—Marea muerta, señor —anunció Bush—. Empezará el reflujo dentro de diez minutos. Y el ancla virada a pique, señor.
—Gracias, señor Bush —había suficiente luz grisácea en el cielo para ver la cara de Bush como algo más que un simple borrón. Junto a Bush estaba de pie Prowse, el piloto, el oficial de derrota y el pilotín. Éste competía discretamente con Bush para atraer la atención de Hornblower. Prowse estaba encargado, según las instrucciones del Almirantazgo, de «navegar y conducir el barco de puerto a puerto bajo la dirección del capitán». Pero no había razón alguna para que Hornblower no diera a sus demás oficiales alguna oportunidad de demostrar sus habilidades; más bien al contrario. E incluso era probable que Prowse, con treinta años de servicio en el mar, se esforzase más para tomar la dirección del barco de las manos de un capitán joven e inexperto.
—¡Señor Bush! —dijo Hornblower—. Leve anclas, por favor. Establezca un rumbo para doblar el cabo por barlovento.
—Sí, señor.
Hornblower miró agudamente a Bush, intentando por todos los medios aparentar que no le miraba. Bush dirigió una mirada final en torno, estimando la débil brisa y el curso probable del reflujo.
—Alerta ahí, en el cabrestante —ordenó—. Suelten los foques. Que suban unos hombres a soltar las gavias.
Hornblower supo de pronto que podía confiar plenamente en la habilidad marinera de Bush. Sabía que no debió dudarlo, pero sus recuerdos tenían ya dos años, y podían haberse deformado por el transcurso del tiempo. Bush daba las órdenes en la secuencia adecuada. Con el ancla suelta, el Hotspur adquirió un momentáneo retroceso. Con el timón todo a la banda y los hombres en el castillo de proa tirando de las escotas de los foques, viró por la proa. Bush cazó escotas y mandó unos hombres a las brazas. Suavemente, el Hotspur recogió la débil brisa, derivando apenas más de un grado o dos. Al momento estaba navegando, deslizándose hacia adelante por el agua, con el timón equilibrado contra la presión de las velas, como un ser vivo y maravilloso. No hubo necesidad de pronunciar ninguna palabra de alabanza a Bush por la simple operación de ponerse en camino. Hornblower se dedicó a saborear el placer de estar a bordo mientras los hombres corrían para largar los juanetes y luego las velas bajas. Entonces, de repente, recordó algo.
—Páseme ese catalejo, por favor, señor Prowse.
Acercó el pesado catalejo a su ojo y lo dirigió hacia el puerto. Todavía no era plenamente de día y, como de costumbre, estaba velado por un jirón de niebla, y el Hotspur había dejado su fondeadero a media milla o más a popa. Aun así, pudo verla. Una solitaria mancha gris al borde del agua, allá arriba, en el Hard. Quizá (sólo quizá) hubiera una pincelada blanca. A lo mejor María estaba agitando su pañuelo, pero no estaba seguro. De hecho, no creía que fuese así. Sólo estaba la solitaria mancha gris. Hornblower miró de nuevo, y bajó entonces el catalejo. Era muy pesado y le temblaban un poco las manos, de modo que la imagen se movió. Era la primera vez en toda su vida que se hacía a la mar dejando en tierra a alguien a quien le importaba su suerte.
—Gracias, señor Prowse —dijo ásperamente, devolviéndole el catalejo.
Sabía que tenía que pensar en otras cosas, que rápidamente encontraría algo que ocupara sus pensamientos. Afortunadamente, como capitán de un barco que está haciéndose a la mar, no faltaban asuntos que atender.
—Ahora, señor Prowse —ordenó, mirando la estela y la orientación del velamen—. El viento es estable por el momento. Quiero rumbo a Ushant.
—¿Ushant, señor? —Prowse tenía una cara larga y lúgubre como la de una muía, y se quedó allí, de pie, rumiando aquella información sin mostrar cambio alguno en su expresión.
—Ya ha oído lo que he dicho —exclamó Hornblower, súbitamente irritado.
—Sí, señor —respondió Prowse, rápidamente—. Ushant, señor. Sí, señor.
