Hornblower se puso de pie, disponiéndose a bajar por la borda al bote que esperaba. Dio las instrucciones de modo formal, como correspondía.
—Señor Bush, queda usted al mando.
—Sí, señor.
Hornblower recordó mirar alrededor mientras se preparaba para descender. Miró ceñudamente a la guardia con guantes blancos que Bush había hecho confeccionar a unos marineros expertos para este propósito ceremonial, con cordón blanco y un gancho («crochet», le llamaban los franceses a ese procedimiento). Paseó sus ojos por los segundos contramaestres que silbaban su saludo de despedida. Entonces bajó por el costado. El pitido se detuvo en el mismo momento en que sus pies alcanzaron el banco de remeros: ésa era una medida de la altura de la obra muerta del Hotspur, porque según las normas de ceremonial, los honores cesaban en el momento en que la cabeza del oficial que partía estaba a nivel de cubierta. Hornblower gateó por las escotas de popa, estorbado por el sombrero, los guantes, la espada y el manto, y ladró una orden a Hewitt. El bichero liberó su presa y hubo un momento de aparente desorden mientras el bote dejaba el costado del buque y cuatro brazos musculosos a las drizas enviaban la vela al tercio al mastelero. Había algo decididamente extraño en estar sentado al mismo nivel del agua, con las verdes olas al alcance de la mano; habían pasado ocho semanas desde que Hornblower puso los pies fuera del barco por última vez.
El bote fijó su rumbo, navegando con soltura porque el viento había rolado al sur algunas cuartas, y Hornblower miró hacia atrás, al Hotspur, que quedaba al pairo. Deslizó un ojo profesional por sus líneas, notando, ahora como observador externo, la altura relativa de sus palos, las distancias a las que estaban plantados, la inclinación del bauprés. Sabía mucho más ahora de la conducta del barco en navegación, pero siempre había cosas que aprender. No en aquel momento, sin embargo, porque un soplo de viento más fuerte escoró el bote y Hornblower se sintió de repente inseguro de lo que le rodeaba y de sí mismo. Las pequeñas olas que ni siquiera se notaban en el Hotspur eran monstruosas cuando se encontraba uno en un pequeño bote, que, además de escorar, ahora se elevaba y bajaba en picado de una manera de lo más desagradable. Después de la tranquilizadora solidez de la cubierta del Hotspur (una vez se acostumbró penosamente a su movimiento) ese nuevo entorno y esos nuevos movimientos espasmódicos eran muy inquietantes, especialmente ahora que Hornblower estaba excitado y tenso por la perspectiva que se abría ante él. Tragó saliva con fuerza, luchando contra el mareo que le había asaltado por sorpresa; para distraer su mente, concentró su atención en el Tonnant, que se iba acercando despacio… demasiado despacio.
En el tope del mastelerillo de mayor ondeaba el codiciado gallardete ancho en lugar del estrecho que lucían otros barcos en servicio. Era la señal de un capitán con poderes ejecutivos sobre otros barcos además del suyo. Pellew no sólo estaba muy arriba en la lista de capitanes, sino claramente destinado a un cargo importante tan pronto como alcanzase el rango de capitán de bandera. Seguramente, algunos contraalmirantes de la flota del canal debían de estar amargamente celosos del cargo de Pellew al mando del Escuadrón de la Costa. Un bote se acostó a su banda de estribor, pintado de blanco y con puntos rojos, y con un diseño nada parecido al de los botes de uso corriente suministrados por la Oficina Naval. Hornblower podía ver los uniformes a juego blancos y rojos de la tripulación del bote. O bien la visita era de un capitán muy elegante… o, lo más probable, se trataba de un oficial general de la marina. Hornblower vio una figura con entorchados y charreteras subir por la borda, y a través del agua llegó el sonido de los silbatos y el ruido retumbante que indicaba a sus oídos una banda tocando. Al momento siguiente, la insignia blanca apareció en el tope del mastelero de velacho. ¡Un vicealmirante de la Armada! No podía ser otro que el propio Cornwallis.
