CAPÍTULO 6

Ahora estaba soplando un fuerte viento, un ventarrón de dos rizos del oeste. El tiempo increíblemente bueno de la última semana se había acabado ya, y ahora en el Atlántico se estaba instalando el clima habitual. Bajo sus gavias con todos los rizos, el Hotspur luchaba contra el océano, ciñendo en la amura de babor. Presentaba la proa a las grandes olas que avanzaban sobre él, sin ser interceptado en su paso por las tres mil millas de agua, desde Canadá a Francia. Se balanceaba, se elevaba, cabeceaba y se volvía a balancear. La tremenda presión del viento en sus gavias lo estabilizaba hasta el punto de que apenas se inclinaba hacia barlovento. Escoraba a estribor, durante un momento, y luego volvía a la vertical. Pero incluso con el balanceo restringido de aquella forma, cabeceaba de modo extravagante, subía y bajaba mucho, como si cada ola le pasara por debajo, así que un hombre de pie en la cubierta podía sentir cómo la presión de sus pies en las cuadernas aumentaba y disminuía al subir y volver a bajar. El viento silbaba en las jarcias y la lona crujía cuando las diferentes tensiones actuaban sobre ella, curvándola completamente primero hacia arriba y en el centro, y luego en los extremos. Pero los crujidos eran tranquilizadores; no había ruidos agudos ni chirriantes, y los sonidos que se oían indicaban simplemente que el Hotspur no era un barco rígido y quebradizo, sino flexible y sensible.

Hornblower salió al alcázar. Estaba pálido por el mareo, porque el cambio de movimiento se había cebado en su debilidad, pero el ataque no era tan grave como el que había experimentado durante la travesía del canal. Estaba enfundado en su abrigo, y tuvo que apoyarse para no caer con el balanceo, porque todavía no se había acostumbrado del todo. Bush apareció en el combés, seguido por el contramaestre. Se tocó el sombrero y luego se acercó, junto con Wise, supervisando el barco con mirada escrutadora.

—Hasta que no llega la primera tormenta, no hay que entusiasmarse demasiado, señor —dijo Bush.

Embarcaciones que parecían perfectamente estables podían empezar a mostrar una alarmante tendencia a derivar cuando se sometían a las impredecibles tensiones de una racha de mal tiempo, así que Bush y Wise acababan de completar un largo recorrido de inspección.

—¿Algo va mal? —preguntó Hornblower.

—Sólo pequeñeces, señor, excepto el ancla de canal. Ya la hemos asegurado de nuevo.

Bush hizo una mueca y sus ojos chispeaban. Estaba claro que disfrutaba de aquel cambio de clima, el viento que avivaba y la consiguiente actividad. Se frotó las manos y aspiró fuerte el viento. Hornblower podía consolarse con el recuerdo de los días en que él disfrutaba también del mal tiempo, e incluso deseaba que fuese peor todavía, pero en la actualidad, se dijo con amargura, aquello eran sólo vagos recuerdos y una esperanza vacía.

Hornblower tomó el catalejo y miró a su alrededor. Momentáneamente, el tiempo era bastante claro y el horizonte estaba a cierta distancia. A lo lejos, en la aleta de estribor, el catalejo captó un relámpago blanco. Intentó guardar bien el equilibrio y volvió a enfocar aquel punto. Era el oleaje de Ar Men (curioso nombre bretón), la roca más meridional y situada más hacia el mar de las que salpicaban los alrededores de Brest. Mientras miraba, una gran ola llegó y bañó la roca de lleno. El oleaje rompió sobre ella y se formó una alta columna de agua blanca, tan alta como las gavias de un barco de primera, antes de que el viento la barriera de nuevo. Entonces una nueva ráfaga sopló sobre el barco y trajo la lluvia, así que el horizonte se cerró en torno a ellos y el Hotspur se convirtió en el centro de una pequeña área de mar agitado y grisáceo, con las nubes bajas casi colgadas de los topes de los mástiles.

Estaban todo lo cerca de aquella costa a sotavento que Hornblower se atrevía a aventurarse. Un hombre demasiado precavido habría salido más lejos, a altar mar, al primer signo de mal tiempo; pero entonces probablemente se habría encontrado con un cambio de viento lejos, a sotavento del lugar que se suponía que estaba vigilando. Y podían pasar días enteros antes de que consiguiera volver a su puesto… días en los que ese viento podía ser favorable a los franceses para hacer lo que quisieran, sin ser observados. Era como si hubiese una línea dibujada en el mapa a lo largo de los paralelos de longitud: temeridad a un lado, valentía al otro, y Hornblower justo en la frontera entre ambas. Ahora no se podía hacer otra cosa sino (como siempre en la marina) esperar y observar. Luchar contra la borrasca con ojos precavidos, anotando cualquier cambio en el viento, intentar dirigirse hacia el norte, luego cambiar la bordada y luchar para dirigirse hacia el sur, paseando arriba y abajo por el exterior de Brest hasta tener una oportunidad de acercarse más de nuevo. Así lo habían hecho durante todo el día anterior, y así lo harían durante incontables días por venir, hasta que la amenaza de guerra se concretase. Volvió a su cabina para ocultar otro ataque de mareo.

Un rato después, el malestar ya remitido en parte, llamaron a la puerta.

—¿Qué hay?

—El vigía del tope del mástil está gritando algo, señor. El señor Bush le ha hecho bajar.

—Ya voy.

Hornblower salió justo a tiempo para ver al vigía pasar al amarre y bajar resbalando hasta la cubierta.

—Señor Cargill —dijo Bush—. Mande a otro hombre arriba para que ocupe su lugar.

Bush se volvió hacia Hornblower.

—No podía oír lo que gritaba este hombre, señor, por el viento, así que le he hecho bajar. Bueno, ¿qué tienes que decir?

El vigía se quedó de pie, con la gorra en la mano, un poco confundido al enfrentarse a los oficiales.

—No sé muy bien si es importante, señor. Pero durante el último intervalo claro durante un momento vi una fragata francesa.

—¿Por dónde? —preguntó Hornblower. En el último momento antes de hablar, consiguió modificar la brusquedad que iba a emplear originalmente. No tenía nada que ganar y sí mucho que perder regañando a aquel hombre.

—Dos cuartas a sotavento por la proa, señor. Sólo se veía el aparejo en el horizonte, pero pude ver sus gavias, señor. Las conozco bien.

Desde el incidente de la presentación de honores, el Hotspur había avistado frecuentemente a la Loire en varios puntos del canal de Iroise. Había sido un poco como el juego del escondite.

—¿Qué rumbo llevaba?

—Estaba ciñendo, señor, bajo gavias con dos rizos en la amura de estribor, señor.

—Ha hecho bien en informar de esto. Vuelva a su puesto ahora. Que ese otro hombre se quede arriba con usted.

—Sí, señor.

El hombre volvió a subir y Hornblower miró hacia el mar. El tiempo brumoso se volvía a cerrar en torno a ellos de nuevo, y el horizonte estaba muy cerca. ¿Había algo extraño en que el Loire saliera y desafiara la borrasca? A lo mejor querían entrenar a sus hombres con mal tiempo. No; tenía que ser honesto consigo mismo, aquélla era una idea muy poco francesa. La marina francesa tenía una marcada tendencia a conservar el material de una forma bastante precaria. Hornblower se dio cuenta de que Bush estaba de pie junto a él, esperando para hablar.

—¿Qué piensa usted, señor Bush?

—A lo mejor ancló la noche pasada en la bahía de Berthon, señor.

—No me sorprendería.

Bush se refería a la bahía de Bertheaume, justo en el lado del mar del Goulet, donde se podía flotar con un cabo largo dejándose llevar por el viento a cualquier parte del norte del oeste. Y si se quedaba allí, estaría en contacto con la costa. Podía recibir noticias y órdenes enviadas por tierra desde Brest, a diez millas de allí. Quizá se habían enterado de la declaración de guerra. A lo mejor esperaba coger al Hotspur por sorpresa, y él debía actuar según esa suposición. En ese caso, lo más seguro que podía hacer era virar. Si se dirigía hacia el sur por la amura de estribor tendría mucho espacio para maniobrar, no estaría en peligro por tener una costa a sotavento y estaría tan adelantado respecto a la Loire como para burlar su persecución. Pero (y aquello era como el monólogo de Hamlet, en el momento en que dice: «ésa es la cuestión») estaría lejos de su posición cuando llegase Cornwallis, ausente quizá durante días. No, no quedaba más remedio que arriesgar el barco. El Hotspur era sólo una parte insignificante del choque entre dos enormes flotas. Para él personalmente importaba, pero la información que él había recabado era cien veces más importante que sus velas para Cornwallis.

