La cabina estaba bastante oscura cuando Hornblower se despertó. No entraba ni el más leve rayo de luz a través de las dos ventanas de popa. Yacía acurrucado de costado sólo medio despierto, y entonces una única nota aguda procedente de la campana del barco le recordó las cosas del mundo, y se volvió de espaldas y se estiró, entre irritado y perezoso, tratando de ordenar sus pensamientos. Debía de ser la campanada de la guardia matinal, porque ya había sonado una de madrugada, cuando regresó a la cama después de haberse despertado al cambiar de bordada el barco a medianoche. Había dormido seis horas, teniendo en cuenta incluso la interrupción; había grandes ventajas en estar al mando de un barco: el centinela que se había retirado a dormir en aquel momento ya debía de estar de nuevo en pie en cubierta desde hacía media hora.
El coy en el que yacía se balanceaba suavemente. El Hotspur debía de navegar a muy buena marcha realmente, y, por lo que podía juzgar, con un viento moderado a estribor por el través. Así era como debía ser. Se iba a tener que levantar muy pronto… Se volvió del otro lado y se durmió otra vez.
—Dos campanadas, señor —anunció Grimes, entrando en la cabina con una lámpara encendida—. Dos campanadas, señor. Un poco de niebla, y el señor Prowse dice que le gustaría virar de bordada. —Grimes era un joven marinero flacucho que aseguraba haber servido como asistente de un capitán en un paquebote de las Indias Orientales.
—Tráigame mi casaca —dijo Hornblower.
Hacía frío en aquel amanecer neblinoso, llevando sólo un gabán encima de su camisa de dormir. Hornblower encontró los guantes de María en un bolsillo y se los puso, agradecido.
—Doce brazas, señor —informó Prowse mientras el buque se estabilizaba en su nuevo curso con el escandallo lanzado por los cadenotes del trinquete.
—Muy bien.
Tenía tiempo para vestirse y tomar el desayuno. Hubo tiempo incluso para… Hornblower sintió cómo le invadía una oleada de tentación. Quería una taza de café. Quería dos o tres tazas de café, fuerte y ardiente. Pero a bordo no tenían sino dos libras de café. A diecisiete chelines la libra, era todo lo que se pudo permitir. Las milagrosas cuarenta y cinco libras que ganó al whist, la noche antes de la aparición del mensaje del rey sobre la flota, se habían esfumado ya. Tuvo que desempeñar su ropa de navegación de alta mar y su espada, comprar muebles y aderezos para su cabina, y tuvo que dejarle diecisiete libras a María para que se mantuviese hasta que pudiera disponer de su paga. Así que quedó muy poco para «provisiones de cabina». No pudo comprar un cerdo ni una oveja, ni un simple pollo. La señora Mason le había comprado seis docenas de huevos, que estaban embalados entre virutas en un barril atado al suelo del cuarto de derrota, y seis libras de mantequilla muy salada. Compró un pilón de azúcar y algunos tarros de mermelada, y con eso había desaparecido todo el dinero. No había tocino ni carne en conserva. El día antes había cenado sardinas. El hecho de que se pagaran con dinero del servicio secreto les añadía un cierto interés, pero las sardinas no eran un pescado demasiado apetitoso. Y por supuesto, estaba también el absurdo prejuicio de la gente de mar respecto al pescado, criaturas de su propio elemento. Odiaban ver interrumpida su eterna dieta de buey salado y cerdo por una comida a base de pescado… esto unido al hecho, por supuesto, de que cocinar pescado dejaba un olor muy penetrante, difícil de eliminar de los utensilios precariamente lavados en agua de mar. En aquel preciso momento, según aumentaba la luz del amanecer, uno de los corderos subidos a bordo con una red y metidos en el combés emitió un penetrante balido al despertarse. La cámara de oficiales había comprado cuatro de aquellas criaturas mientras estaban poniendo en activo el Hotspur, y cualquier día cenarían cordero asado… Hornblower decidió que se haría invitar a cenar a la cámara de oficiales ese día. La idea le recordó que tenía hambre, pero era una sensación menor al deseo de un café.
—¿Dónde está mi asistente? —rugió de súbito—. ¡Grimes! ¡Grimes!
—¿Señor?
Grimes sacó la cabeza por la puerta del cuarto de derrota.
—Me voy a vestir y quiero el desayuno. Tomaré café.
—¿Café, señor?
—Sí. —Hornblower retuvo el «maldita sea» que casi se le escapa. Lanzar un juramento a un hombre que no puede devolverlo y cuya única falta consiste en ser un inútil no era su estilo, igual que hay algunos hombres que no pueden disparar a los zorros.
—¿No sabe hacer café?
—No, señor.
—Coja la caja de roble y tráigamela.