Hornblower se dio cuenta de que esa reunión a la cual había sido convocado mediante la breve señal «Todos los capitanes» era algo más que una reunión social. Miró con desaliento sus raídas ropas, y recordó entonces abrir su manto y mostrar la charretera de su hombro izquierdo, un objeto pobre y gastado de latón, que databa del tiempo de su temprano nombramiento como comandante, hacía dos años. Hornblower vio con claridad al oficial de guardia, a la espera en la pasarela, guardar su catalejo y dar una orden que hizo alejarse de allí a cuatro de los ocho guardias con guantes blancos, para que un simple comandante no compartiera los honores dispensados a un vicealmirante. El bote del almirante se había desviado ya y el del Hotspur tomó su lugar, y Hornblower, aun mareado y nervioso, no lo estaba tanto como para no preocuparse por la forma en que era tratado, por si no reflejaba suficientemente la reputación de su barco. La preocupación, sin embargo, fue instantáneamente sustituida por la necesidad de concentración en el proceso de subir por la borda. Aquél era un soberbio barco de doble cubierta, y aunque la amplia entrada ayudaba bastante, para el larguirucho Hornblower, cargado como iba, subir con cierta dignidad resultó bastante difícil. Al final, como pudo, llegó a cubierta, y a pesar de su timidez y turbación, recordó tocar el sombrero como saludo a la guardia que presentaba armas ante él.
—¿Capitán Hornblower? —inquirió el oficial de la guardia. Le conocía por la única charretera en su hombro izquierdo, el único comandante en el Escuadrón de la Costa, quizás el único en la flota del canal—. Este joven caballero le hará de guía.
La cubierta del Tonnant parecía increíblemente espaciosa después de la angosta cubierta del Hotspur, porque el Tonnant no era un simple setenta y cuatro cañones. Era un ochenta y cuatro, con dimensiones y escantillones dignos de un barco de triple cubierta. Era un recuerdo de la época en que los franceses construían grandes barcos en la esperanza de imponerse a los setenta y cuatro de los británicos por pura fuerza bruta, en lugar de por habilidad y disciplina. Cómo había resultado aquella empresa lo probaba el hecho de que el Tonnant ahora llevara bandera inglesa. Las grandes cabinas de popa habían sido convertidas en una sola estancia para Pellew, en ausencia de un oficial general permanente a bordo. Todo era increíblemente lujoso. Una vez pasado el centinela, las cubiertas estaban alfombradas… alfombras Wilton auténticas, en las que se hundían los pies sin hacer ruido. Había una antesala con un mayordomo que llevaba unos impecables pantalones blancos de dril y recogió el sombrero, el manto y los guantes de Hornblower.
—El capitán Hornblower, señor —anunció el joven caballero, abriendo la puerta.
Los baos de cubierta estaban sólo a seis pies de alto por encima de la alfombra, y Pellew estaba ya tan acostumbrado a ello que avanzó para estrecharle la mano sin titubear, en contraste con Hornblower, que, con sus cinco pies y once pulgadas de altura, se agachó instintivamente al entrar.
—Encantado de verle, Hornblower —saludó Pellew—. Realmente encantado. Tengo muchas cosas que decirle, porque las cartas son siempre limitadas. Pero tengo que hacer las presentaciones. Conoce ya al almirante, ¿verdad?
Hornblower estrechó la mano de Cornwallis, murmurando las mismas cortesías que ya había dirigido a Pellew. Siguieron más presentaciones, nombres conocidos para todos los que habían leído en la Gazette los relatos de grandes victorias navales: Grindall del Prince, Marsfield del Minotaur, lord Henry Paulet del Terrible, y media docena más. Hornblower se sentía deslumbrado, aunque acababa de entrar desde un mundo exterior bañado en brillante luz. En todo aquel batallón había otro oficial con una sola charretera, pero la llevaba en el hombro derecho, prueba de que él también había llegado al glorioso título de capitán de rango y sólo tenía que seguir con vida para añadir una segunda charretera al llegar a los tres años de antigüedad y (si vivía muchos años) finalmente llegar a las excelsas alturas de capitán de bandera. Había mucha más distancia entre éste y un comandante que entre un comandante y un simple teniente de navío.
Hornblower se sentó en la silla que le ofrecieron, echándola instintivamente hacia atrás como para hacerse, él, el más novato, el infinitamente más novato de los oficiales, tan invisible como pudiera. La cabina estaba forrada de una tela muy rica (damasco, supuso Hornblower) con dibujos de color nuez moscada y azul muy discretos y sin embargo muy agradables a la vista. La luz del día entraba a raudales por una gran ventana de popa, y se reflejaba en las lámparas de plata que se balanceaban. Había un estante con libros, algunos encuadernados en excelente piel, pero el agudo ojo de Hornblower descubrió entre ellos desvencijados ejemplares de la Guía de la Marina y las publicaciones del Almirantazgo sobre las costas de Francia. En el extremo más lejano había dos largos objetos muy cubiertos de tela para que no se apreciase su forma y quedaran resguardadas, de modo que las personas no iniciadas no pudieran sospechar que debajo había dos carronadas del dieciocho.
