Habían disparado las salvas. La bandera de Pellew fue enarbolada y el Tonnant se hizo a la mar para iniciar el bloqueo de Rochefort. El Dreadnought había izado la bandera del almirante Parker, y las banderas habían recibido trece salvas como saludo de cada barco. Desde sus colinas los franceses tenían que haber visto el humo y oído los disparos, y los oficiales navales que había entre ellos seguramente habrían deducido que otro contraalmirante se había unido a la flota del canal, y habrían sacudido la cabeza un poco tristemente ante esta prueba más de que la marina británica estaba incrementando su supremacía sobre la francesa, en la pugna para crear una gran potencia marítima.
Hornblower, atisbando el Goulet por encima de las formas negras de las Jovencitas, podía contar los barcos de guerra unidos a sus anclas en los fondeaderos de Brest. Dieciocho buques de línea y siete fragatas, pero con tripulaciones bajo mínimos y escasez de avituallamientos; no podían competir con los quince soberbios buques de la línea de Cornwallis que les esperaban fuera, cada día más eficientes y con la moral alta. Nelson en Tolon y ahora Pellew en Rochefort, de forma similar, desafiaban a unos escuadrones franceses inferiores, y bajo su protección las flotas mercantes de Bretaña surcaban los mares sin ser molestadas excepto por corsarios… y la propia flota mercante, agrupada en nutridos convoys, recibía constantes aproximaciones de escuadrones británicos, con una fuerza total que incluso excedía la de las flotas de bloqueo. Cordajes y cáñamo, madera, hierro y cobre, trementina y sal, algodón y nitrato, todo podía pasar libremente a las islas británicas y ser libremente distribuido en torno a ellos, manteniendo los astilleros en constante actividad, mientras que los astilleros franceses estaban condenados a la inactividad, a la gangrena que sigue a un corte de circulación.
Pero la situación, sin embargo, no carecía de peligro. Bonaparte tenía doscientos mil soldados estacionados a lo largo de la costa del canal, el ejército más formidable del mundo, y reuniéndose en los puertos del canal, desde Saint Malo a Ostende y aún más allá, estaba una flotilla de siete mil barcos de fondo plano. El almirante Keith con sus fragatas, respaldado por unos pocos buques de línea, mantenía seguro el canal contra la amenaza de Bonaparte. No existía ninguna oportunidad de invasión mientras Inglaterra mantuviera el dominio naval del canal. Y sin embargo, aquel dominio era precario en algún aspecto. Si los dieciocho barcos de línea en fondeadero de Brest podían escapar, rodear Ushant y subir por el canal mientras Cornwallis se encontraba distraído por alguna maniobra, Keith podía ser expulsado, e incluso destruido. Tres días bastarían para embarcar el ejército de Bonaparte y cruzar el canal, y Bonaparte podría proclamar decretos desde el castillo de Windsor como ya había hecho desde Milán y Bruselas. Cornwallis y su escuadrón, el Hotspur y sus colegas más poderosos eran precisamente los que lo hacían imposible. Un momento de descuido, un movimiento en falso y la bandera tricolor podía ondear en la Torre de Londres.
Hornblower examinaba los barcos en los fondeaderos de Brest y cuando lo hacía era muy consciente de que la rutina de aquella mañana era la última e insolente expresión del poderío de Inglaterra en los mares. Inglaterra tenía un corazón, un cerebro, un brazo, y él y el Hotspur eran la yema del último dedo de aquel largo brazo. Diecinueve barcos de línea anclados, dos de ellos navíos de triple cubierta. Siete fragatas. Eran los únicos que había visto el día antes. Ninguno había intentado deslizarse sin ser notado durante la noche, por el pasaje de los Cuatro o el Raz.
—¡Señor Foreman! Señales al buque insignia, por favor. «Enemigo anclado. Situación invariable».
Foreman había hecho ya varias veces aquella misma señal, pero, mientras Hornblower le miraba discretamente, comprobó los números en el libro de señales. Foreman debía conocer las mil señales arbitrarias de memoria, pero era mejor, si tenía tiempo, comprobar lo que su memoria le dictaba. Un error en un dígito podía significar enviar el aviso de que el enemigo se acercaba.
—Señal recibida, señor —informó Foreman.
—Muy bien.
Poole, como oficial de guardia, tomó nota del incidente en el cuaderno de bitácora provisional. Los hombres estaban limpiando la cubierta, el sol se elevaba en el horizonte. Era un hermoso día y prometía ser aún mejor.