Por supuesto, se trataba de una excusa por su primera reacción. Nadie en el barco salvo Hornblower conocía el contenido de las órdenes que llevaban al Hotspur a alta mar. Nadie sabía hacia qué punto del globo se dirigía. La mención de Ushant al menos reducía las posibilidades. Podían descartar el mar del Norte y el Báltico. También Irlanda y el mar de Irlanda, y Saint Lawrence a través del Atlántico. Pero todavía podían ser las Indias Orientales o el Cabo de Buena Esperanza o el Mediterráneo; Ushant era un punto de partida para todos esos lugares.
—¡Señor Bush! —exclamó Hornblower.
—¡Señor!
—Puede despedir al guardia de abajo, y enviar a los hombres a desayunar cuando lo considere oportuno.
—Sí, señor.
—¿Quién es el oficial de guardia?
—Cargill, señor.
—Entonces, está a cargo de cubierta.
Hornblower miró a su alrededor. Todo estaba en orden, y el Hotspur se alejaba de la costa hacia el canal. Pero había algo raro, diferente, poco habitual. De pronto se dio cuenta de lo que era. Por primera vez en su vida iba a hacerse a la mar en tiempo de paz. Había servido durante diez años como oficial naval sin haber tenido nunca esta experiencia. Antes, cuando su barco salía de puerto, siempre existía un peligro adicional a los azares del mar. En cada uno de sus viajes anteriores podía surgir un enemigo en un momento dado en el horizonte. En una hora podían avistar un barco y la tripulación podía estar luchando por su vida. Y el momento más peligroso de todos es cuando acabas de zarpar con una tripulación inexperta, con el adiestramiento y la organización incompletos… era muy probable encontrarse con el enemigo precisamente en ese momento, el menos conveniente.
Ahora se estaban haciendo a la mar sin ninguna de esas preocupaciones. Era una sensación extraordinaria, algo nuevo… Algo nuevo, como dejar a María en tierra. Trató de alejar de su mente ese pensamiento. Mientras una boya pasaba junto a la aleta de estribor, trató de concentrar en ella sus pensamientos. Fue un alivio ver acercarse a Prowse, con un trozo de papel en la mano mientras él levantaba la mirada hacia el gallardete de comisión y luego hacia el horizonte en un intento de predecir el tiempo.
—El rumbo es sudoeste media cuarta al oeste, señor —dijo—. Cuando cambiemos de bordada podemos conseguirlo, ciñendo.
—Gracias, señor Prowse. Puede apuntarlo.
—Sí, señor —Prowse estaba encantado ante esta muestra de confianza. Naturalmente, no tenía ni idea de que Hornblower, dándole vueltas el día antes por la tarde a todas las responsabilidades que tendría que desempeñar, había hecho el mismo cálculo y obtenido el mismo resultado. Las verdes colinas de la isla de Wight fueron acariciadas momentáneamente por un sol débil.
—Ahí está la boya, señor —anunció Prowse.
—¡Gracias, señor Cargill! Cambie de bordada, por favor.
—Sí, señor.
Hornblower se retiró a popa. No sólo quería observar cómo manejaba Cargill el barco, sino también cómo se comportaba el Hotspur. Cuando llegase la guerra, era muy probable que el éxito o el fracaso, la libertad o el cautiverio pudieran depender de cómo navegaba el Hotspur y de lo fácil de maniobrar que fuera en la virada.
Cargill era un hombre de treinta años, de cara roja y más corpulento de lo que correspondía a su edad. Estaba claro que intentaba por todos los medios olvidar que estaba siendo vigilado simultáneamente por el capitán, el teniente de navío y el piloto, mientras realizaba la maniobra. Se quedó de pie junto al timón mirando con precaución hacia arriba, a las velas, y a popa, a la estela. Hornblower miraba la mano derecha de Cargill que, caída junto a su muslo, se abría y se cerraba. Podía ser un síntoma de nerviosismo o un simple gesto mecánico o de concentración. La guardia de cubierta estaba en sus puestos. Como los hombres eran todos desconocidos para Hornblower, sería muy provechoso dedicar también un poco de atención al estudio de sus reacciones. Era obvio que Cargill se estaba preparando para la acción, y enseguida dio su primera orden al timón.
—¡Caña a sotavento! —gritó, pero no resultó un grito muy efectivo, porque la voz se le quebró a la mitad.
—¡Escotas de los foques! —aquello estuvo mucho mejor. No hubiera servido de mucho en una borrasca, aunque bastó para la ocasión. Foque y velacho empezaron a flamear.
