Hornblower yacía en su coy esperando que pasara el tiempo. Hubiera preferido dormir, pero durante la siesta de la tarde el sueño se había negado a acudir. De todos modos, era mejor quedarse allí descansando, porque iba a necesitar todas sus fuerzas en la noche que se avecinaba. Y si seguía sus inclinaciones y salía a cubierta, no sólo se cansaría, sino que revelaría su ansiedad y su tensión a sus subordinados. Así que se quedó allí, intentando relajarse, echado de espaldas con las manos detrás de la cabeza. Los sonidos que procedían de cubierta le hablaban del progreso rutinario del barco. Justo por encima de su cabeza, la aguja registradora de rumbo que había encajada en los baos de la cubierta registraba las pequeñas alteraciones de rumbo del Hotspur cuando estaba al pairo, y estas variaciones podían ser puestas en relación con el jugueteo de los rayos de sol que entraban por las ventanas de popa, ahora cubiertas por cortinas por las que los rayos del sol se colaban cuando oscilaban suavemente con el movimiento del barco. La mayoría de los capitanes ponían cortinas e incluso tapizaban su cabina con alegres telas de chinz o incluso, si eran ricos, de damasco, pero estas cortinas suyas eran de lona. Eran de la mejor lona del número ocho, lona para velas encontrada en el barco, y sólo llevaban puestas un par de días. Hornblower pensó con agrado en aquello, porque había sido un regalo que le había hecho la cámara de oficiales. Bush, Prowse y el cirujano, Wallis, y el sobrecargo, Huffnell, le habían presentado aquello después de una misteriosa solicitud de Bush de que les dejara entrar en su cabina durante un momento en su ausencia. Hornblower volvió a la cabina y encontró allí a la delegación y la cabina transformada. Había cortinas y cojines (con relleno de estopa) y una colcha muy alegre, con rosas rojas y azules y hojas verdes pintadas con pintura de barco por algún anónimo artista de la tripulación. Hornblower miró en torno suyo asombrado, sin poder ocultar su alegría. No era el momento de adoptar un aire severo, como nueve de cada diez capitanes habrían hecho ante tal injustificable libertad por parte de la cámara de oficiales. No pudo sino agradecérselo con vacilantes frases, pero después de pensarlo bien y encarar la situación de forma realista sintió aún un placer mayor. No lo habían hecho como una broma, o como un torpe intento de ganarse su favor. Tenía que creer lo increíble, y aceptar el hecho de que lo habían hecho simplemente porque les caía bien. Eso mostraba lo muy equivocados que estaban; la gratificación y la culpa se debatieron en su mente, aunque el hecho de que se hubiesen atrevido a hacer tal cosa era una extraña pero innegable confirmación de que el Hotspur estaba convirtiéndose en un verdadero equipo, una unidad de lucha.
Grimes llamó a la puerta y entró.
—Llaman a la guardia, señor —informó.
—Gracias. Ya voy. —Los pitidos de los silbatos y los gritos de los oficiales de mar resonando por el barco hacían superfluas las palabras de Grimes, pero Hornblower tenía que representar el papel de hombre que se acaba de despertar. Se ató de nuevo el corbatín y se puso la casaca, los zapatos y salió a cubierta. Bush estaba allí con papel y pluma en la mano.
—El semáforo ha estado haciendo señales, señor —informó—. Dos mensajes largos a las cuatro y cuarto y a las cuatro y media. Dos más cortos a… Ahí están de nuevo, señor.
Los largos y esqueléticos brazos del semáforo se movían espasmódicamente arriba y abajo y de nuevo abajo.
—Gracias, señor Bush —bastaba con saber que el semáforo estaba ocupado. Hornblower tomó el catalejo y lo apuntó hacia el mar. El Escuadrón de la Costa quedaba claramente perfilado contra el claro cielo; el sol, justo encima del horizonte, brillaba tanto que no podía mirar hacia él, pero el escuadrón estaba bastante al norte.
—El Tonnant está haciendo señales de nuevo, señor, pero es una señal noventa y uno —informó Foreman.
—Gracias.
Se había acordado que todas las señales con banderas del Tonnant precedidas por el numeral noventa y uno no debían ser tenidas en cuenta. El Tonnant sólo las hacía para engañar a los franceses de Petit Minou y hacerles creer que el Escuadrón de la Costa estaba planeando alguna acción bélica.
—Allá va la Naiad, señor —dijo Bush.
Bajo poca vela, la fragata estaba deslizándose hacia el norte de su puesto en el sur, donde había estado vigilando la bahía de Camaret, yendo a reunirse con los grandes barcos y la Doris. El sol estaba ahora tocando el mar; pequeñas variaciones en la humedad del aire causaban extraños fenómenos de refracción, de modo que el disco rojizo se veía ligeramente deformado mientras se iba hundiendo.
