Hornblower había escrito la dirección, la fecha y la palabra «Señor» antes de darse cuenta de que aquel informe no sería fácil de redactar. Estaba bastante seguro de que su carta aparecería en la Gazette, pero eso ya lo suponía desde el momento en que se enfrentó al hecho de escribirla. Sería una «carta de la Gazette», una de las pocas, aparte de los centenares de informes que venían del Almirantazgo, seleccionadas para la publicación, y sería la primera vez que publicaran un escrito suyo. Se había dicho a sí mismo que se iba a limitar a escribir un informe convencional y sencillo al estilo tradicional, pero ahora tenía que pararse a pensar, aunque el pánico a la hoja en blanco no tenía nada que ver con esa prevención. Si publicaban aquella carta, todo el mundo la iba a leer. La leería toda la marina, y por consiguiente también sus subordinados, y sabía demasiado bien con qué cuidado sería analizada y sopesada cada una de sus palabras por ciertos individuos quisquillosos.
Y mucho más importante aún: la leería todo el mundo en Inglaterra, y por lo tanto, seguramente, también María. La carta significaba abrir una mirilla en su vida por la que ella todavía no había podido atisbar. Desde el punto de vista de su situación en la marina, podía ser deseable destacar los peligros que había sufrido, de forma modesta, por supuesto, pero eso estaría en franca contradicción con la carta jovial y despreocupada que tenía intención de enviarle a María. Ésta era una personita muy perspicaz, y no podía decepcionarla; leer la carta de la Gazette después de leer la suya podría despertar su desconfianza y aprensión en un momento en que ella llevaba en su interior el que podía muy bien ser el heredero del apellido Hornblower, lo cual posiblemente produciría los peores efectos tanto en María como en el niño.
Se enfrentó a la elección y se decidió en favor de María. Tenía que aligerar bastante sus dificultades y peligros, esperando que la marina fuera capaz de leer entre líneas lo que María, en su ignorancia, no podía intuir. Mojó de nuevo la pluma y mordió el extremo intentando imaginar por un momento si todas las cartas que había leído en la Gazette se habrían escrito después de enfrentarse a similares dificultades, y decidió que así debía de ser en su mayoría. Bueno, tenía que escribirla. No había forma de evitarlo… ni tampoco de posponerlo. Las palabras preliminares necesarias «De acuerdo con sus órdenes», abrieron paso al torrente de palabras que siguió después. Tuvo que hacer memoria de todo lo que debía incluir. «El señor William Bush, mi primer teniente, con gran valentía, ofreció voluntariamente sus servicios, pero yo le ordené que se quedara al mando del buque». Después, no le costó ningún esfuerzo escribir: «El teniente Charles Côtard, del navío de Su Majestad Marlborough, que se había ofrecido voluntario para la expedición, ofreció una asistencia inapreciable debido a su conocimiento de la lengua francesa. Lamento mucho tener que informarle de que recibió una herida que requirió amputación, y que su vida todavía está en peligro». Y tenía que poner algo más: «El señor… —¿cuál era su nombre de pila?— Alexander Cargill, ayudante del oficial de derrota, a quien encomendé la responsabilidad de supervisar el reembarque, lo llevó a cabo a mi entera satisfacción». El siguiente pasaje le gustaría mucho a María. «La estación telegráfica fue tomada por el grupo bajo mi mando personal sin la menor oposición, y fue quemada y destruida por completo, una vez los documentos confidenciales se hubieron puesto a salvo». Los oficiales navales de inteligencia seguramente tendrían mejor opinión de una operación llevada a cabo apenas sin pérdida de vidas que de una que hubiera resultado una carnicería.
Y ahora la batería; había que poner mucho cuidado en este tema. «El capitán Jones, de los Reales Infantes de Marina, habiendo asegurado valerosamente la batería, desafortunadamente fue alcanzado por la explosión del almacén, y lamento mucho comunicar su muerte, así como la de algunos de los infantes de marina de su grupo, mientras que otros se dan por desaparecidos». Uno de ellos había sido tan útil muerto como vivo. Hornblower reflexionó. Todavía le costaba soportar el recuerdo de aquellos minutos junto a la puerta del polvorín. Siguió con la carta: «El teniente Reid de los infantes de marina guardó el flanco y cubrió la retirada con pocas pérdidas. Su conducta merece mi aprobación sin reserva alguna». Aquello era muy cierto, y agradable de escribir. También el siguiente párrafo: «Con gran placer le informo de que la batería quedó completamente destruida. El parapeto voló por completo junto con los cañones, y las cureñas fueron destruidas también, como se comprenderá debido al hecho de que en la batería explotó no menos de una tonelada de pólvora». En realidad había cuatro cañones del treinta y dos en aquella batería. Una sola carga de uno de esos cañones era de diez libras de pólvora, y el polvorín, hundido por debajo de los parapetos, debía de contener cargas para cincuenta disparos por cañón como mínimo. Había quedado un cráter donde una vez estuvo el parapeto.
