—Aprovecho para repetirle, señor Bush —dijo Hornblower— lo que ya dije antes. Siento que no vaya a tener su oportunidad.
—No se puede evitar, señor. Así es como funciona el servicio —replicó la sombría figura que se enfrentaba a Hornblower en el oscuro alcázar. Las palabras eran filosóficas, pero el tono era amargo. Formaba parte de la absurda locura propia de la guerra que Bush se sintiera mal por no permitírsele arriesgar su vida, y que Hornblower, a punto de hacerlo, compadeciera a Bush, hablando con tono moderado y formal como si no estuviera absolutamente excitado… como si no sintiera ningún tipo de aprensión.
Hornblower se conocía a sí mismo lo suficientemente bien para estar seguro de que si ocurría algún milagro, si llegaban órdenes que le prohibieran tomar parte personalmente en la expedición, sentiría una oleada de alivio. Y también de deleite. Pero era bastante improbable, porque las órdenes establecían de forma clara que «el destacamento de desembarco estaría bajo el mando del capitán Horatio Hornblower del Hotspur». Esa frase había sido explicada en la anterior: «porque el teniente Côtard tiene más antigüedad que el teniente Bush». Côtard posiblemente no hubiera sido transferido de otro barco ni le habrían dado el mando de un destacamento de desembarco del que se encargara otro; tampoco se consideraba que tuviera que servir a las órdenes de un oficial de menor experiencia, y la única forma de evitar esa dificultad era poner a Hornblower al mando. Pellew, escribiendo esas órdenes en la tranquilidad de su magnífica cabina, había sido como una walkiria de las leyendas noruegas, que entonces estaban adquiriendo una extraña popularidad en Inglaterra. Fue como un mensajero del destino. Las letras que trazaba su pluma podían significar que Bush viviera y Hornblower muriera. Pero la cosa podía verse desde un ángulo diferente. Hornblower tuvo que admitir a regañadientes que no habría sido más feliz si Bush hubiera estado al mando. La operación que había planeado sólo podía tener éxito si se llevaba a cabo con cierto entusiasmo y con una exactitud de coordinación que Bush posiblemente no podía proporcionar. Absurdamente, Hornblower se alegraba de estar al mando, y ésa era una demostración ante sí mismo de la debilidad de su carácter.
—¿Está seguro de cuáles son las órdenes hasta mi regreso, señor Bush? —preguntó—. ¿Y en caso de que no regrese?
—Sí, señor.
Hornblower sintió un escalofrío recorrerle la espalda al hablar de forma tan fría de la posibilidad de su muerte. Al cabo de una hora podía ser un cadáver desfigurado que iba poniéndose rígido.
—Entonces me iré preparando —repuso, volviéndose con aire despreocupado.
Apenas había alcanzado su cabina cuando Grimes entró.
—¡Señor! —exclamó Grimes, y Hornblower se volvió en redondo y le miró. Grimes tenía poco más de veinte años, era delgaducho, enormemente neurótico y muy excitable. Ahora tenía la cara blanca (sus deberes como asistente hacían que pasara poco tiempo en cubierta tomando el sol) y sus labios se movían espasmódicamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hornblower.
—¡No me haga ir con usted! —farfulló Grimes—. Usted no querrá que vaya, ¿verdad, señor?
Era un momento muy extraño. En todos sus años de servicio, Hornblower nunca se había encontrado con una experiencia ni remotamente similar, y se sintió muy abatido. Aquello era simple cobardía; incluso se podía considerar amotinamiento. En los últimos cinco segundo, Grimes se había hecho merecedor no sólo del látigo, sino incluso de la horca. Hornblower sólo pudo quedarse quieto y mirarle, atónito.
—No le serviría de nada, señor —dijo Grimes—. Yo… ¡me echaría a gritar!
Ahora empezaba a entenderlo un poco. Hornblower, al dar las órdenes para la expedición, había nombrado a Grimes mensajero y ayudante suyo. No había meditado mucho la elección; se había convertido en un verdadero mensajero del destino casual. Y ahora estaba aprendiendo una lección. Un hombre asustado junto a él, un hombre paralizado por el terror, podía poner en peligro la expedición entera. Pero las primeras palabras que pronunció respondían a sus primeros pensamientos.
—¡Podría hacerle colgar, por el amor de Dios! —exclamó.
—¡No, señor! ¡Oh, no, señor! ¡Por favor, señor! —Grimes estaba a punto de desmayarse; en otro momento, habría caído de rodillas ante él.
—Oh, vaya, por Dios… —dijo Hornblower. Sentía desdén no por el cobarde, sino por el hombre que permitía que aflorase su cobardía. Y entonces se preguntó a sí mismo con qué derecho sentía tal desdén. Pensó en lo mejor para el servicio, y… vio que no tenía tiempo para pensar en estos análisis triviales—. Muy bien —exclamó—. Puede quedarse a bordo. ¡Pero cállese la boca, idiota!
Grimes estaba a punto de mostrarle gratitud, pero las palabras de Hornblower le cortaron en seco.
—Llevaré a Hewitt, del segundo bote. Que venga conmigo. Dígaselo.
Los minutos pasaban volando, como sucedía siempre cuando tenían que dar los últimos toques a un plan. Hornblower pasó su cinturón por la presilla de una vaina de machete, y se la abrochó. Una espada colgando de su vaina puede ser un gran estorbo, puede ir golpeando contra los obstáculos, y el machete en cambio era un arma muy manejable para lo que se avecinaba. Pensó por último en coger también una pistola, pero de nuevo rechazó la idea. Una pistola sería útil en determinadas circunstancias, pero era un estorbo y abultaba mucho. Tenía algo mucho más silencioso: una larga salchicha de gruesa lona rellena de arena, con una anilla para colgarla de la muñeca. Hornblower se la guardó en el bolsillo derecho.
Hewitt se presentó y tuvieron que explicarle brevemente lo que se esperaba de él. La mirada oblicua que dedicó a Grimes reveló lo que pensaba Hewitt, pero no había tiempo para discutir, tendrían que resolver aquel asunto más tarde. A Hewitt le mostraron el contenido del paquete originalmente destinado a Grimes: el pedernal y el acero por si la linterna sorda se apagaba, los trapos empapados en aceite, la mecha rápida, la mecha lenta, las luces azules para una combustión instantánea e intensa. Hewitt tomó nota solemnemente de cada artículo y sopesó la bolsa de arena en la mano.
—Muy bien. Vamos —apremió Hornblower.
—¡Señor! —dijo Grimes en aquel momento con un tono plañidero, pero Hornblower no quería (realmente, no podía) perder tiempo oyendo nada más.
En cubierta estaba completamente oscuro, y los ojos de Hornblower tardaron en adaptarse.
Oficial tras oficial, todos estaban listos.
—¿Está seguro de lo que tiene que decir, señor Côtard?
—Sí, señor.
No había ni un asomo del típico francés excitable en Côtard. Era tan flemático como cualquier comandante pudiera desear.
—Cincuenta y un soldados de tropa presentes, señor —informó el capitán de infantes de marina.
Esos infantes, llevados a bordo la noche antes, habían permanecido apiñados bajo la cubierta todo el día, ocultos de los catalejos en Petit Minou.