—¡Arriba escotas y amuras!
El Hotspur viró hacia el viento, nivelando su quilla. Estaba virando, virando… ¿Iba a escorar en la virada?
—¡Bracear, bracear en contra, a popa!
Aquél era el momento crucial. La tripulación conocía su oficio. Las bolinas de babor y las brazas fueron desamarradas limpiamente, y los hombres fueron balanceándose hacia las de estribor. Las vergas viraron también, pero el Hotspur se negó a responder. Se durmió. Se inclinó justo en el viento y luego volvió a caer a dos cuartas a babor, con todas las velas flameando y el rumbo perdido. Era incapaz de moverse, estaba indefenso hasta que se emprendiera alguna acción.
—Buena cosa si tuviéramos una costa a sotavento, señor —gruñó Bush.
—Espere —dijo Hornblower. Cargill estaba mirando a su alrededor buscando órdenes, y eso era decepcionante. Hornblower hubiera preferido a un oficial que se enfrentara solo a la situación para intentar salvarla.
—Adelante, señor Cargill.
La tripulación se estaba comportando bien. No cuchicheaban y estaban de pie, esperando órdenes. Cargill tamborileaba con los dedos en su muslo derecho, pero por su propio bien tenía que encontrar una salida sin recibir ayuda. Hornblower vio sus dedos agarrotados, vio a Cargill mirar hacia arriba y a proa mientras intentaba dominarse. El Hotspur iba ganando impulso lentamente mientras el viento soplaba directamente de atrás en las velas. Cargill se aventuró, haciendo un esfuerzo. Una aguda orden puso la caña todo a babor, otra orden hizo girar las vergas de nuevo. El Hotspur se inclinó resistiéndose durante un momento, y luego, refunfuñando, viró a estribor y se enderezó mientras Cargill, en el último momento, hacía girar la caña y tirar de las brazas. No faltaba espacio para maniobrar, no había ninguna peligrosa costa a sotavento que requiriese una acción instantánea, y Cargill pudo esperar hasta que todas las velas estuvieran plenamente hinchadas de nuevo, y el Hotspur tuviera espacio suficiente para que agarrase el timón. Cargill tuvo incluso el sentido común de permitirle a la proa abatirse otra cuarta para tener más impulso en su siguiente intento, aunque Hornblower notó con una leve punzada de desilusión que se apresuró en exceso. Tenía que haber esperado quizás un par de minutos más.
—¡Escotas de los foques! —ordenó Cargill de nuevo. Sus dedos empezaron a tamborilear en el muslo de nuevo con la tensión de la espera.
Pero la mente de Cargill estaba lo bastante despejada para dar las órdenes en la secuencia correcta. El Hotspur viró en el viento de nuevo. Escotas y brazas fueron maniobradas a la perfección. Hubo un momento de parálisis cuando el barco se durmió de nuevo, se inclinó como si estuviera decidido una vez más a perder la virada, pero esta vez hubo un poco más de impulso, y en el último segundo, una afortunada combinación de vientos y olas empujó su proa a través de los vitales grados finales del giro. Viró, por fin.
—¡Bolina franca! —dijo Cargill al timonel, con evidente alivio en su voz—. ¡Amura de trinquete, ahí! ¡Escotas! ¡Brazas!
Una vez completa la operación, se volvió para enfrentarse a la crítica de sus superiores. El sudor le corría por la frente. Hornblower notó que Bush estaba junto a él dispuesto a criticarle concienzudamente. Bush creía con sinceridad que lo mejor para todo el mundo era una severa reprimenda en cualquier circunstancia, y normalmente tenía razón. Pero Hornblower había estado observando muy de cerca el comportamiento del Hotspur.
—Está bien, señor Cargill —dijo, y Cargill, aliviado, se volvió de nuevo; Bush miró a Hornblower con cierta sorpresa—. El barco está demasiado estibado a proa —dijo Hornblower—. Eso hace que sea poco maniobrable en las viradas.
—Es posible —admitió Bush, dubitativo.
Como la popa se agarraba al agua más firmemente que la proa, el Hotspur actuaba como una veleta, persistiendo en mantener la popa hacia el viento.
