna posibilidad de que su proa se alojase en el seno de una ola que se fuera dilatando y no pudiera volver a levantarse ya más. Para contrarrestar la fuerza ejercida por el velacho, izaron la vela de estay del palo de mesana, que daba un cierto alivio a los timoneles, aunque escoró el Hotspur hasta que sus cañoneras de estribor estaban a nivel con el agua. Aquello duró una hora frenética, y a Hornblower le pareció que estaba reteniendo el aliento durante todo ese tiempo, hasta que la vela estalló en el centro con un estampido como el de un cañón del doce, rasgándose en jirones de lona que azotaban en el viento como látigos, y los timoneles lucharon contra la renovada tendencia del Hotspur a volverse contra el viento. Aunque el éxito temporal justificaba reemplazar la vela con la vela de estay del mastelero de mesana, sólo asomaba una esquina de éste, y la cabeza y el puño de la vela estaban todavía asegurados por tomadores. Era una vela completamente nueva, y fue capaz de resistir el tirón para compensar el trabajo y la dificultad de largarla.

El corto y oscuro día llegó a su fin, y ahora todas las maniobras tenían que hacerse en la oscuridad más absoluta, mientras la falta de sueño intensificaba la torpeza, la fatiga y el aturdimiento provocado por el viento incesante. Con los sentidos embotados, Hornblower reaccionó con lentitud al notar la nueva conducta del Hotspur bajo sus pies. La transición fue gradual pero al fin se hizo lo suficientemente intensa como para que la notara, su sentido del tacto se vio ayudado por el de la vista y éste le indicó que las olas se estaban haciendo más cortas y más empinadas y aquel movimiento agitado era el del canal y no el vaivén fijo de las grandes olas del Atlántico.

El movimiento del Hotspur era ahora más rápido, más violento; las olas rompían sobre su proa con más frecuencia aunque su volumen era menor. Aunque todavía muy por debajo de la superficie, el fondo del canal se estaba alzando, desde un centenar de brazas de profundidad a cuarenta brazas, y había que considerar el reflujo de la marea, aunque aquella tempestad del oeste seguramente habría hecho subir las aguas del canal muy por encima de su nivel normal. Ahora el canal era más estrecho; las olas que habían encontrado amplio paso entre Ushant y Scilly sentían ahora la presión, y todos esos factores se manifestaban en su comportamiento. El Hotspur estaba empapado todo el tiempo, y sólo un continuo trabajo de las bombas mantenía el agua por debajo de los límites… unas bombas manejadas por hombres agotados, sedientos, hambrientos, con sueño, que cargaban su peso en las largas manivelas a cada vuelta sintiendo que no podrían repetir aquel movimiento una vez más.

A las cuatro de la mañana Hornblower notó un cambio en el viento, y durante una preciosa hora pudo disponer un cambio de rumbo hasta que un nuevo cambio súbito del viento le obligó a retomar el rumbo original, pero había ganado, y así se lo dijeron sus cálculos, una distancia considerable hacia el norte; aquello le causó tanta satisfacción que apoyó la frente en los antebrazos sobre la mesa del cuarto de derrota y se dejó vencer por el sueño durante unos pocos pero valiosos minutos, hasta que un salto extravagante del barco hizo que se golpease la cabeza contra los brazos y se despertó, y entonces volvió a subir cansinamente a cubierta.

—Me pregunto si podríamos tomar unas mediciones, señor —gritó Prowse.

—Sí.

Sin embargo ahora, aun en la oscuridad, Hornblower podía notar que la distancia ganada y el cambio en el comportamiento del mar justificaba quedarse al pairo durante un tiempo. Así podía concentrarse en el problema de las corrientes y derivas, endurecer su corazón y enfrentarse así a la necesidad de pedir a los exhaustos vigías que recogieran el velacho en calzones mientras él se quedaba allí, alerta, para maniobrar el barco con la vela de estay del palo de mesana y meter la caña en el momento adecuado para que aguantara las empinadas olas con su proa. Navegando contra el viento su movimiento era más loco y extravagante que nunca, pero se las arreglaron para lanzar la sonda de profundidad, con la tripulación alineada en tomo al barco, gritando: «¡Vigilad! ¡Vigilad!», mientras los hombres soltaban cada uno su porción de cable.