—Gracias, capitán Jones. ¿Está seguro de que no hay ningún mosquete cargado?
—Sí, señor.
Hasta que se diera la alarma, no había que disparar ni un solo tiro. El trabajo tendría que hacerse con la bayoneta y las culatas, y las bolsas de arena…; la única forma de estar seguro de eso era mantener los mosquetes descargados.
—Primer destacamento de desembarco, abajo al bote de pesca, señor —informó Bush.
—Gracias, señor Bush. Muy bien, señor Côtard, ya podemos empezar.
El barco de langosta, atrapado aquella misma noche para sorpresa de sus tripulantes, estaba al costado. Los marineros permanecían prisioneros allí abajo. Su sorpresa se debía a la ruptura de la tradicional neutralidad de la que disfrutaban durante las largas guerras los barcos de pesca. Esos hombres conocían a Hornblower, le habían vendido a menudo parte de su pesca a cambio de oro, pero no se tranquilizaron demasiado cuando les dijeron que se les devolvería su barco más tarde. Ahora éste estaba junto a su costado, Côtard seguía a Hewitt, y Hornblower seguía a Côtard, abajo. Ocho hombres estaban agachados en el fondo, donde se colocaban las nasas para capturar langostas.
—Sanderson, Hewitt, Black, Downes, cojan los remos. El resto de ustedes vaya abajo, debajo de las bordas. Señor Côtard, siéntese aquí contra mis rodillas, por favor.
Hornblower esperó hasta que se hubieron colocado. La negra silueta del barco no debía aparecer muy diferente en la oscura noche. Llegaba el momento.
—Desatraquen —ordenó Hornblower.
Los remos resbalaron por el agua, mordieron con más efectividad al siguiente golpe, empujaron con toda suavidad al tercero y fueron dejando al Hotspur tras ellos. Estaban iniciando una aventura, y Hornblower era muy consciente de que todo aquello era exclusivamente culpa suya. Si no se le hubiera ocurrido aquella idea, todos estarían ahora pacíficamente dormidos a bordo. Quizá mañana estuvieran muertos unos hombres que, si no fuera por él, habrían vivido.
Apartó a un lado esos pensamientos morbosos, e inmediatamente tuvo que hacer lo mismo con los pensamientos acerca de Grimes. Grimes podía esperar perfectamente hasta que él volviera, y no se iba a preocupar de aquello hasta entonces. Aun así, mientras Hornblower se concentraba en guiar el barco de langostas, notaba una continua corriente subterránea de pensamientos (como los ruidos del barco mientras discutían los planes) acerca de cómo trataría la tripulación de a bordo a Grimes, porque estaba claro que Hewitt, antes de dejar el barco, habría contado la historia a sus camaradas.
Hornblower, con la mano en la caña del timón, marcó un rumbo fijo hacia el norte, hacia Petit Minou. Debían recorrer una milla y cuarto y encontrar el pequeño espigón, porque si no la expedición entera acabaría en un espantoso fracaso. Tenía la débil silueta de las empinadas colinas en la costa norte del Goulet para guiarle; ahora las conocía bastante bien, después de todas aquellas semanas de vigilarlas, y también le guiaba el abrupto saliente donde una pequeña corriente bajaba hacia el mar, a un cuarto de milla al oeste del semáforo. Tuvo que fiarse de aquellas impresiones mientras el bote avanzaba, pero al cabo de unos pocos minutos ya pudo divisar la imponente silueta del propio semáforo, visible contra el oscuro cielo, y a partir de entonces todo fue fácil.
Los remos rechinaron en las chumaceras, las palas chapoteaban ocasionalmente en el agua. Las suaves olas que les alzaban y bajaban parecían estar hechas de cristal negro. No había necesidad de aproximarse silenciosamente o sin ser vistos; por el contrario, tenía que parecer que el barco de las langostas se estaba aproximando igual que siempre. A los pies de la abrupta costa había un pequeño muelle, a media marea, y era costumbre de los pescadores de langostas acercarse allí para desembarcar un par de hombres con lo más selecto de sus capturas. Éstos, con un cesto en la cabeza cada uno conteniendo una docena de langostas vivas, corrían por el sendero que recorría las colinas hacia Brest, para estar allí a la hora de abrir el mercado sin tener que preocuparse de si el barco se veía retrasado por vientos y mareas. Hornblower, observando a una distancia segura desde el esquife, había averiguado esa rutina observando unas cuantas noches, ya que no había podido entrar en conversación con los pescadores.
Allí estaba. Ése era el espigón. La mano de Hornblower se agarrotó sobre la caña del timón. Llegó hasta él la profunda voz del centinela al final del muelle.
—Qui va la?
Hornblower dio un golpe suave a Côtard con la rodilla, de forma innecesaria, porque Côtard ya tenía la respuesta lista.
—Camille —saludó, y continuó en francés—: El barco de las langostas. Capitán Quillien.
Ya estaban atracando; se aproximaba el momento crucial del que dependía todo. Black, el fornido capitán del Forecastle, sabía lo que tenía que hacer cuando se presentaba la oportunidad. Côtard habló desde las profundidades del barco.
—Tengo las langostas para tu oficial.
Hornblower, de pie y llegando al espigón, pudo ver entonces la sombra del centinela mirando hacia abajo, pero Black ya había saltado desde la proa como una pantera, con Downs y Sanderson tras él. Hornblower vio un rápido movimiento de sombras, pero no se oyó ni un solo ruido… ni uno solo.
—Ya está, señor —dijo Black.
Hornblower, con un cabo de remolque en la mano, se las arregló para impulsarse hasta la resbaladiza orilla, aterrizando a cuatro patas. Black estaba de pie sujetando entre sus brazos el cuerpo inanimado del centinela. Las bolsas de arena eran silenciosas; un mal golpe en la nuca, una rápida presa, y se acabó. El centinela ni siquiera había dejado caer su mosquete. Ambos estaban bien seguros entre los monstruosos brazos de Black.
Black dejó caer el cuerpo (inconsciente o muerto, no importaba) en las resbaladizas losas de piedra del espigón.
—Si hace el menor ruido, córtele el cuello —indicó Hornblower.
Todo transcurría ordenadamente, y sin embargo tenía un aspecto irreal, como de pesadilla. Hornblower, volviéndose para pasar el ballestrinque de su cabo por un noray del espigón, se dio cuenta de que tenía el labio superior contraído todavía como un animal salvaje. Côtard ya estaba junto a él; Sanderson había hecho que el bote atracara del todo.
—Vamos.
