Hornblower se sentó ante el escritorio de su cabina, con un paquete en la mano. Cinco minutos antes había abierto su baúl y había sacado aquel paquete; al cabo de cinco minutos más, podría abrirlo… al menos, eso era lo que le indicaban sus cálculos. Era un paquete bastante pesado. Podía contener algún objeto de peso como municiones o fragmentos de metal, pero no era muy probable que el almirante Cornwallis enviase municiones o metal a uno de sus capitanes. Estaba muy bien cerrado y sellado en cuatro sitios, y los sellos permanecían intactos. Escrito con tinta sobre la lona protectora se leía lo siguiente:
Instrucciones para Horatio Hornblower, Esq., Comandante. Bergantín de Su Majestad Hotspur. Para abrir al pasar el sexto grado de longitud oeste de Greenwich.
Ordenes selladas. Hornblower había oído hablar de tales cosas en su vida profesional, pero era su primer contacto con ellas. Habían enviado aquel paquete a bordo del Hotspur la tarde del día de su boda, y él lo había recogido. Ahora el barco estaba a punto de atravesar el meridiano sexto. Había bajado por el canal con considerable facilidad. Sólo hubo una guardia en la que no pudo seguir bien el rumbo. Cambiar de bordada para restaurar la confianza de Cargill había sido una idea muy afortunada. El viento apenas había soplado del oeste, y cuando lo hizo fue sólo momentáneamente. El Hotspur había escapado de verse encerrado en la bahía de Lyme; había doblado limpiamente los Casquets por barlovento, y todo procedía de aquella afortunada orden. Hornblower era consciente de que Prowse sentía ahora por él un nuevo respeto como navegante y meteorologista. Eso era muy positivo, y Hornblower no tenía intenciones de permitir a Prowse que adivinase que la excelente travesía era el resultado de la buena suerte, de una coincidencia de circunstancias.
Hornblower miró su reloj y alzó la voz para gritar al centinela de la puerta.
—Avise al señor Bush.
Hornblower pudo oír gritar al centinela, y cómo pasaban la voz por el alcázar. El Hotspur se alzó en un largo, largo cabeceo sin apenas balancearse. Ahora estaba encontrando la gran marejada, que había cambiado considerablemente sus movimientos, y para mejor, en opinión de Hornblower… pues pudo controlar rápidamente su mareo. Bush tardó mucho tiempo en contestar a su llamada; obviamente, no estaba en el alcázar, y lo más probable era que estuviese echando una siesta o bien ocupado en algún asunto privado. Bueno, no le causaría ningún daño ni tampoco debía sorprenderle que le llamasen en esos momentos, porque así eran las cosas en la Armada.
Al final, sonaron unos golpecitos en la puerta y entró Bush.
—¿Señor?
—Ah, señor Bush —dijo Hornblower, muy ceremonioso. Bush era el amigo más íntimo que tenía, pero se trataba de un asunto formal, que debía resolverse formalmente—. ¿Puede decirme cuál es la posición del barco en este momento?
—No, señor, no exactamente —replicó el perplejo Bush—. Ushant se encuentra a diez leguas al este, según creo, señor.
—En este momento —repuso Hornblower—, nos encontramos a seis grados y algunos segundos de longitud oeste. La latitud es de 48° 40’, pero en estos momentos no nos debe importar, curiosamente. Es la longitud lo que cuenta. ¿Sería usted tan amable de examinar este paquete?
—Ah, ya veo, señor —comentó Bush, después de leer la inscripción.
—¿Observa usted que los sellos están intactos?
—Sí, señor.
—Entonces, ¿será también tan amable, cuando salga de esta cabina, de asegurarse de que ésa es realmente la longitud del barco, para que, si fuera necesario, pudiera usted testificar que he cumplido las órdenes?
—Sí, señor, lo haré —dijo Bush, y después de una pausa bastante larga, dándose cuenta de que Hornblower daba la entrevista por concluida, añadió—: Sí, señor.
La tentación de burlarse de Bush era muy fuerte. Hornblower se dio cuenta cuando éste salió de la cabina. Era una tentación que debía resistir. Si cedía demasiado a ella, podía llegar a causar resentimientos y, en cualquier caso, Bush era un blanco demasiado fácil.