—Tendremos que cambiarlo —continuó Hornblower—. Tal como está ahora, no virará bien. Tendremos que estibarlo de modo que tenga un calado de seis pulgadas más a popa. Al menos eso. Ahora bien, ¿qué podemos trasladar de proa a popa?
—Bueno… —empezó Bush.
Repasó mentalmente el interior del Hotspur, repleto de provisiones hasta el último pie cúbico. Había sido una hazaña hercúlea prepararlo para navegar. Encontrar espacio para todo lo necesario había requerido muchas cavilaciones. Parecía que no era posible ningún cambio. Y sin embargo…
—Quizás… —empezó Bush, y al instante se habían adentrado en una discusión altamente técnica.
Prowse se presentó y se tocó el sombrero, e informó que el Hotspur estaba dispuesto a tomar rumbo hacia Ushant. Bush no pudo evitar ponerse alerta al oír mencionar aquel nombre; tampoco Prowse pudo evitar verse envuelto en la discusión acerca de la alteración de la estiba del buque. Tuvieron que moverse a un lado para dejar espacio para el lanzamiento de la corredera que se efectuaba cada hora. La brisa hacía aletear sus casacas en torno a sus cuerpos. Estaban en alta mar; la pesadilla de todos aquellos días y noches de preparativos había terminado ya, y también los… ¿cómo definirlos? delirantes, quizá… delirantes días de su matrimonio. Esto era la vida normal. La vida creativa, puesto que estaban convirtiendo al Hotspur en un organismo vivo, consiguiendo mejoras en material y personal.
Bush y Prowse estaban discutiendo todavía posibles alteraciones en la estiba del barco cuando Hornblower volvió al mundo presente.
—Hay una tronera vacía a popa a cada lado —recordó de pronto Hornblower. Aquella sencilla solución había aparecido en su mente de pronto, como solía ocurrirle cuando sus pensamientos se habían desviado a otros temas—. Podemos llevar dos de los cañones delanteros a popa.
Prowse y Bush hicieron una pausa mientras consideraban esa posibilidad. La rápida mente de Hornblower estaba ya haciendo cálculos matemáticos. Los cañones del nueve del barco pesaban una tonelada y un tercio cada uno. Junto con las cureñas y la munición que tendrían que llevar también a popa, eso constituiría un total de cuatro toneladas que cambiarían de lugar. Los ojos de Hornblower midieron las distancias, adelante y a popa del centro de flotación, desde cuarenta pies a proa a treinta pies hacia la popa. No, el balance sería un poco excesivo, aunque el peso muerto del Hotspur estuviese por encima de las cuatrocientas toneladas.
—Quizá se agarraría un poco, señor —sugirió Prowse, llegando a las mismas conclusiones que él un par de minutos más tarde.
—Sí. Tomaremos los cañones del número tres. Eso es justo lo que nos hace falta.
Y dejar un hueco, señor? —Protestó débilmente Bush.
Sí, sería algo así como la falta de un diente incisivo. Rompería la armonía de las dos filas ordenadas de cañones, dándole al buque un aspecto de provisionalidad.
—Prefiero tener un barco más feo a flote —dijo Hornblower—, que uno muy bonito contra las rocas de sotavento.
—Sí, señor —dijo Bush, tragándose esa casi herejía.
—Cuando se vayan consumiendo las provisiones, podremos volver a colocar las cosas en su sitio —añadió Hornblower conciliador—. ¿Le importaría ocuparse de este asunto ahora?
—Sí, señor. —Bush concentró su mente en los aspectos técnicos del problema de transportar un cañón en un barco en movimiento—. Yo los levantaría de las cureñas con la polea del estay y los pondría sobre una estera…
—Bien. Estoy seguro de que puede hacerlo, señor Bush.
Nadie con dos dedos de frente trataría de mover un cañón con su cureña por una cubierta inclinada… saldría volando fuera de control en un momento. Pero fuera de su cureña, yaciendo allí indefenso en una estera, con los muñones para impedir que girase, podían arrastrarlo de forma relativamente fácil, y alzarlo hasta su cureña otra vez después de haberlo transportado a su nueva posición. Bush ya había dado la orden al señor Wise, el timonel, de que preparara el aparejo del estay.
—Habrá que cambiar el plan de combate —dijo Hornblower de repente, cuando le asaltó la idea. La dotación de los cañones tendría que ser reasignada.