El espigón sólo tenía unas yardas de largo. Al final, donde los senderos divergían hacia arriba, hacia las baterías, encontrarían el segundo centinela. Desde el bote sacaron un par de cestas vacías, y Black y Côtard se las pusieron encima de la cabeza y salieron, Côtard en medio, Hornblower a la izquierda y Black a la derecha con el brazo derecho libre para manejar su bolsa de arena. Allí estaba el centinela. No les dio el alto formalmente, sino que les saludó alegremente mientras Côtard le hablaba de nuevo de la langosta que era el reconocido aunque extraoficial peaje pagado al oficial que mandaba la guardia para poder usar el espigón. Fue un encuentro perfectamente vulgar hasta que Black dejó caer la cesta e hizo girar su bolsa de arena, y los tres saltaron sobre el centinela, Côtard agarrándole la garganta y Hornblower golpeándole desesperado con su bolsa de arena también, ansioso de asegurarse. Acabaron con él en un momento, y Hornblower miró a su alrededor en la oscuridad y el silencio de la noche, con el cuerpo del centinela tendido a sus pies. Él, Black y Côtard estaban en el extremo más estrecho de la cuña que había penetrado en el anillo de las defensas francesas. Ya era hora de que la cuña alcanzase su objetivo. Detrás de ellos iba otra media docena de hombres agazapados en el barco de langostas, y siguiéndoles estaban los setenta infantes de marina y marineros en los botes del Hotspur.
Arrastraron al segundo centinela de vuelta al espigón y lo dejaron con los dos guardias del bote. Ahora Hornblower tenía ocho hombres a su espalda mientras se dirigía hacia el empinado sendero que trepaba por la colina, el camino que sólo había visto por un catalejo desde la cubierta del Hotspur. Hewitt iba detrás de él. El olor a metal caliente y grasa en el aire tranquilo de la noche le indicó que la linterna sorda todavía estaba encendida. El camino era rocoso y resbaladizo, y Hornblower tuvo que concentrarse mucho mientras subía. No había por qué darse una prisa desesperada, y aunque estaban en el interior del anillo de centinelas, en un área donde los civiles pasaban aparentemente de forma bastante libre, no había necesidad de trepar ruidosamente y atraer demasiado la atención.
El camino se hizo menos empinado. Ahora era llano, y se veía cortado por otro camino en ángulo recto.
—¡Alto! —gruñó Hornblower a Hewitt, pero dio otros dos pasos adelante mientras Hewitt pasaba la orden hacia atrás. Si se hubiera detenido súbitamente, los de atrás habrían chocado unos contra otros.
Aquélla era la auténtica cima. Debido a la depresión de la cumbre, era una zona no visible con los catalejos desde el Hotspur. Ni siquiera desde el tope del mastelero de juanete, con el barco a lo lejos en el Iroise, habían podido ver aquel trozo de terreno. El alto telégrafo estaba plenamente a la vista, y a sus pies un asomo de tejado, pero no pudo ver qué había allí a nivel del suelo, ni Hornblower pudo obtener tampoco pista alguna en su conversación con los pescadores.
—¡Esperen! —susurró, y dio unos pasos precavidos hacia adelante, con las manos extendidas frente a él. De pronto entró en contacto con una empalizada de madera, una valla bastante común y de ningún modo un obstáculo militar. Había una cancela, una cancela corriente con un pasador de madera. Era obvio que el puesto del semáforo no estaba demasiado vigilado (valla y cancela eran sólo corteses advertencias para intrusos no autorizados) y por supuesto, no había razón alguna por la que debiera haberla, allí, entre las baterías de costa francesas.
—¡Hewitt! ¡Côtard!
Ambos fueron hacia él y los tres esforzaron la vista en la oscuridad.
—¿Ven ustedes algo?
—Parece una casa —susurró Côtard.
Un edificio de dos pisos. Ventanas en el piso inferior, y por encima una especie de plataforma. La gente que hacía funcionar el telégrafo debía de vivir allí. Hornblower, precavidamente, forcejeó con el pasador de la cancela y lo abrió sin resistencia alguna. Entonces, un ruido súbito casi junto a su oído le puso rígido, y luego volvió a relajarse. Era un gallo que cacareaba y batía las alas. Los del semáforo debían de tener pollos en un corral por allí, y el gallo estaba saludando el nuevo día con un poco de anticipación. No había razones para detenerse más. Hornblower susurró las órdenes a su grupo, a quien había atraído hasta la cancela. Ahora era el momento, justo cuando las partidas de infantes de marina debían de estar a medio camino en la senda que conducía a la batería. Él estaba a punto de dar la orden final cuando vio algo que le detuvo en seco, y Côtard agarró su hombro en aquel mismo momento. Dos de las ventanas ante él dejaban pasar una luz, un resplandor tenue, que sin embargo ante sus dilatadas pupilas revelaba plenamente todo el interior.
—¡Vamos!
Se lanzaron hacia adelante, Hornblower, Côtard, Hewitt y los dos hombres de las hachas en un grupo, y los otros cuatro hombres con mosquetes dispersándose para rodear el lugar. El camino conducía derecho hacia una puerta, de nuevo con un pasador de madera, que Hornblower trató febrilmente de abrir. Pero la puerta se resistía. Seguramente estaba cerrada también por el interior, y al oír el ruido del pasador, sonó dentro un grito sobresaltado. ¡Una voz de mujer! Era áspera y grave, pero de mujer, indudablemente. El hombre que estaba junto a Hornblower con un hacha la levantó para golpear la puerta, pero en ese mismo momento el otro marinero con hacha golpeó una ventana y saltó a través de ella, seguido por Côtard. La voz de la mujer se elevó hasta convertirse en un chillido; el cerrojo se descorrió, se abrió la puerta y Hornblower entró.
Una vela de sebo iluminaba la extraña escena, y Hewitt abrió la ventanita de la linterna sorda, esparciendo sus rayos en un semicírculo. Había unas grandes vigas de madera, situadas en un ángulo de cuarenta y cinco grados, que servían como puntales del mástil. Donde quedaba espacio en el suelo había unos muebles rústicos, una mesa y unas sillas, una alfombra en el suelo, una estufa. Côtard se quedó de pie en el centro de la estancia con una espada y una pistola, y en el extremo más alejado estaba la mujer que gritaba. Era una mujer muy gorda, con una gran mata de cabello negro, y llevaba sólo un camisón que apenas le llegaba a las rodillas. De una puerta interior salió un hombre barbudo con las piernas peludas asomando bajo los faldones de su camisa. La mujer seguía gritando, pero Côtard habló en voz alta en francés, empuñando su pistola (descargada, presumiblemente) y ella se calló enseguida, más que por la amenaza de Côtard, quizá, por la curiosidad que sentía al ver a aquellos intrusos. Se quedó allí de pie, con los ojos como platos, haciendo sólo unos gestos mecánicos para intentar esconder su desnudez.
Pero habían tomado ya una decisión; aquellos gritos podían haber dado la voz de alarma y probablemente así fuera. Contra el grueso poste del semáforo había apoyada una escalera de mano que conducía hasta una trampilla. Por encima debía de estar el aparato que hacía funcionar los brazos del semáforo. El hombre barbudo en camisa tenía que ser el telegrafista, un civil quizá, y él y su mujer presumiblemente vivían junto a su puesto de trabajo. Seguramente les vino muy bien que la plataforma de trabajo de arriba dejara suficiente espacio debajo para construir aquellas rústicas habitaciones.
Hornblower había venido para quemar el semáforo y lo iba a quemar, aunque allí residiese un civil. El resto de su partida estaba apiñado en el salón, y dos de los hombres con mosquetes aparecieron llegando desde la habitación en la que seguramente habían entrado a través de una ventana. Hornblower tuvo que pararse a pensar. Había imaginado que en aquel momento estaría luchando con soldados franceses, pero se había apoderado del lugar sin resistencia y además tenía prisionera a una mujer. Enseguida fue capaz de ordenar sus pensamientos.