Pensando en todo esto, consiguió posponer unos segundos más el excitante momento de abrir las órdenes. Sacó su cortaplumas y cortó el cordón que lo cosía. Ahora se explicaba el peso del paquete. Había tres cartuchos de monedas… monedas de oro. Hornblower las esparció sobre su escritorio. Había cincuenta monedas pequeñas, de la medida de las monedas de seis peniques, veinte un poco más grandes, y diez más grandes todavía. El atento examen reveló que las de tamaño mediano eran monedas francesas de veinte francos, exactamente como las que había visto en poder de lord Parry hacía un par de semanas, con la inscripción «Napoleón primer cónsul» en una cara y «República Francesa» en la otra. Las pequeñas eran monedas de diez francos, y las mayores, de cuarenta. En conjunto representaban una suma importante, por encima de las cincuenta libras, teniendo en cuenta la gran importancia que se concedía al oro en una Inglaterra que sufría una gran depreciación del papel moneda.
Y allí estaban las instrucciones suplementarias, explicando cómo debía emplear el dinero. «Se le ordena por tanto…», decían las instrucciones, después de las frases preliminares. Hornblower tenía que entrar en contacto con los pescadores de Brest y averiguar si alguno de ellos aceptaría sobornos. Tenía que recoger de ellos toda la información que pudiera relativa a la flota francesa de aquel puerto, y finalmente se le informaba de que en caso de guerra debería recabar todo tipo de información, incluso periódicos.
Hornblower leyó dos veces esas instrucciones. Volvió a consultar las órdenes sin sellar que había recibido al mismo tiempo, las que le habían conducido a alta mar. Había que meditar bien aquello, y automáticamente se puso en pie y volvió a sentarse de nuevo, porque no era posible dar ni un paso en aquella cabina. Debía posponer un momento su paseo. María había cosido con todo cuidado unas bolsas de tela para colocar sus cepillos del pelo… algo bastante inútil, por cierto, considerando que él siempre guardaba los cepillos en el neceser. Cogió una de esas bolsitas y puso el dinero dentro, colocó la bolsa y las órdenes en su baúl y estaba a punto de cerrarlo cuando un pensamiento le asaltó y entonces apartó diez monedas de diez francos y se las guardó en el bolsillo del pantalón. Una vez cerrado su baúl, pudo salir a cubierta.
Prowse y Bush caminaban por el costado de barlovento del alcázar conversando animadamente. Sin duda, las noticias de que su capitán había abierto las órdenes selladas se habrían extendido rápidamente por todo el barco… y nadie a bordo, salvo Hornblower, podía estar realmente seguro de que el Hotspur no iba a tomar rumbo a la India. Sintió la tentación de mantenerlos a todos en ascuas, pero la rechazó. Además, no tendría ningún sentido; después de un día o dos de remolonear por las afueras de Brest, todo el mundo podría adivinar la misión del Hotspur. Prowse y Bush se movían apresuradamente hacia la banda de sotavento, dejando la banda de barlovento a su capitán, pero Hornblower les detuvo.
—¡Señor Bush! ¡Señor Prowse! Vamos a echar un vistazo en Brest, para ver qué está tramando nuestro amigo Boney.
Esas pocas palabras explicaban la historia completa a unos hombres que habían servido en la última guerra y se habían fogueado en las tormentosas aguas de la costa británica.
—Sí, señor —dijo sencillamente Bush.
Juntos examinaron la bitácora y luego el horizonte, hacia el gallardete de comisión. Era bastante sencillo establecer un rumbo; Bush y Prowse podían hacerlo con toda facilidad, pero no sería tan sencillo lidiar con los problemas de las relaciones internacionales, problemas de neutralidad, de espionaje.
—Estudiemos el mapa, señor Prowse. Ya verá que tendremos que mantenernos bien apartados de Les Fillettes.
Las Islas de las jovencitas, en mitad del canal navegable hacia Brest. Era un extraño nombre para unas rocas que podrían albergar perfectamente emplazamientos para baterías de cañones.
—Muy bien, señor Prowse. Puede usted prepararse y establecer el rumbo.
Soplaba una suave brisa del noroeste aquel día, y era la cosa más fácil del mundo retirarse hacia Brest. El Hotspur apenas se balanceaba y cabeceaba sólo moderadamente. Hornblower se había acostumbrado enseguida al mar y podía pasear por cubierta con toda seguridad y confiar casi plenamente en retener el contenido de su estómago en su sitio. Una cierta sensación de bienestar acompañó a la remisión de su mareo. El aire de abril era fresco y cortante, pero no helado. Los guantes de Hornblower y su grueso abrigo apenas eran necesarios. De hecho, a Hornblower le resultaba difícil concentrarse en sus problemas. Estaba deseoso de posponer sus consideraciones, y detuvo sus pasos y miró a Bush con una sonrisa que hizo que este último se acercara a él con rápidos pasos.