—Sí, señor —repuso Bush. Su sentido de la disciplina era demasiado acusado como para permitir que el más mínimo asomo de reproche se reflejara en su voz. Como teniente de navío, era su trabajo recordar esas cosas sin que tuviera que indicárselas su capitán. Hornblower lo arregló lo mejor que pudo.
—Entonces lo dejo todo a su cargo, señor Bush. Infórmeme cuando se hayan trasladado los cañones.
—Sí, señor.
Hornblower cruzó el alcázar para ir a su camarote, pasando junto a Cargill. Éste estaba atento a los hombres que preparaban los aparejos de los estays.
—El barco será mucho más fácil de maniobrar en la virada cuando se hayan cambiado esos cañones, señor Cargill —dijo Hornblower—. Entonces tendrá usted otra oportunidad de demostrar que puede manejarlo.
—Gracias, señor —replicó Cargill. Estaba claro que le daba vueltas a su reciente fallo.
Hornblower fue a su cabina. Los engranajes de una compleja maquinaria como es un barco siempre necesitan lubricante, y era su deber como capitán que lo tuvieran. El centinela ante su puerta se puso firme cuando él llegó. Miró a su alrededor, a los escasos artículos de primera necesidad que se encontraban allí. Su coy colgaba de los baos de cubierta, había una solitaria silla, un espejo en el mamparo con una palangana de lona debajo, en un soporte. En el mamparo opuesto estaba atornillado su escritorio, con su baúl debajo.
Una tira de lona que colgaba de los baos de cubierta servía para colgar la ropa. Eso era todo; no había sitio para nada más, pero el hecho de que la cabina fuese tan pequeña era una ventaja en un aspecto. No había cañones montados en ella (estaba justo a popa) y no habría necesidad por tanto, cuando el barco entrara en acción, de quitarlo todo. Y eso era un lujo, una riqueza, una suerte extraordinaria. Nueve días antes (no, diez) él era un simple teniente con media paga, y con la paga suspendida, porque debido a la Paz de Amiens su promoción no obtuvo destino. No sabía cómo se iba a ganar la siguiente comida. Una sola noche había cambiado por completo las cosas. Ganó cuarenta y cinco libras en una partida de whist con un grupo de oficiales de alto rango, uno de ellos un lord del Almirantazgo. El rey había enviado un mensaje al Parlamento anunciando al gobierno su decisión de poner a la Armada de nuevo en pie de guerra. Le habían nombrado comandante, y le habían dado el Hotspur para que lo preparara para hacerse a la mar. Ahora estaba seguro de cuál sería el origen de su próxima comida, aunque se tratase solamente de buey en salazón y galletas.
Y (más que una coincidencia, una consecuencia de todo ello) se había comprometido con María y se había casado rápidamente con ella.
Las cuadernas del barco transmitían el sonido de uno de los cañones del nueve, que estaba siendo arrastrado a popa. Bush trabajaba rápido. Éste también era un teniente con media paga hacía sólo diez días, y superior a Hornblower. Con timidez, Hornblower le había pedido que sirviera con él como teniente de navío (es decir, el único teniente permitido en la tripulación de un bergantín de guerra) del Hotspur, bajo el mando de Hornblower. Fue sorprendente y extraordinamente halagador ver el placer reflejado en la cara de Bush ante aquella petición.
—Esperaba que me lo pidiera, señor —confesó Bush—, pero no creía que realmente me quisiera como teniente de navío.
—Nada me complacería más —había replicado Hornblower.
En aquel momento casi perdió pie cuando el Hotspur levantó la popa, cabeceó y luego alzó la proa con el movimiento típico de un barco a todo ceñir. Ahora el barco estaba ya fuera de la costa de Wight, sometido a la plena fuerza de las grandes olas del canal. ¡Qué estúpido era! Casi había olvidado aquello. En un par de ocasiones durante los últimos diez días, cuando se le había ocurrido pensar en los mareos, había imaginado despreocupadamente que aquella debilidad estaría ya superada después de dieciocho meses en tierra. No había pensado en ello aquella mañana, pues estaba demasiado ocupado. Ahora, en su primer momento de ocio, le estaba pasando. Había perdido la costumbre del mar (una nueva ola le hizo tambalearse) y estaba a punto de marearse. Empezaba a notar un sudor frío en la piel, y la primera oleada de náuseas le atenazaba la garganta. Aún tuvo tiempo para una amarga broma: acababa de decirse, con alivio, que ya sabía de dónde procedería su próxima comida, pero ahora podía estar más seguro todavía de dónde iba a ir a parar la última. Y entonces el mareo se apoderó de él por completo. Yacía boca abajo en su coy. Oía el retumbar de ruedas, y sus pensamientos se aclararon lo suficiente para deducir que, después de los cañones, Bush estaba llevando las cureñas también a popa. Pero no le importó. Su estómago se levantó de nuevo y aún le preocupó menos. No podía pensar en otra cosa que sus propios sufrimientos. ¿Qué pasaba ahora? Alguien daba fuertes golpes en su puerta, y se dio cuenta de que primero habían sido unos suaves golpecitos que él había pasado por alto, y que habían ido arreciando.