—Salgan, mosqueteros —dijo—. Salgan de la valla y quédense de guardia. Côtard, suba por esa escala. Traiga todos los libros de señales que pueda encontrar. Todos los papeles que haya por ahí. Rápido… le doy dos minutos. Aquí está la linterna. Black, traiga algo para esta mujer. La ropa de la cama servirá, y saque a esos dos fuera y vigílelos. ¿Está preparado para quemar este lugar, Hewitt?
Pasó por su mente que el Moniteur de París podía organizar un buen escándalo denunciando malos tratos a una mujer por parte de marineros ingleses licenciosos, pero lo iban a hacer de todos modos, aunque tuvieran mucho cuidado. Black le echó por los hombros a la mujer una astrosa manta y empujó a los detenidos hacia afuera por la puerta principal. Hewitt tuvo que pararse a pensar. Nunca antes había quemado la casa de nadie, y estaba claro que no era capaz de adaptarse con rapidez a esa circunstancia inesperada.
—Ahí, ése es el lugar adecuado —exclamó Hornblower, señalando a los pies del poste del telégrafo. Allí estaban las grandes vigas de madera que rodeaban el poste. Hornblower y Hewitt empezaron a empujar los muebles hacia allí, y luego corrieron hacia el dormitorio para hacer lo mismo.
—¡Traiga algunos trapos aquí! —llamó Hornblower.
Côtard bajó trastabillando la escalera con los brazos llenos de libros.
—Adelante. Prendamos fuego —ordenó Hornblower.
Era extraño hacer aquello a sangre fría.
—En la estufa —sugirió Côtard.
Hewitt quitó el seguro a la portezuela de la estufa, pero estaba demasiado caliente para tocarla. Apoyó la espalda contra la pared y los pies contra la estufa y empujó. La estufa cayó y rodó, esparciendo unas cuantas ascuas por el suelo. Pero Hornblower había cogido un puñado de luces azules del paquete de Hewitt. La vela de sebo estaba todavía ardiendo y podía encender los petardos. La primera mecha chisporroteó y luego brotaron a chorro las llamas. Hechas de azufre y nitrato de potasio con una pizca de pólvora, las luces azules eran ideales para aquel propósito. Arrojó el objeto ardiendo en los trapos aceitosos, encendió otro y lo tiró, y otro más.
Era como una escena del infierno. La extraña luz azul iluminaba la habitación, pero pronto el humo lo oscureció todo, y los humos del azufre al quemarse ofendieron su nariz mientras las luces azules siseaban y rugían, y él seguía encendiendo petardos y arrojando las luces azules en los lugares donde podían ser más efectivas, en el salón y el dormitorio. Hewitt, en un momento de inspiración, cogió la rústica alfombra del suelo y la colgó encima de las llamas que se elevaban de los trapos. Pronto la madera estaba crepitando y lanzando llamaradas de amarillas chispas que competían con el resplandor azul y el humo que se iba espesando.
—¡Se está quemando! —dijo Côtard.
Las llamas de la alfombra estaban prendiendo en uno de los maderos inclinados, y engendrando nuevas llamas que lamían la basta superficie de la madera. Se quedaron allí de pie y miraron fascinados. En aquella cumbre rocosa no podía haber ningún pozo, ni tampoco una fuente, y sería imposible extinguir aquel fuego una vez que hubiera prendido bien. Las tablas del tabique divisorio estaban ardiendo por dos lugares donde Hornblower había introducido luces azules en las aberturas. Vio las llamas saltar repentinamente en un punto dos pies por encima del tabique, con una andanada de fuertes estampidos y nuevos chorros de chispas.
—¡Vamos! —apremió.
Fuera, el aire era limpio y fresco, y parpadearon con ojos deslumbrados, tropezando con las desigualdades del terreno a sus pies; pero una débil luz bañaba ya el aire, el primer atisbo del amanecer. Hornblower vio la vaga sombra de la mujer gorda de pie envuelta en su manta. Sollozaba de una manera muy extraña, produciendo un ruido sordo como un hipido regularmente, a intervalos de un par de segundos o así. Alguien debía de haber dado una patada al corral, porque corrían pollos cloqueantes por todas partes en aquella menguada luz. El interior de la cabaña estaba en llamas, y ahora había bastante luz en el cielo para que Hornblower viera el enorme poste del telégrafo recortado contra éste, con su forma extraña y los brazos del semáforo colgando. Ocho sólidos cables salían del poste, unidos a unos pilares hundidos en la roca. Los cables sujetaban el pesado poste contra los rudos vientos del Atlántico, y los pilares servían también para soportar la ruinosa valla de madera que rodeaba todo aquel lugar. Había un patético remedo de jardín en unos pequeños retazos de tierra que debían de haber sido llevados a mano desde el valle que había abajo; unos cuantos pensamientos, unas matas de espliego y dos infelices geranios pisoteados por algún patoso.
Sin embargo, la luz era todavía sólo una insinuación; las llamas que estaban devorando la cabaña brillaban más. El humo brotaba desde un lado del piso superior, y por detrás surgían las llamas de entre las torcidas maderas.
—Había una endemoniada colección de cuerdas, poleas y palancas ahí arriba —explicó Côtard—. No debe de quedar gran cosa ya ahora.
—Ahora ya nadie lo puede apagar. Y no hemos oído a los infantes de marina —dijo Hornblower—. Vámonos.
Estaba preparado para luchar y entretener al enemigo con sus mosqueteros si éste aparecía antes de que el lugar estuviera bien encendido. Ahora ya era innecesario, de tan bien como habían ido las cosas. Tan bien, realmente, que costó algunos momentos reunir a todos los hombres. Esos minutos de descanso habían hecho que la prisa pareciera innecesaria mientras iban saliendo a través de la cancela. Una niebla ligera cubría la superficie del mar veraniego; las gavias del Hotspur (gavias en facha) eran mucho más visibles que su casco, una perla gris en la niebla gris. La mujer gorda se quedó de pie junto a la cancela, toda modestia olvidada al caer la manta de sus hombros, agitando los brazos y lanzándoles maldiciones.
Desde el valle neblinoso a su derecha, mientras iniciaban el descenso, llegaron las notas de un instrumento musical, una trompeta o clarín.
—Es su toque de diana —comentó Côtard, bajando por el camino a los talones de Hornblower.
Apenas había hablado cuando la llamada fue repetida a su vez por otros clarines. Un segundo o dos después llegó el sonido de un disparo de mosquete, y luego más disparos, y junto con ellos, el resonante redoble de un tambor, y luego más tambores dando la voz de alarma.
—Ésos son los infantes de marina —dijo Côtard.
—Sí —replicó Hornblower—. ¡Vamos!
