CAPÍTULO 2

Alguien debía de llevar un buen rato llamando a la puerta del dormitorio. Hornblower era consciente de ello, pero estaba demasiado somnoliento para pensar. Pero al fin la puerta se abrió con un ruido metálico del pasador, y María, despertándose sobresaltada, se agarró a él con súbita alarma, y él se despertó de golpe. Un débil rayo de luz se colaba a través de las gruesas cortinas del lecho. Se oyeron unos pasos en el suelo de roble de la habitación y luego una voz aguda y femenina.

—Ocho campanadas, señor. Ocho campanadas. Las cortinas se abrieron unos centímetros y penetró un rayo de luz más intenso, y María se apretó aún más contra él, pero las cortinas volvieron a unirse de nuevo mientras Hornblower recuperaba la voz.

—Muy bien. Ya estoy despierto.

—Les encenderé unas velas —dijo agudamente la voz, y los pasos se movieron por la habitación y la luz tras las cortinas se hizo más viva.

—¿Qué viento hay? ¿De dónde sopla? —preguntó Hornblower, ahora tan despierto que podía oír el rápido latido de su corazón y notar la tensión de sus músculos al percatarse de lo que significaba para él aquella mañana.

—Eso no puedo decírselo, señor —dijo la voz—. Yo no sé cuartear la aguja, y no se ha despertado aún nadie más.

Hornblower resopló con irritación por no haber recibido esa vital información, y sin pensarlo apartó las ropas de la cama para levantarse y salir. Pero María se agarraba a él, y se dio cuenta de que no podía levantarse de la cama así, sin más. Tenía que cumplir con el ritual adecuado y soportar aquel retraso. Se volvió y la besó, y ella le devolvió los besos, con ansiedad, y sin embargo de forma diferente a otras ocasiones. Notó algo húmedo en la mejilla: era una lágrima, sólo una, pues María se esforzó por controlarse. Su abrazo, bastante rutinario, cambió entonces de intensidad.

—Querido, nos van a separar —susurró María—. Oh, querido, sé que tienes que irte. Pero… pero… no sé cómo voy a vivir sin ti. Tú eres toda mi vida. Tú eres…

Una gran corriente de ternura brotó del pecho de Hornblower, y también sintió remordimientos, una punzada de mala conciencia. Ni el hombre más perfecto de la tierra podía merecer aquella devoción. Si María supiese la verdad, se apartaría de él, todo su mundo se derrumbaría. Lo más cruel que podía hacer era consentir que ella lo averiguara. Nunca debía suceder. Y sin embargo la idea de ser amado tan apasionadamente fue haciendo brotar manantiales de ternura en su pecho, cada vez más profundos, y él le besó las mejillas y buscó los suaves labios ansiosamente. Y entonces los suaves labios se endurecieron, se apartaron.

—No, ángel mío, querido. No debo retenerte. Te enfadarías conmigo… después. Oh, vida mía, dime adiós ahora. Dime que me amas… dime que siempre me amarás. Y luego dime adiós, y dime que pensarás en mí a veces, igual que yo pensaré siempre en ti.

Hornblower dijo las palabras, las palabras correctas, e invadido por la ternura, supo usar el tono adecuado. María le besó una vez más y luego se apartó de él y enterró la cara en el lado más alejado del lecho. Hornblower se quedó quieto, tratando de endurecer su corazón para poder levantarse, y María habló de nuevo. Su voz se oía medio sofocada por la almohada, pero aun así era evidente su forzado cambio de humor.

—Tienes una camisa limpia en la silla, y los zapatos junto a la chimenea.

Hornblower saltó de la cama y apartó las cortinas. El aire de la habitación era más frío que el del interior del lecho. El pasador de la puerta volvió a sonar y tuvo el tiempo justo de coger el camisón y taparse antes de que asomara la cabeza de la vieja camarera. La mujer dejó escapar una risita ante el apocamiento de Hornblower.

—El posadero dice que sopla un aire ligero del sur, señor.

—Gracias.

La puerta se cerró tras ella.

—¿Es eso lo que querías, cariño? —preguntó María, todavía a través de las cortinas—. Aire ligero del sur… ¿es eso?

—Sí, puede servir —dijo Hornblower, yendo deprisa hacia el lavabo y preparando las velas para que iluminasen su cara.

Las brisas suaves del sur en aquella época, a finales de marzo, no podían durar mucho. O bien cedían o se desviaban, pero ciertamente no se harían más intensas a lo largo del día. Si el Hotspur se portaba tan bien como él esperaba, podía doblar el cabo por barlovento y estar preparado para tomar su rumbo, con mucho espacio para maniobrar. Pero por supuesto (como siempre en la marina), no podía permitirse perder tiempo. La navaja de afeitar le rozaba las mejillas y, mientras se miraba en el espejo, era vagamente consciente de que el reflejo de María se encontraba detrás del suyo, mientras ella se movía por la habitación, vistiéndose. Vertió un poco de agua en la palangana para lavarse y se sintió mucho más fresco, y se volvió con su habitual presteza de movimientos para ponerse la camisa.

