Hornblower cenaba sentado en el exiguo cuarto de derrota. El buey salado debía de proceder de un barril nuevo, porque tenía un gusto totalmente diferente, no del todo desagradable. Tal vez lo prepararon en algún otro astillero de avituallamiento, con otro tipo de sal. Metió la punta de su cuchillo en el bote de mostaza. Aquella mostaza la había pedido prestada de la cámara de oficiales (casi la había suplicado) y se sentía culpable por ello. Las provisiones de la cámara de oficiales ya debían de estar escaseando por entonces… Pero por otra parte, era él quien se había hecho a la mar sin mostaza, distraído por su matrimonio mientras aparejaba el barco.
—¡Adelante! —gruñó, como respuesta a la llamada que sonó.
Era Cummings, uno de los muchos «jóvenes caballeros», voluntarios de primera de la Academia Naval, que ocupaban en el barco el lugar de marinos experimentados debido a la prisa con que se había embarcado.
—Me envía el señor Poole, señor. Hay un barco nuevo que se ha unido al Escuadrón de la Costa.
—Muy bien. Ya voy.
Era un bonito día de verano. Unas pequeñas nubes en forma de cúmulos daban relieve al cielo azul. El Hotspur apenas se balanceaba un poco, mientras permanecía al pairo, su gavia de mesana contra el mástil, porque estaba tan arriba en las cercanías de Brest que la ligera brisa del este tenía pocas oportunidades, desde que dejaba la tierra, de levantar ondulaciones en el agua. Hornblower miró en torno al salir al alcázar, hacia tierra en primer lugar, naturalmente. Estaban justo en la boca del Goulet, con vista directa sobre los fondeaderos exteriores. Por un lado estaban los Capuchinos, por otro el Petit Minou, con el Hotspur cuidadosamente estacionado (como en los días de paz, pero por una razón mucho más poderosa) de modo que quedase fuera de tiro de cañón de las baterías de aquellos dos puntos. Arriba, en el Goulet, estaban los escollos de las Jovencitas, con una roca aislada, el Pollux, y más allá de las Jovencitas, en el otro fondeadero, permanecía anclada la flota francesa, obligada a tolerar esa vigilancia constante a causa del poder superior de la flota del canal que estaba esperando fuera, justo al otro lado del horizonte.
Hornblower, naturalmente, miró en aquella dirección. El cuerpo principal estaba fuera de la vista, como para ocultar su fuerza. Ni siquiera Hornblower sabía con exactitud cuál era su número: unos doce barcos de línea más o menos. Pero bien a la vista, sólo a tres millas mar adentro, estaba el Escuadrón de la Costa, unos robustos barcos de doble cubierta que permanecían plácidamente al pairo, listos en cualquier momento para apoyar al Hotspur y las dos fragatas, la Doris y la Naiad, por si los franceses decidían salir y ahuyentar a esos insolentes centinelas. Hubo hasta tres de esos barcos de línea; ahora, mientras miraba Hornblower, un cuarto estaba abriéndose camino ciñendo para unirse a ellos. Automáticamente, Hornblower miró de nuevo al Petit Minou. Tal como esperaba, los brazos del semáforo en los acantilados de aquel lugar se movían espasmódicamente, de la posición vertical a la horizontal y vuelta a empezar. Los vigilantes estaban informando a la flota francesa de la llegada de un cuarto barco para unirse al Escuadrón de la Costa. Se registraba e informaba de toda actividad, hasta la más pequeña, así que con tiempo despejado, el almirante francés estaba informado en cuestión de minutos. Era una molestia intolerable… ayudaba a facilitar el paso de los barcos de cabotaje que constantemente trataban de introducirse en Brest a través del pasaje de Raz. Habría que emprender alguna acción con respecto a aquella estación telegráfica.
Bush estaba examinando a Foreman, a quien entrenaba con paciencia (o mejor dicho, sin ella) para que fuera oficial de transmisiones del Hotspur.
—¿No tiene todavía ese número? —le preguntó.
Foreman estaba apuntando su catalejo. No había aprendido todavía el truco de mantener el otro ojo abierto, aunque sin fijarlo. En cualquier caso, no era fácil leer las banderas, con el viento soplando casi directamente desde un barco al otro.
—Setenta y nueve, señor —dijo Foreman, al fin.
—Por una vez lo ha leído bien —se maravilló Bush—.
Y ahora a ver qué hace a continuación.