No había mucho más que añadir. «La retirada se efectuó en buen orden. Aquí incluyo la lista de muertos, heridos y desaparecidos». Tenía frente a él el borrador de la lista; habría viudas y padres atribulados que podían obtener un cierto consuelo al ver aquellos nombres en la Gazette. Registró sus nombres y empezó un nuevo párrafo. «Infantes de marina. Muertos: capitán Henry Jones. Marineros…». Un pensamiento le asaltó en aquel momento y se quedó en suspenso, con la pluma en el aire. No sólo obtendrían consuelto al ver su nombre escrito en la Gazette; padres y viudas podrían recibir la pensión de los muertos y alguna pequeña gratificación. Todavía estaba pensando en ello cuando llegó Bush corriendo a la puerta.
—Capitán, señor. Me gustaría enseñarle algo en cubierta.
—Muy bien, ya voy.
Hizo una pausa durante unos segundos. Había un solo nombre en el párrafo encabezado con «Marineros muertos»: James Johnson, marinero común. Añadió otro nombre: «John Grimes, asistente del capitán», y dejó la pluma y salió a cubierta.
—Mire allí, señor —dijo Bush, señalando ansiosamente la costa y apuntando su catalejo.
El paisaje era poco familiar, una vez desaparecido el semáforo y la batería (que antes era visible) reemplazada ahora por un promontorio de tierra. Pero Bush no se refería a aquello. Había un grupo considerable de hombres a caballo galopando por las colinas; por el catalejo, Hornblower pudo detectar penachos de plumas y brillos dorados.
—Deben de ser los generales, señor —observó Bush, excitado—, que salen para evaluar los daños. El comandante, el gobernador, el jefe de ingenieros y todos los demás. Estamos casi a tiro, señor. Podemos derribarles sin que se den cuenta, sacar los cañones rápidamente, a plena elevación, y… deberíamos dar a un blanco de ese tamaño con un disparo en una andanada al menos, señor.
—Sí que podríamos —estuvo de acuerdo Hornblower. Miró la veleta y de nuevo a la costa—. Podríamos virar a sotavento y…
Bush esperó que Hornblower completara su frase, pero el final no llegó.
—¿Debo dar la orden, señor?
Hubo otra pausa.
—No —dijo Hornblower al final—. Es mejor que no.
Bush era un subordinado demasiado bueno para protestar, pero mostró su decepción de manera bastante evidente, y Hornblower tuvo que suavizar su rechazo con una explicación. Podían matar a un general, pero había más probabilidades de que matasen tan sólo a algún dragón. Por otra parte, así atraerían la atención de manera muy evidente hacia la debilidad actual de aquella parte de la costa.
—Y entonces ellos traerían baterías de campo —siguió Hornblower—, sólo del nueve, pero…
—Sí, señor. Sería un inconveniente —asintió Bush, accediendo de mala gana—. ¿Ha pensado algo, señor?
—Yo no. El —señaló Hornblower. Todas las operaciones del Escuadrón de la Costa eran responsabilidad de Pellew, y también el crédito sería para Pellew. Señaló hacia el Escuadrón de la Costa donde ondeaba el gallardete ancho de Pellew. Pero el gallardete ancho no iba seguir ondeando allí durante mucho tiempo más. El bote que había recogido el informe de Hornblower para el Tonnant volvió no sólo con víveres, sino con despachos oficiales.
—Señor —dijo Orrock, después de entregárselos—. El comodoro ha enviado a un hombre conmigo desde el Tonnant que trae una carta para usted.
—¿Dónde está?
Parecía un marinero corriente, vestido con las ropas habituales de a bordo. Su espesa y rubia coleta, allí de pie con el sombrero en la mano, indicaba que hacía largo tiempo que servía en el mar. Hornblower cogió la carta y rompió el sello.