—Oh, te vistes muy rápido —dijo María, consternada.

Hornblower oyó el sonido de los pasos de ella en el suelo de madera. María se estaba poniendo a toda prisa una cofia nueva en la cabeza, y se vestía todo lo rápido que podía, aun a riesgo de alguna informalidad.

—Tengo que bajar a ver si está listo el desayuno —repuso, y salió antes de que él pudiera protestar.

Se ató el corbatín cuidadosamente, con pericia, y se puso la casaca, miró su reloj de bolsillo, lo guardó y se puso los zapatos. Guardó sus útiles de aseo en el neceser y ató las cintas que lo cerraban. La camisa que había llevado el día antes, junto con la camisa de dormir y el camisón, los metió en la bolsa de lona, y colocó el neceser encima de todo. Una mirada a la habitación le bastó para comprobar que no se había dejado nada, aunque tuvo que mirar con más cuidado del habitual, porque había artículos pertenecientes a María esparcidos aquí y allá. Hirviendo de excitación, abrió las cortinas de la ventana y miró al exterior. Todavía no había amanecido. Con la bolsa en la mano, bajó las escaleras y se dirigió al salón, que olía a rancio y estaba débilmente iluminado por una lámpara que colgaba del techo. María le miró desde la puerta más alejada.

—Éste es tu sitio, cariño —informó—. Sólo falta un momento para el desayuno.

Sujetaba el respaldo de una silla para que él se sentara.

—Me sentaré después que tú —dijo Hornblower. No le parecía bien que María le esperase.

—Oh, no —protestó María—. Tengo que atender yo misma a tu desayuno… sólo se ha levantado la criada mayor.

Consiguió que se sentara en la silla. Hornblower notó cómo le besaba en la cabeza, un toque rápido de la mejilla de ella contra la suya, pero antes de que pudiera sujetarla, ella se había ido ya. Dejó tras de sí el recuerdo de algo entre un suspiro y un sollozo. Al abrirse la puerta de la cocina, se escapó de allí olor a comida, el crepitar de algo en una sartén y un momentáneo brote de conversación entre María y la mujer mayor. Y allí estaba María de nuevo. La rapidez de sus pasos indicaba que el plato que traía estaba demasiado caliente. Lo colocó con rapidez ante él, un enorme bistec todavía crepitando en el plato.

—Aquí tienes, cariño —dijo, y diligentemente le fue acercando el resto de la comida, mientras Hornblower miraba la carne con aprensión.

—Lo elegí especialmente para ti ayer —anunció ella, orgullosa—. Fui al carnicero mientras estabas en el barco.

Hornblower se contuvo para no dar un respingo al oír a la esposa de un oficial naval hablar de estar «en el barco». También tuvo que hacer un esfuerzo para tomar un bistec para desayunar, cuando en realidad el bistec no era, ni mucho menos, uno de sus platos favoritos, y estaba tan nervioso que no hubiera comido ni un bocado. Oscuramente pudo entrever un futuro (si conseguía volver, y si alguna vez, de forma inconcebible, se establecía para llevar una vida tranquila) en el que le ponían un plato con un bistec delante en todas las ocasiones especiales. Aquel pensamiento fue la gota que colmó el vaso. Sintió que no podría probar ni un bocado de la carne, y sin embargo no quería herir los sentimientos de María.

—¿Y tu desayuno? —preguntó, para hacer tiempo.

—Oh, yo no tomaré bistec —replicó María con un tono de voz que dejaba claro que para ella era inconcebible que una esposa comiera lo mismo que su marido. Hornblower alzó la voz y volvió la cabeza.

—¡Eh! —llamó—. ¡En la cocina! ¡Traigan otro plato… caliente!

—Oh, no, querido —protestó María, confusa, pero Hornblower se había levantado ya de su silla y la había hecho sentar en su sitio.

—Ahora, siéntate aquí —ordenó Hornblower—. Ni una palabra más. No quiero motines en mi familia. ¡Ah!

Allí llegaba el otro plato. Hornblower cortó el bistec en dos partes, y le puso a María en su plato el más grande.

—Pero querido…

—He dicho que no toleraré ni un asomo de amotinamiento —gruñó Hornblower, parodiando la voz áspera que usaba en el alcázar.

—Oh, Horry, querido. Eres tan bueno conmigo, demasiado bueno…

Al momento, María se retorció las manos y se llevó un pañuelo a los ojos, y Hornblower temió que finalmente se derrumbara; pero entonces ella dejó caer las manos en el regazo y enderezó la espalda, controlando sus emociones en un acto del más puro heroísmo. Hornblower sintió que su corazón se acercaba a ella. Se inclinó y apretó la mano que ella le tendía con entusiasmo.