—Debe costar al menos cinco minutos preparar esta sala para el zafarrancho de combate, sir Edward —observó Cornwallis.
—Cuatro minutos y diez segundos cronometrados, señor —respondió Pellew—, para guardarlo todo, incluyendo los mamparos.
Otro asistente, también con níveos pantalones de dril, entró en aquel momento y dijo unas palabras en tono bajo a Pellew, como un mayordomo experto de una casa ducal, y Pellew se puso en pie.
—La cena, caballeros —anunció—. Permítanme que les muestre el camino.
Una puerta abierta en el mamparo de los guardia-marinas revelaba un comedor, una mesa rectangular con un mantel de damasco blanco, brillante plata y vasos relucientes, y más asistentes con pantalones blancos permanecían alineados contra el mamparo. Había pocas dudas acerca del asiento que ocuparía cada uno, ya que todos los capitanes de la Armada, naturalmente, habían estudiado su lugar en la lista de capitanes hasta su promoción. Hornblower y el capitán de la única charretera se estaban colocando a los pies de la mesa cuando Pellew los detuvo.
—Como sugerencia del almirante —anunció—, hoy vamos a prescindir de la precedencia habitual. Encontrarán sus nombres en unas tarjetas en cada sitio.
Así que se inició una febril búsqueda; Hornblower se encontró sentado entre lord Henry Paulet y Hosier, del Fame, y frente a él estaba el mismo Cornwallis.
—Le hice la sugerencia a sir Edward —estaba diciendo Cornwallis mientras tomaba asiento con despreocupación—, porque de otro modo siempre nos encontramos sentados junto a nuestros vecinos en la lista de capitanes. Especialmente en el servicio de bloqueo, hay que procurar que haya más variedad.
Se arrellanó en su asiento, y cuando lo hubo hecho, los más jóvenes siguieron su ejemplo. Hornblower, muy cuidadoso con los modales, no pudo impedir sin embargo a su voz interior que añadiera, malévolamente, una ordenanza más a las normas del ceremonial naval, en concreto a la que establece que la cabeza del oficial debe alcanzar el nivel de la cubierta principal: «cuando la espalda del almirante toque el asiento de su silla».
—Pellew prepara buenas cenas —dijo lord Henry, ansiosamente, examinando los platos que estaban colocando los mayordomos en la mesa. La fuente más grande fue colocada frente a él, y cuando levantaron la inmensa tapadera de plata, apareció un magnífico pastel. La parte superior de éste, de hojaldre, tenía forma de castillo, y en la torre del castillo había una banderita inglesa de papel.
—¡Prodigioso! —exclamó Cornwallis—. Sir Edward, ¿qué hay en esas mazmorras?
Pellew sacudió la cabeza tristemente.
—Sólo buey y riñones, señor. Buey guisado. Nuestro buey de ración, como siempre, resultaba demasiado duro para el común de los mortales, y sólo guisándolo se pudieron hacer digeribles sus bistecs. Así que requerí la ayuda de sus riñones para elaborar un pastel de carne y riñones.
—Pero ¿y la harina?
—El oficial de Abastos me ha enviado un saco, señor. Desgraciadamente, se había empapado con agua de la sentina, como era de esperar, pero había la suficiente cantidad sin estropear encima de todo para formar la cubierta del pastel.
El gesto de Pellew, indicando las fuentes de plata llenas de galleta de barco, insinuaba que en circunstancias más afortunadas podían haber estado llenas de pan recién hecho.
—Estoy seguro de que es delicioso —dijo Cornwallis—. Lord Henry, ¿puedo rogarle que me sirva, si puede decidirse a destruir esas magníficas almenas?
Paulet se puso a trabajar en el pastel con un cuchillo de trinchar y un tenedor, mientras Hornblower se maravillaba al ver al hijo de un marqués sirviendo al hijo de un conde un pastel de carne y riñones hecho con un buey de ración y harina estropeada.
—Tiene usted un guisado de cerdo ahí, capitán Hosier —dijo Pellew—. O así lo llamaría mi cocinero. Lo encontrará incluso más salado de lo habitual, por las amargas lágrimas que vertió sobre él. El capitán Durham tiene el único cerdo vivo que queda en la flota del canal, y ni con todo el oro del mundo podría engatusarlo para que me lo cediera, así que el pobre tipo ha tenido que hacerlo con el contenido del barril de salazón.
—Al menos con el pastel ha acertado plenamente —comentó Cornwallis—. Debe de ser un artista.