Hornblower le explicó a Grimes cómo preparar café mientras hacía espuma para afeitarse con un cuarto de pinta de agua fresca.
—Cuente veinte de esos granos. Póngalos en una sartén… pídasela al cocinero. Entonces tuéstelos encima del fogón. Y tenga cuidado con ellos. Vaya moviéndolos todo el rato. Tienen que ponerse de color marrón, no negro. Tostados, no quemados. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Entonces lléveselos al cirujano, con mis afectuosos saludos.
—¿Al cirujano? Sí, señor —Grimes, viendo que las cejas de Hornblower se juntaban como nubes de tormenta, tuvo el sentido común de reprimir justo a tiempo el asombro que sintió al oír el nombre del cirujano en la conversación.
—Tiene un mortero para preparar sus pociones. Triture usted los granos en ese mortero. Debe molerlos en trocitos menudos. Menudos, fíjese bien, no pulverizados. Como granos grandes de pólvora, no pólvora molida. ¿Comprende?
—Sí, señor. Eso creo, señor.
—A continuación… Ah, vaya y haga lo que le he dicho y vuelva otra vez a verme.
Estaba claro que Grimes no era un hombre que hiciera las cosas con rapidez. Hornblower se había afeitado, vestido y estaba paseando por el alcázar, rabiando por su desayuno, antes de que apareciera Grimes de nuevo con un puñado de polvo de aspecto poco atractivo. Hornblower le dio breves instrucciones de cómo hacer café con aquello, y Grimes escuchó dubitativo.
—Vaya y hágalo. ¡Ah, Grimes!
—¿Señor?
—Tomaré dos huevos. Fritos. ¿Sabe freír huevos?
—Ejem… sí, señor.
—Fríalos de modo que la yema esté casi sólida, pero no del todo. Y saque un tarro de mantequilla y otro de mermelada.
Hornblower lanzó al viento toda prudencia: estaba decidido a tomar un buen desayuno. Y aquel viento al que había lanzado su discreción de repente se impuso. Con sólo un soplido de advertencia, llegó una súbita racha que casi abate al Hotspur, y mientras el Hotspur arriaba cabos y se recuperaba, llegó también la lluvia, un chaparrón de abril completamente helado. Hornblower echó a Grimes la primera vez que apareció para informarle de que el desayuno estaba listo, y sólo le hizo caso cuando apareció por segunda vez, cuando el Hotspur estaba ya firme en su curso de nuevo. Con el tiempo aclarándose y la luz del día en aumento, no le quedaba demasiado tiempo.
—Estaré de vuelta en cubierta en diez minutos, señor Young —dijo.
El cuarto de derrota era un diminuto compartimento detrás de su cabina. Cabina, cuarto de derrota y despensa del capitán ocupaban el espacio entero de la pequeña toldilla del Hotspur. Hornblower se introdujo con dificultad en la pequeña silla y ante la diminuta mesa.
—Señor —repuso Grimes—, no ha venido usted cuando el desayuno estaba listo.
Allí estaban los huevos. El borde de la clara estaba negro; las yemas, obviamente, estaban duras.
—Está bien —gruñó Hornblower. No podía culpar a Grimes por aquello.
—¿Café, señor? —dijo Grimes. La puerta del cuarto estaba cerrada y él empotrado contra ella, sin poder moverse apenas. Vertió el café en una taza, y Hornblower bebió. Sólo estaba un poco caliente, lo justo para poder bebérselo, lo cual significaba que no estaba lo bastante caliente, y estaba turbio.
—Procure que esté más caliente la próxima vez —dijo Hornblower—. Y tiene que colarlo mejor.
—Sí, señor —la voz de Grimes parecía venir desde una gran distancia. El hombre apenas pudo susurrar—: Señor…
Hornblower le miró; Grimes estaba helado de espanto.
—¿Qué pasa?
—He guardado esto para enseñárselo, señor —Grimes sacó una sartén que contenía un revoltillo sangriento y maloliente—. Los primeros dos huevos estaban malos, señor. No quería que usted creyera que…
—Muy bien —Grimes temía que él le acusara de haberlos robado—. Tire esa maldita porquería.
¿No era propio de la señora Mason comprarle unos huevos y que la mitad estuviesen pasados? Hornblower se comió aquellos desagradables huevos (incluso aquellos dos, aunque no estaban exactamente podridos, tenían un gusto raro) mientras se consolaba con la perspectiva de resarcirse de todo aquello con la mermelada. Untó la preciosa mantequilla en una galleta, y allí estaba la mermelada. ¡Grosella! ¡A quién se le había ocurrido! Grimes, apretujado en el cuarto de derrota, dio un salto cuando Hornblower soltó el juramento que llevaba unos minutos pugnando por salir de sus labios.
—¿Señor?
—No estoy hablando con usted, maldita sea —dijo Hornblower, con la paciencia agotada.