—Siete campanadas, señor —informó Prowse.
Sólo media hora más de reflujo; era el momento de retirarse de aquella costa sotavento antes de que la marea empezara a subir.
—¡Señor Poole! Vire a sotavento, por favor. Rumbo oeste cuarta al noroeste.
—Buenos días, señor.
—Buenos días, señor Bush.
Bush sabía que no debía enzarzarse en conversaciones intrascendentes. Así podía dedicar su atención a vigilar lo bien que los hombres braceaban la gavia, y cómo maniobraba Poole el barco cuando se hinchaban las gavias. Hornblower observó toda la costa norte, mirando como siempre por si había alguna señal de cambio. Su atención estaba concentrada en el cerro más allá del cual el capitán Jones había encontrado la muerte, cuando Poole informó de nuevo.
—Los vientos vienen del oeste, señor. No podemos poner rumbo oeste cuarta al noroeste.
—Póngalo al oeste noroeste —replicó Hornblower, con el ojo todavía pegado al catalejo.
—Sí, señor. Oeste noroeste, bolina franca —había un deje de alivio en la voz de Poole; un oficial suele sentirse bastante aprensivo cuando tiene que decirle a su capitán que la última orden que le ha dado es imposible de cumplir.
Hornblower era consciente de que Bush se le había acercado con el catalejo enfocado en la misma dirección que él.
—Una columna de tropas, señor —dijo Bush.
—Sí.
Hornblower había detectado la cabeza de la columna cruzando el cerro. Ahora miraba para ver a qué longitud se extendía la columna. Continuaba por encima del cerro, interminable, y en el catalejo parecía una oruga que reptaba por el lado más escarpado de la colina. ¡Ah! Allí estaba la explicación. Detrás de la oruga apareció una hilera de hormigas, corriendo velozmente a lo largo del sendero. Artillería de campaña… seis cañones y armones con una carreta en retaguardia. La cabeza de la oruga estaba ya por encima del risco más lejano antes de que la cola apareciese por el extremo que había más cerca. Era una columna de infantería de más de una milla de largo, cinco mil hombres o más… una división de infantería con su batería de apoyo. Podía ser simplemente una parte de la guarnición de Brest que salía a hacer maniobras y ejercicios en las colinas, pero sus movimientos, de algún modo, parecían más apresurados y deliberados de lo que podría esperarse en tal caso.
Paseó su catalejo por la costa, y entonces vio algo, con un sobresalto y una gran excitación. Allí, inequívocamente, estaban las velas al tercio de un barco de cabotaje francés que doblaba el escarpado promontorio de Point Matthew. Había más: un enjambre entero. ¿Sería posible que un grupo de barcos de cabotaje estuviera tratando de saltarse el bloqueo de Brest a plena luz del día y ante las mismísimas narices del Hotspur? Era poco probable. Ahora se oía un retumbar de cañonazos, presumiblemente de la batería de campo, invisible por encima del risco más lejano. Detrás de los barcos de cabotaje apareció una fragata británica, y luego otra, justo en el momento en que los barcos empezaron a salir. Al virar revelaron que no tenían izados los colores.
—Presas, señor. Y ahí están la Naiad y la Doris —dijo Bush.
Las dos fragatas británicas seguramente habían descendido con rapidez durante la noche por el pasaje de los Cuatro, junto a la orilla de Ushant, para acorralar a esos barcos de cabotaje desde las ensenadas de Le Conquet, adonde éstos habían acudido para refugiarse. Un trabajo muy bueno, indudablemente, pero sólo habían podido sacarlos de allí gracias a la destrucción de la batería del Petit Minou. Las fragatas viraron en la estela de los barcos de cabotaje, como perros pastores siguiendo a un rebaño. Escoltaban a sus presas en triunfo de vuelta al Escuadrón de la Costa, de donde, presumiblemente, serían enviadas a Inglaterra para su venta. Bush había apartado el catalejo de su ojo y se había quedado mirando fijamente a Hornblower, mientras Prowse se unía a ellos.
—Seis presas, señor —informó Bush.
—Mil libras cada uno darán esos barcos, señor —intervino Prowse—. Y más si llevan provisiones navales, y es posible que las lleven. Seis mil libras. Siete mil. Y no hay problemas para venderlas, señor.
Según los términos de la proclama real emitida a raíz de la declaración de guerra, las presas tomadas por la Armada se convertían (tal como ya era tradicional) en absoluta propiedad de sus captores.
—Y nosotros no estábamos a la vista, señor —dijo Bush.