—¿Qué hay? —preguntó, con un graznido.
—Mensaje del oficial de derrota, señor —dijo una voz desconocida—. Del señor Prowse.
Tenía que escucharlo. Se levantó del coy, se tambaleó y se dejó caer en su silla, arqueando los hombros sobre el escritorio para que no pudieran verle la cara.
—¡Adelante! —dijo.
Al abrir la puerta se oyó mucho más el ruido, que sonaba cada vez con más insistencia.
—¿Qué hay? —repitió Hornblower, esperando que su actitud reflejase profunda concentración sobre los papeles del barco.
—Mensaje del señor Prowse, señor —dijo una voz que Hornblower no pudo identificar—. El viento está arreciando y cambiando. Se alterará el rumbo, señor.
—Muy bien. Ya voy.
—Sí, señor.
Efectivamente, tenía que ir. Se levantó, apoyándose en el escritorio con una mano mientras se arreglaba las ropas con la otra. Se cruzó de brazos y salió al alcázar.
Había olvidado todas aquellas cosas; había olvidado lo refrescante que era el viento del mar, cómo susurraba el viento al pasar entre las jarcias, cómo se hundía la cubierta bajo los pies inopinadamente. Cuando la popa se elevó corrió hacia adelante, luchando vanamente para preservar su dignidad y arreglándoselas para agarrarse a la batayola sin perder la compostura. Prowse llegó al momento.
—El curso es suroeste una cuarta al sur ahora, señor —anunció—. He tenido que dejar que el barco derivara un par de cuartas. El viento sigue girando al oeste.
—Ya lo veo —dijo Hornblower. Miró al cielo y al mar, obligándose a pensar—. ¿Cómo está el barómetro?
—Casi abajo del todo, señor. Pero va a soplar más fuerte antes de que caiga la noche, señor.
—Quizá tenga razón.
Bush apareció en aquel momento, tocándose el sombrero que ahora llevaba bien metido en la cabeza.
—Los cañones han sido trasladados a popa, señor. Las ataduras están bien tirantes.
—Gracias.
Hornblower se cogía con las manos a la batayola y miraba fijamente hacia adelante, sin volverse hacia Bush a un lado o hacia Prowse en el otro, para que ellos no se dieran cuenta de la palidez de su cara de marinero bisoño. Se concentró en intentar recordar el mapa del canal que había estudiado con tanta atención el día antes. Allí estaba el hueco de veinte leguas entre los Casquets y el Start. Una decisión incorrecta podía mantenerles detenidos por vientos contrarios durante días en su interior.
—Podemos doblar el Start por barlovento con este rumbo, señor —le sugirió Prowse.
Una inesperada náusea atacó súbitamente a Hornblower, y se movió inquieto mientras luchaba por contenerla. No quería que Prowse le sugiriera nada, y mientras se tambaleaba vio a Cargill de pie junto al timón. Todavía era el turno de Cargill… fue otro factor más que llevó a Hornblower a tomar una decisión, además del informe de Bush y la insinuación de Prowse.
—No —dijo—, cambiaremos de bordada.
—Sí, señor —aceptó Prowse, a regañadientes.
Hornblower miró hacia Cargill, convocándole con una mirada. No quería abandonar el reconfortante apoyo de la batayola.
—Señor Cargill —dijo Hornblower—. Veamos cómo vira usted el barco de nuevo, ahora que hemos alterado su estiba.