—Están levantando el bote largo de sus calzos, señor —indicó Bush.
—Sí.
El sol estaba ya metido a medias en el mar, y la mitad que quedaba se veía aumentada por la refracción al doble de su tamaño normal. Había todavía mucha luz para un observador con un buen catalejo en Petit Minou (e indudablemente habría uno allí), que podía observar los preparativos que se estaban llevando a cabo en la cubierta de la Doris y en los barcos grandes. El sol desapareció por completo. Por encima de donde se había ocultado, una pequeña franja de nube tenía un brillo dorado, y luego, mientras la miraba, se coloreó de rosa. La oscuridad estaba cayendo sobre ellos.
—Envíe los hombres a las brazas, por favor, señor Bush. Hinche la gavia y dispóngala amurada a estribor.
—Amurada a estribor. Sí, señor.
El Hotspur se dirigía hacia el norte en la noche creciente, siguiendo a la Doris, hacia los grandes barcos y el cabo Mathieu.
—Allá va el semáforo de nuevo, señor.
—Gracias.
Había la luz suficiente en el cielo oscurecido para ver los brazos telegráficos silueteados contra la oscuridad, transmitiendo el último movimiento de los británicos, esa concentración hacia el norte… esa relajación de la presa de la marina británica sobre los pasajes del sur.
—Déjenlo ir —dijo Hornblower a los timoneles en la caña—. No dejen que las ranas vean qué estamos tramando.
—Sí, señor.
Hornblower se estaba poniendo nervioso. No quería dejar el paso de Toulinguet demasiado lejos por detrás. Volvió su catalejo hacia el Escuadrón de la Costa. Ahora veía una tira de cielo rojo a lo largo del horizonte (la última luz del día), y destacadas sobre el fondo, las velas de los barcos de línea sobresalían en negro. El rojo estaba desvaneciéndose rápidamente, y por encima Venus era ya visible. Pellew, allá arriba, estaba aguantando hasta el último momento. Pellew no era sólo un hombre de nervios de acero, sino que, además, nunca subestimaba a sus enemigos. Al fin, los rectángulos de las gavias silueteadas se acortaron, dudaron y se extendieron de nuevo.
—El Escuadrón de la Costa está virando para ceñir, señor.
—Gracias.
Las gavias estaban ya fuera de la vista al oscurecerse por completo el cielo. Pellew había calculado los movimientos a la perfección. Un buque francés en Petit Minou no podía sino pensar que Pellew, mirando hacia el este y viendo el cielo completamente oscuro, había creído que sus barcos eran invisibles y se había colocado para ceñir el viento sin darse cuenta de que el movimiento podía ser visto todavía por un observador que mirara hacia el oeste. Hornblower miró en torno a él. Le dolían los ojos, así que sujetándose a la batayola los cerró para descansarlos. Luego los volvió a abrir. La luz había desaparecido del todo. Venus brillaba donde antes había estado el sol. Las figuras junto a él eran casi invisibles. Ahora se podían contemplar ya un par de las estrellas más brillantes, y el Hotspur ya no debía de ser visible para aquel desconocido observador en Petit Minou. Tragó saliva, cobró ánimos y se puso manos a la obra.
—¡Aferrar gavias y juanetes!
Los marineros subieron a toda prisa. En la suave noche, la vibración de las cuadernas mientras cincuenta hombres subían por los flechastes se percibía con toda claridad.
—Ahora, señor Bush, vire el barco a sotavento, por favor. Rumbo: sur una cuarta al suroeste.
Enseguida tuvo que dar la siguiente orden.
—¡Arríen los masteleros de juanete!
Entonces la práctica y el entrenamiento demostraron su eficacia. En aquella oscura noche, lo que habían practicado como laborioso ejercicio fue realizado sin una sola vacilación.
—Largar las velas de estay del mastelero de proa y del mastelero de mayor. Arriar el trinquete.
Hornblower fue hacia la bitácora.
—¿Cómo se comporta con estas velas?
Hubo una pausa mientras la casi invisible figura al timón lo giraba a un lado y otro como prueba.
—Bastante bien, señor.
—Muy bien.
Hornblower había alterado la silueta del Hotspur tanto como había podido. Únicamente con las velas de popa y proa, el rumbo principal ya establecido y los masteleros de juanete arriados, y con aquella oscuridad, incluso un marino experto tendría que mirar dos o tres veces para reconocer lo que veía. Hornblower examinó el mapa a la débil luz de la bitácora. Se concentró en él y juzgó innecesario el esfuerzo. En los últimos dos días había memorizado todo aquel sector. Estaba fijo en su mente, y se veía capaz de reproducirlo mentalmente a la perfección hasta el día de su muerte… que podía ser aquél. Miró hacia arriba y comprobó, tal como esperaba, que la exposición a aquella débil luz había cegado temporalmente sus ojos en la oscuridad. No volvería a hacerlo.