—¿Tiene usted algún plan para ejercitar a los hombres, señor Bush?
—Sí, señor —Bush no dijo: «Por supuesto, señor» porque era un buen subordinado. Pero sus ojos se iluminaron, porque no había nada que disfrutara más Bush que arrizar y zafar las gavias, arriar las vergas de juanete e izarlas de nuevo, llevar cabos a popa muy deprisa para usarlos como esprín y en definitiva ensayando todas las docenas (centenares) de maniobras que el tiempo o la guerra podían hacer necesarias.
—Bastará con dos horas por hoy, señor Bush. Creo recordar que sólo se ha hecho un corto ejercicio con los cañones, ¿verdad?
Torturado por el mareo mientras pasaban por el canal, no estaba seguro de ello.
—Sólo uno, señor.
—Entonces, después de comer pasaremos una hora con los cañones. Es posible que un día de éstos tengamos que usarlos.
—Podría ser, señor —repuso Bush.
Bush afrontaba con bastante frialdad la perspectiva de una guerra que podía cambiar el mundo entero.
Los silbatos de los contramaestres llamaron a la tripulación y muy pronto se empezaron a llevar a cabo los ejercicios, los marineros sudorosos corriendo arriba y abajo de las jarcias, balanceándose en los cabos, apremiados por los oficiales de mar y en medio de una gran nube de blasfemias por parte del señor Wise. Todo aquello servía también para entrenar a los hombres, para que hicieran ejercicio, pero no hubo que corregir graves deficiencias. El Hotspur se había beneficiado de ser el primer barco aparejado después de que la leva se hiciese obligatoria. De sus ciento cincuenta tripulantes no menos de un centenar estaban clasificados como «marineros de primera». Había también veinte marineros corrientes y sólo diez novatos, y no más de veinte grumetes. Era una proporción extraordinaria, que nunca se volvería a repetir si continuaban reclutando gente para la flota. Y no sólo eso, sino que más de la mitad de los hombres habían servido en tiempos de guerra, antes de la Paz de Amiens. No sólo eran buenos marineros, sino marineros de la Armada, que apenas habían tenido tiempo de hacer un solo viaje en un barco mercante durante la paz, antes de ser alistados de nuevo. Como consecuencia, la mayoría de ellos tenían experiencia en buques de guerra, y veinte o treinta habían participado directamente en acciones bélicas. El resultado fue que cuando se ordenó un ejercicio con los cañones, se dirigieron a sus puestos de servicio de una forma muy profesional. Bush se volvió hacia Hornblower y se tocó el sombrero, en espera de la siguiente orden.
—Gracias, señor Bush. Ordene «silencio», por favor.
Los silbatos atronaron toda la cubierta, y el barco se quedó mortalmente silencioso.
—Ahora voy a hacer una inspección, si es tan amable de acompañarme, señor Bush.
—Sí, señor.
Hornblower empezó a mirar ceñudamente la carroñada de estribor del alcázar. Todo estaba en orden allí, y caminó por el combés para inspeccionar los cañones del nueve de estribor. En cada uno se detuvo para comprobar el equipo. Cartuchos, alzaprima, palanca. Escobillón, cuña. Fue de cañón en cañón.
—¿Cuál es su posición si hay que disparar los cañones de babor?
Había elegido al marinero más joven que había a la vista para preguntarle, y éste movió incómodo los pies al verse interpelado directamente por el capitán.
—¡Atención, marinero! —exclamó Bush.
—¿Cuál es su posición? —repitió Hornblower, tranquilo.
—Allí, señor. Yo manejo el atacador, señor.
—Me alegro de que lo sepa. Si puede recordar su posición cuando el capitán y el teniente le están hablando, confío en que lo recordará también cuando las balas de cañón pasen por encima de la borda.
Hornblower continuó. Un capitán siempre provocaba risas cuando hacía una broma. Entonces se detuvo de nuevo.
—¿Qué es esto? ¡Señor Cheeseman!
—Señor.