Según una cláusula de la proclama, el valor de las presas, después de una deducción para los oficiales generales de la marina, debía ser compartida por los barcos a la vista en el momento en que sus enseñas fueran apresadas o su posesión asegurada.
—No era de esperar —repuso Hornblower. Quería decir con toda honestidad que el Hotspur estaba demasiado ocupado con su deber de vigilar el Goulet, pero los otros malinterpretaron sus palabras.
—No, señor, no con… —Bush calló antes de que sus palabras le hicieran reo de amotinamiento. Había estado a punto de decir: «no con el almirante Parker al mando», pero tuvo el buen sentido de ahorrárselo, al comprender cuál era el verdadero significado de las palabras de Hornblower.
—Una octava parte serían casi mil libras —dijo Prowse.
Una octava parte del valor de las presas, según establecía la proclama, debía ser dividida entre los tenientes y los oficiales de derrota que tomaran parte en la captura de los barcos. Hornblower estaba haciendo un cálculo diferente. La parte del capitán era de dos octavas partes. Si el Hotspur hubiera estado asociado en la empresa con la Naiad y la Doris, él habría obtenido quinientas libras.
—Y fuimos nosotros los que les abrimos paso, señor —siguió Prowse.
—Fue usted, señor, quien… —Bush interrumpió su frase por segunda vez.
—Es la suerte de la guerra —declaró Hornblower, mesuradamente—, o la mala suerte, debería decir.
Hornblower estaba bastante convencido de que todo el sistema del dinero de presa estaba mal concebido, y que tendía a hacer menos efectiva a la Armada en caso de guerra. Pero reconoció que era una perogrullada, que quizá pensara de forma diferente si hubiera ganado grandes cantidades mediante las presas. Aunque eso no alteró su opinión.
—¡Adelante, allí! —gritó Poole desde detrás de la bitácora—. Soltad el escandallo en los cadenotes.
Los tres oficiales detrás de la batayola volvieron al mundo real con un sobresalto. Hornblower sintió una oleada de frío horror en el pecho cuando se dio cuenta de su inexcusable descuido. Se había olvidado completamente del rumbo que había establecido. El Hotspur estaba navegando tranquilamente hacia una situación peligrosa, y aquello era culpa suya, consecuencia de su descuido. No tenía tiempo para reproches en aquel momento. Levantó la voz, tratando de que sonara con firmeza:
—Gracias, señor Poole —gritó—. Detenga la orden. Vire de bordada, por favor.
Bush y Prowse lanzaron miradas culpables, avergonzadas. Era su deber, y en particular el deber de Prowse, avisarle si el Hotspur se encontraba en peligro por su rumbo. Ellos no le miraban a los ojos; trataban de simular un exagerado interés en el manejo del barco por parte de Poole. Las vergas crujieron cuando el barco viró, las velas gualdrapearon y se hincharon de nuevo, al soplar el viento en sus caras desde un ángulo diferente.
—¡A orza todo! —ordenó Poole, completando la maniobra—. ¡Amura de trinquete! ¡Halad las bolinas!
El Hotspur se estabilizó en su nuevo rumbo, alejándose de la peligrosa costa a la cual se había aproximado demasiado, y así se evitó el peligro.
—Ya lo ven, caballeros —dijo Hornblower fríamente, mientras esperaba a que Bush y Prowse le dedicaran toda su atención—. Ya ven que hay muchos inconvenientes en el sistema de captura de presas. Ahora mismo he observado uno más, y espero que ustedes también se hayan dado cuenta. Gracias, eso es todo.
Se quedó junto a la batayola mientras ellos se escabullían. Se concentró de nuevo en sus tareas. Era su primer momento de descuido en una carrera profesional de diez años. Había cometido errores por ignorancia, por temeridad, pero nunca antes se había descuidado. Si el oficial de guardia hubiera sido un inútil, se habría podido producir cualquier desgracia. Si el Hotspur hubiera encallado, en tiempo despejado y con una suave brisa, habría sido el fin para él. Una corte marcial, despedida del servicio, ¿y luego…? En su amargo descontento consigo mismo se dijo que no sería capaz ni siquiera de ganarse el pan, y no digamos nada de mantener a María. Quizá tuviera que enrolarse como marinero, y con su torpeza y sus distracciones, sería víctima del látigo o de la vara del contramaestre. La muerte sería mejor. Sintió un escalofrío.