—Mantendremos nuestro rumbo, señor Bush —declaró Hornblower.

—Está a dos cuartas a proa a sotavento, señor —dijo Bush—. Tendríamos que estar a barlovento cuando nos encontremos.

Hornblower ya había hecho los cálculos. Si el resultado hubiera sido diferente, habría virado el Hotspur cinco minutos antes y se apresuraría para salvar la vida.

—Aclara de nuevo un poco, señor —comentó Bush, mirando a su alrededor, y en aquel preciso momento el vigía gritó de nuevo.

—¡Ahí está, señor! ¡Una cuarta por la amura de estribor!

—¡Muy bien!

Ahora que la borrasca había remitido, se podía mantener una conversación con el vigía desde cubierta.

—Está ahí seguro, señor —repuso Bush, apuntando con su catalejo.

Cuando el Hotspur se levantó sobre una ola, Hornblower vio las gavias, pero no con demasiada claridad. Estaban braceadas en cruz, eso sí estaba claro, presentando sólo su borde al catalejo. El Hotspur estaba al menos a cuatro millas a barlovento del barco.

—¡Mire! ¡Está virando de bordo, señor!

Las gavias se ensanchaban hasta adquirir una forma alargada; ondearon durante un momento y luego quedaron quietas. Fueron braceadas en cruz ahora paralelas a las gavias del Hotspur. Los dos barcos llevaban el mismo rumbo.

—Han virado en el momento en que han estado seguros de quiénes éramos, señor. Siguen jugando al escondite con nosotros.

—¿Al escondite? Señor Bush, creo que estamos en guerra.

Costaba hacer aquella trascendental afirmación en el tranquilo tono conversacional que usaría un hombre de nervios bien templados. Hornblower hizo lo que pudo. Bush no tenía inhibiciones de ese tipo. Miró a Hornblower y silbó. Pero ahora ya podía seguir los pensamientos que pasaban por la cabeza de Hornblower.

—Creo que tiene usted razón, señor.

—Gracias, señor Bush —Hornblower dijo aquello con mucho retintín, para lamentarlo de inmediato. No era justo hacerle pagar a Bush las tensiones que experimentaba su capitán, ni tampoco cuadraba con el ideal de imperturbabilidad que se había impuesto Hornblower revelar que tales tensiones existían. Menos mal que la siguiente orden que debía dar a Bush le distraería ciertamente de cualquier agravio que pudiera haber sentido—. Creo que será mejor que mande a los hombres a sus puestos, señor Bush. Zafarrancho de combate, pero no saque los cañones.

—¡Sí, señor!

La sonrisa de Bush reveló su instantánea excitación. Ya estaba gritando órdenes. Los silbatos sonaron por todo el barco. El tambor vino gateando desde abajo. Era un niño que no tendría más de doce años, y su equipo estaba todo desordenado. No sólo hizo un saludo bastante chapucero al cuadrarse en el alcázar, sino que prácticamente omitió el gesto reglamentario de levantar los palillos en alto antes de empezar a tocar el largo redoble, de tan ansioso como estaba por empezar.

Prowse se acercó. Como piloto su posición en batalla estaba en el alcázar junto a su capitán.

—Está de lleno en la amura de estribor ahora, señor —dijo, mirando hacia la Loire—. Le ha costado mucho tiempo virar. Es lo que usted esperaba.

Uno de los factores con los que contaba Hornblower era que el Hotspur fuese más rápido en la virada que la Loire. Bush se acercó, tocándose el sombrero.

—Preparados para el combate, señor.

—Gracias, señor Bush.

Y allí estaba toda la vida naval, resumida en aquellos pocos minutos. Un momento de decisión, de agitación y de excitación, y entonces… de nuevo, una larga espera. Los dos barcos se movían velozmente ciñendo, a cuatro millas de distancia. El Hotspur casi completamente a barlovento de la Loire. Esas cuatro millas, esa dirección del viento, protegían al Hotspur. Mientras pudiera mantener aquella distancia, estaba a salvo. Si no podía (si ocurría algún accidente), los cuarenta cañones del dieciocho de la Loire acabarían con ellos rápidamente. Podían luchar por su honor, pero sin esperanza de victoria. El zafarrancho de combate era apenas algo más que un gesto; los hombres morirían, serían horriblemente mutilados, pero el resultado sería el mismo que si el Hotspur se hubiera rendido mansamente.

—¿Quién está al timón? —preguntó Prowse a nadie en particular, y fue hacia allí para supervisar el gobierno. Quizá sus pensamientos fueran en la misma dirección que los de Hornblower.

El contramaestre venía a popa; como oficial autorizado encargado de la supervisión general de aparejos, no tenía una posición particular en la acción, y se justificaba dando vueltas por el barco. Pero entonces apareció allí muy formal. Se quitó el sombrero ante Bush, en lugar de tocárselo simplemente, y se quedó de pie sujetándolo, con la coleta golpeando en sus hombros por el ventarrón. Debía de estar pidiendo permiso para hablar.

—Señor —dijo Bush—. El señor Wise pregunta en nombre de la tripulación, señor. ¿Estamos en guerra?

¿Sí? ¿O no?

—Las ranas lo saben, pero nosotros no… todavía no, señor Wise. —No había nada malo en que un capitán admitiera su ignorancia cuando la razón de esa ignorancia debía estar perfectamente clara para la tripulación, en cuanto se parasen a considerar la cuestión, tal como ocurría ahora. Quizá fuese el momento de hacer un discurso formal, pero pensándolo mejor, Hornblower desestimó esa idea. Aunque su instinto le advirtió de que la situación exigía algo más que una simple frase—. Cualquier hombre de este barco que piense que hay una forma diferente de cumplir su deber en tiempo de paz es probable que reciba unos latigazos en la espalda, señor Wise. Dígale eso a la tripulación.

Eso bastaba para la ocasión. Prowse estaba de vuelta, mirando hacia las jarcias con los ojos entornados y calibrando la conducta del barco.

—¿Cree usted que podrá soportar la vela de estay del mastelero de gavia, señor?

Era una pregunta con muchas implicaciones, pero sólo había una respuesta posible.

—No —respondió Hornblower.

La vela de estay probablemente le daría al Hotspur un poco más de velocidad en el agua. Pero podía también hacerlo escorar muy considerablemente, y eso junto con el área adicional de lona expuesta al viento aumentaría de forma apreciable su deriva. Hornblower había visto al Hotspur en carena, conocía las líneas de la curva de su bodega y podía estimar el ángulo máximo en el que podía retener el agarre del agua. Esos dos factores podían contrarrestarse, pero había un tercero que podía inclinar la balanza: cualquier incremento en la superficie de lona expuesta aumentaría a su vez las posibilidades de dejarse llevar un poco.

Y un fallo, pequeño o grande, desde la rotura de una estacha a la pérdida de un mastelero, arrojaría al Hotspur al alcance de los cañones enemigos, sin ninguna esperanza.

—Si el viento se modera algo, ésa es la primera lona extra que largaremos —siguió Hornblower, intentando suavizar la brusquedad de su rechazo, y luego añadió—: Tome nota de cómo vira ese barco con relación a nosotros.

—Ya lo he hecho, señor —respondió Prowse. Un punto positivo para Prowse.

—¡Señor Bush! Puede hacer que baje el vigía.

—Sí, señor.

Aquella persecución (o carrera) podía durar horas, días incluso, y no había motivo alguno para fatigar a toda la tripulación prematuramente. La borrasca desarrolló en su interior una nueva ráfaga, arrojando lluvia y agua sobre la cubierta. La Loire desapareció de la vista de nuevo cuando él la miraba, y mientras el Hotspur se sumergía e iba de un lado a otro como un barco de juguete, el otro luchaba contra viento y marea.