—Aquí tiene un cuerno de pólvora más de la cuenta. Tendría que haber sólo uno para cada dos cañones.
—Eh… sí, señor. Es que…
—Ya sé cuál es la razón. Una razón no es una excusa, sin embargo, señor Cheeseman. ¡Señor Orrock! ¿Cuántos cuernos de pólvora tiene usted en su sección? Ah, ya veo.
Al cambiar los cañones número tres habían privado a la sección de Orrock de un cuerno de pólvora y le había dado uno adicional a la de Cheeseman.
—Su trabajo, caballeros, es comprobar que los cañones de su sección están adecuadamente equipados. No tienen que esperar órdenes para ello.
Cheeseman y Orrock eran dos de los cuatro «jóvenes caballeros» de la Academia Naval destinados a bordo, para ser entrenados como guardiamarinas. A Hornblower no le gustaba nada de lo que había visto de ello hasta el momento. Pero los tenía que usar como oficiales de mar, y por su propio bien debía entrenarlos para convertirlos en tenientes útiles. Sus necesidades correspondían con su deber. Tenía que modelarlos, y no destrozarlos.
—Confío en que no tendré que hablar con ustedes de nuevo, caballeros —dijo. Estaba seguro de que sí tendría que hacerlo, pero era mejor una promesa que una amenaza. Siguió andando, completando la inspección de los cañones de estribor. Subió al castillo de proa para examinar las dos carroñadas de allí, y luego volvió a bajar a la cubierta principal de babor. Se detuvo ante el infante de marina que estaba ante la escotilla de proa.
—¿Qué órdenes tiene?
El infante de marina se puso firme y en guardia, con los pies en un ángulo de cuarenta y cinco grados, el mosquete junto a su costado, el dedo índice de la mano izquierda a lo largo de la costura de sus pantalones, el cuello rígido y erguido, así que, como Hornblower no estaba directamente delante de él, miraba por encima del hombro de Hornblower.
—Guardar mi posición… —empezó, y continuó con un monótono soniquete, repitiendo de memoria la fórmula de la guardia que probablemente había dicho mil veces antes. El cambio de su tono se hizo evidente cuando llegó a la frase final y añadió para aquel puesto en particular—: No permitir que nadie baje, a menos que lleve un cubo lleno de cartuchos vacíos.
Eso era para que los cobardes no pudieran buscar refugio debajo de la línea de flotación.
—¿Y los hombres que lleven heridos?
El asombrado marino no supo qué contestar; incluso le costó pensar, después de años de entrenamiento.
—No tengo órdenes al respecto, señor —dijo al fin, dejando finalmente que se movieran sus ojos, aunque no su cuello.
Hornblower miró a Bush.
—Hablaré con el sargento de infantes de marina, señor —dijo Bush.
—¿Quién está en el sollado para atender a los heridos?
—Cooper y su ayudante, señor. El velero y su ayudante. Cuatro en total, señor.
Confiaba en que Bush conociera todos esos detalles al dedillo, aunque Hornblower había encontrado dos pequeños fallos, de los cuales Bush era el responsable último. No era necesario insistir en aquellos temas con Bush, pues estaba ardiendo de vergüenza, en silencio.
Abajo por el escotillón hacia el pañol de pólvora. La luz de una vela brillaba débilmente a través de la ventana de cristal del pañol de faroles, proyectando la luz suficiente para que los grumetes servidores de la pólvora vieran lo que estaban haciendo, mientras recibían los cartuchos cargados a través de las cortinas dobles de sarga abiertas hacia la santabárbara. En el interior de ésta, el artillero y su ayudante, con zapatillas de tela, estaban listos para distribuir, y, si fuera necesario, rellenar cartuchos. Abajo por la escotilla posterior, hacia donde el cirujano y su ayudante estaban preparados para atender a los heridos. Hornblower se dio cuenta de que él mismo podía verse arrastrado allí en algún momento, con la sangre chorreando de algún miembro amputado… Fue un alivio volver a subir de nuevo a cubierta.
—Señor Foreman —Foreman era otro de los «jóvenes caballeros»—, ¿cuáles son sus órdenes con respecto a los faroles durante una acción nocturna?
—Tengo que esperar hasta que el señor Bush me dé órdenes expresas, señor.
—¿Y a quién enviaría si recibiese esas órdenes?
—A Firth, señor.