—Ahora quiero ver cómo desayunas con ganas —dijo él. Seguía usando su tono burlesco, pero aun así era evidente la ternura que sentía. María cogió el cuchillo y el tenedor y Hornblower hizo lo mismo. Se obligó a comer unos cuantos bocados, y desmenuzó el resto del bistec para que no pareciera que se dejaba demasiado. Dio un sorbo a su jarra de cerveza. No le gustaba beber cerveza con el desayuno, ni siquiera una tan floja como aquélla, pero se dio cuenta de que la criada mayor no estaba autorizada a preparar té.

Unos golpecitos en la ventana atrajeron su atención. El posadero estaba abriendo los postigos, y pudieron ver confusamente su cara durante un momento, pero todavía estaba demasiado oscuro fuera. Hornblower miró su reloj. Eran las cinco menos diez, y había dado órdenes de que su bote estuviera en el puerto de Sally a las cinco. María vio el gesto y levantó la mirada hacia él. Sus labios temblaron un poco, una ligera humedad empañó sus ojos, pero se mantuvo serena.

—Voy a por mi capa —dijo ella, bajito, y salió de la habitación. Volvió al momento, con la capa gris envuelta en torno a su cuerpo, y la cara medio oculta en la capucha. Llevaba al brazo el grueso abrigo de Hornblower.

—¿Se va ya, señor? —dijo la vieja, entrando en el salón.

—Sí. La señora arreglará las cuentas cuando vuelva —dijo Hornblower. Sacó una moneda de media corona del bolsillo y la puso en la mesa.

—Muchas gracias, señor. Y que tenga buen viaje, y dinero de presa en abundancia. —El tono como de cantinela le indicó a Hornblower que seguramente aquella mujer había servido a cientos de oficiales navales que dejaban el George para embarcar… Sus recuerdos seguramente se remontarían a Hawke y Boscawen.

Se abrochó el abrigo y recogió la bolsa.

—Haré que el posadero venga con nosotros con una linterna para que te acompañe luego, a la vuelta —dijo, considerado.

—Oh, no, querido, no hace falta. Es muy cerca, y conozco bien el camino —rogó María, y él no insistió, comprendiendo que tenía razón.

Salieron. El aire era frío y penetrante, y sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la oscuridad, aun después de aquella habitación tan mal iluminada. Hornblower se dio cuenta de que si él fuese un almirante o incluso un capitán distinguido no tendría que partir con tan poca ceremonia. El posadero y su mujer se habrían levantado y vestido para verle partir. Dieron la vuelta a la esquina y se dirigieron abajo por la empinada pendiente hacia el puerto de Sally, y de pronto, por primera vez, Hornblower comprendió que se iba a la guerra. Su preocupación por María le había distraído realmente de esa idea, pero ahora se encontraba tragando saliva con excitación.

—Querido —dijo María—. Tengo un pequeño regalo para ti.

Sacó un objeto del bolsillo de su manto y lo colocó en su mano.

—Son sólo unos guantes, cariño, pero con ellos te entrego todo mi amor —siguió ella—. No he podido preparar nada mejor en tan poco tiempo. Me habría gustado bordar algo para ti… regalarte algo valioso… Pero he estado tejiendo hasta este preciso momento desde… desde…

No pudo continuar, pero una vez más enderezó la espalda y consiguió no abatirse.

—Pensaré en ti cada momento que los lleve puestos —prometió Hornblower. Se los puso a pesar de lo incómodo que resultaba llevando la bolsa en la mano. Eran unos estupendos guantes de lana gruesa, con separaciones para el pulgar y el índice—. Me van perfectos. Te agradezco mucho este presente, cariño.

Habían llegado al final del empinado talud que bajaba al Hard, y aquella horrible prueba acabaría enseguida.

—¿Tienes bien guardadas las diecisiete libras? —preguntó Hornblower, una pregunta innecesaria.

—Sí, gracias, querido. Creo que es demasiado…

—Y podrás recibir también mi media paga mensual —siguió Hornblower ásperamente para alejar la emoción de su voz, y entonces, dándose cuenta de que su tono era excesivamente rudo, continuó—: Bueno, es el momento de decirnos adiós, cariño.

Se esforzó por pronunciar esa última palabra tan poco usual para él. El nivel del agua estaba muy por encima del Hard. Eso significaba, tal como imaginó cuando dio las órdenes, que la marea estaba en pleamar. Sabría sacar partido del reflujo.

—¡Cariño! —exclamó María, volviéndose y levantando la cara hacia él en su capucha.

El la besó. Abajo, en la superficie del agua, se oía el familiar golpeteo de los remos en las bancadas, y el sonido de voces masculinas cuando, en la sombra, la tripulación de su bote vio las dos figuras en el Hard. María oyó esos sonidos tan claramente como Hornblower, y rápidamente apartó los fríos labios que había levantado hacia los de él.

—Adiós, ángel mío.

No había nada más que decir. No se podía hacer nada más. Aquél era el final de esa breve experiencia. Él le volvió la espalda a María, le volvió la espalda a la paz y a la civilizada vida de casado y se encaminó con paso firme hacia la guerra.