—Le contraté durante la paz —explicó Pellew—, y le he traído conmigo al estallar la guerra. En batalla, maneja un cañón a estribor de la cubierta inferior.
—Si su puntería es tan buena como su cocina —repuso Cornwallis, levantando el vaso que un mayordomo había llenado—, entonces… pobres de los franceses.
Se brindó y se bebió entre murmullos de admiración.
—¡Verduras frescas! —exclamó lord Henry, en éxtasis—. ¡Coliflor!
—Su cuota está de camino hacia su barco, en este momento, Hornblower —dijo Cornwallis—. Tratamos de no olvidarnos de usted.
—El Hotspur es como Urías, el hitita —dijo un taciturno capitán al extremo de la mesa cuyo nombre parecía ser Collins—. Siempre en primera línea de batalla.
Hornblower agradeció aquel comentario a Collins, porque le hacía pensar en una verdad, brillante como la luz, de la que no se había dado cuenta antes: prefería estar con escasez de provisiones en primera línea de fuego que en la retaguardia con muchas verduras frescas.
—¡Zanahorias! —siguió lord Henry, examinando por turno todos los platos de verduras—. Y ¿qué es esto? ¡No puedo creerlo!
—Hojas de espinacas, lord Henry —dijo Pellew—. Todavía tenemos que esperar para los guisantes y judías.
—¡Maravilloso!
—¿Cómo ha conseguido engordar tanto esos pollos, sir Edward? —preguntó Grindall.
—Una cuestión de alimentación, simplemente. Otro secreto de mi cocinero.
—Debería usted desvelarlo para el interés general —dijo Cornwallis—. La vida de un pollo mareado raramente conduce al engorde.
—Bueno, señor, ya que me lo pregunta, este barco tiene una dotación de seiscientos cincuenta hombres. Cada día se vacían trece sacos de pan de cincuenta libras. El secreto reside en el tratamiento de esos sacos.
—¿Pero cómo? —preguntaron varias voces.
—Darles unos golpecitos, sacudirlos bien antes de vaciarlos. No tanto como para que caigan muchas migas, que se desperdiciarían, pero sí con bastante firmeza. Entonces sacan rápidamente la galleta y ¡ahí están! Al fondo de cada saco hay un montón de gorgojos y larvas, extraídos de su hábitat natural sin tiempo para buscar nuevo cobijo. Créanme, caballeros, no hay nada que engorde tanto a los pollos como una dieta de gorgojos bien gordos alimentados con galleta. Hornblower, su plato está vacío todavía. Sírvase, hombre. —Hornblower había pensado tomar pollo, pero algo de esta última explicación le disuadió de hacerlo. El pastel de carne de buey estaba muy solicitado y casi había desaparecido, y como oficial joven prefería no interferir en el apetito de sus superiores. El guisado de cerdo, con muchas cebollas, estaba en el otro extremo de la mesa.
—Empezaré con esto, señor —repuso, indicando un plato sin tocar ante él.
—Hornblower tiene un discernimiento que nos avergüenza a todos —dijo Pellew—. Es un manjar del cual mi cocinero está particularmente orgulloso. Para acompañarlo necesita usted este puré de patatas, Hornblower.
Era un plato de carne del que Hornblower se cortó unas generosas tajadas, y que tenía unas manchas oscuras. No cabía duda de que debía de ser absolutamente delicioso. Hornblower, buceando en sus conocimientos de cultura general, llegó a la conclusión de que las manchas negras debían de ser de trufa, de la cual había oído hablar, pero que nunca había probado. El puré de patatas no se parecía a ningún otro puré que hubiera probado nunca ni en un barco ni en fonda alguna de Inglaterra. Estaba sutilmente sazonado y rozaba la perfección… «Si los ángeles comen puré de patatas, seguramente llamarán al cocinero de Pellew para que se lo prepare», pensó. Con espinacas y zanahorias (que le apetecían con locura) compuso un plato, junto con la carne, de auténtico deleite. Se encontró devorando como un lobo y se contuvo un poco, pero la mirada que dirigió a su alrededor en la mesa le tranquilizó, porque los demás estaban también devorando como lobos, en detrimento de la conversación, que se limitaba sólo a unas pocas palabras murmuradas que se mezclaban con el sonido de los cubiertos.
—Más vino, señor.
—A su salud, almirante.
—¿Podría pasar hacia aquí las cebollas, Grindall?
Y así sucesivamente.
—¿No va a probar la galantina, lord Henry? —preguntó Pellew—. Mozo, un plato limpio para lord Henry.