—¿Cuántos marineros están mareados por ahí? —preguntó Hornblower. Pronunció esa desagradable palabra de la misma manera que un hombre al que le dolieran las muelas.

—Unos cuantos, me atrevería a decir, señor —contestó Bush en un tono completamente neutro.

—Llámeme cuando esté de nuevo a la vista —dijo Hornblower—. Bueno, en cualquier momento, en caso de necesidad, por supuesto.

Dijo estas palabras con enorme dignidad. Y entonces se dedicó al extenuante ejercicio físico de luchar para volver a popa, abajo, a su cabina. Su vértigo exageraba los brincos de la cubierta bajo sus pies, y el balanceo de su coy cuando se echó sobre él, gruñendo. Fue el propio Bush quien le llamó un poco más tarde.

—El tiempo está despejando, señor —la voz de Bush llegó a través de la puerta de la cabina, entre el rugido de la tormenta.

—Muy bien. Ya voy.

Cuando salió ya era visible una sombra a estribor, y pronto apareció con toda claridad la Loire al despejarse el aire. Allí estaba, escorando agudamente, con las vergas en viento, las troneras bastante a la vista para poder contarlas cuando llegaran de nuevo al nivel adecuado, el agua salpicando en grandes chorros por encima de la proa a barlovento y entonces, en un bandazo, pudo vislumbrar fugazmente una mancha de color rosa oscuro, su fondo de cobre. Los ojos de Hornblower le dijeron algo que Prowse y Bush pusieron simultáneamente en palabras.

—¡Está adelantándonos! —exclamó Bush.

—¡Está a una cuarta entera hacia adelante por el través! —añadió Prowse.

La Loire se desplazaba por el agua más rápidamente que el Hotspur, ganando la carrera hasta el momento. Todo el mundo sabía que los ingenieros navales franceses eran más listos que los ingleses. Los barcos franceses normalmente eran más rápidos. En este caso en particular, aquello podía significar una tragedia. Pero había otras noticias peores todavía.

—Creo, señor —dijo Bush lentamente, como si cada palabra le costase un gran dolor—, que nos está ganando el barlovento también.

Bush quería decir que la Loire no estaba cediendo en el mismo grado que el Hotspur en el empuje del viento a sotavento. Relativamente, el Hotspur derivaba sobre la Loire, junto a sus cañones. Hornblower, con una punzada de aprensión, sabía que Bush tenía razón. Sólo era cuestión de tiempo, si las presentes condiciones climatológicas persistían, que la Loire pudiese abrir sus portas y comenzar a disparar. Así que se le negaba la manera más simple de esquivar los problemas. Si el Hotspur fuese el más rápido y el más capaz de navegar de bolina de los dos, podría mantener la distancia que eligiese. Su primera línea de defensa estaba rota.

—No hay que sorprenderse por ello —repuso. Trató de hablar con frialdad, o despreocupadamente, decidido a mantener su dignidad como capitán—. Tiene el doble de tamaño que nosotros.

El tamaño es importante cuando se navega de bolina. Las olas que rompen contra los barcos pequeños y contra los grandes son las mismas, pero pueden empujar a los barcos pequeños más hacia sotavento. Además, las quillas de los grandes barcos ahondan más bajo la superficie, por debajo de la turbulencia, y mantienen un agarre mucho mejor en aguas más tranquilas.

Los tres catalejos, al unísono, se dirigieron hacia la Loire.

—Está tomando un poco por avante —dijo Bush.

Hornblower podía ver las gavias de la Loire estremecerse momentáneamente. Estaba sacrificando parte de su progreso para ganar unas pocas yardas a barlovento; con su mayor velocidad, podía permitírselo.

—Sí. Nos hemos nivelado con ellos de nuevo —repuso Prowse.

Aquel capitán francés conocía bien su oficio. Matemáticamente, el mejor rumbo que se puede tomar cuando trata uno de acercarse a un barco a barlovento es mantener el barco bien estabilizado de cara al viento, y allí fue donde el Hotspur volvió a encontrarse de nuevo, con relación a la Loire, mientras esta última, volviendo a su anterior rumbo, ciñendo, se encontraba veinte o treinta yardas más cerca de ellos en la dirección del viento. Un avance de veinte o treinta yardas, repetido las suficientes veces, y añadido a la ventaja resultante de ser el barco más capaz de navegar de bolina, podía finalmente cerrar el cerco.

Los tres catalejos se apartaron de los ojos, y Hornblower encontró la mirada de sus dos subordinados. Le consultaban para el próximo movimiento en aquella crisis.

—Todos a sus puestos, por favor, señor Bush. Voy a cambiar de bordada.

—Sí, señor.

Aquel momento era peligroso. Si el Hotspur maniobraba mal, estaba perdido. Si fallaba la virada (como había sucedido una vez, cuando Cargill lo maniobraba) quedaría inmóvil en el agua durante minutos, hundiéndose a sotavento y con la Loire acercándose a él rápidamente, y con aquella borrasca, las velas podían rasgarse hasta quedar convertidas en jirones y dejarles más indefensos todavía, aunque no ocurriera nada más grave. La operación debía llevarse a cabo a la perfección. Casualmente, Cargill era el oficial de guardia. Podía encomendársele la tarea. También a Bush, o a Prowse. Pero Hornblower sabía perfectamente bien que no habría soportado la idea de que cualquier otro que no fuera él mismo asumiera aquella responsabilidad, sea a sus propios ojos o a los ojos de la tripulación.

—Voy a cambiar de bordada, señor Cargill —comunicó, y aquello establecía la responsabilidad de forma irrevocable.

Fue hacia el timón y miró en torno a él. Sentía la tensión, los rápidos latidos de su corazón, y notaba con momentáneo asombro que la sensación era placentera, que estaba disfrutando de aquel momento de peligro. Entonces se olvidó de todo excepto del barco. Los marineros permanecían en sus puestos. Todos los ojos estaban clavados en él. El viento ululaba junto a sus oídos. Plantó sus pies en cubierta firmemente y examinó el mar ante él. Aquél era el momento.

—Ahora, despacio —gruñó a los marineros al timón—. Metan caña. —Hubo un breve intervalo antes de que el Hotspur respondiese. Ahora su proa estaba girando—. ¡Caña a sotavento! —gritó Hornblower.

Se bracearon los foques y bolinas, mientras Hornblower observaba la conducta del barco como un tigre acechando a su presa.

—¡Amuras y escotas! —y luego, volviendo al timón—: ¡Ahora! ¡Todo timón!

Estaba virando rápidamente contra el viento.

—¡Bracea en contra a popa! —los hombres estaban animados con la excitación del momento. Bolinas y brazas fueron desamarradas y las vergas viraron pesadamente en el momento exacto en que el Hotspur se puso directamente de cara al viento.

—¡Ahora! ¡Cambia! ¡Todo! —gritó Hornblower al timón. El Hotspur estaba virando con rapidez, y tenía tanto impulso que la pala del timón podía agarrarse con efectividad, controlando el balanceo antes de que pudiera girar demasiado.

—¡Largar todo!

Ya estaba hecho: el Hotspur había cambiado de rumbo sin perder innecesariamente ni un segundo ni una yarda, azotando el agua ahora con su amura de estribor que rompía las olas. Pero no había tiempo para sentir alivio o placer. Hornblower corrió a la aleta de babor para apuntar su catalejo hacia la Loire. Estaba virando de forma natural. Las matemáticas de la teoría de la persecución a barlovento requerían que el perseguidor virase en el mismo momento que el perseguido. Pero en este caso iba a ser demasiado tarde para ellos. El primer indicio de que el Hotspur estaba a punto de virar lo tendrían cuando vieran temblar el velacho, y aunque la Loire tuviera a todos los hombres en sus puestos y listos para seguirles, el Hotspur tendría un margen de un par de minutos. La Loire era mucho más lenta en la virada. Entonces, cuando el Hotspur se colocó ya en su nuevo rumbo con las velas desplegadas hasta la última pulgada de lona, la gavia del trinquete de la Loire se estaba moviendo todavía, y su proa virando. Cuanto más lejos tuviera que girar, más distancia perdería en aquella carrera hacia barlovento.