A Hornblower le encantaba la mermelada, pero de todas las posibles variantes, la que menos le gustaba era la de grosella. De lo bueno, era lo peor. Bueno, tendría que acostumbrarse. Mordió la galleta dura como una piedra.
—No llame a la puerta cuando esté sirviendo la comida —dijo a Grimes.
—No, señor. No lo haré. Nunca más, señor.
La mano de Grimes que sujetaba la cafetera estaba temblando, y cuando Hornblower le miró pudo ver que también le temblaban los labios. Estaba a punto de preguntar agriamente qué demonios pasaba, pero no lo hizo porque de pronto vio la respuesta claramente ante él. Era miedo físico lo que alteraba a Grimes. Una palabra de Hornblower podía hacer que Grimes se viera atado a una rejilla en el portalón o que le arrancaran a latigazos la carne de los huesos, mientras su cuerpo se retorcía de dolor. Había capitanes que darían una orden así si les hubieran servido un desayuno semejante. Las cosas no podían salir peor.
Llamaron a la puerta.
—¡Adelante!
Grimes se apretó contra el mamparo para evitar caer a través de la puerta cuando se abrió.
—Mensaje del señor Young, señor —dijo Orrock—. El viento está cambiando de dirección de nuevo.
—Ya voy —dijo Hornblower.
Grimes se agazapó contra el mamparo y se deslizó fuera. Hornblower salió al alcázar. Seis docenas de huevos y la mitad malos. Dos libras de café… mucho menos de lo necesario para un mes, si bebía café cada día. Mermelada de grosella, y no mucha. Ésos eran los pensamientos que ocupaban su mente mientras pasaba junto al centinela, y de pronto se los llevó el bendito aire del mar, y los problemas profesionales que se aproximaban con rapidez.
Prowse estaba mirando hacia babor con su catalejo. Casi era pleno día, y la niebla se había disipado con la lluvia.
—Las Black Stones de lleno a babor, señor —informó Prowse—. Se pueden ver a ratos los rompientes.
—Excelente —repuso Hornblower. Al menos sus problemas con el desayuno le habían evitado la preocupación durante aquellos minutos finales antes de entrar en un día decisivo. De hecho, tuvo que hacer una pausa de algunos segundos para ordenar sus pensamientos antes de emitir las órdenes que pondrían en marcha los planes ya maduros en su mente febril.
—¿Tiene usted buena vista, señor Orrock?
—Bueno, señor…
—¿La tiene o no?
—Bueno, señor, sí…
—Entonces coja un catalejo y suba a la arboladura. Vea lo que pueda de la flota mientras pasamos la entrada del fondeadero. Consulte con el vigía.
—Sí, señor.
—Buenos días, señor Bush. Llame a los hombres.
—Sí, señor.
Hornblower recordó, y no era la primera vez, a aquel centurión del Nuevo Testamento que ilustraba su autoridad diciendo: «Yo le digo a uno: ven, y él viene; y a otro: vete, y se va». La marina inglesa y el ejército romano eran idénticos en disciplina.
—Ahora, señor Prowse. ¿A qué distancia está el horizonte?
—Dos millas, señor. Quizá tres —respondió Prowse, mirando en torno y ordenando sus pensamientos ante la pregunta, que le tomó por sorpresa.
—Cuatro millas, diría yo —dijo Hornblower.
—Quizá, señor —admitió Prowse.
—El sol está subiendo. El aire se aclara. Serán pronto diez millas. Viento del norte del oeste. Iremos bajando por el Parquette.
—Sí, señor.
—Señor Bush, arríe los juanetes, por favor. Y las velas bajas. Gavias y foques es todo lo que necesitamos.
—Sí, señor.
Así atraerían menos la atención; también conseguirían, moviéndose más despacio, tener más tiempo para la observación si cruzaban el paso que conducía a Brest.
—La puesta de sol en un día claro —dijo Hornblower a Prowse— sería el mejor momento. Entonces podemos observar con el sol a nuestra espalda.
—Sí, señor. Tiene razón, señor —respondió Prowse. Hubo un relámpago de aprecio en su melancólica cara cuando dijo aquello. Sabía, por supuesto, que el Goulet estaba casi al este y oeste, pero no había hecho ninguna deducción ni plan sobre esa base.
—Pero estamos aquí. Tenemos esa suerte. El viento y el tiempo nos sirven ahora. Pueden pasar días antes de que tengamos otra oportunidad.
—Sí, señor —repuso Prowse.
—El rumbo es este cuarta a sudeste, señor Prowse.
—Sí, señor.
El Hotspur se fue deslizando. El día era nuboso pero claro, y el horizonte se ensanchaba más a cada momento. Ahí estaba el continente, el cabo St. Mathieu a plena vista. Desde allí, la tierra se alejaba de la vista de nuevo.