Ahora estaba volviendo su atención hacia Poole, de pie impasible junto a la bitácora. ¿Qué le habría impulsado a ordenar que usaran el escandallo? ¿Había sido simple precaución, o una manera delicada de llamar la atención de su capitán hacia la situación del barco? Su presente comportamiento y actitud no daban el menor indicio para aventurar una respuesta. Hornblower había estudiado cuidadosamente a sus oficiales cuando el Hotspur fue puesto en servicio activo; no sabía que Poole fuera capaz de una sutileza o tacto semejantes, pero quizás era que no se había fijado bien. En cualquier caso, debía admitir la posibilidad de que fuera así. Deambuló por el alcázar.
—Gracias, señor Poole —dijo, lenta e intencionadamente.
Poole se tocó el sombrero como respuesta, pero su agradable cara no cambió de expresión. Hornblower se alejó, picado (o más bien divertido) al ver que sus preguntas quedaban sin respuesta. Era un alivio momentáneo de los remordimientos de conciencia que todavía le atormentaban.
La lección que había aprendido le acompañó durante el verano, para inquietud de su conciencia. De no ser por eso, durante aquellos dorados meses el bloqueo de Brest podría haber sido para el Hotspur y para Hornblower como unas vacaciones en el mar, unas vacaciones con un cierto aire macabro. Al igual que algunos teólogos laicos propugnaban la teoría de que en el infierno los pecadores serían castigados obligándolos a repetir, con insoportable tedio y hasta la saciedad, los pecados que habían cometido en vida, así Hornblower pasó aquellos deliciosos meses haciendo cosas agradables hasta no poder más. Día tras día y noche tras noche, durante el verano más agradable que podía recordar, el Hotspur navegó por las proximidades de Brest. Subía a toda prisa hacia el Goulet con la pleamar, y astutamente se retiraba a lugar seguro con el último reflujo. Examinaba la flota francesa, informaba del resultado de sus observaciones al almirante Parker. Se dejaba arrastrar, al pairo, por un mar en calma, entre suaves brisas. Con los vientos del oeste se abría camino para apartarse de las costas a sotavento; con viento del este volvía de nuevo para desafiar a los impotentes franceses en su seguro refugio. Eran meses de espantosos peligros para Inglaterra, con la Grande Armée, de doscientos mil hombres, a la espera a treinta millas de las playas de Kentish, pero también fueron meses de tranquilidad para el Hotspur, aunque avistaron gran cantidad de barcos de batalla hostiles. Ocasionalmente tuvieron un poco de actividad cuando los barcos de cabotaje trataban, con un exceso de temeridad, de entrar o salir. Hubo momentos muy movidos, cuando llegó alguna borrasca y hubo que arrizar las gavias. También se celebraron reuniones después de anochecer con barcos de pesca, conversaciones ante un vaso de ron con capitanes bretones, compras de cangrejos y langostas o sardinas… y del último edicto de la Inscription Maritime, o de un ejemplar de hacía una semana del Moniteur.
En el catalejo de Hornblower aparecieron ejércitos de trabajadores como hormigas que reconstruían las baterías destruidas, y durante un par de semanas vigiló la construcción de un andamio y la elevación de unas cabrias en el Petit Minou, y posteriormente, durante tres días seguidos, la lenta elevación hasta la vertical del nuevo poste del semáforo. Después añadieron los brazos horizontales y verticales. Antes de acabar el verano, aquellos brazos se movían de nuevo informando una vez más de los movimientos del escuadrón de bloqueo.
Aquello les iría muy bien a los franceses, apiñados en sus barcos anclados en los fondeaderos. La inercia y el sentimiento de inferioridad hacían mella en las tripulaciones descontentas. Cada vez habría más barcos listos para hacerse a la mar, les irían encontrando tripulantes poco a poco, pero aun así, cada día el balance de calidad guerrera y de potencia naval se inclinaba con mayor rapidez en favor de los británicos, que estaban ejercitándose constantemente en el mar y se veían reforzados sin cesar por los tributos que el mundo transportaba por mar.
Había que pagar un precio por ello, desde luego; la dominación de los mares no es un don concedido libremente por el destino. La flota del canal pagaba con sangre, con vidas, así como en el sacrificio de la libertad y el ocio de todos los oficiales y los hombres de a bordo. Había una constante y pequeña sangría. Las enfermedades corrientes se cobraban sólo un pequeño peaje; entre hombres en lo mejor de su vida, aislados del resto del mundo, las enfermedades eran escasas, aunque se había observado que desde la llegada de barcos de víveres de Inglaterra, había epidemias de resfriados en la flota, mientras que el reúma (la enfermedad de los marineros) estaba siempre presente.