—Hemos ganado el barlovento, señor —dijo Prowse, mirando por su catalejo—. Ahora estamos yendo de bolina.

El Hotspur había recuperado parte de su preciosa ventaja, y la segunda línea de defensa de Hornblower demostró ser mejor que la primera.

—Tomen la dirección de nuevo —ordenó Hornblower.

Una vez en su nuevo rumbo, las ventajas naturales de la Loire se impusieron una vez más. Hizo patente su mayor velocidad y maniobrabilidad. Se acercó de nuevo al Hotspur un cuarto de braza por el través. Entonces pudo tomar por avante brevemente y ganar un poco más a barlovento del Hotspur. Los minutos pasaban como segundos, una hora transcurrió como si fuera un minuto, mientras el Hotspur cabeceaba, con todos los hombres braceando en la escorada cubierta y el viento silbando sin cesar.

—¿Viramos de bordo de nuevo, señor? —preguntó Bush, vacilante, consciente de su gran atrevimiento, pero sabiendo que el momento correcto según la teoría estaba pasando.

—Esperaremos un poco más —repuso Hornblower—. Esperaremos a esa racha.

El viento soplaba con furia sobre ellos, y el mundo se perdió de vista tras una cortina de lluvia torrencial. Hornblower se volvió desde la batayola, por encima de la cual estaba mirando, y trepó por el empinado puente al timón. Tomó el megáfono.

—Preparados para virar de bordo.

Con las ráfagas que estaban soplando, la tripulación apenas podía oír lo que decía, pero todos tenían los ojos clavados en él, todo el mundo estaba alerta, y, como estaban bien entrenados, no podían confundir sus órdenes. Era un asunto difícil virar con aquella borrasca, porque las ráfagas podían variar una cuarta o dos, impredeciblemente. Pero el Hotspur era tan fácil de maniobrar (y la maniobra estaba tan bien calculada) que tenían un buen margen en caso de emergencia. El viento cambió ligeramente y amenazaba con abatirlo, pero fue vencido porque todavía tenía la suficiente gobernabilidad y control para seguir balanceándose. La ráfaga se extinguió y la helada y cegadora lluvia cesó mientras los marineros estaban adrizando, y el último soplo de viento vino a sotavento, escondiendo todavía a la Loire de la vista.

—¡Esto ha acabado con ellos! —dijo Bush, con satisfacción. Estaba recreándose mentalmente en la imagen de la Loire todavía corriendo en el rumbo original mientras el Hotspur estaba confortablemente en el otro, y el espacio entre los dos barcos se iba ensanchando rápidamente.

Se quedaron mirando las ráfagas que viajaban por encima del agua gris y veteada de espuma, ululando, hacia Francia. Entonces, en aquella espesa bruma, vieron de pronto una masa sólida que tomaba forma; vieron sus contornos definirse cada vez con mayor claridad.

—Dios… —exclamó Bush. Estaba desconcertado, mudo de asombro, y no pudo acabar el juramento. Porque allí estaba la Loire, surgiendo de la borrasca, instalada cómodamente en el mismo rumbo que el Hotspur, cabeceando en su incansable persecución y con la distancia entre ambos no disminuida en modo alguno.

—No intentaremos otra vez ese truco —repuso Hornblower. Hizo un esfuerzo para sonreír.

El capitán francés no era ningún tonto, evidentemente. Había observado que el Hotspur se retrasaba una vez pasado el mejor momento para virar de rumbo, había visto que la borrasca lo engullía y se había anticipado a su acción. Seguramente habría virado exactamente en el mismo momento que ellos. En consecuencia, perdió muy poco terreno al cambiar el rumbo, y ese poco lo había vuelto a ganar ya para el momento en que los barcos se hallaron a la vista uno del otro de nuevo. Ciertamente, era un enemigo peligroso. Debía de ser uno de los más hábiles capitanes que poseía la marina francesa. Algunos se habían distinguido mucho en la última guerra; si bien es cierto que, como consecuencia del mayor poderío naval británico, la mayoría de ellos habían acabado la guerra como prisioneros, y sólo la Paz de Amiens les había liberado.

Hornblower se alejó de Bush y Prowse y trató de caminar por el puente inclinado, para pensar en todas las implicaciones del asunto. Aquélla era una situación peligrosa, casi la peor a la que se había enfrentado nunca. Inexorablemente, el viento y las olas estaban acercando el Hotspur a la Loire. Mientras trataba de caminar por la cubierta, sintió sus sacudidas y bandazos, distintos de su cabeceo y balanceo habitual. Era una «ola traidora», generada por alguna combinación inusual de viento y agua, que se estrellaba contra la banda de barlovento del Hotspur como un ariete que les golpease. Cada pocos segundos se hacían notar esas olas, deteniendo al Hotspur y empujándolo totalmente a sotavento. La Loire se estaba encontrando con olas idénticas, pero su mayor tamaño le hacía menos sensible a su influencia. Estas olas jugaban su papel junto con las demás fuerzas de la naturaleza a la hora de disminuir el espacio entre los dos barcos.

¿Y si se veían obligados a luchar? No, ya había pasado antes por aquello. Tenía un buen barco, y una tripulación bien entrenada, pero con aquella mar revuelta, la ventaja que tenía se vería sobrepasada ampliamente por el hecho de que la Loire proporcionaría una plataforma mucho más estable para los cañones. Las oportunidades, de cuatro a uno en cuanto al peso de metal, constituían un riesgo demasiado grande. Momentáneamente, Hornblower tuvo la visión de su propio nombre mencionado en el futuro, en los libros de historia. Quizá tuviera la distinción de ser el primer capitán británico en caer en la presente guerra como víctima de la Armada francesa. ¡Vaya distinción! Entonces, a pesar de las heladas ráfagas de viento que soplaban en torno a él, pudo notar su sangre caliente correr bajo su piel mientras se imaginaba la batalla. Los horrores se presentaron ante él en interminable sucesión, hasta el día del juicio final, como los reyes de Macbeth. Pensó en la muerte. Pensó en convertirse en prisionero de guerra; había experimentado ya aquello en España y sólo de forma milagrosa consiguió la liberación. La última guerra duró diez años; ésta podría durar lo mismo. ¡Diez años en prisión! Diez años durante los cuales sus hermanos de armas podían estar consiguiendo fama, distinciones, haciendo fortuna mientras él se consumía en prisión, y si salía al final, lo haría convertido en un loco excéntrico, olvidado por todos los de su mundo…, olvidado incluso por María, se imaginó. Prefería morir, al igual que prefería la muerte a quedar mutilado; o al menos eso le parecía (se dijo a sí mismo con brutalidad) hasta que la elección se presentase ante él de forma más inminente. Entonces quizá se retractase, porque no quería morir. Trató de decirse a sí mismo que no temía a la muerte, que simplemente lamentaba la perspectiva de perderse todas las cosas interesantes y divertidas que la vida le reservaba, y enseguida se despreció a sí mismo por no ser capaz de enfrentarse a la horrible verdad de que, en efecto, tenía miedo.

Entonces rechazó todos esos pensamientos sombríos. Estaba en peligro y no tenía tiempo para morbosas introspecciones. Se pidió a sí mismo resolución e ingenio. Trató de hacer de su cara una máscara que ocultase sus recientes pensamientos mientras buscaba la mirada de Bush y Prowse.

—Señor Prowse —dijo—. Traiga su diario. Veamos el mapa.

El cuaderno de bitácora registraba todos los cambios de rumbo, las mediciones de velocidad efectuadas cada hora, y mediante su ayuda se podía calcular (o al menos deducir) la presente posición del barco empezando desde su último punto de partida en Ar Men.

—Estamos llegando a sus buenas dos cuartas a sotavento —anunció Prowse con desaliento. Su larga cara parecía alargarse más todavía al mirar a Hornblower sentado en el cuarto de derrota. Hornblower sacudió la cabeza.

—No más de una cuarta y media. Y la marea está jugando a nuestro favor durante las últimas dos horas.

—Espero que tenga razón, señor —dijo Prowse.