—¡Señor Prowse! Puede examinar el mapa a partir de ahora cuando lo considere necesario. ¡Señor Bush! Elija a los dos mejores hombres que tenga con el escandallo y mándemelos a popa. —Cuando las dos oscuras figuras se presentaron ante Hornblower, éste les dio unas breves órdenes—. Colóquense en los cadenotes a cada lado. No quiero que hagan ni un solo ruido si pueden evitarlo. No hagan un lanzamiento a menos que yo lo ordene. Tiren de los cabos y luego suéltenlos a cuatro brazas. Estamos haciendo tres nudos por el agua, y cuando empiece la marea casi tocaremos el fondo. Mantengan cogidos los cabos e informen en voz baja de lo que noten. Pondremos unos hombres para que pasen la voz. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Sonaron cuatro campanadas para señalar el final de la guardia de segundo cuartillo.
—Señor Bush, es la última vez que suena la campana. Ahora ya puede llamar a zafarrancho de combate. No, espere un momento, por favor. Quiero que cargue los cañones con dos salvas de disparos cada uno y los saque. Coloque las cuñas y los cañones abatidos al máximo. Y tan pronto como los hombres estén en sus puestos, no quiero oír ni un sonido más. Ni una palabra, ni un susurro. El hombre que deje caer una barra en cubierta recibirá dos docenas de latigazos. Ni el menor ruido.
—Sí, señor.
—Muy bien, señor Bush. Adelante.
Se oyó un sordo ruido traqueteante mientras los marineros se dirigían a sus puestos, se abrían las portas y los cañones se colocaban en batería. Se hizo el silencio en el barco. Todo estaba listo, desde el artillero abajo en la santabárbara hasta el vigía en la cofa de trinquete, mientras el Hotspur se dirigía silenciosamente hacia el sur con el viento un poco a popa del través.
—Una campanada en la primera guardia, señor —susurró Prowse, volviendo el reloj de arena de la bitácora.
Hacía una hora, la marea había empezado a subir. En otra media hora, los barcos de cabotaje apiñados hacia el sur, protegidos al abrigo de las baterías de Camaret, estarían desamarrando. No, estarían haciéndolo en aquel mismo momento, porque tenían que tener agua suficiente. Estarían levando anclas para pasar con la marea el peligroso paso de Toulinguet, doblando el cabo y por el Goulet. Esperarían llegar a las Jovencitas y alcanzar la seguridad, llevados por la marea hacia los fondeaderos de Brest, donde la flota francesa esperaba con ansiedad las provisiones, cordajes y lona con los que iban cargados. Hacia el norte, de espaldas al Petit Minou, Hornblower podía imaginar la actividad y excitación consiguientes. Seguramente habrían notado los movimientos del Escuadrón de la Costa. Ojos penetrantes situados en la costa francesa habrían contado a las mentes ansiosas los preparativos insuficientemente ocultos para realizar una concentración de fuerzas y asestar un duro golpe. Cuatro barcos de línea y dos grandes fragatas podían reunir una fuerza de desembarco (incluso sin servirse de la flota principal) de mil hombres o más. Probablemente había dos veces más hombres de la infantería y la artillería francesa a lo largo de la costa en aquel lugar, pero, dispersos a lo largo de cinco millas, eran vulnerables a un ataque repentino lanzado a un punto inesperado en una noche oscura. También se encontraba allí un gran número de barcos de cabotaje, refugiados bajo las baterías del extremo lejano del cabo Mathieu. Habían ido deslizándose de batería en batería durante centenares de millas (tardando semanas en hacerlo) y ahora estaban apiñados en las pequeñas radas y bahías esperando una oportunidad para completar el último y más peligroso tramo hacia Brest. La aproximación amenazadora del Escuadrón de la Costa les pondría nerviosos en caso de que los británicos estuvieran planeando algún nuevo ataque, una expedición de castigo o un brulote, o un barco bomba, o incluso esos cohetes recién inventados. Pero al menos esa concentración de fuerzas británicas hacia el norte dejaba el sur sin vigilancia, como la estación de señales de Petit Minou iba a encargarse de informar. Los barcos de cabotaje en torno a Camaret (chasse-marées, es decir, lugres) podrían tomar ventaja de la marea a través del tremendamente peligroso paso de Toulinguet hacia el Goulet. Hornblower esperaba, de hecho confiaba en ello, que el Hotspur no hubiera sido visto volviendo atrás para interceptar ese hueco en la barrera. Tenía seis pies de calado menos que cualquier fragata, apenas más que el gran chasse-marées, y si maniobraban con valentía, su llegada entre las rocas y bajíos de Toulinguet sería totalmente inesperada.