Los tiros de mosquete significaban malas noticias para el destacamento de desembarco que había subido para atacar la batería. Era muy probable que allí hubiese un centinela, y se habrían encargado de él silenciosamente. Pero de algún modo había sonado la alarma. La guardia estaba alerta (digamos veinte hombres armados y equipados) y ahora estaban llamando al cuerpo principal. Debía de ser la unidad de artillería que estaba en el campamento de debajo de la colina; no serían demasiado efectivos quizá luchando con mosquete y bayoneta, pero al otro lado había un batallón de infantería que en aquel mismo momento estaba despertando de su sueño. Hornblower había dado sus órdenes y echado a correr por el camino a mano derecha, hacia la batería, antes siquiera de formular con tanta claridad esos pensamientos. Tenía listo su nuevo plan antes de alcanzar el cerro.
—¡Alto!
Se reunieron tras él.
—¡Carguen!
Los hombres mordieron los cartuchos, cargaron las cazoletas y cebaron los cañones de mosquetes y pistolas. Introdujeron los cartuchos de papel atacados en las bocas, las balas encima de todo y luego usaron las baquetas para colocarlo todo en su lugar.
—Côtard, lleve a los mosqueteros al flanco. Los otros, que vengan conmigo.
Allí estaba la gran batería con sus cuatro cañones del treinta y dos asomando a través de las troneras de su curvo parapeto. Más allá, una línea de infantes de marina, con sus uniformes color escarlata ya visibles a la creciente luz, estaban manteniendo a raya a una fuerza francesa que sólo se dejaba ver por las llamaradas de los mosquetes y unas nubecillas de humo. La repentina llegada de Côtard y sus hombres, una desconocida fuerza en su flanco, causó la momentánea retirada de los franceses.
En el centro de la cara interior del parapeto, el capitán Jones con su casaca roja y con cuatro hombres estaba luchando por abrir una puerta. Detrás de él se encontraba un paquete similar al que llevaba Hewitt, con luces azules, bobinas de mecha lenta y mecha rápida. Más allá había dos soldados muertos, uno de ellos con un espantoso disparo en la cara. Jones miró hacia arriba al llegar Hornblower, pero éste no perdió tiempo en discusiones.
—¡A un lado! ¡Las hachas!
La puerta era de madera sólida y reforzada con hierro, pero sólo estaba preparada para resistir a ladrones corrientes. Se suponía que un centinela la guardaba, y bajo el estruendo del hacha cayó rápidamente.
—Los cañones están todos clavados —dijo Jones.
Ésa era sólo la parte menor del trabajo. Un clavo de hierro introducido en el fogón de un cañón puede inutilizarlo momentáneamente, pero un armero trabajando con un taladro puede eliminarlo en una hora de trabajo. Hornblower permanecía en el escalón del parapeto mirando por encima de la parte superior; los franceses se estaban reagrupando para un nuevo ataque. Pero el mango de un hacha estaba ya actuando como palanca a través del agujero abierto en la puerta. Black había agarrado el borde el panel y de un brutal tirón lo liberó. Una docena más de golpes, otro tirón y ya habían abierto una brecha suficiente en la puerta. Un hombre agachado podía abrirse camino hacia la negrura del interior.
—Iré yo —dijo Hornblower. No podía confiar en Jones o en los infantes de marina. Cogió el carrete de mecha rápida y se metió por el agujero de la puerta astillada. Había unos escalones de madera bajo sus pies, pero ya lo esperaba y no tropezó. Se agachó y siguió el camino hacia abajo. Había un rellano y una vuelta, y luego más escalones, más oscuridad, y entonces sus manos extendidas tocaron una cortina de sarga que colgaba. La echó a un lado y pisó cautelosamente más allá. No se veía nada. Estaba en el polvorín, en el área donde el personal de municiones llevaba zapatillas de tela porque los zapatos con clavos podían provocar una chispa que hiciera explotar la pólvora. Tocó con cuidado ante él; su mano entró en contacto con un muro de cartuchos, cilindros de sarga ya rellenos, y con la otra mano tocó los ásperos contornos de un tonel. Aquéllos eran los barriles de pólvora… Apartó la mano involuntariamente, como si hubiera tocado una serpiente. No había tiempo para esas tonterías, estaba rodeado de muerte violenta.
Sacó su machete, gruñendo en la oscuridad debido a la intensidad de su emoción. Dos veces clavó el machete en la pared de cartuchos, y sus oídos se vieron recompensados por el susurrante sonido de una cascada de granos de pólvora que caían a través de las hendiduras que había abierto. Tenía que encontrar un firme soporte para el petardo, y entonces se agachó y clavó el machete con fuerza en otro cartucho y lo dejó allí. Desenrolló una cierta longitud de mecha rápida y ató varias vueltas firmemente en torno al mango, y luego enterró el final en la pila de granos de pólvora que había en el suelo. Una medida de seguridad innecesaria, quizá, cuando una simple chispa podía iniciar la explosión.
Desenrollando la mecha rápida tras él, con cuidado, con mucho cuidado para no mover el machete, volvió a salir pasando de nuevo la cortina, y subió los escalones hacia la luz creciente, doblando la esquina. La luz que penetraba a través de la puerta rota era deslumbrante, y parpadeó cuando salió por allí, agachado, todavía desenrollando la mecha rápida.
—¡Corte esto! —exclamó, y Black sacó su cuchillo y cortó la mecha en el punto indicado por la mano de Hornblower.
La mecha rápida se quemaba más rápido de lo que podía percibir la vista. Los cincuenta pies más o menos que se extendían hasta el polvorín se quemarían en menos de un segundo.
—¡Córteme una yarda de esto! —indicó Hornblower, señalando la mecha lenta.
La mecha lenta estaba cuidadosamente comprobada. Ardía al aire libre a una velocidad de exactamente treinta pulgadas por una hora, una pulgada cada dos minutos. Hornblower no tenía intención alguna de dejar una hora o más para la combustión de esa yarda de mecha, sin embargo. Podía oír ya los disparos de los mosquetes y los tambores resonando en las colinas. Debía mantener la calma.
—¡Corte otro trozo de un pie y enciéndalo!
Mientras Black estaba ejecutando esa orden, Hornblower ató la mecha rápida a la lenta, asegurándose de que estaban bien juntas. Pero tenía que pensar también en la situación general además de en esos detalles vitales.
—¡Hewitt! —exclamó, levantando la vista de su trabajo—. Escuche cuidadosamente. Corra hasta el teniente de los infantes de marina por encima del risco de ahí. Dígale que vamos a salir ahora, y que él va a cubrir nuestra retirada al último cerro por encima de los barcos. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Entonces, corra.
Suerte que no debía confiar aquella misión a Grimes. Ahora ató los petardos juntos y miró en torno a él.
—¡Traiga aquí a ese muerto!
Black no hizo preguntas, se limitó a arrastrar el cadáver junto a la puerta. Hornblower había buscado primero una piedra, pero un cadáver sería mucho mejor. Todavía no estaba tieso, y el brazo yacía desmadejado sobre la mecha rápida justo por encima del nudo, después de que Hornblower hubiera pasado todo el sobrante flojamente a través de la puerta rota. El hombre muerto servía para ocultar la existencia de la mecha. Si los franceses llegaban demasiado pronto, ganaría unos valiosos segundos para el plan; en el momento en que el fuego alcanzase la mecha rápida, se encendería bajo el brazo del muerto y haría estallar la pólvora. Si, para investigar en el polvorín, apartaban el cadáver, el peso de la mecha en el interior de la puerta arrancaría el nudo hacia adentro y ganaría también unos segundos… quizás el final ardiendo cayera por los escalones, quizá directamente en el polvorín.