Así fue como Hornblower aprendió el nombre real del plato que estaba comiendo. El guisado de cerdo llegó hasta él y se sirvió generosamente. El mozo que había detrás de él le cambió el plato en el momento adecuado. Saboreó la exquisitas cebollas estofadas que nadaban en la exquisita salsa. Entonces, como por arte de magia, la mesa se vio despejada y aparecieron platos limpios, un budín de pasas y grosellas y gelatina de dos colores: les habría costado mucho trabajo hervir las patas del buey y colarlas después adecuadamente para conseguir la brillante gelatina.
—No había harina para ese budín —se disculpó Pellew—. El personal de la cocina ha hecho lo que ha podido con migas de galleta.
Y el resultado era casi el más perfecto que se pudiera concebir. Estaba acompañado de una salsa dulce, con un toque de jengibre, que daba una extraordinaria calidad a la fruta. Hornblower pensó que si alguna vez se convertía en capitán de rango, enriquecido por el dinero de presa, tendría que dedicar muchos pensamientos a la organización de sus provisiones de cabina.
Y María no sería de mucha ayuda, pensó, desconsolado. Estaba todavía distraído pensando en María cuando la mesa fue recogida de nuevo.
—¿Caerphilly, señor? —murmuró un mayordomo en su oído—. ¿Wensleydale? ¿Red Cheshire?
Le estaban ofreciendo quesos. Se sirvió un poco al azar (los nombres no significaban nada para él) e hizo un descubrimiento de los que marcan época: que el queso de Wensleydale y el oporto añejo forman una pareja celestial, Cástor y Pólux galopando triunfantes en el clímax de una procesión gloriosa. Lleno de comida y con dos vasos de vino en su interior (todo lo que se permitía tomar), se sintió muy complacido con el descubrimiento, que rivalizaba con los de Colón o Cook. Casi simultáneamente hizo otro descubrimiento que le divirtió. Los boles de plata cincelada para lavarse los dedos que habían puesto en la mesa eran muy elegantes. La última vez que había visto algo parecido fue siendo guardiamarina en una cena en la Casa del Gobierno en Gibraltar. En cada uno flotaba una cáscara de limón, pero el agua (tal como descubrió Hornblower probándola furtivamente con la punta de un dedo) era simple agua de mar. Había algo tranquilizador en ese hecho.
Los azules ojos de Cornwallis se fijaron en él.
—Señor Vice, el rey —dijo Cornwallis.
Hornblower volvió desde sus rosadas nubes de beatitud. Tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse, como cuando había virado el Hotspur con la Loire en su persecución. Esperó el momento adecuado para obtener toda la atención de la compañía. Entonces se puso de pie y levantó su vaso, llevando a cabo el antiguo ritual como oficial de menor experiencia de la reunión.
—Caballeros, por el rey —dijo.
—¡Por el rey! —respondieron todos los presentes, y algunos añadieron frases como «Dios le bendiga», y «que reine mucho tiempo» antes de sentarse de nuevo.
—Su alteza real el duque de Clarence —dijo lord Henry en tono conversacional— me dijo que durante el tiempo que pasó en el mar, se había golpeado la cabeza tan a menudo (es un hombre alto, como saben) en tantos baos de cubierta cuando bebía a la salud de su padre, que empezó a considerar en serio la posibilidad de pedir permiso a su majestad, como un privilegio especial para la marina real, poder beber a la salud real estando sentados.
En el otro extremo de la mesa, Andrews, capitán del Flora, siguió una conversación interrumpida.
—Quince libras por hombre —estaba diciendo—. Eso es lo que les pagaron a mis marineros por el dinero de presa, y estábamos en Cawsand Bay listos para zarpar. Las mujeres habían abandonado el barco, no había ni un bote cantina a la vista, y muchos hombres (marineros corrientes, ya saben) todavía tenían quince libras cada uno en el bolsillo.
—Mejor para ellos, para cuando tengan una oportunidad de gastarlo —dijo Marsfield.
Hornblower hizo un cálculo rápido. El Flora tendría una tripulación de unos trescientos hombres, que dividieron un cuarto del botín de presa entre ellos. El capitán se quedó con una cuarta parte para él, así que a Andrews le debían de corresponder (a cuenta, no necesariamente en metálico) unas cuatro mil quinientas libras como resultado de algún afortunado encuentro, probablemente sin riesgo alguno, probablemente sin haber perdido ni una sola vida, dinero arrebatado a los barcos mercantes franceses interceptados en la mar. Hornblower pensó con tristeza en la última carta de María, y en el uso que le daría él a cuatro mil quinientas libras.