Treinta y ocho… treinta y siete… treinta y ocho brazas de nuevo; se invirtió una hora en los tres lanzamientos, y todo el mundo quedó empapado hasta los huesos y agotado. Era uno más de los datos necesarios, y el hecho de ponerse al pairo facilitó la labor de los exhaustos timoneles y finalmente rebajó mucho la tensión de las cuadernas, de modo que las bombas iban achicando de forma estable el agua que había abajo.

Con la primera y pálida luz del amanecer largaron el velacho en calzones de nuevo mientras Hornblower se enfrentaba al problema de dar la vuelta al Hotspur con el viento sobre su aleta sin que escorara por el través. Volvieron a sufrir los mismos movimientos que antes, con las cubiertas continuamente bajo el agua y balanceándose hasta que todas las maderas crujieron, Orrock helándose en el tope del mastelero de proa con su catalejo. Era mediodía antes de que divisara tierra; media hora después, Bush volvió al alcázar después de haber subido para confirmar los hallazgos de Orrock. Bush estaba más cansado de lo que quería admitir, con las mejillas hundidas y sucias cubiertas de una barba crecida, pero aun así consiguió demostrar sorpresa y placer.

—¡Bolt Head, señor! —gritó—. Bien en la amura de babor. Y puedo ver también el Start.

—Gracias.

Aunque tuviera que gritar, Bush quería expresar sus sentimientos acerca de aquella hazaña de la navegación, pero Hornblower no tenía tiempo para eso, ni paciencia, ni fuerza. Tenían que procurar no dejarse llevar demasiado lejos a sotavento en aquel momento, y hacer preparativos para echar el ancla en unas condiciones que serían ciertamente difíciles. Había que tener en cuenta que la marea abandonaba rápidamente el Start, y tenían que pasar lo más cerca de Berry Head que pudieran. Cuando llegaban a sotavento del Start, el viento y el mar cambiaron de forma súbita e incomprensible. La gran agitación de ese lugar no parecía nada comparada con lo que el Hotspur había tenido que soportar cinco minutos antes, y la tierra suavizó la fuerza del viento huracanado para reducirlo a una simple borrasca que hacía volar al Hotspur ante ella. Allí estaba el Newstone y los Blackstones (y también el Iroise) y el difícil momento final de acercamiento a Berry Head.

—Barcos de guerra anclados, señor —informó Bush, examinando la bahía de Tor con su catalejo—. Es el Dreadnought. Y el Temeraire. Es la flota del canal. ¡Dios mío! Hay uno varado en Torquay Roads. Doble cubierta… debe de haber arrastrado sus anclas.

—Sí. Echaremos el ancla de proa antes de llegar, señor Bush. Tendremos que usar la carronada de la chalupa. Tiene tiempo para prepararlo.

—Sí, señor.

Incluso en la bahía de Tor soplaba el temporal; había que tomar todo tipo de precauciones, a costa de cualquier esfuerzo, en un lugar donde hasta un barco de doble cubierta había arrastrado las anclas. El peso de setecientos de la carronada del bote, unida al cabo del ancla cincuenta pies por detrás de la tonelada del ancla de proa, impedirían que el ancla se levantase y arrastrase. El Hotspur llegó con el velacho en calzones y una vela de estay de temporal doblando Berry Head, bajo los ojos de la flota del canal, hasta abrirse camino hacia el muelle de Brixham y ponerse al pairo con sus exhaustos hombres enrollando el velacho y largando sus anclas, mientras con un último esfuerzo arriaban los masteleros y Prowse y Hornblower tomaban cuidadosas mediciones para asegurarse de que no estaba arrastrando. Sólo entonces tuvieron tiempo para dar su número al buque insignia.

—Recibida la señal, señor —graznó Foreman.

—Muy bien.

Todavía se podía hacer algo más antes de desfallecer.

—Señor Foreman, por favor, envíe esta señal: «Necesitamos agua».