—¡Capitán Jones! Avise a todo el mundo de que esté listo para la retirada. Inmediatamente, por favor. Déme esa mecha encendida, Black.
—Déjeme hacerlo a mí, señor.
—Cállese.
Hornblower cogió la mecha lenta que ardía en rescoldo y sopló para avivar su fuego. Entonces miró hacia abajo, a la extensión de mecha lenta atada a la mecha rápida. Se fijó especialmente en un punto a una pulgada y media del nudo; allí había una mancha negra que serviría para marcar el lugar. Una pulgada y media. Tres minutos.
—Suba al parapeto, Black. Ahora. Gríteles que corran. ¡Ahora!
Mientras Black empezaba a chillar, Hornblower apretó el extremo encendido sobre la mancha negra. Después de dos segundos, lo retiró; la mecha lenta estaba encendida y ardía en dos direcciones: en una, inofensivamente, hacia la parte inservible, y en otra hacia el nudo, hacia la mecha rápida que estaba a una pulgada y media. Hornblower se aseguró de que estaba ardiendo y entonces se puso de pie y saltó hacia el parapeto.
Los infantes de marina trotaban pasando a su lado, con Côtard y sus marineros protegiendo la retaguardia. Un minuto y medio… un minuto ahora, y los franceses les seguían fuera del alcance de sus mosquetes.
—Será mejor que se apresure, Côtard ¡Vamos!
Echaron a correr.
—¡Tranquilos, hacia allí! —gritó Jones. Temía que cundiera el pánico si aquellos hombres salían corriendo ante el enemigo en lugar de retirarse tranquilamente, pero había tiempo suficiente. Los infantes de marina empezaron a correr, mientras Jones gritaba inútilmente y agitaba su espada.
—Vamos, Jones —apremió Hornblower mientras pasaba junto a él, pero Jones estaba lleno de ardor guerrero, y siguió gritando desafíos a los franceses, de pie y solo, de cara al enemigo.
Entonces ocurrió. La tierra se movió adelante y atrás bajo sus pies y ellos brincaron y se tambalearon, mientras una horrísona explosión taladraba sus oídos y el cielo se oscurecía. Hornblower miró hacia atrás. Una columna de humo se elevaba hacia el cielo, cada vez más grande, llena de fragmentos oscuros. Entonces la columna se agrandó, formando un hongo en la punta. Algo cayó con estrépito a unas diez yardas, levantando esquirlas de la roca que cayeron estruendosamente a los pies de Hornblower. Un objeto llegó silbando por el aire, un objeto enorme, describiendo una trayectoria curva mientras giraba. Inevitablemente, aquel fragmento de roca de media tonelada, arrancada del lugar donde techaba el polvorín, cayó justo encima de Jones, arrastrándolo al pasar como si estuviera bestialmente decidida a eliminar por completo aquella cosa patética. Hornblower y Côtard miraron hipnotizados y horrorizados la roca, que se detuvo al fin a unos seis pies a su izquierda.
Fue el momento en que a Hornblower le costó más mantener la sangre fría, o recuperarla. Tuvo que sacudirse el aturdimiento.
—Vamos.
Tenía que seguir pensando con claridad. Estaban en la última loma antes de llegar a los barcos. El grupo de infantes de marina, enviado como resguardo del flanco, había bajado hasta aquel punto y estaban retrocediendo, disparando a una amenazante multitud de franceses. Los franceses llevaban bocamangas blancas en sus uniformes azules: soldados de infantería, no los de artillería que se habían enfrentado a ellos en torno a la batería. Y detrás de ellos había una larga columna de infantería, corriendo a toda prisa, con un batallón de tambores redoblando a un ritmo frenético… el pas de charge.
—Los hombres a los botes —dijo Hornblower, dirigiendo al grupo de marineros y soldados desde la batería. Y entonces se volvió hacia el teniente de infantes de marina.
—El capitán Jones ha muerto. Prepárese para salir corriendo en el momento en que los otros alcancen el espigón.
—Sí, señor.
A espaldas de Hornblower, vuelto como estaba de cara al enemigo, se oyó un agudo y súbito ruido, como el impacto de un hacha contra la madera. Hornblower se volvió en redondo. Côtard se tambaleó, su espada y los libros y papeles que seguía llevando todo el tiempo cayeron al suelo, a sus pies. Entonces Hornblower vio su brazo izquierdo, que se agitaba en el aire como si colgara de una cuerda. Y apareció la sangre. Una bala de mosquete había hecho impacto en el hueso del brazo de Côtard, destrozándolo. Uno de los hombres de las hachas que no se había ido todavía le sujetó cuando estaba a punto de caer.
—¡Ah… ah…! —jadeó Côtard, sacudiendo su brazo destrozado. Miró a Hornblower con ojos asombrados.
—Siento que le hayan dado —dijo Hornblower. Y ordenó al hombre del hacha—: Llévele al bote.
Côtard gesticulaba señalando al suelo con su mano derecha, y Hornblower le dijo a otro hombre:
—Coja esos papeles y llévelos también al bote.
Pero Côtard no estaba satisfecho.
—¡Mi espada! ¡Mi espada!
—Yo recogeré su espada —repuso Hornblower. Esas absurdas nociones de honor estaban tan profundamente arraigadas en ellos que incluso en aquellas circunstancias Côtard no podía soportar la idea de dejar su espada en el campo de batalla. Hornblower se dio cuenta de que no tenía machete cuando recogió la espada de Côtard. El hombre del hacha había recogido los libros y papeles.
—Ayude al señor Côtard —dijo Hornblower, y añadió—: Ponga un pañuelo alrededor de su brazo por encima de la herida y apriete. ¿Entiende?
Côtard, ayudado por el otro hombre del hacha, estaba ya trotando sendero abajo. Cada movimiento significaba una agonía para él. Aquel acongojante «¡ah… ah… ah…!» resonaba en los oídos de Hornblower a cada paso que daba Côtard.
—¡Ahí vienen! —exclamó el teniente de infantería.
Los franceses, en escaramuza, envalentonados por la aproximación de su cuerpo principal, estaban cargando. Una mirada apresurada informó a Hornblower de que todos los demás se encontraban ya en el espigón. El barco de langostas estaba saliendo, lleno de hombres.
—Dígales a sus hombres que corran a cogerlo —dijo, y les siguió a su vez.
Fue una carrera salvaje, resbalando y deslizándose por el camino hacia el muelle, con los franceses chillando en su persecución. Pero estaba el grupo de cobertura, tal como Hornblower había dispuesto cuidadosamente el día antes. Los trece infantes de marina del Hotspur, con su propio sargento al mando. Habían construido un parapeto a lo largo del muelle, de nuevo siguiendo las órdenes de Hornblower, que preveía una retirada apresurada. Era una barricada que les llegaba más abajo de la cintura, construida a toda prisa con rocas y barriles de pescado llenos de piedras. La multitud precipitada saltaba por encima. Hornblower, el último de todos, trepó rápidamente, con los brazos y piernas abiertos, para caer al otro lado de pie de puro milagro.