—Si no la tengo —repuso Hornblower, haciendo funcionar las dos reglas paralelas—, tendremos que cambiar de planes.

El desánimo sin motivo irritaba a Hornblower cuando lo mostraban otras personas; conocía muy bien esa sensación.

—Dentro de otras dos horas —se lamentó Prowse—, el barco francés nos tendrá a tiro de sus cañones.

Hornblower miró fijamente a Prowse, y bajo aquella mirada firme Prowse recordó al fin su omisión, que remedió enseguida, tardíamente, añadiendo la palabra «señor». Hornblower no iba a permitir ninguna relajación de la disciplina, sobre todo en una crisis, sucediera lo que sucediera… Sabía bastante bien cómo podían acabar ese tipo de cosas en el futuro. Aunque no hubiera futuro. Una vez aclarado ese punto, no había necesidad de insistir más.

—Vea, doblaremos Ushant por barlovento —dijo, mirando la línea que había marcado con lápiz en el mapa.

—Quizá, señor —replicó Prowse.

—Cómodamente.

—Yo no diría tanto, señor.

—Cuanto más cerca, mejor —insistió Hornblower—. Pero no podemos forzarlo. No haremos ni una pulgada más a sotavento.

Había pensado más de una vez en la posibilidad de doblar Ushant tan de cerca que la Loire no fuera capaz de mantener su rumbo. Entonces el Hotspur se liberaría de la persecución como una ballena que se desprende una lapa rascándose contra una roca. Una idea divertida e ingeniosa, pero no practicable, mientras el viento permaneciera estable.

—Pero aunque nosotros doblemos Ushant por barlovento, señor —insistió Prowse—, no veo cómo nos ayudará eso. Estaremos a su alcance para entonces, señor.

Hornblower dejó el lápiz. Había estado a punto de decir: «Quizá nos ahorraríamos problemas arriando nuestros colores en ese momento, señor Prowse», pero recordó a tiempo que tal mención de la posibilidad de rendición, aun con intenciones sarcásticas, era contraria al Código Militar. En lugar de eso, iba a castigar a Prowse ocultándole el plan que tenía en mente. También le sería útil si el plan fallaba y tenía que retroceder hasta otra línea de defensa.

—Ya lo veremos cuando llegue el momento —repuso lacónicamente, y se levantó de su silla—. Nos necesitan en cubierta. Ya habrá tiempo de volver sobre el tema de nuevo.

En cubierta, el viento soplaba con más fuerza que nunca. El agua salpicaba continuamente. Allí estaba la Loire, inmóvil a sotavento y tomando por avante para estrechar considerablemente el espacio. Los hombres se pusieron a trabajar en las bombas; en aquellas condiciones climatológicas, tenían que tener las bombas en funcionamiento durante media hora cada dos horas, para eliminar del barco el agua de mar que entraba a bordo a través de las tensas cuadernas.

—Viraremos por avante, señor Poole, tan pronto como las bombas empiecen a achicar.

—Sí, señor.

A poca distancia hacia delante se encontraba Ushant y su plan para quitarse de encima la Loire, pero antes tenían que cambiar de bordada al menos un par de veces más, y cada vez existía la posibilidad de cometer un error, de entregar al Hotspur y a sí mismo al enemigo. No debía tropezar con ningún obstáculo puesto ante sus pies, mientras mantenía los ojos en el horizonte. Se esforzó por realizar la maniobra con más limpieza que nunca, y procuró pasar por alto cualquier sentimiento de alivio cuando se completó.

—Le hemos ganado un cable entero esta vez, señor —informó Bush, después de ver la Loire estabilizarse en la amura de estribor por el través del Hotspur.

—No siempre podremos ser tan afortunados —dijo Hornblower—. Pero haremos esta bordada corta y veremos.

En la amura de estribor se estaba alejando de su objetivo. Cuando viraron a la amura de babor de nuevo, tuvo que esperar durante un tiempo considerablemente mayor, pero aparentó que había sido por descuido. Si podía engañar a Bush, también podría engañar al capitán francés.

Los hombres parecían estar disfrutando mucho de aquella competición de navegación. Se mostraban alegres, deleitándose en el trabajo de engañar al viento y ganar vía pulgada a pulgada para el Hotspur. Debía de ser bastante obvio para ellos que la Loire estaba ganando la carrera, pero no les importaba. Se reían, hacían bromas y miraban al otro barco. No tenían idea del peligro de la situación, o mejor, no les importaba. La proverbial suerte de la marina británica les salvaría, o la torpeza de los franceses. O la habilidad de su capitán…, sin fe en él, seguramente estarían mucho más asustados.

Era el momento ya de virar de bordo de nuevo y adelantar hacia Ushant. Recuperó la dirección del barco y lo hizo virar. Sólo cuando el giro se completó notó, con satisfacción, que había olvidado su nerviosismo por el interés que ponía en la situación.

—Nos estamos acercando rápidamente, señor —dijo Prowse, tan sombrío como siempre. Tenía el sextante en la mano y acababa de medir el ángulo subtendido entre el tope del mástil de la Loire y su línea de flotación.

—Ya lo veo, gracias, señor Prowse —saltó Hornblower. A aquel respecto, el ojo era tan fiable como cualquier observación instrumental, con aquella mar gruesa.

—Es mi deber, señor —repuso Prowse.

—Me alegro de ver que cumple su deber, señor Prowse —dijo Hornblower. El tono que usó equivalía a decir: «me importa un pito tu deber», cosa que hubiera estado totalmente en contra de las ordenanzas de guerra.

Hacia el norte, el Hotspur mantuvo su curso estable. Una ráfaga lo tragó, cegándolo, mientras los timoneles hacían malabarismos desesperadamente con el timón, dejando al barco, inevitablemente, inclinarse a sotavento en la peor de las ráfagas, y metiendo caña para mantenerlo ciñendo cuando el viento virara una cuarta. La racha final pasó a un lado, haciendo ondear los faldones de la casaca de Hornblower. Hizo aletear también las perneras de los pantalones de los timoneles a la caña del timón, de modo que al mirarlos alguien ajeno al barco hubiera podido creer que, con sus oscilantes brazos y ondulantes piernas, estaban bailando alguna extraña danza ritual. Como siempre, cuando pasó la borrasca, todos los ojos no dedicados a realizar algún trabajo se volvieron a sotavento para buscar la Loire.

—¡Ahí está! —chilló Bush—. ¡Mire, señor! ¡Les hemos engañado bien!

La Loire había virado de bordo. Allí estaba, acabando de establecerse en la amura de estribor. El capitán francés se había pasado de listo. Había decidido que el Hotspur viraría cuando estuviera oculto por la borrasca, y se había movido para anticiparse a él. Hornblower miró hacia la Loire. Aquel capitán francés debía de estar hirviendo de rabia al ponerse de manifiesto de ese modo su error ante su tripulación. Eso podía empañar un poco su juicio. Quizá se pusiera nervioso. De todos modos, había pocas señales de ello por el momento. Había estado a punto de halar sus bolinas, pero llegó a una rápida y sensata decisión. Para virar de nuevo hubiera necesitado permanecer durante algún tiempo en el rumbo presente mientras el buque recuperaba la velocidad y maniobrabilidad, así que en lugar de eso, hizo uso del impulso del giro que todavía tenía, metió a sotavento y completó el círculo, haciendo girar en redondo a su barco de modo que por un momento presentó la popa al viento antes de llegar al final de nuevo a su rumbo original. Fue un trabajo realizado con gran sangre fría, aprovechando un error de la mejor manera posible, pero aun así, la Loire había perdido mucho terreno.

—Dos cuartas con el viento un poco a popa de través —dijo Prowse.

—Y está mucho más abajo a sotavento, también —añadió Bush.

La ventaja mayor, decidió Hornblower mirándolo, era que hacía posible e incluso probable la larga bordada hacia el norte que requería su plan. Podía hacer una larga bordada en la amura de babor sin que el capitán francés viese nada inusual en ello.

—¡Derecho, ahí! —gritó al timón—. ¡Déjalo derivar un poco! ¡Vía así!