Foreman chasqueó los dedos nerviosamente mientras recordaba su deber, y corrió hacia el libro de señales que había en la bitácora. El catalejo resbaló de debajo de su brazo y cayó en cubierta con estruendo cuando trató de volver las páginas, pero él lo recogió y se las arregló para encontrar la referencia. Volvió hacia Bush, pero un movimiento brusco del pulgar de Bush le desvió hacia Hornblower.
—El Tonnant, señor —dijo.
—Vamos, señor Foreman, usted sabe hacerlo mejor. Informe correctamente y de la manera más completa que pueda.
—El Tonnant, señor. Ochenta y cuatro cañones. Capitán Pellew —la cara de piedra de Hornblower y el tenso silencio animaron a Foreman a recordar el resto de lo que debía decir—. Uniéndose al Escuadrón de la Costa.
—Gracias, señor Foreman —dijo Hornblower con la mayor formalidad, pero Bush estaba ya de nuevo dirigiéndose a Foreman, a voz en grito, como si Foreman estuviera en el castillo de proa en lugar de a sólo tres metros de distancia.
—¡Señor Foreman! ¡El Tonnant está haciendo señales! ¡Vamos, rápido!
Foreman se echó atrás con rapidez y levantó el catalejo.
—¡Es nuestro número! —exclamó.
—Hace cinco minutos que lo he visto. Lea las señales.
Foreman miró por el catalejo, consultó el libro y buscó su referencia antes de levantar la vista hacia el furioso Bush.
—Dice «enviamos bote», señor.
—Por supuesto que dice eso. Debería conocer usted todas las señales de rutina de memoria, señor Foreman. Ya ha tenido bastante tiempo. Señor, el Tonnant nos hace señales de que mandan un bote.
—Gracias, señor Bush. Acuse recibo y despeje la aleta del bote.
—Sí, señor. ¡Acuse de recibo! —un segundo después, Bush bramaba de nuevo—: ¡Esa driza no, torpe… «joven caballero»! El Tonnant no vería la señal, porque le taparía la gavia de mesana. Mándela al peñol de la gavia.
Bush miró hacia Hornblower y levantó las manos con resignación. Con ello indicaba en parte que estaba dispuesto a cumplir con su deber de entrenar a jóvenes ignorantes, pero en parte también aquella mímica transmitía algunos de los sentimientos que despertaba en Bush tener que llamar a Foreman, en vista de las conocidas preferencias de Hornblower, «joven caballero» en lugar de alguna otra expresión un poco más efectiva. Entonces se volvió para supervisar a Cummings mientras éste izaba el bote de pescantes. Lo mejor que se podía hacer era acosar y regañar constantemente a aquellos jóvenes mientras iban cumpliendo sus tareas, aunque Hornblower no suscribiera la idea popular de que era necesario regañar y vejar a los jóvenes. Así aprendían más rápidamente. Algún día, Foreman sería capaz por fin de leer y transmitir señales en medio del humo, la confusión y la carnicería de una acción bélica, mientras que Cummings lanzaría y tripularía un bote a toda prisa para una expedición.
Hornblower recordó su comida inacabada.
—Llámeme cuando vuelva el bote, por favor, señor Bush.
Era la última mermelada de grosella que quedaba. Hornblower, contemplando pesaroso cómo descendía el nivel del último bote, se confesó a sí mismo que finalmente había acabado por gustarle la grosella. La mantequilla se había acabado, los huevos también, después de cuarenta días en el mar. Durante los siguientes setenta y un días, hasta que las provisiones del barco estuvieran totalmente agotadas, seguramente tendría que alimentarse con el monótono régimen de los marineros: buey y cerdo salados, guisantes secos, galletas, queso dos veces a la semana y budín de sebo los domingos.
En cualquier caso, había tiempo para echar una siestecita antes de que volviera el bote. Podía irse a dormir tranquilamente (una precaución por si las exigencias del servicio le impedían hacerlo por la noche) gracias al poderío naval de Gran Bretaña, aunque a cinco millas de allí estaban veinte mil enemigos, cualquiera de los cuales podía matarle nada más verle.
—El bote se acerca, señor.
—Muy bien —respondió Hornblower perezosamente.
El bote iba muy cargado, prácticamente hasta las bordas. Los hombres tenían que haber remado duro hacia el Hotspur, por mala suerte para ellos, podían ir a vela hacia el Tonnant con carga ligera, y sin embargo tenían que remar todo el camino contrario cargados hasta los topes, con el viento de cara. Desde el bote, a medida que se aproximaba, llegaba un extraño sonido rugiente, una especie de aullido.
—¿Qué demonios es eso? —se preguntó Bush, de pie junto a Hornblower en la pasarela.
El bote estaba lleno de sacos apilados.