—¡Infantería del Hotspur!. Alineados en la barricada. ¡A los botes, vosotros!
Doce infantes estaban arrodillados en la barricada; doce mosquetes se pusieron a nivel por encima de ésta. Al verlos, los franceses que les perseguían dudaron y trataron de detenerse.
—¡Apunten bajo! —gritó el teniente, ásperamente.
—Retroceda y lleve a los hombres a los botes, señor Como-se-llame —gritó Hornblower—. Tenga la lancha preparada para desamarrar, mientras desatraca la balandra y sale.
Los franceses estaban corriendo hacia adelante de nuevo; Hornblower miró hacia atrás y vio al teniente saltar del espigón siguiendo al último infante de marina.
—Ahora, sargento. A por ellos.
—¡Fuego! —gritó el sargento.
Fue una buena andanada, pero no tuvieron ni un momento para pararse a admirarla.
—¡Vamos! —chilló Hornblower—. ¡A la lancha!
Con el peso de los infantes de marina del Hotspur saltando sobre ella, la lancha estaba derivando cuando él llegó hasta el borde. Tenía que saltar un espacio de una yarda sobre las negras aguas, pero sus pies llegaron a la borda y se lanzó hacia delante entre los hombres que estaban allí arracimados. Afortunadamente, recordó tirar antes la espada de Côtard y ésta cayó inofensiva en el suelo de la lancha, sin herir a nadie. Remos y bicheros empujaron contra el espigón y la lancha se alejó mientras Hornblower gateaba hacia popa. Casi pisó la cara de Côtard. Éste yacía, aparentemente inconsciente, en las tablas del fondo.
Ahora los remos estaban rechinando en las chumaceras. Estaban ya a veinte, treinta yardas de distancia, antes de que los primeros franceses llegaran chillando al espigón y empezaran a bailar con rabia y excitación en el mismo borde de mampostería. Durante un par de valiosos segundos incluso olvidaron los mosquetes que tenían en la mano. En la lancha, los hombres apiñados elevaron las voces en un grito burlón que provocó la fría rabia de Hornblower.
—¡Silencio! ¡Silencio todo el mundo!
El silencio que invadió la lancha era más desagradable que el ruido. Un par de mosquetes dispararon desde el espigón, y Hornblower, mirando por encima de su hombro, vio a un soldado francés poner rodilla en tierra y apuntar cuidadosamente, le vio elegir un blanco, vio el cañón del mosquete girando hasta que la boca le apuntó directamente a él. Pensaba con desesperación en la posibilidad de tirarse al fondo de la lancha cuando el mosquete desapareció de su vista. Sintió una violenta sacudida en todo su cuerpo, y se dio cuenta con alivio de que la bala se había incrustado en el sólido travesaño de roble de la lancha en el que estaba sentado. Salió de su estupor; mirando hacia adelante vio a Hewitt tratando de abrirse camino hacia él y le habló con tanta tranquilidad como pudo dado su estado de excitación.
—¡Hewitt! Vaya adelante, al cañón. Está cargado con metralla. Dispare cuando pueda —y a continuación se dirigió a los remeros y a Cargill en la caña del timón—. A babor todo. Remos de estribor, ciar.
—A babor, ciar.
La lancha dejó de girar; estaba apuntando directamente hacia el espigón y Hewitt, habiendo apartado a un lado a los otros hombres, con mucha sangre fría observaba por la mira de una carronada del cuatro montada en la proa, manipulando la cuña de elevación. Luego se inclinó por encima de la borda y tiró de la cuerda y gancho de disparo. Todo el bote se sacudió hacia popa violentamente con el retroceso, como si hubiera tocado una roca, y el humo les envolvió en una sombría nube.
—¡Ciad, a estribor! ¡Tirad! ¡Todo a estribor! —el bote dio la vuelta pesadamente—. ¡Ciad, a popa!
Nueve balas de metralla de un cuarto de libra habían barrido el grupo del espigón. Unas figuras se movían, otras, inmóviles, yacían en el suelo. Bonaparte tenía un cuarto de millón de soldados en su ejército, pero ahora había perdido a unos pocos. No se podía decir que fuera una gota en el océano, sino simplemente quizás una molécula. Ahora estaban ya fuera de alcance de tiro, y Hornblower se volvió hacia Cargill en las escotas de popa detrás de él.
—Ha manejado usted muy bien su parte del asunto, señor Cargill.
—Gracias, señor.
Cargill había sido destinado por Hornblower a desembarcar con los infantes de marina, y hacerse cargo de los botes y prepararlos para la evacuación.
—Pero habría sido mejor si hubiera enviado la lancha primero y guardado la balandra para el final. Entonces la lancha podría haber zarpado y cubierto a los demás con su cañón.
—Pensé en ello, señor. Pero hasta el último momento no supe cuántos hombres vendrían en el último grupo. Por eso tenía que dejar la lancha.
—Quizá tenga usted razón… —asintió Hornblower, de mala gana, y luego, dejando que prevaleciera su sentido de la justicia, añadió—: De hecho, estoy seguro de que tiene usted razón.
—Gracias, señor —dijo Cargill de nuevo, y tras una pausa—: Me habría gustado poder ir con usted, señor.
«Algunas personas tienen gustos extraños», pensó Hornblower amargamente para sí, echando una mirada a Côtard, que yacía inconsciente con un brazo destrozado a sus pies, pero tenía que evitar irritar a esos susceptibles jóvenes ansiosos de honores y de los ascensos que esos honores podían proporcionarles.
—Recapacite, hombre —repuso, obligándose una vez más a pensar con lógica—. Alguien tenía que quedarse en el muelle a cargo de todo, y usted era el más adecuado para ese trabajo.
—Gracias, señor —dijo Cargill de nuevo, pero todavía con pesadumbre, persistiendo por tanto en su estupidez.
Un súbito pensamiento asaltó a Hornblower y entonces se volvió y miró por encima de su hombro. Tuvo que mirar dos veces, aunque sabía lo que estaba buscando. La silueta de las montañas había cambiado. Entonces vio un hilo de humo negro que todavía se elevaba de la cumbre. El semáforo había desaparecido. Aquel objeto elevado que les espiaba e informaba de todos sus movimientos al Escuadrón de la Costa ya no estaba allí. Unos marineros británicos bien entrenados y unos aparejadores y carpinteros no podrían reemplazarlo, en caso necesario, en menos de una semana de trabajo. Probablemente a los franceses les costaría al menos dos semanas; él calculaba que tres.
Y allí les esperaba el Hotspur, las gavias en facha, tal como lo había visto hacía media hora. Media hora que parecía toda una semana. El barco de langostas y la balandra estaban todavía virando para acercarse por babor, y Cargill se encaminaba hacia su banda de estribor. En aquellas aguas tranquilas y con una brisa tan suave, no había necesidad de que los botes se acercaran a sotavento.
—¡Remos! —exclamó Cargill; la lancha se abarloó, y allí estaba Bush mirándoles desde arriba. Hornblower agarró los cabos de entrada y se alzó. Era su derecho como capitán subir el primero, y también era su deber. Cortó las felicitaciones de Bush en seco.