—Dos campanadas, señor —susurró Prowse. En aquel momento, la marea estaría adquiriendo mayor rapidez, con unas olas de cuatro nudos, de unos treinta pies de alto, que corrían desbocadas a través del paso de Toulinguet y en torno a las rocas Council, en el Goulet. Los marineros se estaban comportando bien; sólo dos veces algún nervioso había empezado a trastear en la oscuridad, para ser instantáneamente reprendido por severos siseos de los oficiales de mar.
—Tocando fondo a estribor, señor —llegó un susurro de la pasarela, y enseguida—: Tocando fondo a babor.
Los hombres de los escandallos tenían veinticuatro pies de cabo entre la sonda y la superficie del agua, pero con el barco moviéndose suavemente de aquella manera, hasta los pesados escandallos eran arrastrados un poco hacia atrás. Debía de haber sólo unos dieciséis pies… cinco pies de margen.
—Pase la voz. ¿Qué tipo de fondo es?
En diez segundos llegó la respuesta:
—Arena, señor.
—Debemos de estar junto a las rocas Council, señor —susurró Prowse.
—Sí. Cabo de derrota, una cuarta a estribor.
Hornblower miró a través del catalejo nocturno. Apenas se veía la oscura línea de la costa. Sí, y había un resplandor blanco, unas suavísimas olas que rompían en las rocas Council. Un susurro desde la pasarela:
—Ahora fondo rocoso, señor, con bajíos.
—Muy bien.
En el pescante de estribor se podía vislumbrar también una débil blancura. Era el oleaje que rompía en el agreste laberinto de rocas y bajíos del exterior del Passage: Corbin, Trepieds y demás. La ligera brisa nocturna se mantenía estable.
—Pase la voz. ¿Qué fondo?
La pregunta aguardó respuesta durante un rato, porque la cadena de comunicación se rompió y hubo que repetir todo el proceso. Al final llegó.
—Rocoso, señor. Pero apenas nos estamos moviendo por encima.
Así que el Hotspur ahora, estaba estancado por la marea alta, suspendido en la oscuridad, con menos de una yarda de agua bajo su quilla, la marea fluyendo a su alrededor y el viento empujándolo hacia ella. Hornblower resolvió mentalmente el problema.
—Cabo de derrota, dos cuartas a babor.
Tuvo que hacer muchos cálculos, ya que el Hotspur estaba braceado a rabiar (por dos veces las velas de estay habían flameado como advertencia) y había deriva suficiente mientras el Hotspur se deslizaba oblicuamente por la marea.
—Señor Bush, vaya adelante hacia los cadenotes de babor y vuelva para informar.
Qué noche más encantadora aquélla, con aquel aire embalsamado soplando entre las jarcias, las brillantes estrellas y el suave ruido de las olas.
—Nos movemos sobre el fondo, señor —susurró Bush—. Fondo rocoso, y el escandallo de babor bajo el barco.
El movimiento como de cangrejo del Hotspur estaba produciendo aquel efecto.
—Tres campanadas, señor —informó Prowse.
Habría agua suficiente ahora para que los barcos de cabotaje salvaran los bajíos de Rougaste y entrasen en el canal. La cosa no podía demorarse mucho más, porque la marea no iba a durar más de cuatro horas y media y los barcos de cabotaje no se podrían permitir perder más tiempo… o así lo había calculado él cuando hizo su sugerencia a Pellew, para aquella noche sin luna con la marea en aquel punto. Pero, por supuesto, todo el asunto podía acabar en un fracaso absoluto, aunque el Hotspur no tocase siquiera a las amenazadoras rocas que rodeaban su curso.
—¡Mire, señor! ¡Mire! —exclamó en voz baja Bush con precipitación—. ¡Una cuarta a proa del través!
Sí. Una forma oscura, un núcleo más oscuro en la oscura superficie. Más que eso: el chapoteo de un remo.
Y aún más: otras formas oscuras más allá. Según las últimas noticias, había cincuenta barcos de cabotaje en Camaret, y era muy probable que intentaran pasar todos juntos.
—Ponga a trabajar la batería de estribor, señor Bush. Avise a los hombres de los cañones. Espere mi orden y dispare.
—Sí, señor.