Mi querido Hornblower:
Con infinito dolor debo confirmar las noticias, que se le comunican en los despachos oficiales, de que su último informe será también el último que tendré el placer de leer. Me ha llegado el nombramiento y debo enarbolar mi bandera como contraalmirante al mando del escuadrón que se está reuniendo para el bloqueo de Rochefort. El contraalmirante W. Parker tomará el mando del Escuadrón de la Costa y yo le he recomendado a usted con él en los mejores términos, aunque sus acciones hablan por sí mismas. Pero los oficiales al mando suelen tener sus propios favoritos, hombres a los que ya conocen. ¡No podemos reprocharle ese pecado, que yo mismo he cometido al complacerme en tener un favorito cuyas iniciales son H. H.! Ahora dejemos este tema y pasemos a otro más personal aún.
He observado en su informe que usted ha tenido la desgracia de perder a su asistente, y me tomo la libertad de enviarle a James Doughty como sustituto. Era mayordomo del capitán Stevens del Magnificent, y le he convencido para que se ofrezca al Hotspur. Sé que tiene mucha experiencia en atender a las necesidades de los caballeros, y espero que le encontrará adecuado y que cuidará de usted durante muchos años. Si durante ese tiempo me recuerda usted por medio de su presencia, me sentiré satisfecho.
Su sincero amigo,
Ed. Pellew
A pesar de su rapidez mental, a Hornblower le costó un poco asimilar los variados contenidos de aquella carta después de leerla. Eran malas noticias. Malas noticias por el cambio de mando y también malas, aunque de una forma diferente, por tener que cargar con un «caballero de caballeros» que seguramente se mofaría de sus arreglos domésticos. Pero si algo enseñaba la carrera naval era a aceptar con filosofía los cambios drásticos.
—¿Doughty? —inquirió Hornblower.
—Señor.
Doughty parecía respetuoso, pero su mirada tenía un fondo ligeramente burlón.
—Va a ser usted mi asistente. Cumpla con su obligación y no tiene nada que temer.
—Sí, señor. No, señor.
—¿Ha traído usted su equipaje?
—Sí, señor.
—El teniente primero designará a alguien para que le diga dónde puede colgar su hamaca. Compartirá un camarote con mi amanuense.
El asistente del capitán era el único marinero común en el barco que no tenía que dormir en las literas.
—Sí, señor.
—Y entonces podrá hacerse cargo de sus obligaciones.
—Sí, señor.
Sólo unos minutos más tarde, Hornblower, en su cabina, alzó los ojos y encontró una silenciosa figura que entraba por la puerta. Doughty sabía que como asistente personal no tenía que llamar a la puerta si el centinela le decía que el capitán estaba solo.
—¿Ha tomado ya la cena, señor?
Le costó un momento responder a aquella pregunta, al final de un día extraño que había seguido a una noche sin sueño. Mientras tanto, Doughty se quedó mirando respetuosamente por encima del hombro izquierdo de Hornblower. Sus ojos eran de un azul sorprendente.
—No, no lo he hecho. Prepáreme algo —replicó Hornblower.
—Sí, señor.
Los ojos azules pasearon por la cabina y no encontraron nada.
—No. No hay provisiones de cabina. Tendrá que ir a los fogones. El señor Simmonds encontrará algo para mí —el cocinero del buque, como contramaestre, tenía derecho al tratamiento de «señor» ante su nombre—. No, espere. Hay dos langostas en alguna parte en este barco. Las encontrará en un barril de agua de mar en algún lugar en los botalones. Y eso me recuerda algo. Su predecesor murió hace veinticuatro horas y nadie les ha cambiado el agua. Debe hacerlo. Vaya al oficial de guardia con mis saludos y pregúntele si puede usar la bomba de lavar la cubierta. Eso mantendrá viva a una de las langostas, y la otra me la puedo comer ya.
—Sí, señor. O puede tomar una de ellas caliente esta noche y la otra fría mañana, si la hiervo ahora, señor.
—Sí, también —accedió Hornblower sin comprometerse.
—¿Con mayonesa, señor? —dijo Doughty—. ¿Hay huevos a bordo, señor? ¿Algo de aceite?
—¡No, no hay! —gruñó Hornblower—. No hay provisiones de cabina en este barco excepto esas dos condenadas langostas.
—Sí, señor. Entonces le serviré ésta con mantequilla y ya veré lo que hago mañana, señor.
—Haga lo que quiera, demonios, y no me moleste más —masculló Hornblower.