—Sí, señor —repuso Cargill. Era lo único que podía decir el pobre diablo, como respuesta a una orden directa. Pero se notaba que estaba muy nervioso. Volvió al timón y tomó el megáfono de las vinateras. El viento, arreciado, lo hacía necesario.
—¡Todos a sus puestos! —llamó, y la orden fue subrayada instantáneamente por los silbatos de los segundos contramaestres y los gritos del señor Wise. Los hombres corrieron a sus puestos. Cargill miró a su alrededor, al viento y al mar. Hornblower vio que tragaba saliva mientras cobraba valor. Entonces dio la orden al timón. Esta vez eran los dedos de su mano izquierda los que tamborileaban en su muslo, porque tenía la derecha ocupada con el megáfono. El Hotspur se elevó hasta nivelar la quilla mientras se maniobraban las escotas y brazas. Estaba virando… viraba…
—¡Largar y halar! —chilló Cargill por el megáfono. Hornblower pensó que él habría esperado tres o cuatro segundos más antes de dar esa orden, pero también sabía que podía estar equivocado. No sólo porque el mareo podía alterar su juicio, sino porque allí de pie, mirando a popa, no «notaba» el barco. Los hechos probaron que Cargill sí lo «notó», o tuvo muy buena suerte, porque el Hotspur giró sin vacilar.
—¡A orza todo! —gritó Cargill al timonel, y la caña giró en redondo con las cabillas convertidas en un borrón, recuperando al Hotspur en el momento en que estaba empezando a derivar. Un grupo de hombres que tiraban halaron la amura de trinquete. Otros amarraron las bolinas. El Hotspur estaba, en el nuevo rumbo, y había maniobrado con tanta suavidad, aparentemente, como se pudiera desear.
Hornblower se dirigió hacia el timón.
—¿Se agarra? —preguntó al cabo de derrota.
Éste soltó la caña un par de cabillas, mirando de soslayo el derribo de la gavia, y entonces lo condujo hacia el viento de nuevo.
—No puedo decir que lo haga, señor —decidió—. Quizá sí, un poco. No, señor, no puedo decir que se agarre. Sólo necesita un toque de caña a barlovento ahora, señor.
—Así tiene que ser —dijo Hornblower.
Bush y Prowse no habían dicho ni una palabra, y no había necesidad ni siquiera de una mirada para definir la situación, pero no estaría mal dirigir unas palabras a Cargill.
—Puede dejar la guardia sintiéndose algo más satisfecho consigo mismo ahora, señor Cargill.
—Sí, señor; gracias, señor —dijo Cargill.
La roja y redonda cara de Cargill se iluminó con una sonrisa. El Hotspur se alzó con una ola, macheteó y Hornblower, cogido por sorpresa, se tambaleó en cubierta y cayó sobre el amplio pecho de Cargill. Afortunadamente, éste era un hombre robusto y de reflejos rápidos, y soportó el golpe sin moverse. De otro modo, él y su capitán habrían caído rodando por la cubierta en los imbornales. Hornblower se sintió un poco avergonzado. No estaba más avezado al mar que el más bisoño de los grumetes. Su envidia de Cargill, Bush y Prowse, que permanecían firmes y balanceándose con toda naturalidad con el cabeceo del barco, se convirtió en franco disgusto. Su estómago estuvo a punto de traicionarle de nuevo. Su dignidad estaba en peligro, y apeló a toda la que le quedaba, volviéndose hacia Bush con las piernas firmes y el cuello erguido.
—Que me avisen cuando sea necesaria alguna alteración del curso, por favor, señor Bush —dijo.
—Sí, señor.
La cubierta se movía mucho, pero él sabía que no tanto como su mente alterada le hacía crear. Se obligó de alguna forma a caminar hacia popa, a su cabina. Dos veces tuvo que detenerse y reunir fuerzas, y cuando el Hotspur subió a una ola casi estuvo a punto de correr (ciertamente, tuvo que caminar más deprisa de lo conveniente para un capitán) pasando junto al centinela, y fue a parar contra la puerta con cierta violencia. No contribuyó a su comodidad (de hecho, no hizo sino añadir más congoja) ver que el centinela ponía un cubo en cubierta junto a él. Abrió la puerta de golpe, se quedó quieto durante un momento mientras el Hotspur completaba su movimiento, con la popa en el aire, y luego se dejó caer gimiendo en su coy, con los pies arrastrando por el suelo mientras el catre se balanceaba.