A pesar de las precauciones que había tomado, el Hotspur sería mucho más visible que los barcos de cabotaje; por aquel entonces ya habría sido avistado. A no ser que el buque francés estuviera preocupado con sus problemas de navegación. ¡Ah! Se oyó un grito procedente del barco más cercano, una retahila de gritos y avisos.
—¡Abra fuego, señor Bush!
Un relámpago rojo en la oscuridad, un estruendo ensordecedor, el olor a pólvora. Otro relámpago, otro estruendo. Hornblower buscó torpemente el megáfono, dispuesto a hacerse oír entre el estrépito. Pero Bush se estaba comportando de forma admirable, y los artilleros mantenían la sangre fría; los cañones salían uno a uno cuando los capitanes se aseguraban de los blancos. Al apuntar bajo, las dos balas arrojadas desde cada uno barrerían la lisa superficie del mar. Hornblower creyó oír gritos de los barcos tocados, pero los cañones estaban disparando seguido, con muy breves intervalos. El suave viento barría el humo por encima del barco, nubes enteras que se arremolinaban como oscuras olas en torno a Hornblower. Se hizo a un lado para salir del humo. El estruendo era ahora continuo; los cañones disparaban, las cureñas retumbaban por la cubierta, los artilleros chillaban órdenes. El relámpago de un cañón iluminó algo allí cerca, por encima de la borda… un barco que se hundía, con la cubierta al mismo nivel del agua. Su frágil costado debía de haber sido destrozado por media docena de cañonazos. Un grito procedente de los cadenotes se dejó oír, penetrante, en medio del estrépito.
—¡Aquí viene uno de ellos a bordo!
Algún nadador desesperado había alcanzado el Hotspur. Hornblower podía dejar que Bush se ocupase de los prisioneros. Había más formas oscuras a estribor, más blancos que se presentaban ante ellos. El grueso de los barcos de cabotaje estaba siendo arrastrado por la marea de tres nudos que el Hotspur contenía con la ayuda del viento. Arrastrados por sus remos, los marineros franceses posiblemente no podrían combatir la marea. Tampoco podían dar la vuelta; virar a un lado sí era posible… pero en un lado estaban las rocas Council, y en el otro Corbin y Trepieds y todo el cúmulo de arrecifes que los rodeaban. El Hotspur estaba experimentando las mismas sensaciones que Gulliver; era un gigante comparado con aquellos barcos liliputienses después de haber sido un enano en su encuentro con la Loire, procedente de Brobdingnag.
A babor, Hornblower vio media docena de fuegos. Sería la batería de Toulinguet, a dos mil yardas de distancia. A aquella distancia podían ir probando puntería, disparando a los relámpagos de los cañones del Hotspur. El Hotspur, moviéndose todavía lentamente por el fondo, era un blanco móvil, y los franceses, por miedo a dar a los barcos de cabotaje, no podrían apuntar con libertad. Disparar de noche en aquellas condiciones era un desperdicio de pólvora y municiones. Foreman gritaba, lleno de excitación, a la tripulación de la carronada del alcázar.
—¡Ése está encallado! ¡Dejadlo… están tiesos!
Hornblower se volvió para mirar. El barco en cuestión estaba indudablemente en las rocas y por lo tanto no valía la pena dispararle. Mentalmente, concedió un punto de aprobación a Foreman, que a pesar de su juventud y su excitación seguía manteniendo la cabeza fría, aunque hiciera uso del vulgar vocabulario de los marineros.
—Cuatro campanadas, señor —informó Prowse entre el infernal ruido. Era una forma abrupta de recordar a Hornblower que también debía mantener la serenidad. Era difícil pensar y calcular, más difícil todavía recordar el mapa, y sin embargo tenía que hacerlo. Se dio cuenta de que el Hotspur no tenía demasiado espacio en el costado de tierra.
—Vire el barco… señor Prowse —dijo, y recordó demasiado tarde que debía usar las palabras formales—. Ceñir por babor.
—Sí, señor.
Prowse cogió el megáfono y de algún lugar en la oscuridad, unos hombres disciplinados salieron corriendo a las escotas y brazas. Mientras el Hotspur giraba, otra oscura forma se acercó a él desde el canal.
—Je me rends! Je me rends! —gritaba una voz desde allí.
Alguien en aquel barco estaba intentando rendirse antes de que una andanada del Hotspur le hiciera saltar en pedazos. Finalmente golpeó contra el costado mientras la corriente lo arrastraba, y entonces se liberó… Su rendición había sido prematura, porque ahora había pasado al Hotspur y se desvanecía en la lejana oscuridad.
—Cadenotes, allí —gritó Hornblower—. Tomen una medición del escandallo.