Foreman señaló hacia un joven marinero de aspecto agradable que estaba junto a él. Pero ¿hubo acaso un leve titubeo en su respuesta? Hornblower se volvió hacia Firth.
—¿Y adonde iría usted?
Los ojos de Firth se volvieron hacia Foreman por un momento. Podía ser el nerviosismo; pero Foreman se tambaleó un poco, como si estuviera señalando con un hombro, y una mano hizo un pequeño gesto junto a su cintura, como si estuviera señalando a la rotundidad abdominal del señor Wise.
—Adelante, señor —dijo Firth—. El contramaestre los entrega. En la abertura del castillo de proa.
—Muy bien —aprobó Hornblower.
No tenía duda de que Foreman se había olvidado prácticamente de pasar las instrucciones de Bush acerca de los faroles de batalla. Pero Foreman fue lo suficientemente listo como para salir airoso de la situación, y Firth no solamente había sido listo, sino también lo bastante leal como para apoyar a su oficial. Sería mejor no perder de vista a esos dos, por varios motivos. La abertura del castillo de proa había sido una inspiración acertada, ya que estaba contigua al cajón del contramaestre.
Hornblower subió al alcázar de nuevo, con Bush detrás, y miró inquisitivo a su alrededor, fijándose en el último cañón sin inspeccionar: la carronada de babor del alcázar. Eligió una posición donde sus palabras pudieran llegar al mayor número posible de oídos.
—Señor Bush —dijo—, tenemos un buen barco. Si trabajamos duro, tendremos también una tripulación excelente. Si Boney necesita una lección, nosotros se la daremos. Pueden continuar con los ejercicios.
—Sí, señor.
Los seis infantes de marina del alcázar, el timonel, los hombres de las carronadas, el señor Prowse y el resto de la guardia le habían oído. Se dio cuenta de que no era la ocasión adecuada para hacer un discurso formal, pero podía estar seguro de que sus palabras serían transmitidas cuidadosamente. Que ese «nosotros» sería interpretado como una apelación a la unidad. Mientras tanto, Bush continuaba con los ejercicios: «Suelte los cañones. Apunte. Quite los tapabocas», y todo lo demás.
—Estarán en forma muy pronto, señor —dijo Bush—.
Y entonces sólo tendremos que acostarnos al enemigo.
—No necesariamente al costado, señor Bush. Cuando quememos pólvora en el próximo ejercicio, quiero que los hombres estén entrenados para disparar a larga distancia.
—Sí, señor. Por supuesto —asintió Bush.
Pero Bush hablaba por hablar. En realidad no había pensado en el manejo del Hotspur en batalla. La acción directa, cuando los cañones no podían fallar y sólo había que cargarlos y disparar lo más rápidamente posible, era el ideal de Bush. Muy adecuado para un barco de línea en una acción de la flota, pero quizá no demasiado adecuado para el Hotspur. Éste sólo era un bergantín de guerra, su maderamen y sus tabiques eran más frágiles que los de una fragata. Sus veinte cañones del nueve que le daban su «rango» (las cuatro carronadas no contaban), eran «cañones largos», mejor adaptados para trabajar a una distancia de un par de cables que para la acción cercana, cuando los cañones enemigos no tenían más oportunidades de errar que los suyos. Era el barco más pequeño con alcázar y castillo de proa de la lista de la marina. Había muchas posibilidades de que cualquier enemigo que se encontrasen fuese superior en medida, en peso, en descarga de la andanada, en número de hombres… con toda probabilidad, inmensamente superior. Brío y coraje podían conseguir una victoria, pero la habilidad, la premeditación y el buen gobierno eran más seguros. Hornblower sentía la excitación de la acción correr por su cuerpo, acentuada por el vibrante estruendo de los cañones que entraban en batería.
—¡Tierra! ¡Tierra! —gritaba el vigía del mastelero de proa—. ¡Tierra a una cuarta a proa por sotavento!
Sería Francia, Ushant, la escena de sus futuras hazañas, quizás el lugar donde se encontrarían con el desastre o la muerte. Naturalmente, una oleada de excitación recorrió todo el barco. Se levantaron todas las cabezas y todas las caras se volvieron.
—¡Escobillen los cañones! —gritaba Bush a través de su megáfono. Se podía confiar en Bush para mantener la disciplina y el buen orden a pesar de las distracciones—. ¡Carguen!