—¡Tierra a proa a sotavento! —chilló Orrock desde el mastelero de proa.
—Debe de ser la otra punta, señor —dijo Prowse.
—Toulinguet —asintió Hornblower, y entonces corrigió su pronunciación para no decir «Tulinguet». Durante los siguientes meses y años seguramente estarían recorriendo aquella costa, y no quería que hubiese ningún malentendido con ninguno de sus oficiales cuando diese las órdenes.
Entre aquellas dos puntas, el Atlántico rompía contra la agreste costa bretona y ahondaba en el interior para formar el fondeadero de Brest.
—¿Puede ahora divisar el canal, señor Orrock? —gritó Hornblower.
—Todavía no, señor. Al menos, no muy bien.
Un barco de guerra (un barco de Su Majestad) aproximándose a una costa extranjera tenía desventajas en ese tipo de misión en tiempo de paz. No podía entrar en aguas territoriales extranjeras (excepto por problemas climáticos) sin pedir permiso previamente y obtenerlo. Ciertamente, no podía traspasar los límites de una base naval extranjera sin ocasionar un furioso intercambio de notas diplomáticas entre los respectivos gobiernos.
—Debemos mantenernos alejados de la costa, a distancia de tiro de cañón —dijo Hornblower.
—Sí, señor. Claro que sí, señor —asintió Prowse.
La segunda aceptación, más entusiasta, la pronunció Prowse cuando se dio cuenta de las implicaciones de lo que Hornblower estaba diciendo. Las naciones establecían su soberanía sobre todas las aguas que podían ser dominadas por su artillería, aunque no hubiera un cañón montado en ningún punto en particular. De hecho, la ley internacional estaba llegando a un acuerdo que fijaba un límite arbitrario de tres millas.
—¡Cubierta! —gritó Orrock—. Veo palos ahora. Empiezo a verlos.
—Cuente todos los que vea con mucho cuidado, señor Orrock.
Orrock siguió informando. Tenía un marinero experto junto a él-en el tope del mástil, pero Hornblower, escuchándole, no tenía intención de confiar enteramente en sus observaciones, y Bush estaba ardiendo de impaciencia.
—Señor Bush —dijo Hornblower—. Viraremos a sotavento dentro de quince minutos. ¿Será tan amable de llevarse un catalejo al mastelero de mesana? Tendrá una buena oportunidad de ver todo lo que está viendo el señor Orrock. Por favor, tome nota.
—Sí, señor.
Bush estaba en los obenques de mesana en un momento. Enseguida subió por los flechastes a una velocidad que hubiera llenado de orgullo a un marinero joven.
—Son doce de línea, señor —chilló Orrock—. No hay masteleros izados. Ni vergas.
El marinero que estaba junto a él interrumpió su informe.
—¡Rompientes a proa por sotavento!
—Es el Parquette —declaró Hornblower.
Las Black Stones en un lado, el Parquette al otro, y, más arriba, las Jovencitas en medio, marcando el paso hacia Brest. En un día claro como aquél, con una brisa suave, no representaban una amenaza, pero se habían perdido allí vidas a centenares durante las tempestades. Prowse caminaba inquieto arriba y abajo hasta la bitácora, tomando el rumbo. Hornblower estaba midiendo cuidadosamente la dirección del viento. Si la escuadra francesa no tenía ningún barco listo para hacerse a la mar no había necesidad de correr riesgo alguno. Un cambio en el viento podría hacer que el Hotspur embarrancase en una costa a sotavento. Paseó su catalejo por la agreste costa que había aparecido en el horizonte.
—Muy bien, señor Prowse. Viraremos a sotavento ahora, mientras podamos todavía doblar el Parquette por barlovento.
—Sí, señor.
El alivio de Prowse era obvio. Su trabajo era mantener el barco fuera de peligro, y estaba claro que prefería un amplio margen de seguridad. Hornblower miró al oficial de guardia.
—¡Señor Poole! Vire el barco, por favor.
Los silbatos sonaron y se pasaron las órdenes. Los tripulantes fueron a las brazas y se levantó la caña mientras Hornblower examinaba cautelosamente la costa.
—¡Vía así!
El Hotspur derivó suavemente a su nuevo rumbo. Hornblower se estaba acostumbrando ya a sus peculiaridades, como un novio que va conociendo mejor a su novia. No, era una comparación poco afortunada, había que descartarla enseguida. Esperaba que él y el Hotspur se llevaran mejor que él y María. Y además, tenía que pensar en otra cosa.
—¡Señor Bush! ¡Señor Orrock! Por favor, bajen cuando estén seguros de que no ven ninguna cosa más que nos sea útil.