—Comida fresca, al parecer —repuso Hornblower.
—¡Sujeten un izador al peñol! —gritó Bush… y de forma extraña, su grito produjo un eco en el bote.
Foreman se acercó para informar.
—Coles, patatas y queso, señor. Y un buey.
—¡Carne fresca, bendito sea Dios! —exclamó Bush.
Con media docena de hombres en el peñol, tirando del izador, los sacos subieron rápidamente hasta la cubierta. Cuando el bote se vació, el animal apareció allí, en el fondo de una masa informe de redes y cuerdas, todavía chillando. Le pasaron unas eslingas por debajo y pronto quedó echado en cubierta. Era un buey miserable y canijo, que mugía débilmente. Un ojo aterrorizado les miraba a través de la red que le cubría. Bush se volvió hacia Hornblower mientras Foreman completaba su informe.
—El Tonnant ha traído veinticuatro cabezas de ganado de la flota de Plymouth, señor. Éste es el que nos corresponde. Si lo sacrificamos mañana, señor, y lo dejamos reposar un día, puede tomar bistec el domingo, señor.
—Sí —asintió Hornblower.
—Podemos limpiar la sangre de cubierta mientras todavía está fresca, señor. No tiene que preocuparse por ello. ¡Y tendremos también tripas, señor! ¡Lengua!
—Sí —volvió a asentir Hornblower.
Todavía veía aquel ojo aterrorizado. Hubiera deseado que Bush no se mostrara tan entusiasta, porque él sentía más bien lo contrario. Su viva imaginación se representó la carnicería y no sintió deseo alguno de probar una carne obtenida a través de tal procedimiento. Tuvo que cambiar de tema.
—¡Señor Foreman! ¿No había mensajes de la flota?
Foreman se sobresaltó, culpable, y metió la mano en un bolsillo, sacando un paquete abultado. Se quedó pálido cuando vio la furia en la cara de Hornblower.
—¡No vuelva a hacer esto nunca más, señor Foreman! ¡Los despachos son lo primero! Necesita usted una lección y es hora de que la tenga.
—¿Debo avisar al señor Wise, señor? —preguntó Bush.
La vara del contramaestre podía hacer un buen papel en el trasero de Foreman, inclinado sobre la culata de un cañón. Hornblower vio el miedo enfermizo en la cara de Foreman. El chico estaba tan aterrorizado como el buey; debía de sentir el horror del castigo corporal que ocasionalmente se empleaba en la marina. Era un horror que el propio Hornblower compartía. Miró a los suplicantes y desesperados ojos durante cinco larguísimos segundos para dejar que la lección penetrara bien en él.
—No —dijo, al fin—. El señor Foreman simplemente deberá recordar esto. Yo me encargaré de que se le recuerde cada día durante una semana. No habrá licor para el señor Foreman durante una semana. Y si alguien de la camareta de guardiamarinas intenta darle un poco, perderá su ración durante catorce días. Encárguese, señor Bush.
—Sí, señor.
Hornblower cogió el paquete de la mano desfallecida de Foreman y se volvió con un gesto de desdén. Ningún chico de quince años podría recibir un castigo peor que ser privado de bebidas espiritosas.
Una vez en la cabina, tuvo que usar el cortaplumas para abrir el paquete de lona embreada. Lo primero que apareció fue un trozo de metralla. A lo largo de los siglos, la marina había desarrollado una serie de costumbres en estos temas: la lona embreada preservaba el contenido del paquete del agua salada si tenía que ser transportado por barco con tiempo tormentoso, y la metralla haría que se hundiera si existía algún peligro de que cayera en manos del enemigo. Había tres cartas oficiales y un montón de cartas privadas. Hornblower abrió las oficiales a toda prisa. La primera estaba firmada por «W. Cornwallis, Vice Alm.». Seguía las normas habituales, empezando por describir la nueva situación. El capitán sir Edward Pellew, del Tonnant, había recibido, como oficial de más alto rango, el mando del Escuadrón de la Costa. «Por lo tanto, se le requiere y se le ordena» que obedeciera las órdenes del mencionado capitán sir Edward Pellew, y le dedicara la más estricta atención, como emanada con la autoridad del comandante en jefe. La siguiente estaba firmada «Ed Pellew, Cap.», y eran tres líneas secamente oficiales confirmando el hecho de que Pellew consideraba ahora a Hornblower y el Hotspur bajo su mando. La tercera abandonaba el formal «señor» con el que empezaban las otras.