Se reanudó la carrera. Los dos barcos cabeceaban, luchando con el viento huracanado que no remitía. Hornblower podía ver el amplio ángulo desde la vertical descrito por los palos de la Loire mientras se balanceaba; podía ver sus vergas inclinándose hacia el mar, y estaba seguro de que el Hotspur estaba actuando de la misma manera, balanceándose incluso un poco más, quizás. Así que aquella misma cubierta en la que él se encontraba estaba inclinada en aquel ángulo fantástico también; estaba orgulloso de haber recuperado su estabilidad con tanta rapidez. Podía mantener el equilibrio con una rodilla tiesa y rígida, la otra considerablemente doblada, mientras se inclinaba hacia delante, hacia el talón de la quilla, y luego podía enderezarse con el balanceo casi con tanta estabilidad como Bush. Y su mareo también había mejorado… No, fue un error dejar que aquel asunto le volviera a la mente, porque tuvo que contener las náuseas en el momento en que lo hizo.

—Hacer una bordada larga como ésta les da una oportunidad, señor —gruñó Prowse, haciendo juegos malabares con el catalejo y el sextante—. Se está acercando a nosotros rápidamente.

—Hacemos lo que podemos —respondió Hornblower.

Su catalejo podía revelarle ahora muchos detalles de la Loire, mientras se concentraba en mirarla para distraerse del mareo. Entonces, cuando estaba a punto de bajar el catalejo para descansar el ojo, vio algo nuevo. Las troneras a lo largo de la banda de barlovento parecían cambiar de forma, y mientras seguía mirándolas vio, primero apareciendo por una porta, luego por otra y finalmente por la línea entera, las bocas de sus cañones que avanzaban cautelosamente, mientras una tripulación invisible tiraba de los cabos de los motones para arrastrar los enormes pesos contra el desnivel de la cubierta.

—Están sacando los cañones, señor —informó Bush, de forma innecesaria.

—Sí.

No tenía sentido imitarles aún. El Hotspur tendría que sacar los cañones de la banda de sotavento. Eso incrementaría la quilla y lo haría mucho menos capaz de navegar de bolina. Escorado como estaba, probablemente haría agua por encima de las portas, en el punto más bajo de su balanceo. Finalmente, aun con una elevación extrema, tendrían casi todo el tiempo la quilla por debajo de la horizontal, y los cañones serían inútiles, aunque los artilleros se sincronizaran a la perfección, contra un blanco a cualquier distancia.

Los vigías del mastelero de proa gritaban algo, y entonces uno de ellos se lanzó a un obenque y corrió al alcázar de popa.

—¿Por qué no usas la burda como un verdadero marinero? —preguntó Bush, pero Hornblower le detuvo.

—¿Qué pasa?

—Tierra, señor —farfulló el marinero. Estaba empapado hasta los huesos por el agua que chorreaba por todos lados, y el viento la barría según iba goteando de su cuerpo.

—¿Hacia dónde?

—Proa sotavento, señor.

—¿A cuántas cuartas?

Pensó un momento.

—Sus buenas cuatro cuartas, señor.

Hornblower miró a Prowse.

—Será Ushant, señor. Deberíamos doblar por barlovento con suficiente espacio.

—Quiero estar seguro de eso. Haría usted mejor en subir a la arboladura, señor Prowse. Haga la mejor estimación que pueda.

—Sí, señor.

No le haría ningún daño a Prowse hacer el fatigoso viaje al calcés.

—Pronto abrirá fuego, señor —dijo Bush, refiriéndose al navío francés, y no a la figura de Prowse que se alejaba—. De momento no tenemos muchas probabilidades de replicar. En el otro rumbo quizá sí, señor.

Bush estaba listo para luchar contra todo pronóstico, y no era consciente de que Hornblower no tenía intenciones de virar de nuevo.

—Ya lo veremos cuando llegue el momento —repuso Hornblower.

—Está abriendo fuego ya, señor.

Hornblower se volvió de repente, justo a tiempo para ver una nubecilla de humo desvaneciéndose en el viento, y luego otras, todas bajo la banda de la Loire. Duraban apenas un segundo antes de que el viento se sobrepusiese a la fuerza de la pólvora que las provocaba. Eso era todo. Ningún sonido de la andanada les llegaba contra el viento, y no había ni rastro de la caída de proyectil alguno.

—Largo alcance, señor —dijo Bush.

—Una oportunidad de ejercitar a sus artilleros —comentó Hornblower.

Su catalejo le mostraba las bocas de los cañones de la Loire desapareciendo hacia atrás en el barco para volverlos a cargar.

Había algo extrañamente irreal en todo aquello, en el silencio de aquella andanada, en el hecho de que el Hotspur estuviera bajo el fuego, en el hecho de que él mismo pudiera estar muerto en cualquier momento como resultado de un tiro afortunado.

—Busca un tiro afortunado, supongo, señor —opinó Bush, haciéndose eco con las mismas palabras de los pensamientos de Hornblower, de modo que la situación todavía le pareció más extraña e irreal.

—Naturalmente —Hornblower dijo aquella palabra con gran esfuerzo, y con aquella entonación extraña, su voz (el tono muy elevado para enfrentarse al aullido del viento) parecía venir de muy lejos.

Si al francés no le importaba un enorme desperdicio de pólvora y municiones, podía abrir fuego a aquella distancia, al límite del alcance de sus cañones, con la esperanza de infligir daños suficientes a los aparejos del Hotspur para retardarlo. Hornblower podía pensar todavía con bastante claridad, pero era como si estuviera observando las aventuras de otra persona.

Ahora, Prowse volvía al alcázar.

—Doblaremos tierra por barlovento a unas buenas cuatro millas, señor —dijo. El agua que levantaba la amura de barlovento le había empapado casi de forma tan absoluta como a los marineros. Miró la Loire—. Ni una oportunidad de inclinarnos a sotavento, supongo, señor.

—Claro que no —remarcó Hornblower. Mucho antes de que tal plan pudiera dar fruto, se vería implicado en una batalla aunque tuviera que caer a sotavento, en la esperanza de forzar a la Loire a virar de bordo para evitar encallar—. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que lleguemos a la altura de tierra?

—Menos de una hora, señor. Quizá media. Debería estar a la vista desde cubierta en cualquier momento.

—¡Sí! —exclamó Bush—. ¡Ahí está, señor!

Por encima de proa, a sotavento, Hornblower pudo ver la negra silueta de la costa de Ushant. Ahora los tres puntos del triángulo, Ushant, el Hotspur y la Loire estaban dibujados ante él, y podía medir bien su próximo movimiento. Tendría que mantener su rumbo actual durante un tiempo considerable; tendría que soportar más andanadas, le gustase o no… Locas palabras estas últimas, porque a nadie le podía gustar estar bajo el fuego. Apuntó su catalejo hacia tierra, comprobando el movimiento de su barco con relación a ésta, y entonces, mientras miraba al exterior, atisbo algo fugazmente con el rabillo del ojo. Le costó un par de segundos deducir qué era lo que había visto: dos chapoteos, separados por un centenar de pies y por una décima de segundo. Una bala de cañón había rebotado en la cresta de una ola y se sumergía en la siguiente.

—Están afinando mucho la puntería, señor —declaró Bush.

La atención de Hornblower se dirigió a la Loire a tiempo para ver la siguiente y breve nubecilla de humo desde su costado; no vio el proyectil. Entonces llegó la siguiente bocanada de humo.

—Supongo que tienen algunos buenos tiradores a bordo que van de un cañón a otro —dijo Hornblower.

Si éste fuera el caso, el tirador debería esperar cada vez a las condiciones adecuadas de balanceo: una frecuencia de tiro bastante lenta, que diera tiempo suficiente para recargar y disparar de nuevo, más despacio que las andanadas pero no demasiado.

—Ahora se oyen los cañones, señor. El agua trae el sonido.

Era un feo, chato y breve estampido que se oía inmediatamente después de ver cada nubecilla de humo.

—Señor Bush —dijo Hornblower, hablando lentamente mientras notaba cómo se apoderaba de él la excitación de la crisis que se avecinaba—. Conoce a sus hombres… y los planes de combate de memoria, estoy seguro de ello.

—Sí, señor —confirmó Bush, simplemente.