El barco estaba impregnado de una nueva atmósfera. Hornblower se daba cuenta de ello mientras su tripulación trabajaba. Todo el mundo a bordo era consciente de que estaban desafiando a Boney en su propia madriguera, que estaban espiando descaradamente la principal base naval de Francia, proclamando el hecho de que Inglaterra estaba lista para sostener cualquier desafío en el mar. Una gran aventura se cernía en su futuro próximo. Hornblower tuvo el gratificante sentimiento de que durante aquellos días pasados había estado templando un arma lista para su mano, barco y dotación listos para cualquier hazaña, como un espadachín que conociera bien el peso y el equilibrio de su espada antes de iniciar un duelo.
Orrock apareció, tocándose el sombrero, y Hornblower escuchó su informe. Era una suerte que Bush, todavía en el palo de mesana, tuviera buena vista del Goulet y no hubiera bajado. Le podrían informar independientemente, cada oficial sin oír al otro, pero habría sido una falta de tacto pedir a Bush que se mantuviera a un lado. Bush no bajó hasta al cabo de algunos minutos. Había tomado notas metódicamente con lápiz y papel, pero no se podía culpar a Orrock por no haberlo hecho a su vez. Los trece o catorce barcos de línea anclados en el fondeadero no estaban listos para el mar, y a tres de ellos al menos les faltaba algún palo. Había seis fragatas, tres con sus masteleros izados y uno con las vergas guarnecidas y las velas plegadas.
—Ése será la Loire —comentó Hornblower a Bush.
—¿La conoce, señor?
—Sé que está ahí —respondió Hornblower. Le hubiera gustado explicarse mejor, pero Bush estaba ya acercándose con su informe, y Hornblower se alegraba de haber añadido un punto más a su reputación de omnisciencia.
Por otra parte, había una actividad considerable en el fondeadero. Bush había visto barcazas y transbordadores moviéndose por allí, y creía haber identificado un simple casco de barco, uno de esos construidos solamente con el propósito de colocar nuevos palos en barcos más grandes.
—Gracias, señor Bush —dijo Hornblower—. Es excelente. Debemos hacer un examen igual cada día, si es posible.
—Sí, señor.
Las observaciones constantes incrementarían su información en progresión geométrica: barcos que cambiaran de anclaje, barcos levantando masteleros, barcos aparejándose. Los cambios serían más significativos que nada de lo que se pudiera deducir de una simple inspección.
—Ahora, a ver si encontramos algún barco de pesca más —continuó Hornblower.
—Sí, señor.
Bush dirigió su catalejo hacia el Parquette, cuyas sombrías rocas negras, coronadas por un faro de navegación, parecían caer y alzarse según la marejada del Atlántico se agitaba en torno a ellas.
—Hay uno a sotavento de los escollos, ahí, señor —dijo Bush.
—¿Qué están haciendo allí?
—Nasas para langostas, señor —informó Bush—. Están cogiéndolas, diría yo, señor.
—¿Ah, sí?
Dos veces en su vida había comido langosta Hornblower, en ambas ocasiones durante aquellos negros y amargos días en que, bajo la compulsión del hambre y el frío, había sido jugador profesional en Long Rooms. Los ricachones pedían la cena allí, y le habían invitado. Fue una conmoción darse cuenta de que sólo quince días antes aquel horrible período de su vida había acabado.
—Creo —repuso Hornblower, lentamente— que me gustaría cenar langosta esta noche. ¡Señor Poole! Dejemos que el barco se acerque un poco al arrecife. Señor Bush, le agradecería que preparara el bote de pescantes listo para la botadura.
El contraste entre aquellos días y éstos era fantástico. Éstos eran los dorados días de abril, un extraño limbo entre la paz y la guerra. Eran días ajetreados, durante los cuales Hornblower tenía amistosas conversaciones con capitanes de barcos de pesca y repartía monedas de oro a cambio de una pequeña porción de sus capturas. Podía entrenar su tripulación y tomar ventaja de aquellos ejercicios para aprender todo lo que pudiera de la conducta del Hotspur. Podía atisbar el Goulet y examinar la preparación de la flota francesa para hacerse a la mar. Podía estudiar aquel golfo de Iroise (las vías de acceso a Brest, en otras palabras) con sus mareas y sus corrientes. Observando el tráfico en aquel lugar, podía llegar a conocer las dificultades de las autoridades navales francesas en Brest.
Bretaña era una provincia pobre, ni productiva ni bien poblada, en el extremo de Francia, y por tierra las comunicaciones entre Brest y el resto del país eran muy deficientes. No había ríos navegables, ni canales. Los materiales precisos para equipar una flota, enormemente pesados, nunca podrían ser llevados a Brest por tierra. La artillería para un barco de primera pesaba doscientas toneladas; cañones, anclas y municiones sólo podrían ser transportadas por mar desde las fundiciones de Bélgica a los barcos de Brest. El palo mayor de un barco de primera tenía cien pies de largo y tres pies de grosor. Sólo los barcos podían transportar todo eso, de hecho sólo barcos especialmente equipados.