Mi querido Hornblower:
Con el mayor placer me he enterado de que va a servir a mis órdenes, y lo que he oído contar de sus acciones en la presente guerra confirma la opinión que me formé de usted cuando era mi mejor guardiamarina en la vieja Indefatigable. Por favor, considérese con absoluta libertad para hacer cualquier sugerencia que se le ocurra para incordiar a los franceses y confundir a Bonaparte.
Su sincero amigo,
Edward Pellew
Ésta sí que era una carta realmente halagadora, calurosa y consoladora. Muy calurosa, en verdad. Hornblower se sentó con la carta en la mano y notó que la sangre corría más deprisa por sus venas. A propósito, casi notaba el ligero cosquilleo en su cerebro que anunciaba que estaba empezando a forjar una idea, pensando en la estación de señales en Petit Minou, y así, los gérmenes de diferentes planes empezaron a brotar. Estaban tomando forma; crecían rápidamente alentados por la alta temperatura de su mente. De forma inconsciente se levantó de la silla. Sólo paseando vivamente arriba y abajo por el alcázar podía hacer que esos planes fructificaran y dejar escapar un poco la presión que crecía en su interior. Pero recordó las demás cartas del paquete. No debía caer en el mismo error que Foreman. Había cartas para él, hasta seis cartas con la misma letra. Se dio cuenta de que debían de ser de María… era extraño que no reconociera la letra de su propia esposa. Estaba a punto de abrirlas cuando volvió a recapacitar. Las demás cartas no estaban dirigidas a él, sino a otras personas del barco que probablemente las estarían esperando con ansiedad.
—Avise al señor Bush —gritó. Cuando llegó, Bush recibió las otras cartas sin una palabra, y sin que la esperara él tampoco, al ver a su capitán tan profundamente abstraído en la lectura que ni siquiera levantaba la vista.
Hornblower leyó varias veces que él era el «amado esposo» de María. Las primeras dos cartas le explicaban lo mucho que ella echaba de menos a su adorado ángel, lo feliz que había sido durante los dos días de su matrimonio, y cuán temerosa se encontraba de que su héroe estuviera corriendo hacia el peligro, y cuán necesario era que él se cambiara de calcetines si se le mojaban. La tercera carta procedía de Plymouth. María había averiguado que la flota del canal tenía su base allí, y había decidido mudarse para estar en el lugar adecuado cuando las necesidades del servicio enviaran al Hotspur de vuelta a puerto; además, como admitía de forma sentimental, así estaría más cerca de su «bienamado». Ella había hecho el viaje en el buque costero, entregándose a sí misma (con muchos pensamientos dedicados a su «queridísimo») al salado elemento por primera vez, y cuando vio acercarse la lejana tierra había llegado a un mejor entendimiento de los sentimientos de su marido, el valiente marino. Ahora estaba confortablemente establecida en un alojamiento regentado por una señora muy respetable, viuda de un contramaestre.
La cuarta carta empezaba precipitadamente con las noticias más deliciosas e importantes para su «amado». María apenas sabía cómo explicarle aquello a su «adorado», a su «idolatrado». Su matrimonio, ya tan «delicioso», iba a ser bendecido aún más si cabe, o al menos ella lo sospechaba. Hornblower abrió la quinta carta a toda prisa, pasando por encima la precipitada posdata que decía que María acababa de tener noticias de que su «intrépido guerrero» había añadido más laureles a los que ya poseía entrando en combate con la Loire, y que esperaba que no se expusiera más de lo necesario para su gloria. Las noticias se confirmaban. María estaba más segura que nunca de que estaba destinada a ser enormemente afortunada en el futuro como madre del hijo de su «ídolo».
Y la sexta carta repetía esa confirmación. Nacería por Navidad o por Año Nuevo. Hornblower observó irónicamente que en estas últimas cartas se dedicaba mucho más espacio al «bendito fruto» que al «añorado y distante tesoro». En cualquier caso, María estaba consumida por la esperanza de que el «pequeño querubín», si era un niño, fuese la viva imagen de su «famoso padre», y si era una niña, que mostraría su misma «dulzura de carácter».