—Saque al herido tan rápido como pueda, señor Bush. Mande una camilla abajo para el señor Côtard.
—¿Está herido, señor?
—Sí. —Hornblower no deseaba entrar en explicaciones innecesarias—. Tendrá que atarlo a ella e izar la camilla con un izador desde el peñol. Tiene el brazo hecho astillas.
—Sí, señor —Bush ya se había dado cuenta de que Hornblower no estaba de humor para conversaciones.
—¿Está listo el cirujano?
—Ya ha empezado su trabajo, señor.
Un gesto de Bush señaló a un par de heridos que habían subido a bordo desde la balandra y que recibían ayuda para bajar en aquel momento.
—Muy bien.
Hornblower se dirigió hacia su cabina. No necesitaba decir que tenía que escribir su informe, no tenía que dar ninguna excusa. Como siempre después de la acción, anhelaba la soledad de su cabina aún más de lo que anhelaba desplomarse y olvidar su cansancio. Pero en el segundo escalón se detuvo en seco. Aquél no era el auténtico final de la aventura. No podía tener paz por el momento, y lanzó un juramento para sí al enfrentarse a aquel esfuerzo final, usando unas blasfemias espantosas que raramente utilizaba. Tenía que solucionar el asunto de Grimes al momento. Tenía que decidir qué hacer con él. ¿Castigarle? ¿Castigar a un hombre por ser un cobarde? Eso sería como castigar a un hombre por tener el pelo rojo. Hornblower cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro, incapaz de caminar, pero procurando incitar a su mente cansada a emprender una acción inmediata. ¿Castigar a Grimes por mostrar su cobardía? Eso sería quizá más acertado. Y no es que eso le fuera a hacer ningún bien a Grimes, pero quizá disuadiría a otros hombres de mostrar cobardía. Algunos oficiales le castigarían no en beneficio de la disciplina, sino porque pensaban que si se comete un crimen hay que recibir un castigo, al igual que los pecadores van al infierno. Hornblower no se consideraba a sí mismo poseído por esa divina autoridad que algunos oficiales consideraban natural.
Pero tenía que actuar. Pensó en una corte marcial. Sería el único testigo, pero la corte sabría que él decía la verdad. Su palabra decidiría el destino de Grimes, y entonces… la horca, o quizá quinientos latigazos, y Grimes gritando de dolor hasta caer inconsciente, y de nuevo arrastrado a otro día de tortura, y otro más aún, hasta que se convirtiera en un gimoteante idiota carente de inteligencia y de fuerza. Hornblower odiaba esa idea. Pero comprendió que la tripulación ya habría adivinado lo que pasó. Grimes seguramente ya habría empezado a recibir su castigo, y además había que preservar la disciplina del Hotspur. Hornblower tendría que cumplir con su deber; debía pagar el precio que se exige por ser oficial naval, igual que cuando sentía mareos… igual que cuando arriesgaba su vida. Haría que arrestaran a Grimes inmediatamente, y mientras Grimes pasaba veinticuatro horas encerrado, acabaría de tomar una decisión. Se dirigió a popa, a su cabina, habiendo desaparecido por completo todo el alivio al pensar en la relajación y el descanso.
Entonces abrió la puerta y vio que ya no quedaba ningún problema por resolver, sólo el horror, el mayor de los horrores. Grimes colgaba allí, de una cuerda pasada a través del gancho que sujetaba la lámpara. Se balanceaba con el suave movimiento del barco, los pies arrastrándose por la cubierta de modo que incluso sus rodillas tocaban casi el suelo también. Tenía la cara negruzca y la lengua fuera… Realmente, no había ningún parecido en absoluto entre Grimes y aquella horrible cosa que colgaba allí. Grimes no había tenido el valor suficiente para enfrentarse a la operación de desembarco, pero cuando se dio cuenta de su acción, cuando la tripulación le mostró sus sentimientos, todavía tuvo la decisión suficiente para hacer aquello, para someterse a sí mismo a aquel lento estrangulamiento, saltando desde el coy donde estaba agachado.
De toda la tripulación del Hotspur, Grimes era la única persona que, como asistente del capitán, podía encontrar la privacidad necesaria para hacer aquello. Había previsto los latigazos o incluso la horca, había sufrido el escarnio de sus compañeros. Paradójicamente, el semáforo que tanto temía atacar resultó estar defendido por un inofensivo civil y su mujer.
El Hotspur se balanceaba suavemente con la marejada, y al balancearse, la oscilante cabeza y los colgantes brazos se balanceaban también y los pies rozaban el suelo. Hornblower salió del estado de horror que le tenía agarrotado, y se esforzó por mostrar lucidez una vez más, a pesar de su fatiga y su espanto. Salió a la puerta de la cabina. Era excusable que no hubiera aún ningún centinela apostado allí, dado que los infantes de marina del Hotspur acababan de volver a bordo.
—Avise al señor Bush —ordenó.
Al cabo de un minuto entró Bush, que dio un salto en cuanto vio la escena.
—Haga que lo bajen inmediatamente, por favor, señor Bush. Échelo por la borda. Si lo desea, hágale un funeral cristiano.
—Sí, señor.
Bush cerró la boca después de aquel asentimiento formal. Se dio cuenta de que Hornblower estaba de un humor mucho peor ahora que antes, en cubierta. Hornblower pasó al cuarto de derrota, se arrellanó dificultosamente en la silla, y se sentó tieso, con las manos inmóviles sobre la mesa. Casi de inmediato oyó cómo llegaban los hombres que había enviado Bush. Oyó ásperas voces de sorpresa, y algo semejante a una risa, sofocada inmediatamente cuando se dieron cuenta de que él estaba allí al lado. Las voces se convirtieron en ásperos susurros. Sonaron unas pisadas torpes, y luego un ruido de arrastrar algo. Comprendió que el cadáver había desaparecido.
Entonces se levantó para llevar a cabo la resolución que había tomado durante su reciente lucidez mental.
Anduvo firmemente hasta la cabina, un poco como quien se dirige renuente a un duelo. No quería entrar, detestaba aquel lugar, pero en un barco tan pequeño como el Hotspur no tenía ningún otro sitio adonde ir. Tendría que acostumbrarse a aquello. Desechó la idea de trasladarse a una de las cabinas con mamparas de los entrepuentes y enviar, por ejemplo, a los contramaestres a su cabina. Aquello ocasionaría múltiples inconvenientes y (lo más importante) también comentarios sin fin. Tenía que usar aquel espacio, y cuanto más contemplaba la perspectiva, menos imitadora le parecía. Estaba tan cansado que apenas podía mantenerse en pie. Se acercó al catre. En su mente podía ver la imagen de Grimes arrodillándose en él, con la cuerda en torno al cuello, para lanzarse luego hacia afuera. Se obligó fríamente a aceptar aquella imagen como algo del pasado. Ahora estaba en el presente, y se dejó caer en el coy, con los zapatos puestos, el sable todavía en su costado y la bolsa de arena todavía en el bolsillo. Grimes no estaba allí para ayudarle a quitárselos.