Para encontrar tripulaciones para la flota que estaba ociosa en Brest se necesitarían veinte mil hombres. Los marineros (porque tenían que ser marineros) tenían que recorrer cientos de millas desde los puertos mercantes de Le Havre y Marsella, si no los enviaban por mar. Veinte mil hombres necesitaban ropa y comida, y comida y ropa muy específica, además. La harina para hacer galleta, el ganado, cerdos y sal para salarlos, los barriles en los que almacenarlos… ¿de dónde saldrían?
Y el aprovisionamiento no era un trabajo que se pudiera improvisar. Antes de hacerse a la mar los barcos necesitarían raciones para un centenar de días: dos millones de raciones para el consumo diario. Se precisarían barcos costeros a centenares. Hornblower observó un constante goteo de estos barcos dirigiéndose hacia Brest, rodeando Ushant desde el norte y la Pointe du Raz desde el sur. Si la guerra llegaba (es decir, cuando llegase la guerra) sería trabajo de la Armada cortar este tráfico. Más particularmente, sería un trabajo para las embarcaciones ligeras… un trabajo para el Hotspur. Cuanto más supiera pues de todas las circunstancias implicadas, mucho mejor.
Ésos eran los pensamientos que ocupaban la mente de Hornblower mientras el Hotspur se dirigía una vez más por el Parquette a echar un nuevo vistazo a Brest. El viento era del sudeste aquella tarde, y el Hotspur navegaba con soltura (deslizándose con las gavias) con sus vigías apostados en los palos en la soleada mañana. Desde el palo de trinquete y el palo de mesana llegaron dos gritos sucesivos.
—¡Cubierta! ¡Hay un barco que viene por el canal!
—¡Es una fragata, señor! —era el comentario suplementario de Bush al informe de Cheeseman.
—Muy bien —gritó Hornblower a su vez. Quizá la aparición de la fragata no tuviera nada que ver con sus evoluciones en el Iroise, pero era mucho más probable lo contrario. Miró en torno a él. Los marineros estaban ocupados en la rutina de fregar con arena la cubierta, pero aquello se podía cambiar en cinco minutos. Podía despejar y preparar todo para el zafarrancho o largar todas las velas en un momento.
—Vía así —gruñó al suboficial de derrota—. Señor Cargill, izaremos nuestros colores, por favor.
—Aquí está, señor —dijo Prowse. El catalejo mostró las velas de juanete de una fragata; estaba navegando de bolina por el Goulet con un buen viento, con un rumbo que interceptaría el del Hotspur algunas millas más adelante.
—¡Señor Bush! Le quiero a usted en cubierta, por favor, tan pronto como haya completado sus observaciones.
—Sí, señor.
El Hotspur pasó de largo furtivamente. No había ningún motivo para largar más velas precipitadamente y fingirse inocente… La flota francesa tenía que saber, a través de una docena de fuentes, de su continuada presencia en los alrededores.
—¿No se fiará de ellos, verdad, señor? —Aquello lo dijo Bush, de vuelta en el alcázar y en un estado de cierta ansiedad. La ansiedad no era aparente por ningún cambio en la imperturbable actitud de Bush, sino por el hecho cierto de que le había dado un consejo, aunque fuera de forma indirecta.
Hornblower no quería salir corriendo. Estaba situado a barlovento, y en un momento podía largar velas, orzar y poner rumbo hacia el mar, pero no quería hacerlo. Estaba bastante seguro de que si hacía aquello, la fragata seguiría su ejemplo y le expulsaría, ignominiosamente, al Atlántico, con el rabo entre las piernas. Un movimiento valeroso estimularía a su tripulación, impresionaría a los franceses y (eso era lo más importante) amortiguaría las dudas que tenía acerca de sí mismo. Era como una prueba. Su instinto le hacía ser precavido, pero se dijo a sí mismo que esa precaución era probablemente una excusa por su cobardía. Su juicio le decía que no había necesidad alguna de precaución; sus miedos le dijeron que la fragata francesa planeaba atraerle con engaños a tiro de sus cañones y entonces aplastarle. Debía actuar de acuerdo con su juicio, y debía repudiar el consejo de sus miedos, pero hubiera deseado que su corazón no latiera tan febril, que sus manos no estuvieran sudorosas ni sus piernas experimentaran esos pinchazos. Hubiera deseado que Bush no estuviera junto a él, apiñados en la batayola, para poder dar unos pocos pasos arriba y abajo por el alcázar, y entonces pensó que posiblemente en aquel momento él no se atrevería a caminar arriba y abajo, revelando de ese modo a los demás que se encontraba en un estado de indecisión.