—Quiero… —Hornblower comprobó la posición de la Loire de nuevo—. Quiero suficientes hombres en las brazas y bolinas para maniobrar el barco adecuadamente. Pero quiero también gente suficiente para manejar los cañones de una banda.

—Eso no será fácil, señor.

—¿Imposible?

—Casi, señor. Pero creo que podré hacerlo.

—Entonces, arréglelo. Sitúe a unos hombres en los cañones de babor, por favor.

—Sí, señor. A babor.

La repetición era habitual en la marina para evitar malentendidos. En la voz de Bush hubo sólo una levísima nota de oposición, porque el costado de babor era el que estaba al otro lado del enemigo.

—Quiero… —siguió Hornblower, lentamente todavía—. Quiero que los cañones de babor salgan por la tronera cuando nosotros viremos de bordo, señor Bush. Yo daré la orden. Y los quiero de nuevo dentro como el rayo y con las portas cerradas. Daré la orden para eso, también.

—Sí, señor. De nuevo dentro.

—Entonces irán a estribor y sacarán los cañones de esa banda listos para abrir fuego. ¿Me comprende, señor Bush?

—Sí, señor.

Hornblower miró a su alrededor, a la Loire y a Ushant de nuevo.

—Muy bien, señor Bush. El señor Cargill necesitará cuatro hombres para un trabajo especial, pero puede empezar usted a disponer el resto.

Ahora la suerte estaba echada. Si sus cálculos resultaban incorrectos, quedaría como un idiota a los ojos de toda la tripulación. También podía morir o ser hecho prisionero. Pero ahora ya estaba decidido y el espíritu de lucha se agitaba en su interior como lo hizo cuando abordó el Renown para recuperarlo. Sonó un súbito grito por encima de sus cabezas, tan inesperado que hasta Bush se detuvo en seco mientras iba avanzando. Un cabo de remolque se partió misteriosamente en dos en el aire, el final superior saltando horizontal en el viento, el inferior volando hasta arrastrarse por encima de la borda. Era un disparo más afortunado que ninguno de los que habían pasado cerca del Hotspur, a veinte pies por encima de la cubierta.

—¡Señor Wise! —gritó Hornblower por el megáfono—. Que amarren de nuevo esa driza.

—Sí, señor.

El espíritu de travesura se instaló en la mente de Hornblower junto con su excitación, y levantó el megáfono de nuevo.

—¡Señor Wise! ¡Si lo considera necesario, puede decirles a los hombres que estamos en guerra!

Aquello provocó las risas que Hornblower ya preveía por todo el barco, pero ya no era momento de frivolidades.

—Avise al señor Cargill.

Cargill se presentó con cierto aire de ansiedad en su redonda cara.

—No pasa nada malo, señor Cargill. Le he elegido para una tarea de responsabilidad.

—¿Sí, señor?

—Hable con el señor Bush y que le dé cuatro marineros expertos, y sitúese en el castillo de proa en las drizas y escotas del foque. Vamos a cambiar de amuras en breve, y luego volveré a mi rumbo original. Así que ya saben lo que tienen que hacer. En cuanto vean mi señal, icen el foque en el estay y luego acuartelen a babor. Quiero estar bien seguro de que lo han entendido. ¿Es así?

Pasaron algunos segundos, durante los cuales Cargill se hizo cargo del plan, y luego respondió:

—Sí, señor.

—Confío en que usted nos evite poner las velas en facha, señor Cargill. Después, tendrá que ingeniárselas solo. En el momento en que el barco esté virando y bajo control de nuevo, arríe el foque.

—Sí, señor.

—Muy bien, pues adelante.

Prowse estaba de pie muy cerca, esforzándose por escuchar todo aquello. Su larga cara parecía más alargada que nunca.

—¿Es la borrasca la que está haciendo que aleteen sus orejas, señor Prowse? —le espetó Hornblower, que no estaba de humor para nadie. Lamentó las palabras tan pronto como las hubo dicho, pero ya no había tiempo para echarse atrás.

La Loire permanecía inmóvil a sotavento, y más allá estaba Ushant. Ellos habían entrado en la bahía de Lampoul por el lado que da hacia el mar de Ushant, y ahora empezaban a salir de nuevo. El momento había llegado. No, mejor esperar un poco más. Silbó una bala de cañón y se oyó un estrépito. Apareció un hueco en la amurada de la banda de barlovento. El disparo había cruzado la inclinada cubierta y se había abierto camino a través de ella hacia el exterior. Un marinero en el cañón de aquel costado se miraba estúpidamente el brazo izquierdo donde tenía una herida producida por una astilla de la que empezaba a manar la sangre.

—¡Preparados para virar! —gritó Hornblower.

Ahora a por ellos. Tenía que engañar al capitán francés, que ya había demostrado que no era ningún tonto.

—Mantenga su catalejo en el francés, señor Prowse. Dígame lo que están haciendo. Cabo de derrota, un poco a sotavento. Sólo un poco. Con cuidado. ¡Caña a sotavento!

El velacho tembló. Ahora cada momento era precioso, y sin embargo él debía demorarlo al máximo para inducir al francés a comprometerse.

—¡Caña a sotavento, señor! Está virando.

Ése sería el momento (aunque realmente el momento acababa de pasar) en que el francés esperaba que él virase para evitar el fuego de cañón, y entonces intentaría virar tan simultáneamente como fuera posible.

—Ahora, timonel. Halar fuerte amuras y escotas.

El Hotspur estaba orzando. A pesar del breve retraso, todavía estaba bajo control.

—¡Señor Bush!

En la banda de barlovento se abrieron las cañoneras y los hombres arrastraron los cañones hacia el desnivel. Una ola traidora que golpeaba contra aquella banda entró a través de las portas e inundó la cubierta de agua hasta la altura de la rodilla, pero el francés tenía que ver aquellas bocas de cañón que aparecían en las cañoneras.

—¡Está virando, señor! —informó Prowse—. ¡Está soltando las brazas!

Debía asegurarse bien.

—¡Bracea en contra a popa!

Aquél era el momento de mayor peligro.

—Ya no está contra el viento, señor. Sus velachos están virando.

—¡Ceeeeesen!

La sorprendida tripulación se detuvo en seco cuando Hornblower gritó por el megáfono.

—¡Braceen todo en facha de nuevo! ¡Aprisa! ¡Cabo de derrota! ¡Todo a babor! ¡Señor Cargill!

Hornblower hizo una señal con la mano, y el foque subió en el estay. Con su tremenda fuerza mecánica en el bauprés, el foque, si le daban la oportunidad, haría retroceder el barco irresistiblemente. Cargill y sus hombres estaban halándolo a babor a pulso. Había bastante ángulo para que el viento actuara sobre él en la dirección adecuada. ¿Y era así? ¡Sí! El Hotspur estaba retrocediendo de nuevo, soslayando valientemente su aparente mal trato y la ola que encontró de proa, que se estrelló contra el castillo de proa. Estaba girando, cada vez más rápido, Cargill y sus hombres arriaron el foque que tan bien se había portado durante la operación.

—¡Esas brazas, ahí! Está yendo con el viento. ¡Aguanta! Timonel, aguante mientras gira. ¡Señor Bush!

Los cañoneros tiraron de las poleas y rodaron los cañones de nuevo. Fue un placer ver a Bush controlar su excitación sabiendo que estaban a salvo. Las portas se cerraron de golpe y los cañoneros corrieron hacia la banda de estribor. Podía ver la Loire ahora que el Hotspur había completado su vuelta, pero Prowse todavía estaba informando, siguiendo sus órdenes.

—Es incapaz de moverse, señor. Les hemos cogido por sorpresa.

Eso era lo que verdaderamente se proponía Hornblower. Creía probable poder efectuar su escapada a sotavento, quizá después de un intercambio de andanadas. La situación presente era posible, pero demasiado buena para ser verdad. La Loire estaba derivando indefenso en el viento. Su capitán había observado la maniobra del Hotspur demasiado tarde. En lugar de dar la vuelta a la otra bordada, poniendo su barco bajo control, y luego virar una vez más en su persecución, había tratado de seguir el ejemplo del Hotspur y vuelto a su rumbo anterior. Pero con una tripulación poco entrenada y sin un plan cuidadosamente preparado, la improvisación había fallado estrepitosamente. Hornblower vio a la Loire dar guiñadas en el viento y luego girar de nuevo, rehusando obstinadamente el control, como un caballo asustado. Y el Hotspur, quieto ante el viento, iba corriendo delante. Hornblower medía la distancia que se iba estrechando con un ojo calculador, más agudo todavía debido a su estado de excitación.