Se estaba poniendo cada vez de peor humor. No sólo tenía que asaltar baterías, sino que también tenía que acordarse de mantener vivas las langostas. Y Pellew dejaba la flota de Brest; las órdenes oficiales que acababa de leer daban detalles acerca de los saludos que se presentarían al nuevo oficial al día siguiente. Y entonces ese condenado Doughty y su maldita mayonesa, que no sabía qué demonios era, estarían manoseando sus camisas llenas de remiendos.
—Sí, señor —dijo Doughty, y desapareció tan silenciosamente como había entrado.
Hornblower salió a cubierta para calmar su mal humor dando un paseo. El primer soplo de aquel delicioso aire vespertino le calmó un poco, y también el rápido movimiento de los hombres en el alcázar desplazándose a la banda de sotavento para dejarle la de barlovento a él. Para él había tanto espacio como su corazón pudiese desear (cinco largos pasos adelante y a popa) pero todos los otros oficiales tenían que tomar el aire muy apiñados. Peor para ellos. Había tenido que reescribir su informe a Pellew tres veces: el borrador original, la copia buena y la copia para su diario confidencial. Algunos capitanes dejaban este último trabajo a sus amanuenses, pero Hornblower prefería hacerlo él personalmente. Los escribientes del capitán solían explotar sus conocimientos confidenciales. Había oficiales en aquel barco que se alegrarían mucho de saber lo que su capitán decía de ellos, y cuáles eran sus planes. Martin nunca tendría esa oportunidad. Tendría que limitarse a copiar listas de dotación, devoluciones de artículos y demás obligaciones fastidiosas que emponzoñaban la vida de un capitán.
Ahora Pellew les iba a dejar, y aquello sí que era un verdadero desastre. Aquel mismo día, más temprano, Hornblower se había permitido acariciar la idea de conocer algún día la inexpresable alegría de ser nombrado capitán de rango. Se requería para ella una gran influencia en la flota y en el Almirantazgo. Con el traslado de Pellew, había perdido a un amigo en la flota. Al retirarse Parry, había perdido a un amigo en el Almirantazgo… ahora no conocía a nadie allí, absolutamente nadie. Su promoción a comandante se debió a un fantástico golpe de suerte. Cuando el Hotspur volviera, estarían esperando trescientos ambiciosos jóvenes comandantes con tíos y primos influyentes, ansiosos por ocupar su lugar. Podía encontrarse varado en tierra, pudriéndose, con media paga. Con María. Con María y el niño. El reverso de la moneda era tan poco atractivo como el anverso.
Ésa no era forma de disipar la depresión que le amenazaba. Había escrito a María una carta de la que se sentía orgulloso, tranquilizadora, animosa, y tan cariñosa como pudo. Allá arriba estaba Venus, brillando en el cielo nocturno. El aire marino era estimulante, refrescante, delicioso. Seguramente aquél era un mundo mejor de lo que su alterado estado nervioso le permitía creer en esos momentos. Le costó una hora entera de paseos convencerse plenamente de ello. Al final de aquel tiempo, el ejercicio monótono y confortable había conseguido llevar el reposo a su mente hiperactiva. Se encontraba saludablemente cansado, y se dio cuenta de que también estaba hambriento. Había visto a Doughty revolotear por la cubierta más de una vez, porque por muy distraído que estuviera Hornblower seguía tomando nota, de forma consciente o inconsciente, de todo lo que pasaba en el barco. Se estaba impacientando mucho, y la noche ya había caído del todo cuando de pronto su paseo se vio interrumpido.
—Su cena está lista, señor.
Doughty se quedó respetuosamente de pie frente a él.
—Muy bien. Ya voy.
Hornblower se sentó a la mesa del cuarto de derrota. Doughty se quedó de pie junto a su silla.
—Un momento, señor, mientras le traigo la comida desde la cocina. ¿Le sirvo un poco de sidra, señor?
—¿Un poco de…?
Pero Doughty ya le estaba sirviendo con una jarra, llenó la copa y luego desapareció. Hornblower probó la bebida cautelosamente. No había duda alguna: era una sidra excelente, fuerte y sin embargo refinada, afrutada y sin embargo nada dulce. Después de meses de agua de barril, aquello era divino. Sólo tomó un par de sorbos antes de echar atrás la cabeza y dejar que todo el contenido de la copa pasase de forma deliciosa por su garganta. No había empezado todavía a analizar aquella extraña sorpresa cuando Doughty se deslizó de nuevo en el cuarto.