Los barcos de cabotaje llevaban todo el día saliendo en masa de Brest, aprovechando el viento favorable. Si la guerra se hubiera declarado, no habrían hecho nada por el estilo. Había hablado con tres barcos de pesca distintos, y de ninguno de ellos obtuvo ni el más leve asomo de posibilidad de guerra. Podían haberse puesto todos de acuerdo en una conspiración para engañarle y darle sensación de seguridad, pero eso era de lo más improbable. Si las noticias de guerra habían llegado a Brest sólo una hora antes, la fragata no podía haberse preparado para hacerse a la mar y bajar por el Goulet en ese breve tiempo. Y para apoyar este juicio desde otro punto de vista estaba la idea de que las autoridades navales francesas, aunque no se hubiera declarado la guerra, actuarían justamente en ese sentido. Oyendo que el audaz bergantín de guerra británico estaba cruzando por allí, encontrarían suficientes hombres para la fragata, despojando a otros barcos de sus tripulaciones rudimentarias, y la enviarían para espantar al barco británico. Pero él no tenía que asustarse; este viento podía persistir fácilmente durante días, y una vez él hubiera escapado a sotavento, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera retroceder y reanudar su observación de Brest.
Ahora veían ya incluso el casco de la fragata; a través del catalejo podía ver más abajo de su línea de flotación. Era grande; allí estaban sus portas pintadas, veinte a cada lado, además de los cañones en el alcázar y el castillo de proa. Del dieciocho, probablemente. No sólo tenía dos veces más cañones que el Hotspur, sino que descargaría una andanada cuatro veces más grande. Pero no tenía los cañones fuera, y entonces Hornblower levantó su catalejo para estudiar sus vergas. Intentó aguzar la vista. Esta vez no sólo debía confiar en su juicio, sino también en su vista. Estaba seguro de lo que vio. La verga del trinquete y la gavia del trinquete, la verga mayor y la gavia no estaban sujetas por eslingas de cadena. Si la fragata estuviera lista para la acción, nunca hubieran omitido tal precaución. Seguro que no tenían planeado luchar; no se trataba de una emboscada.
—¿Alguna orden, señor? —pidió Bush.
A Bush le habría gustado llamar a zafarrancho de combate, abrir las portas y sacar los cañones. Si algo podía precipitar las hostilidades era precisamente aquello, y Hornblower recordaba muy bien que las órdenes de Cornwallis, tanto escritas como orales, habían recalcado la necesidad de no hacer nada que pudiera atraer sobre Inglaterra la ignominia de haber empezado una guerra.
—Sí —dijo Hornblower como réplica a la pregunta de Bush, pero el alivio que apareció instantáneamente en la expresión de Bush se convirtió en preocupación cuando notó el brillo de los ojos de Hornblower—. Debemos disparar las salvas de reglamento, señor Bush —repuso Hornblower.
Le resultaba curiosamente estimulante esa necesidad de mostrarse frío y formal cuando internamente estaba hirviendo de excitación. Eso debe de ser lo que pasa en una de las máquinas de vapor del señor Watt cuando la válvula de seguridad no funciona.
—Sí, señor —dijo Bush. La disciplinada respuesta, la única respuesta posible ante un oficial superior.
—¿Recuerda el procedimiento, señor Bush?
Nunca en su vida había rendido honores Hornblower a un barco de guerra francés. En toda su carrera profesional hasta el momento, avistamiento significaba lucha inmediata.
—Sí, señor.
—Entonces sea tan amable de dar las órdenes oportunas.
—Sí, señor. ¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros! ¡Todos a los costados! ¡Señor Wise! Compruebe que los hombres guardan orden. ¡Sargento de infantes de marina! ¡Ponga a sus hombres formados para revista en el alcázar! Así. El tambor a la derecha. ¡Contramaestres! Preparados para tocar los silbatos al oír el redoble del tambor —Bush se volvió hacia Hornblower—. No tenemos música, señor, excepto los tambores y los silbatos.
—No creo que esperen nada más —dijo Hornblower, con el ojo todavía pegado al catalejo. Un sargento, un cabo, doce soldados y un tambor eran todos los infantes de marina que podían embarcar en un bergantín de guerra, pero Hornblower ya no dedicaba ningún pensamiento más a los infantes de marina. Su atención estaba concentrada en la fragata francesa. Sin duda, en la cubierta del buque francés una docena de catalejos estaban apuntando hacia el Hotspur. Cuando empezó la actividad en la cubierta del Hotspur, pudo ver un movimiento similar en el buque francés. Estaban dirigiéndose a los costados, una enorme cantidad de ellos. A través del agua llegó el ruido mientras cuatrocientos excitados franceses se colocaban en sus puestos.