—¡Vamos a rendir honores al pasar, señor Bush! —gritó. No necesitaba megáfono con el viento a su favor—. ¡Artilleros! No disparéis hasta que su palo mayor llegue a la vista. ¡Cabo de derrota! Un poco a estribor. Vamos a pasar cerca.

«A tiro de pistola» era la distancia ideal para disparar una andanada de acuerdo con la tradición, o incluso «a medio tiro de pistola», veinte o diez yardas. El Hotspur pasaba a la Loire banda de estribor contra banda de estribor, pero la del Hotspur tenía los cañones fuera, cargados y listos, mientras que la Loire presentaba a la vista una línea de portas negras… lo cual no era extraño, dado el estado de confusión del buque.

Estaban a su nivel. El cañón número uno disparó con un fuerte estampido. Bush estaba de pie junto a él y dio la orden, y aparentemente se proponía ir andando a lo largo de toda la batería disparando cada cañón por turno, pero el Hotspur, con el viento detrás, iba demasiado rápido para él. Los otros cañones dispararon en una cadencia irregular. Hornblower vio volar las astillas del costado del buque francés, vio los agujeros que abrían las balas. Con el viento a su favor, el Hotspur apenas se balanceaba; estaba cabeceando, pero cualquier artillero con un poco de sangre fría podía asegurarse de dar en el blanco a quince yardas. Hornblower vio una solitaria portilla abierta en el costado de la Loire… Estaban tratando de maniobrar los cañones… unos minutos demasiado tarde. Entonces se puso a nivel con el alcázar de la Loire. Podía ver la confusa multitud que se apiñaba allí; durante un momento, creyó distinguir la figura del capitán francés, pero entonces la carronada que estaba junto a él disparó con un estrépito que le cogió por sorpresa, de modo que casi dio un salto en cubierta.

—Bala de metralla, señor —dijo el artillero volviéndose hacia él con una sonrisa—. Eso les enseñará.

Ciento cincuenta balas de mosquete en una salva de metralla barrerían el alcázar de la Loire como una escoba. Los infantes de marina apostados en cubierta estaban todos mordiendo cartuchos nuevos y usando diligentemente sus baquetas… seguramente habían estado disparando también, sin que Hornblower se diera cuenta. Bush había vuelto junto a él.

—¡Todos los disparos! —farfulló—. ¡Cada uno de los disparos, señor!

Era asombroso e interesante ver a Bush tan alterado, pero no había tiempo para tonterías. Hornblower miró hacia la Loire. Estaba todavía inmóvil; la andanada debía de haber precipitado de nuevo a su tripulación a un completo desorden. Y por encima de él estaba Ushant, sombrío y negro.

—Dos cuartas a babor —dijo al timonel. Un hombre inteligente procuraría conservar todo el espacio de maniobra que pudiera.

—¿Olvidaremos toda precaución y acabaremos con ellos, señor? —preguntó Bush.

—No.

Ésa fue una decisión inteligente, y llegó a ella aunque la fiebre de la lucha le invadía. A pesar de la ventaja que habían obtenido disparando una andanada inesperada, el Hotspur era demasiado débil para entrar voluntariamente en duelo con la Loire. Si la Loire hubiera perdido un palo, si hubiera quedado desarbolado o fuera de combate, lo habrían intentado. Los barcos estaban separados por casi una milla de distancia; en el tiempo necesario para atacar de nuevo a su enemigo, podría recuperarse y estar dispuesto para recibirles. Allí estaba: ahora había girado, volvía a estar bajo control. Sencillamente no podía ser.

Todos los hombres parloteaban como monos, y como monos bailaban por la cubierta llenos de excitación. Hornblower tomó el megáfono para amplificar su orden.

—¡Silencio!

Ante este grito, el barco instantáneamente quedó en silencio, con todos los ojos vueltos hacia él. Pero a él, extrañamente, eso no le preocupó. Caminaba por el alcázar arriba y abajo, sopesando la distancia a la que se encontraban de Ushant, ahora alejándose por estribor, y de la Loire, ahora con el viento. Esperó, estuvo a punto de tomar una decisión y esperó de nuevo, antes de dar sus órdenes.

—¡Caña a barlovento! Señor Prowse, gavias en facha, por favor.

Estaban en la mismísima boca del canal de la Mancha ahora, con la Loire a barlovento y una enorme puerta de salida disponible a sotavento. Si la Loire iba hacia ellos, lo atraería subiendo por el canal. En una persecución de cerca y con la noche aproximándose, se encontrarían en un peligro bastante considerable, y la Loire se alejaría de la seguridad y tendría muchas más posibilidades de encontrarse con poderosas unidades de la marina británica. Así que esperó, al pairo, con la débil esperanza de que el buque francés no resistiera la tentación. Entonces vio sus vergas balancearse, lo vio virar, en la amura de estribor. Se iba a casa, enfilando para mantener Brest a sotavento. Estaban actuando de forma conservadora y sensata. Pero para todo el mundo, para todos a bordo del Hotspur (y para todos a bordo de la Loire, por otra parte) el Hotspur les había desafiado a la acción y el otro barco corría a resguardarse con el rabo entre las piernas. Al verlo huir, la tripulación del Hotspur lanzó un indisciplinado «hurra»; Hornblower tomó el megáfono de nuevo.

—¡Silencio!

La estridencia de su voz procedía de la fatiga y la tensión, porque la reacción se hizo notar en el momento de la victoria. Tuvo que detenerse y pensar. Tenía que estimular su mente a la actividad antes de dar sus siguientes órdenes. Colgó el megáfono en las vinateras y se volvió hacia Bush. Estos dos gestos, no planeados, adquirieron una calidad altamente dramática a los ojos de la tripulación, que le miraba y esperaba algún discurso.

—¡Señor Bush! Puede despedir al guardia de abajo, si es tan amable —aquellas últimas palabras fueron el resultado de un esfuerzo considerable.

—Sí, señor.

—Asegure los cañones y despida a los hombres de los puestos.

—Sí, señor.

—¡Señor Prowse! —Hornblower calibró con una mirada Ushant, la preciosa distancia que habían perdido a sotavento—. Ponga el barco en la amura de babor ciñendo, por favor.

—Ciñendo en la amura de babor. Sí, señor.

Estrictamente hablando, era la última orden precisa en aquel momento. Ya podía abandonarse a la fatiga, en aquel mismo instante. Pero serían deseables al menos unas palabras de explicación, aunque no fueran necesarias.

—Tendremos que retroceder. Llámenme cuando cambie la guardia —al pronunciar esas palabras, podía formarse una imagen mental de lo que implicaban. Podía ya dejarse caer en el coy, descansar el peso de sus agotadas piernas, dejar que aflojasen las tensiones, abandonarse a la fatiga, cerrar los ojos doloridos, deleitarse en el pensamiento de que no le iban a pedir más órdenes al menos durante una hora o dos. Entonces hizo un supremo esfuerzo para volver en sí, con momentánea sorpresa. A pesar de esas visiones, seguía todavía en el alcázar con todos los ojos clavados en él. Sabía que tenía que decir algo. Sabía que era necesario… Tenía que hacer un buen mutis, como un mal actor que abandona el escenario mientras cae el telón. En aquellos sencillos marineros tendría un efecto que les compensaría de la fatiga, que sería recordado y citado meses después, y que ayudaría (y ésa era la única razón para decirlo) a reconciliarles con las infinitas incomodidades del bloqueo de Brest. Obligó a moverse a sus cansadas piernas hacia la cabina, y se detuvo en el lugar donde el mayor número de personas podían oír sus palabras para que luego las repitieran.

—Vamos a volver a vigilar Brest —una pausa melodramática—. Con Loire o sin Loire.