Era duro para los hombres seguir con el juego de las prácticas de cañón en aquellas circunstancias. La disciplina estaba en un lado; el resentimiento y la desilusión en otro.
—¡Apunten! ¡Señor Cheeseman! El hombre de la palanca del cañón número siete no está atento a su deber. Quiero su nombre.
Prowse estaba enfocando un catalejo. Como oficial responsable de la navegación aquello era su deber, pero también era su privilegio.
—¡Dentro los cañones!
Hornblower estaba ansioso por seguir el ejemplo de Prowse, pero se contuvo. Prowse le informaría de cualquier cosa importante. Dejó que siguiera el entrenamiento durante un simulacro de andanada más antes de hablar.
—Señor Bush, puede asegurar los cañones ya, gracias.
—Sí, señor.
Prowse le ofrecía el catalejo.
—Es el faro de Ushant, señor —dijo.
Hornblower captó un ondulante reflejo, una solitaria estructura coronada por un farol, donde en tiempo de paz el gobierno mantenía una luz a beneficio de los barcos (el comercio de medio mundo recalaba en Ushant) que lo necesitaban.
—Gracias, señor Prowse —Hornblower vio mentalmente el mapa de nuevo; recordó los planes que había hecho mientras ponía el barco en servicio activo, en los intervalos de su luna de miel, en los intervalos de mareo, durante los últimos días repletos de acontecimientos—. El viento sopla del oeste. Pero estará oscuro antes de que lleguemos a cabo Matthew. Nos quedaremos en rumbo sur bajo poca vela hasta medianoche. Quiero estar a una legua de los Black Stones una hora antes de amanecer.
—Sí, señor.
Bush se unió a ellos, recién terminado el asunto de asegurar los cañones.
—¡Mire eso, señor! Hay una fortuna que pasa junto a nosotros.
Un gran barco se avistaba a barlovento, su velamen reflejando el sol poniente.
—Un indiaman francés —comentó Hornblower, volviendo su catalejo hacia él.
—¡Un cuarto de millón de libras, en resumen! —exclamo Bush—. Quizá cien mil para usted, señor, si se hubiera declarado la guerra. ¿No le tienta eso, señor? Llevará este viento todo el camino hacia Le Havre y estará a salvo.
—Habrá otros —replicó Hornblower conciliador.
—No tantos, señor. Confíe en Boney. Enviará avisos en el momento en que se decida a declarar la guerra, y todos los barcos con bandera francesa se refugiarán en puertos neutrales. ¡Madeira y las Azores, Cádiz y El Ferrol, cuando nosotros podríamos hacer fortuna!
Las posibilidades de recompensas monetarias ocupaban un buen espacio en los pensamientos de todo oficial naval.
—Quizá lo hagamos —aceptó Hornblower. Pensó en María y en su paga. Incluso unos pocos centenares de libras representarían una diferencia enorme.
—Quizá, señor —dijo Bush, como descartando la posibilidad.
—Y además está la otra cara de la moneda —añadió Hornblower, señalando hacia el horizonte.
Había media docena de barcos más visibles en aquel momento, todos ingleses. Marcaban la enorme extensión del comercio marítimo británico. Ellos llevaban la riqueza que podía dar soporte a flotas, mantener aliados, fábricas de armas…, para no decir nada del hecho de que proporcionaban el entrenamiento básico para los marineros que después tripularían los barcos de guerra, que mantenían los mares abiertos para ellos y los cerraban a los enemigos de Inglaterra.
—Sólo son británicos, señor —repuso Prowse, dubitativo. No podía ver lo que veía Hornblower. Bush tuvo que mirar intensamente a su capitán antes de empezar a comprenderlo.
El lanzamiento de la corredera, junto con el cambio de guardia, relevó a Hornblower de la tentación de echar un sermón.
—¿Cuál es la velocidad, señor Young?
—Tres nudos y medio, señor.
—Gracias —Hornblower se volvió hacia Prowse—: Manténgalo en el rumbo presente.
—Sí, señor.
Hornblower estaba apuntando con su catalejo por encima del pescante de babor. Había una mancha negra que se levantaba y caía allí, hacia la isla Molene. La observó.
—Creo, señor Prowse —dijo, con el catalejo todavía pegado al ojo—, que podríamos meternos un poco más cerca de la orilla. Digamos dos cuartas. Quisiera pasar más cerca de ese barco de pesca.
—Sí, señor.