Las pérdidas se debían principalmente a otras causas. Había hombres que, en un momento de descuido o falta de atención, caían desde las vergas. Otros se fracturaban o herían, y eran muchos, porque a pesar de los ingeniosos artefactos como poleas y jarcias, había que levantar grandes pesos por pura fuerza manual. Se herían los dedos y se aplastaban los pies al bajar los pesados barriles de provisiones saladas a los botes desde los barcos almacén y al alzarlos a las cubiertas de los barcos de guerra. Y frecuentemente un miembro herido acababa (a pesar de todos los cuidados del cirujano) en gangrena, amputación y muerte. Había hombres descuidados que, durante sus prácticas de tiro con el cañón, perdían los brazos atacando un cartucho en un cañón que no se había limpiado bien con el escobillón, o no se apartaban a tiempo de la línea de tiro. Tres veces aquel año hubo hombres que murieron en peleas, cuando el aburrimiento se transformaba en histeria y aparecían los cuchillos, y en cada una de esas ocasiones se perdía otra vida; una vida por cada vida, un ahorcamiento con los otros barcos apiñados alrededor y las tripulaciones en las bordas para ver lo que pasaba cuando un hombre perdía la paciencia. Y en una ocasión, los hombres se agolparon en los costados para ver a un desdichado marinero joven sufrir castigo por un crimen peor aún que el asesinato: levantar la mano a un oficial superior. Incidentes de tal tipo eran inevitables mientras los barcos iban y venían monótonamente, en el mar eternamente gris e inhóspito.
Era una suerte para el Hotspur estar al mando de un hombre a quien cualquier forma de ociosidad o monotonía le resultaba sumamente desagradable. Los mapas del Iroise eran notoriamente inexactos; el Hotspur se dedicó a recorrerlo todo realizando cuidadosos sondeos para tomar una serie tras otra de minuciosas triangulaciones de los promontorios y las colinas. Cuando la flota se quedó sin arena, tan necesaria para mantener las cubiertas inmaculadamente blancas, fue el Hotspur quien suplió la deficiencia, encontrando pequeñas playas perdidas a lo largo de toda la costa donde podían enviar un destacamento de desembarco (burlando el tan cacareado dominio de Bonaparte sobre Europa) para llenar unos sacos con la preciosa mercancía. Hubo competiciones de pesca, mediante las cuales casi se superaron las enraizadas objeciones de la tripulación contra el pescado como elemento de la dieta. Un premio de una libra de tabaco para la mejor captura por grupos los espoleó a todos a idear anzuelos y cebos nuevos. Hicieron experimentos de maniobrabilidad del barco, probando métodos obsoletos y otros nuevos. Intentaron averiguar, por ejemplo, el efecto de las gavias por medio de cuidadosas y precisas medidas con la corredera, o, suponiendo que habían perdido el timón, los oficiales de guardia trataron de que sus hombres maniobraran el barco sólo con las velas.
El propio Hornblower encontró un ejercicio mental adecuado en los problemas de la navegación. Las condiciones eran ideales para tomar observaciones lunares, y mediante su ayuda fue posible llegar a una precisa determinación de la longitud (un tema de debate desde los días de los cartagineses) a costa de un número sin fin de cálculos. Hornblower estaba decidido a perfeccionar ese método, y sus oficiales y jóvenes caballeros sufrieron las consecuencias, porque ellos también tenían que hacer observaciones lunares y calcular las cantidades resultantes. La longitud de las Jovencitas fue calculada a bordo del Hotspur un centenar de veces aquel verano, con casi un centenar de resultados diferentes. Para Hornblower era una ocupación gratificante, más gratificante aún porque resultaba obvio que estaba adquiriendo una gran destreza en ella. Trató de adquirir la misma facilidad en otra ocupación, escribir sus cartas semanales a María, sin obtener el mismo grado de satisfacción. Sólo había un número limitado de expresiones cariñosas, un número limitado de maneras de decir que la echaba de menos, que esperaba que su embarazo fuera progresando favorablemente. Sólo había una manera de excusarse por no volver a Inglaterra como le había prometido, y María se inclinaba a mostrarse un poco quisquillosa en sus cartas respecto a las obligaciones del servicio. Cuando los barcos suministradores de agua llegaban periódicamente y había que emprender la pesada tarea de transportar el líquido ya rancio al Hotspur, Hornblower siempre acababa pensando que transportar esas dieciocho toneladas de agua a bordo suponía otro mes entero de escribir cartas a María.