—Serán tiempos alegres en Plymouth cuando llegue la flota del canal —repuso Andrews.
—Eso es algo que quiero explicarles a todos, caballeros —dijo Cornwallis, interrumpiendo la conversación. Su voz sonaba inexpresiva, y su afable cara estaba hierática, como una máscara, así que todos los ojos se clavaron en él—. La flota del canal no irá a Plymouth —dijo Cornwallis—. Ya es hora de dejar eso bien claro.
Siguió un silencio durante el cual se hizo evidente que Cornwallis esperaba una réplica. El taciturno Collins se la proporcionó.
—¿Y el agua, señor? ¿Y las provisiones?
—Nos las enviarán.
—¿Agua, señor?
—Sí. He hecho que construyeran cuatro barcazas para el agua. Unos buques de abastos nos suministrarán la comida. Cada barco que se una a nosotros nos traerá comida fresca, verduras y ganado vivo, todo lo que puedan cargar. Eso nos ayudará a evitar el escorbuto. No voy a mandar de vuelta a ningún barco a repostar.
—¿Así que tendremos que esperar a los temporales de invierno antes de ver Plymouth de nuevo, señor?
—Ni siquiera eso —declaró Cornwallis—. Ningún barco y ningún capitán entrará en Plymouth sin mis órdenes expresas. ¿Tengo que explicar por qué a unos oficiales con experiencia como ustedes?
Las razones eran tan obvias para Hornblower como para los demás. La flota del canal podía tener que correr a buscar refugio cuando las borrascas del sudoeste empezasen a soplar, y con una borrasca al sudoeste, la flota francesa no podría escapar de Brest. Pero el canal de Plymouth era difícil; un viento del este retrasaría la salida de la flota británica, la prolongaría durante varios días, quizá, y durante ese tiempo el viento sería favorable a los franceses y podrían escapar. Además, había otras muchas razones. Estaba la enfermedad. Todos los capitanes sabían que los barcos eran más saludables cuanto más tiempo llevaban en alta mar. Estaban las deserciones. Y también el hecho de que la disciplina podía verse comprometida por la corrupción reinante en la costa.
—Pero ¿y las borrascas, señor? —preguntó alguien—. Podemos ser barridos hacia arriba, al canal.
—No —contestó Cornwallis terminantemente—. Si nos viéramos apartados de este puesto, nuestra cita es en la bahía de Tor. Allí echaremos anclas.
Confusos murmullos mostraron que aquella información estaba siendo asimilada. La bahía de Tor era un fondeadero expuesto e incómodo, apenas protegido desde el oeste, pero tenía la ventaja obvia de que al primer soplo de viento la flota podía hacerse a la mar, y podía estar en Ushant de nuevo antes de que la pesada flota francesa pudiera dirigirse al Goulet.
—¿Así que ninguno de nosotros pondrá los pies en suelo inglés de nuevo hasta el final de la guerra, señor? —inquirió Collins.
La cara de Cornwallis se vio transfigurada por una sonrisa.
—Tampoco es eso. Todos ustedes, cualquiera de ustedes, puede ir a tierra… —la sonrisa se hizo más amplia mientras él hacía una pausa— en el momento en que yo también lo haga.
Eso provocó una carcajada, quizás una risa forzada, pero con un eco de admiración. Hornblower, observando la escena agudamente, de repente se dio cuenta de una cosa. Las preguntas y observaciones de Collins habían sido muy adecuadas, demasiado. Hornblower sospechaba que acababa de asistir a un diálogo ensayado previamente, y sus sospechas se veían reforzadas al recordar que Collins era primer capitán bajo el mando de Cornwallis, lo que los franceses llamarían jefe del Estado Mayor. Hornblower le miró de nuevo. No podía evitar sentir admiración por Cornwallis, cuya conducta, aparentemente sincera, ocultaba tan insospechadas profundidades de astucia. Y debía felicitarse por haber descubierto el secreto, él, el oficial de menos antigüedad presente allí, rodeado por todos aquellos capitanes con mucha más experiencia, de hazañas distinguidas y noble origen. Se sintió positivamente complacido de sí mismo, un sentimiento bastante inusual y gratificante. La complacencia y el oporto añejo se combinaron para empañar su conciencia y mantenerle ignorante de todas las implicaciones al principio, y luego de repente todo cambió. La nueva idea que se le ocurrió le sumió de nuevo en los abismos de la depresión. Se manifestó como una sensación física, real, en la boca del estómago, como la que sentía cuando el Hotspur, ciñendo, pasaba por encima de una ola y se deslizaba y se balanceaba hacia adelante. ¡María! Le había escrito con gran euforia, diciéndole que pronto la vería. Sólo quedaban provisiones y agua para cincuenta días en el Hotspur, la comida fresca complementaría las provisiones, pero no se podía hacer gran cosa (había pensado él) con respecto al agua. Había confiado en que el Hotspur hiciera periódicas escalas en Plymouth para repostar comida, agua y leña. Ahora María no tendría en ningún momento el consuelo de su presencia durante su embarazo. Ni él tampoco (y la violencia de su reacción le sorprendió a sí mismo) tendría el placer de verla durante su embarazo. Y una cosa más: tendría que escribirle y decirle que no podía mantener su promesa, que no había ninguna posibilidad de que se vieran. Él sería la causa de que ella sintiera un terrible dolor, y no sólo porque su ídolo se le revelara como un hombre corriente que no podía, o incluso no quería, mantener su palabra.