Era una de las pequeñas embarcaciones empleadas en la pesca de la sardina, muy parecida a las que faenaban en la costa de Cornualles. En aquel momento recogía las redes. Cuando el Hotspur se aproximó más, el catalejo permitió ver de lleno los rítmicos movimientos de los cuatro hombres.
—Un poco más de caña a barlovento, señor Prowse, por favor. Me gustaría pasar más cerca.
Ahora, Hornblower podía divisar una pequeña zona de agua detrás del barco de pesca que era de un color totalmente diferente. Tenía un brillo metálico muy distinto del resto del mar gris; el barco de pesca había localizado un banco de sardinas y sus redes lo estaban encerrando.
—Señor Bush. Por favor, intente leer el nombre.
Se estaban aproximando a toda marcha. En unos pocos momentos, Bush pudo leer las mayúsculas blancas situadas en su proa.
—De Brest, señor. Duke’s Freers.
Iban tan rápidos que el propio Hornblower pudo leer el nombre. En realidad era el Deux Fréres, de Brest.
—Ponga en facha la gavia, señor Young —gritó Hornblower al oficial de guardia, y entonces, volviéndose hacia Bush y Prowse—: Quiero pescado para la cena.
Ellos le miraron con mal disimulada sorpresa.
—¿Sardinas, señor?
—Eso es.
La red permanecía junto al costado del Deux Fréres, y estaban izando en ella a bordo una gran masa de pescado plateado. Tan atentos estaban los pescadores a asegurar su captura que no se habían dado cuenta de la silenciosa aproximación del Hotspur, y levantaron la vista con risible asombro cuando el bonito barco se alzó ante ellos a la luz del atardecer. Incluso mostraron un momentáneo pánico, hasta que se dieron cuenta de que, en tiempos de paz, un barco de guerra británico no podía causarles más daño que uno francés, uno que hiciera cumplir la Inscription Maritime.
Hornblower tomó el megáfono de su soporte. Estaba ardiendo de excitación, y tuvo que controlarse mucho para serenarse. Aquél podía ser el primer paso de un episodio histórico; además, no hablaba francés desde hacía mucho tiempo y tuvo que concentrarse en lo que iba a decir.
—¡Buenos días, capitán! —gritó, y los pescadores, tranquilos, le devolvieron el saludo amistosamente—. ¿Me venderían un poco de pescado?
Conferenciaron apresuradamente, y entonces uno replicó:
—¿Cuánto?
—Oh, veinte libras.
Volvieron a conferenciar.
—Muy bien.
—Capitán —siguió Hornblower, buscando en su mente no sólo las necesarias palabras francesas, sino también una forma de aproximación a la situación que él deseaba—. Usted acabado trabajo. Subir a bordo. Podemos beber un vaso de ron por la amistad de las naciones.
El comienzo de la frase fue algo torpe, se había dado cuenta, pero era incapaz de traducir «ya ha hecho su captura». Sabía, sin embargo, que la perspectiva de beber ron de la marina británica podía ser atractiva… y estaba muy orgulloso de eso de l’amitié des nations. ¿Cómo se decía lancha en francés? Chaloupe, pensó. Insistió en su invitación, y alguien en el barco de pesca hizo una señal de asentimiento antes de volver al trabajo de asegurar la captura. Cuando acabaron, dos de los cuatro hombres bajaron a la lancha que estaba junto al Deux Fréres. Era casi tan grande como el propio barco, porque así se precisaba cuando tenían que extender la red. Dos remos firmemente manejados llevaron el bote rápidamente hacia el Hotspur.
—Recibiré al capitán en mi cabina —repuso Hornblower—. Señor Bush, ocúpese de que el otro hombre sea atendido y bien tratado. Que tome algo.
—Sí, señor.
Un cabo por encima de la borda subió dos grandes cubos llenos de pescado, y a éstos siguieron dos hombres con jersey azul que treparon con gran facilidad, a pesar de sus botas de marinero.
—Un gran placer, capitán —dijo Hornblower, en el combés para saludarle—. Por favor, venga conmigo.
El capitán miraba con interés a su alrededor mientras era conducido al alcázar y a popa, a la cabina. Se sentó precavidamente en la única silla mientras Hornblower se sentaba en el coy. El jersey azul y los pantalones estaban salpicados de escamas de pescado… la cabina olería a pescado durante una semana entera. Hewitt trajo ron y agua, y Hornblower sirvió ron generosamente en dos vasos. El capitán lo bebió con placer.