Así que ésas eran las noticias. Hornblower se sentó con las seis cartas esparcidas ante él, la mente completamente alterada. Quizá para retrasar un poco la aceptación de todo aquello, al principio se entretuvo pensando en las dos cartas que le había escrito él (dirigidas a Southsea, hacía mucho tiempo que debían de estar en manos de María) y su contenido comparativamente formal e incluso gélido. Tenía que arreglar inmediatamente aquello. Tenía que escribir una carta llena de afecto y deleite ante las buenas nuevas, lo sintiera o no…, y a ese respecto, aún no podía decidirse. Sumergido como estaba en los problemas profesionales, el episodio de su matrimonio estaba bañado en su memoria con una luz irreal. El asunto fue tan breve, e incluso en el momento en que sucedía se vio tan sobrepasado por los asuntos del mar, que le parecía muy extraño que llevara consigo los efectos duraderos del matrimonio, pero esas noticias, en efecto, eran la indicación de algo muy duradero y permanente. Iba a ser padre. Pero por su vida que no sabía si la idea le gustaba o no. Ciertamente, lo sentía por el niño si él (o ella) estaba destinado a heredar su detestable y desdichado carácter. Cuanto más se pareciese la criatura a él, en aspecto o en carácter, más lo sentiría. Pero ¿era verdad eso en el fondo? ¿No había algo halagador, algo gratificante en el pensamiento de que sus propias características se iban a ver perpetuadas? Le resultaba difícil ser honesto consigo mismo.
Ahora que su mente se veía desviada de su vida presente, podía recordar con mayor claridad los detalles de su luna de miel. Podía conjurar unos recuerdos más exactos del excesivo afecto de María, de la manera entusiasta en la que ella se obligó a creer que no podía entregar tanto amor sin ser tiernamente correspondida. Nunca tenía que dejarle a ella sospechar cuál era la verdadera naturaleza de sus sentimientos hacia ella, porque sería una crueldad que no podía ni imaginar. Cogió papel y pluma y volvió al mundo corriente con sus aburridas rutinas y su pluma del ala izquierda. Las plumas que procedían del ala izquierda del ganso eran más baratas que las del ala derecha, porque cuando se sujetaban para escribir, apuntaban hacia el ojo del que escribía y no, de forma más adecuada, hacia su codo, como hacían las del ala derecha. Pero al menos le había recortado bien la punta y la tinta todavía no se había puesto turbia. Sombríamente, se aplicó a su tarea. En parte era un ejercicio literario, una redacción sobre amor sin límites, y sin embargo… sin embargo, se encontró sonriendo mientras escribía. Sintió que la ternura manaba de su interior, dirigía su brazo y llegaba hasta la pluma. Estaba casi a punto de admitir que no era el individuo frío de corazón e impasible que creía ser.
Hacia el final de la carta, mientras buscaba más sinónimos para «esposa» e «hijo», su mirada se desvió de nuevo a las cartas de Pellew, y finalmente retuvo el aliento, sus pensamientos volvieron a su deber, a sus planes de guerra, a la dura realidad del mundo en el que vivía. El Hotspur estaba, navegando suavemente por un mar en calma, pero el hecho cierto de que estuviera allí al pairo significaba que había buen viento fuera de Brest, y que en cualquier momento un grito desde el tope del mastelero anunciaría que la Armada francesa estaba saliendo para disputar con truenos y humo el dominio del mar.
Y él tenía planes. Mientras releía las últimas líneas de la carta a María, su visión se vio empañada por la insistencia de su atención en representarse mentalmente el mapa de la entrada a Brest. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para acabar la carta a María con el mismo impulso que la había empezado. Se esforzó en acabarla, releerla, doblarla. Llamó al centinela y éste trajo a Grimes con una vela de sebo encendida con la cual sellarla, y cuando terminó el fatigoso proceso, dejó la carta a un lado con alivio y tomó una hoja de papel en blanco.
Bergantín de Su Majestad Hotspur, en la mar, a una legua al norte del Petit Minou
14 de mayo de 1803
Señor:
Ya estaba bien de frases melifluas, de torpes intentos de tratar con situaciones totalmente extrañas para él. Ya no se estaba dirigiendo (como si se tratara de un sueño) a la «Querida compañera de nuestras vidas unidas en los felices años por venir». Ahora estaba aplicándose a una tarea para la que se sentía competente y dispuesto, y en cuanto a las palabras, sólo tenía que usar el seco e invariable vocabulario de miles de cartas oficiales escritas antes que la suya. Escribió rápidamente y con pocas pausas para pensar, porque, de una forma extraordinaria, sus planes habían madurado por completo mientras se preocupaba por María. La hoja estaba llena, la volvió y llenó la otra cara, y el plan estaba delineado ya con todos sus detalles. Escribió la conclusión:
Respetuosamente expuesto por su obediente servidor,
Horatio Hornblower
Escribió la dirección:
Capitán sir E. Pellew
Navío de Su Majestad Tonnant
Cuando la segunda carta estuvo sellada, cogió ambas en la mano. Una nueva vida en la una, y la muerte y el dolor en la otra. Qué pensamiento más extravagante… Lo más importante era saber si Pellew aprobaría sus sugerencias.