—El plato está caliente, señor —dijo.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Hornblower.
—Chuletas de langosta, señor —dijo Doughty, sirviéndole más sidra, y entonces, con un gesto leve, indicó la salsera de madera que había dejado en la mesa al mismo tiempo—. Salsa de mantequilla, señor.
Extraordinario. Había unas bonitas chuletas de color dorado en su plato que no tenían ninguna semejanza con la langosta. Hornblower las roció precavidamente con la salsa y las probó: el resultado era excelente. Langosta triturada. Y cuando Doughty quitó la cubierta al plato de verduras, apareció una imagen de ensueño, deliciosa. Patatas nuevas, doradas y maravillosas. Se sirvió apresuradamente y casi se quemó la boca con ellas. No había nada tan exquisito como las primeras patatas del año.
—Vinieron con las verduras del barco, señor —explicó Doughty—. Llegué justo a tiempo de salvarlas.
Hornblower no necesitaba preguntarle de qué había salvado aquellas patatas. Conocía bien a Huffnell, el sobrecargo, y podía adivinar el apetito de la cámara de oficiales. Chuletas de langosta y patatas nuevas y esa deliciosa salsa de mantequilla. Estaba disfrutando de su cena, sin pensar ni por un momento en el hecho de que la galleta del barco, en la cestilla del pan, estaba llena de gorgojos. Estaba acostumbrado a los gorgojos, que siempre aparecían después del primer mes en el mar, o antes si la galleta había estado almacenada largo tiempo. Se dijo mientras tomaba otro bocado de chuleta de langosta que no permitiría que un gorgojo en la galleta le estropeara la comida, como una mosca en la sopa.
Tomó otro sorbo de sidra y entonces preguntó de dónde procedía.
—Lo conseguí en su nombre, señor —dijo Doughty—. Me tomé la libertad de hacerlo, a costa de un cuarto de libra de tabaco.
—¿Quién la tenía?
—Señor —repuso Doughty—, prometí no decirlo.
—Oh, está bien —aceptó Hornblower.
La sidra sólo podía proceder de una fuente: el Camilla, el barco de pesca de langostas que había atrapado él la noche antes. Seguramente los pescadores bretones que lo tripulaban tendrían un barrilito a bordo, y alguien lo había requisado. Todos los indicios apuntaban a Martin, su escribiente.
—Espero que comprara el barrilito entero —dijo Hornblower.
—Me temo que tan sólo una parte, señor. Lo que quedaba.
De un barril de dos galones de sidra (Hornblower esperaba que fuera más grande), Martin apenas podía haber vaciado más de un galón en veinticuatro horas. Doughty debía de haber observado la presencia del barril en el camarote que compartía con Martin. Hornblower estaba convencido de que había persuadido a Martin usando algún argumento más contundente que la oferta de un simple cuarto de libra de tabaco para que compartiera el barril, pero no le importaba.
—Queso, señor —indicó Doughty. Hornblower se había comido ya todo lo demás.
Y el queso (la ración suministrada para la tripulación del barco) estaba razonablemente bueno, y la mantequilla estaba fresca. Un nuevo barril de madera debía de haber llegado con el barco, y Doughty de alguna forma la había conseguido aunque el suministro anterior, ya rancio, no se había agotado todavía. La jarra de sidra estaba vacía y Hornblower hacía días que no se sentía tan bien.
—Ahora me voy a la cama —anunció.
—Sí, señor.
Doughty abrió la puerta del cuarto de derrota y Hornblower pasó a su cabina. La lámpara oscilaba, colgada de los baos de cubierta. El camisón lleno de remiendos estaba preparado en el coy. Quizá fue porque estaba lleno de sidra, el caso es que a Hornblower no le molestó la presencia de Doughty mientras se cepillaba los dientes y se preparaba para acostarse. Doughty estaba a mano para recoger la casaca cuando se la quitó; Doughty recogió sus pantalones cuando él los dejó caer; Doughty estaba allí cuando él se echó en el catre y se tapó con las mantas.
—Cepillaré su casaca, señor. Aquí tiene el batín por si tiene que levantarse por la noche, señor. ¿Apago la lámpara, señor?
—Sí.
—Buenas noches, señor.
Hasta la mañana siguiente, Hornblower no recordó de nuevo que Grimes se había colgado en su cabina. Hasta la mañana siguiente, no recordó aquellos minutos allí en el polvorín, con la mecha. Doughty había probado muy bien su valía.