—¿Ha sido buena la pesca? —preguntó Hornblower, cortésmente.
Escuchó mientras el capitán le contaba, en su casi ininteligible francés bretón, la pequeñez de los beneficios que obtendría en la factoría de sardinas. La conversación fue derivando, en una sencilla transición, de los placeres de la paz a las posibilidades de guerra… dos hombres de mar no podían reunirse sin discutir esa posibilidad.
—Supongo que están haciendo grandes esfuerzos para buscar tripulación a los barcos de guerra, ¿verdad?
El capitán se alzó de hombros.
—Ciertamente.
Su encogimiento de hombros dijo mucho más que la palabra.
—Pero va todo muy despacio, imagino —dijo Hornblower, y el capitán asintió.
—Pero, claro, los barcos deben de estar ya listos para hacerse a la mar…
Hornblower no tenía ni idea de cómo decir «desarmados» en francés, así que había hecho la pregunta justamente al revés.
—Oh, no —exclamó el capitán. Siguió expresando su desprecio por las autoridades navales francesas. No había ni un solo barco de la línea listo para el servicio. Por supuesto que no.
—Deje que vuelva a llenarle el vaso, capitán —dijo Hornblower—. Supongo que las fragatas serán las primeras que recibirán hombres…
Era posible, pero el capitán bretón no estaba seguro. Por supuesto, allí estaba… Hornblower tuvo alguna dificultad para comprender aquel punto. Y de repente lo entendió. La fragata Loire estaba lista para zarpar la semana antes (era la pronunciación bretona de ese nombre lo que más sorprendió a Hornblower) para el servicio en las aguas del este, pero con su habitual estupidez, la comandancia naval la había despojado de la mayoría de sus hombres entrenados para equipar los otros barcos. El capitán bretón, cuya capacidad de beber ron era bastante sorprendente, no hizo nada para ocultar ni el sofocado resentimiento bretón contra el régimen ateo que ahora gobernaba Francia ni el desprecio de un usuario profesional del mar por las torpes políticas de la marina republicana. Hornblower sólo tuvo que ir llenando su vaso y escuchar, con los oídos bien aguzados para captar todas las implicaciones de una conversación en un idioma extranjero. Cuando al fin el capitán se levantó para despedirse, había buena parte de verdad en lo que dijo Hornblower, vacilante, acerca de que lamentaba que la visita concluyera.
—Quizás aunque empiece la guerra, capitán, nos podamos ver de nuevo. Como creo que ya sabe, la marina real de Gran Bretaña no hace la guerra a los barcos de pesca. Siempre estaré dispuesto a comprarle parte de su captura.
El francés le miraba fijamente ahora, quizá porque se estaba acercando el tema del pago. Era un momento de lo más importante, que requería un juicio meditado. ¿Cuánto pagar? ¿Qué decir?
—Por supuesto, tengo que pagar el pescado de hoy —dijo Hornblower, con la mano en el bolsillo. Sacó dos monedas de diez francos y las dejó caer en la callosa palma, y el capitán no pudo evitar que una expresión de asombro apareciera en su cara curtida por la intemperie. Asombro, seguido al instante por avaricia, y luego por sospecha, cálculo, y finalmente por decisión mientras la mano se cerraba y metía apresuradamente el dinero en un bolsillo de su pantalón. Aquellas emociones habían aparecido en la cara del capitán como los colores en un delfín moribundo. Veinte francos en oro por un par de cubos de sardinas. Era muy probable que el capitán se mantuviera él, su mujer y sus hijos durante toda una semana con veinte francos. Diez francos sería el salario de una semana para sus marineros. Era una cantidad importante: o bien el capitán inglés no conocía bien el valor del oro o… Al final, el hecho inevitable resultaba ser que el capitán francés era veinte francos más rico, y existía la posibilidad de obtener más oro de donde procedía aquél.
—Espero que nos volvamos a encontrar, capitán —dijo Hornblower—. Tal como usted comprenderá, por supuesto, aquí en la mar siempre nos alegramos de tener noticias de lo que ocurre en tierra.
Los dos bretones saltaron la borda con sus dos cubos vacíos, dejando a Bush desconsolado contemplando el montón de peces en cubierta.
—Puede ordenar que retiren eso, señor Bush —dijo Hornblower—. Será un buen final para un buen día.