Salió repentinamente de esos pensamientos, de esas imágenes mentales de María, al oír pronunciar su nombre durante la conversación en la mesa. Casi todos los presentes le estaban mirando, y tuvo que indagar apresuradamente en su memoria inconsciente para recoger las palabras que se acababan de pronunciar. Alguien (tenía que haber sido el propio Cornwallis) había dicho que la información que había recogido de la costa francesa era muy satisfactoria e instructiva. Pero por su vida, Hornblower no podía recordar qué habían comentado a continuación, y ahora allí estaba, con todos los ojos puestos en él, mirando en torno suyo con un asombro que trató de ocultar bajo una apariencia impasible.
—Estamos muy interesados en sus fuentes de información, Hornblower —exclamó Cornwallis, repitiendo al parecer algo que ya se había dicho.
Hornblower sacudió la cabeza, negándose con decisión. Fue su reacción instantánea, antes de poder analizar la situación, y antes de poder disimular su abrupto rechazo con palabras suaves.
—No —dijo, para respaldar el movimiento de su cabeza.
Había muchas personas presentes. No se podía guardar un secreto si se decía ante un grupo tan numeroso. Los pescadores de sardinas y los hombres de las langostas con los cuales había tenido tratos furtivos y con los que había gastado tanto oro británico (oro francés, para ser más exactos) se encontrarían con dificultades si sus actividades eran conocidas por las autoridades francesas. No sólo podían morir, sino que ya no les podrían informar más. Estaba muy decidido a mantener sus secretos, aunque estaba rodeado de oficiales de experiencia, cualquiera de los cuales podía influir mucho en su carrera. Afortunadamente, ya se había comprometido mediante la rápida negativa que le habían sacado por sorpresa… Nada podía comprometerle más que aquello, y eso gracias a María. No debía pensar más en María, sino en encontrar alguna forma de suavizar su abrupta negativa.
—Es más importante que una fórmula para engordar pollos, señor —dijo, y entonces, con una brillante inspiración, desvió su responsabilidad—. No querría revelar mis operaciones sin recibir una orden directa.
Su sensibilidad, receptiva hasta el más alto grado, detectó simpatía en la reacción de Cornwallis.
—Estoy seguro de que no será necesario, Hornblower —repuso Cornwallis, volviéndose hacia los demás. Y antes de volverse, ¿acaso el párpado de su ojo izquierdo, el más cercano a Hornblower, no se había cerrado durante un momento? Hornblower no estaba seguro.
Mientras la conversación volvía a una discusión sobre las futuras operaciones, los sentidos de Hornblower, casi cercanos a la telepatía, fueron conscientes de que había algo más en la atmósfera que había levantado un fuerte resentimiento en su mente. Esos oficiales guerreros, esos capitanes de barcos de línea, se alegraban de dejar los sucios detalles de la recogida de información a un joven, a alguien que apenas merecía su distinguida atención. Ellos no querían ensuciarse las aristocráticas y blancas manos; si el insignificante comandante de un insignificante bergantín quería hacer el trabajo, le dejarían, con tolerante desdén. Pero ahora el desdén no iba sólo en una dirección. Los capitanes guerreros tenían su lugar en el orden natural de las cosas, pero sólo un lugar insignificante, y cualquiera podía ser un capitán guerrero, aunque tuviera que aprender a tragarse el corazón que se le salía a la garganta y dominar la tensión que hacía temblar sus miembros. Hornblower estaba experimentando síntomas como aquéllos en ese momento, cuando ya no estaba en absoluto en peligro. El oporto de cosecha y la buena cena, los recuerdos de María y el resentimiento contra los capitanes, se combinaban en su interior en una explosiva mezcla que amenazaba con estallar. Afortunadamente, la burbujeante mezcla se fue destilando en una sucesión de ideas, primero una y luego otra. Se encadenaban entre sí de forma lógica. Hornblower, junto con su agitación, podía sentir un torrente de sangre por sus venas que vaticinaba el desarrollo de un plan, de la misma manera que la bruja de Macbeth podía saber que se aproximaba algo maligno por el picor de sus pulgares. Pronto el plan estuvo maduro, completo, y Hornblower se quedó tranquilo y lúcido después de aquella convulsión espiritual. Era como la lucidez mental que sigue a un ataque de fiebre… y quizá se tratase de eso mismo.