—¡Dos brazas! —llegó el grito como respuesta. Sólo había seis pulgadas bajo la quilla del Hotspur, pero ya estaba alejándose de los peligros de un lado y aproximándose a los del otro.
—¡Los hombres a los cañones de babor! ¡Sigan con la sonda a estribor!
El Hotspur estaba estabilizando de nuevo su rumbo cuando otro desgraciado barco apareció ante ellos. En la momentánea quietud, Hornblower pudo oír la voz de Bush que avisaba a los artilleros de los cañones de babor, y luego llegó el estruendo de los disparos. El humo se arremolinó en torno a ellos, y a través de las nubes llegó el grito del sondador.
—¡Marca tres!
El humo y el escandallo contaban historias contradictorias.
—¡Tres y media!
—El viento debe de estar rolando, señor Prowse. Mantenga la vista en la bitácora.
—Sí, señor. Y han sonado cinco campanadas, señor.
La marea estaba casi en su cénit; otro factor a tener en cuenta. En la carronada de babor del alcázar, la tripulación estaba revirando su arma en redondo hasta el límite de su arco, y Hornblower, mirando por encima de la aleta, pudo ver un barco escapando por la popa del Hotspur. Dos relámpagos iluminaron la forma oscura, y un simultáneo estallido se dejó oír bajo los pies de Hornblower. Aquel barco tenía los cañones montados y estaba disparando una andanada con sus cañones de juguete, y al menos un disparo había dado en el blanco. Sería un cañón de juguete, quizá, pero incluso un cañón del cuatro podía abrir un agujero en el frágil costado del Hotspur. La carronada rugió como réplica.
—Orzad un poco —dijo Hornblower a los cabos de derrota. Su mente estaba registrando simultáneamente los gritos de los hombres con los escandallos—. ¡Señor Bush! Ayude a los cañones de babor mientras orzamos.
El Hotspur ciñó el viento; en la cubierta principal sonaban crujidos y gruñidos mientras los hombres de los cañones trabajaban con los espeques para apuntar sus armas.
—¡Apunten! —gritó Bush, y después de unos tensos segundos añadió—: ¡Fuego!
Los cañones dispararon casi juntos, e inmediatamente después Hornblower creyó oír (aunque estaba seguro de equivocarse) el impacto del disparo en el casco del barco de cabotaje. La verdad es que al cabo de un momento oyó gritos y exclamaciones que procedían de aquella dirección mientras el humo le cegaba, pero no tenía tiempo para pensar en eso. Sólo le quedaba media hora de marea alta. No podían venir más barcos por el canal, porque si lo hacían, no podrían rodear las rocas Council antes de que empezara el reflujo. Y era el momento adecuado para sacar el Hotspur de los escollos y bajíos que lo rodeaban. Necesitaba lo que le quedaba de marea para sacarlo de allí, e incluso con media marea era probable que tocase fondo y quedase ignominiosamente encallado, indefenso, a plena luz del día, bajo el fuego de la batería de Toulinguet.
—Es hora de despedirse —dijo a Prowse. Se dio cuenta, conmocionado, de que la tensión y la excitación debían de haberle alterado, porque de otro modo no habría dicho una cosa tan ridícula. Debía controlarse durante mucho rato todavía. Sería mucho más peligroso tocar fondo con marea baja que con la alta. Tragó saliva y se tranquilizó, recuperando el autodominio con gran esfuerzo.
—Yo maniobraré el barco, señor Prowse —levantó el megáfono—. ¡Todos los marineros a las brazas! ¡Virad a sotavento!
La siguiente orden al timón hizo que el barco cambiase de bordada, mientras Prowse comprobaba el rumbo en la bitácora. Ahora tenía que abrirse camino a través de los peligros que les acechaban. Los hombres, completamente despreocupados, tendían a mostrar su júbilo mediante ruidosas expansiones, pero una agria reprimenda de Bush les silenció, y el Hotspur se quedó tan quieto y callado como una iglesia mientras iba deslizándose hacia afuera.
—El viento ha rolado tres cuartas desde la puesta de sol, señor —informó Prowse.
—Gracias.
Con el viento un poco a popa del través el Hotspur maniobraba con facilidad, pero aquella vez el instinto tenía que sustituir al cálculo. Hornblower era consciente de que había llegado al límite extremo de la seguridad en aguas altas, sobre unos bajíos apenas cubiertos por la marea alta. Tenía que encontrar su camino de salida con ayuda del escandallo y por lo que se pudiera ver de la costa y de los bajíos. El timón giró a un lado y otro mientras el barco se abría camino. Durante unos pocos y peligrosos segundos estuvo navegando a sotavento, pero Hornblower pudo ordenar que la caña girara de nuevo justo a tiempo.
—Marea muerta, señor —informó Prowse.