—¡Silencio! —ordenó Bush en aquel preciso momento. Había una nota extraña en su voz cuando continuó, porque no quería que sus palabras fueran oídas en el barco francés, así que estaba intentando gritar en voz baja—. Enseñadles a esas ranas cómo se comporta una tripulación inglesa. Las cabezas altas, ahí, y quietos.
Casacas azules y pantalones blancos. Eran soldados franceses los que formaban en el alcázar de la fragata. El catalejo de Hornblower detectó el relámpago de acero cuando se calaron las bayonetas, y el brillo de latón de los instrumentos musicales. Los barcos se acercaban regularmente en sus rumbos convergentes, y la fragata, con su mayor extensión de lona, se acercaba más rápido al bergantín. Cada vez más cerca. El Hotspur era el barco visitante. Hornblower bajó su catalejo.
—Ahora —dijo.
—¡Tambores! —ordenó Bush.
El tambor inició un largo redoble.
—¡Presenteeeen… armas! —ordenó el sargento de infantes de marina, y en una voz mucho más baja—: ¡Uno, dos, tres!
Los infantes con sus mosquetes y el sargento con la pica presentaron armas con los armoniosos movimientos de la instrucción reglamentaria. Los silbatos de los contramaestres pitaron, larga y estruendosamente. Hornblower se quitó el sombrero y lo sujetó contra su pecho; el informal saludo con la mano en el borde no era adecuado para esta ocasión. Podía ver al capitán francés en su alcázar ahora, un hombre grueso, que se sujetaba el sombrero sobre la cabeza a la manera francesa. En su pecho brillaba una estrella, que debía de ser esa nueva Legión de Honor que acababa de instituir Boney. Hornblower volvió a la realidad; había sido el primero en rendir honores, y debía ser el primero en terminarlos. Gruñó una palabra a Bush.
—¡Tambor! —ordenó Bush, y el largo redoble acabó. Inmediatamente, el pitido de los silbatos se apagó, un poco más irregularmente de lo que le hubiera gustado a Hornblower.
En el alcázar francés alguien (el tambor mayor, quizá) levantó un largo bastón con unas campanillas de latón colgadas en la punta y lo bajó de golpe con un ruido seco. Instantáneamente redoblaron media docena de tambores, un redoble marcial y estremecedor, y por encima del agua llegó el sonido de la música, esa incomprensible mezcla de ruidos que Hornblower nunca pudo apreciar. El bastón con las campanillas del director subía y bajaba rítmicamente. Al fin la música se detuvo, con un redoble final de tambores. Hornblower se puso el sombrero y el capitán francés hizo lo mismo.
—¡Descanseeeen armas! —gritó el sargento de infantes de marina.
—¡Rompan filas! —gritó Bush, y entonces, volviendo a su tono más suave—: ¡Despacio! ¡Silencio!
Los hombres estaban excitados y predispuestos al chismorreo tras la orden de romper filas… Nunca antes en su vida habían pasado tan cerca de un barco de guerra francés sin que dispararan sus cañones. Pero Bush estaba decidido a hacer que los franceses creyeran que el Hotspur estaba tripulado enteramente por estoicos. Wise, con su vara, imponía la disciplina, y la tripulación se dispersó ordenadamente, el buen orden sólo alterado por un solitario grito ahogado cuando la vara golpeó algún imprudente trasero.
—Es la Loire, en efecto, señor —declaró Bush.
Pudieron ver el nombre en letras doradas entrelazadas en la ornamentada popa de la fragata. Hornblower recordaba que Bush todavía ignoraba su fuente de información. Era divertido que pensaran que era omnisciente, aunque esa fama no tuviera justificación alguna.
—Y tenía usted razón, señor, en no salir corriendo ante ellos —siguió Bush. ¿Por qué era entonces tan intolerable en aquel caso notar el brillo de admiración en los ojos de Bush? Quizá porque Bush no sabía que tenía el corazón alborotado y las palmas sudorosas.
—Hemos dejado que nuestros compañeros dieran un vistazo de cerca a un buque francés —dijo Hornblower, incómodo.
—Ciertamente, señor —asintió Bush—. ¡Nunca en toda mi vida había esperado oír esa melodía en una fragata francesa!
—¿Qué melodía? —preguntó Hornblower desprevenido, e instantáneamente se puso furioso consigo mismo por revelar su debilidad.
—Dios salve al rey, señor —respondió Bush, con sencillez. Afortunadamente, no se le ocurrió ni por un momento que alguien fuera incapaz de reconocer el himno nacional—. Si hubiera tenido músicos a bordo, habríamos tenido que tocar La Marsellesa.
—Claro, eso habríamos hecho —dijo Hornblower. Necesitaba desesperadamente cambiar de tema—. ¡Mire! Están largando los juanetes. ¡Rápido! ¡Cronométrelos! Veamos qué clase de marinos son.