El plan requería una noche oscura, y una media marea una hora antes de amanecer. La naturaleza proporcionaría esas condiciones más pronto o más tarde, siguiendo sus leyes inmutables. Sólo se necesitaba un poco de buena suerte, y también resolución y prontitud de acción, pero éstos eran ingredientes accesorios de todos los planes. También había una posibilidad de fracaso, pero ¿acaso existía algún plan que no la incluyera? Requeriría, además, los servicios de un hombre que hablase francés a la perfección, y Hornblower, sopesando sus habilidades fríamente, supo que él no servía. El noble francés refugiado y sin dinero que en la niñez de Hornblower le había enseñado, con bastante éxito, francés y modales (y sin éxito alguno música y danza) nunca había conseguido que su pupilo, incapaz de distinguir los tonos, adquiriera un buen acento. Su gramática y construcción de las frases eran excelentes, pero nadie le confundiría ni por asomo con un francés.
Hornblower había decidido todos los detalles cuando la cena concluyó, y se las arregló para quedarse casualmente junto a Collins en el momento en que llamaron al bote del almirante.
—¿Hay alguien en el canal que hable un francés perfecto, señor? —preguntó.
—Usted mismo habla francés —replicó Collins.
—No lo suficientemente bien para lo que he pensado, señor —declaró Hornblower, más sorprendido por lo mucho que sabía Collins de él que halagado—. Me sería muy útil un hombre que lo hablase como un verdadero francés.
—Está Côtard —dijo Collins, frotándose pensativo la barbilla—. Es teniente de navío en el Marlborough. Es de Guernsey. Habla francés como un nativo… lo hablaba siempre de niño, según creo. ¿Qué quiere que haga?
—El bote del almirante está abarloando, señor —informó un mensajero sin aliento a Pellew.
—Ahora no tengo tiempo para explicárselo, señor —dijo Hornblower—. Quiero proponerle un plan a sir Edward. Pero no se puede llevar a cabo sin alguien que hable francés a la perfección.
El grupo estaba ahora dirigiéndose hacia la pasarela. Collins, de acuerdo con la etiqueta naval, tenía que haber bajado por la borda al bote delante de Cornwallis.
—Yo destacaré a Côtard a su barco con servicio especial —dijo Collins apresuradamente—. Se lo mandaré para que le eche un vistazo.
—Gracias, señor.
Cornwallis estaba ahora dando las gracias a su anfitrión y despidiéndose de los demás capitanes. Collins, discretamente, aunque con notable rapidez, se las ingenió para hacer lo mismo, y desapareció por encima de la borda. Cornwallis le siguió, honrado en todo momento por el ceremonial de guardia de honor, banda y guardias, mientras su bandera era arriada del tope del mastelero de proa. Después de su partida, bote tras bote fueron abarloando, todos recién pintados de colorines, con todas las tripulaciones equipadas con ropa nueva pagada con el dinero de sus capitanes, y capitán tras capitán fueron bajando a ellos, por orden de antigüedad, y se dirigieron a sus respectivos barcos.
Finalmente, llegó el deslustrado y pequeño bote del Hotspur, con su tripulación vestida con las ropas que les dieron el día que subieron a bordo.
—Adiós, señor —se despidió Hornblower, tendiéndole su mano a Pellew.
Pellew había estrechado tantas manos, y había dicho tantos adioses, que Hornblower quería hacer su despedida tan breve como fuera posible.
—Adiós, Hornblower —dijo Pellew, y Hornblower rápidamente dio un paso atrás, tocándose el sombrero. Los silbatos sonaron hasta que su cabeza estuvo por debajo del nivel de la cubierta principal, y entonces él cayó en el bote tambaleándose, con el sombrero, los guantes y la espada, todo viejo y gastado.