—Gracias.
Por si faltaba por intervenir alguno de los incalculables factores posibles, ahora, marea muerta. El viento llevaba varios días soplando ligero pero constante desde el sudeste. Tenía que añadir aquello a los demás factores.
—¡Marca cinco! —gritó el hombre de la sonda.
—¡Gracias a Dios! —murmuró Prowse.
Por primera vez el Hotspur tenía casi veinte pies de agua bajo la quilla, pero todavía sobresalían las puntas de algunas rocas que lo amenazaban.
—Una cuarta a estribor —ordenó Hornblower.
—¡Marca seis!
—¡Señor Bush! —Hornblower debía mostrarse sereno y tranquilo. No podía dejar asomar su alivio, ningún sentimiento humano, aunque en su interior el deseo de reír como un idiota pugnara con el espantoso cansancio que sentía—. Por favor, trinque los cañones. Y ya puede despedir a los hombres de esos puestos.
—Sí, señor.
—Debo darle las gracias, señor Prowse, por su inapreciable ayuda.
—¿A mí, señor? —Prowse siguió quitándose importancia con balbuceos incoherentes. Hornblower podía imaginar las enormes mandíbulas mascullando con sorpresa, y pasó por alto los balbuceos.
—Puede poner el barco al pairo, señor Prowse. No queremos que el amanecer nos sorprenda bajo los cañones del Petit Minou, ¿verdad?
—No, señor, por supuesto que no, señor.
Todo iba bien. El Hotspur había entrado y salido de nuevo. Los barcos de cabotaje del sur habían recibido una lección que no olvidarían en mucho tiempo.
Y la noche ya no era tan oscura. No se trataba de que los ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad, sino de algo más definido. Las caras ya eran un borrón blanco, visible al otro lado de la cubierta. Mirando a popa, Hornblower podía ver las bajas colinas de Quelern sobresaliendo en un oscuro relieve contra un cielo más claro, y mientras miraba un tinte plateado se fue haciendo visible paulatinamente por encima de sus cimas. Realmente, hasta aquel mismo momento se había olvidado de que la luna tenía que salir entonces. Ése era uno de los factores que había señalado en su carta a Pellew. La luna casi llena se alzó por encima de las colinas y resplandeció serenamente sobre el golfo. Los masteleros de juanete estaban siendo izados, se largaban las gavias y se arriaban ya las velas de estay.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Hornblower, refiriéndose a un sordo golpeteo en algún lugar hacia la proa.
—Un carpintero tapando un agujero de bala, señor —explicó Bush—. El último barco nos agujereó justo por encima de la línea de flotación de la banda de estribor, hacia adelante.
—¿Algún herido?
—No, señor.
—Muy bien.
Sus preguntas y su modo formal de terminar la conversación eran el resultado de un esfuerzo más de voluntad.
—Puedo confiar en que no se pierda ahora, señor Bush —repuso. No pudo evitar hacer aquella broma, aunque sabía que sonaría a falso. Los hombres en las brazas estaban poniendo las gavias en facha, y el Hotspur podía permanecer al pairo en paz y tranquilidad—. Puede establecer las guardias ordinarias, señor Bush. Y haga que me llamen a las ocho campanadas de la guardia de en medio.
—Sí, señor.
Tenía cuatro horas y media de paz y tranquilidad ante él. Anhelaba el descanso con toda su mente y todo su cuerpo… El olvido, más que el descanso. Una hora después del amanecer, como muy tarde, Pellew esperaría su informe de los hechos de la tarde, y le costaría una hora escribirlo todo. Debía aprovechar la oportunidad de escribir a María para que la carta pudiera ser enviada al Tonnant junto con el informe y así tener una oportunidad de comunicarse con el mundo exterior. Le costaría mucho más escribir a María que a Pellew. Recordó algo. Tuvo que hacer un esfuerzo más.
—¡Ah, señor Bush!
—¿Señor?
—Enviaré un bote al Tonnant durante la guardia de la mañana. Si algún oficial, o alguno de los hombres, desea enviar cartas, tendrán esa oportunidad.
—Sí, señor. Gracias, señor.
En su cabina se enfrentó al ímprobo esfuerzo de quitarse los zapatos, pero la llegada de Grimes le salvó del apuro. Grimes le quitó los zapatos, le ayudó a despojarse de la casaca, desabrochó su corbatín. Hornblower le dejó hacer. Estaba demasiado cansado incluso para mostrarse reticente. Por un momento, se deleitó en la sensación de libertad de sus pies dentro de las medias, pero luego cayó con brazos y piernas extendidos en el coy, medio boca abajo, medio de lado, con la cabeza apoyada en las manos, y Grimes le cubrió a medias y salió.
Aquélla no era la actitud más inteligente que se podía adoptar, tal como descubrió cuando Grimes le sacudió para que se despertara. Le dolían todas las articulaciones del cuerpo y no consiguió espabilarse ni siquiera mojándose la cara con agua de mar fría. Le costó salir de la resaca de aquel largo período de tensión, igual que a otros hombres les costaba salir de los efectos de una resaca alcohólica. Pero se había recuperado lo suficiente para mover su pluma dirigida hacia la izquierda, así que se sentó y empezó su informe.
Señor:
Obedeciendo sus instrucciones, de fecha del 16 del presente mes, procedí durante la tarde del día 18…
Tuvo que abandonar el último párrafo hasta que la creciente luz del día le indicase lo que debía escribir en él, dejó la carta a un lado y tomó otra hoja de papel. Tuvo que morder el final de la pluma antes incluso de escribir el saludo de esta segunda carta, y cuando hubo escrito «mi querida esposa», la mordió otra vez antes de continuar. Sintió una especie de alivio al oír entrar a Grimes finalmente.
—Con los saludos del señor Bush, señor, la luz del día se acerca.
Aquello hizo posible que concluyera la carta.
«Y ahora, mi queridísima…». —Hornblower miró la carta de María para elegir una expresión cariñosa—. «Mi ángel, mi deber me llama una vez más a cubierta, así que debo acabar esta carta con…» —otro vistazo— «el amor más tierno a mi querida esposa, la amada madre del hijo por venir. Tu amante esposo, Horatio».
La luz del día se acercaba rápidamente cuando llegó a cubierta.
—Bracee la gavia, por favor, señor Young. Pondremos proa un poco hacia el sur. Buenos días, señor Bush. —Buenos días, señor.
Bush estaba ya tratando de ver hacia el sur por su catalejo. La luz que aumentaba y la distancia que disminuía dieron rápidos resultados.
—¡Ahí están, señor! Dios, señor… uno, dos, tres… y allí hay dos más en las rocas Council. Y parece que hay un buque naufragado allí en el paso navegable… Es uno de los que hemos hundido, supongo, señor.
En el brillante amanecer, la media marea revelaba unos pecios que salpicaban los bajíos y la costa, negra contra la luz cristalina. Eran los barcos que habían sido castigados por tratar de burlar el bloqueo.
—Están todos agujereados e inundados, señor —dijo Bush—. Ni una sola esperanza de salvamento.
Hornblower estaba ya componiendo en su mente el párrafo final de su informe: «Tengo razones para creer que no menos de diez de los buques de cabotaje fueron hundidos u obligados a huir durante ese encuentro. Este feliz resultado…».
—Es una fortuna perdida, señor —gruñó Bush—. Hay una bonita suma en dinero de presa en esas rocas.
Sin duda, pero en aquellos decisivos momentos de la última noche no existió posibilidad alguna de captura. El deber del Hotspur era destruir todo lo posible, y no llenar el bolsillo vacío de su capitán enviando botes a tomar posesiones, a costa de permitir escapar a la mitad de la presa. La réplica de Hornblower se vio interrumpida cuando las tranquilas aguas a estribor hicieron erupción de pronto con tres sucesivos chorros de agua. Una bala de cañón había venido rebotando hacia ellos por encima de la superficie, para hacer su impacto final a la distancia de un cable. El sonido de un cañón alcanzó sus oídos en el mismo momento, y los catalejos levantándose al instante revelaron una nube de humo que borraba de la vista la batería de Toulinguet.
—Disparen, señores ranas —dijo Bush—. El daño está hecho.
—También podríamos asegurarnos de que estamos fuera de alcance de tiro —repuso Hornblower—. Cambie de bordada, por favor.
Estaba intentando con todas sus fuerzas imitar la completa indiferencia de Bush bajo el fuego. Se dijo que su actitud era inteligente, y no cobarde, al asegurarse de que no hubiera ninguna oportunidad de que acertara al Hotspur una andanada de cañones del veinticuatro, pero no se lo creyó demasiado.
Y sin embargo, sentía una gran satisfacción. Se había mordido la lengua cuando el tema del dinero de presa había aparecido en la conversación. Había estado a punto de estallar condenando todo ese pernicioso sistema, pero se las había arreglado para contenerse. En cualquier caso, Bush ya le consideraba un tipo estrafalario, y si se hubiera divulgado su opinión sobre el dinero de presa (es decir, del sistema por el que se ganaba) Bush habría pensado que era algo más que excéntrico. Bush pensaría que estaba realmente loco, y que tenía ideas liberales, revolucionarias, subversivas y peligrosas.