CAPÍTULO 1

—Repitan conmigo —dijo el sacerdote—: Yo, Horatio, te tomo a ti, María Ellen…

Se le ocurrió a Hornblower que aquéllos eran los últimos segundos que tenía para retractarse de hacer algo que, sin lugar a dudas, sería mal visto. María no era la mujer adecuada para casarse, suponiendo que él fuera adecuado para casarse con alguien. Si tuviera un ápice de sentido común, interrumpiría la ceremonia en aquel preciso instante, anunciaría que había cambiado de opinión y se alejaría del altar, y del párroco, y de María, y abandonaría aquella iglesia todavía como hombre libre.

—Para amarte y respetarte… —seguía todavía, como un autómata, repitiendo las palabras del sacerdote. Y allí estaba María junto a él, con aquel vestido blanco que tan poco la favorecía. Estaba radiante de felicidad. Ella le adoraba, por muy equivocado que pudiera estar su amor. Él no podía, sencillamente no podía, asestarle un golpe tan cruel. Era consciente del temblor del cuerpo de ella junto al suyo. No podía destrozar la confianza de ella, igual que no habría podido rechazar el mando del Hotspur.

—Y así te desposo —repitió Hornblower. «Aquello lo decidía todo», pensó. Aquéllas eran las palabras finales que otorgaban fuerza legal a la ceremonia. Se había comprometido y ya no iba a retractarse. Había un extraño consuelo en el pensamiento de que realmente su compromiso databa de una semana antes, cuando María se echó en sus brazos sollozando y jurándole su amor, y él fue demasiado blando para reírse de ella y demasiado… ¿débil? ¿honesto? para aprovecharse de ella con la intención de traicionarla. Desde el momento en que la escuchó y devolvió sus besos con suavidad, el resultado final (el vestido de novia, la ceremonia en la iglesia de Santo Tomás Beckett y un futuro vago de empalagoso afecto) se había convertido en algo inevitable.

Bush tenía ya el anillo preparado, y Hornblower lo introdujo en el dedo de María y se pronunciaron las palabras finales.

—Os declaro marido y mujer —dijo el sacerdote, y les bendijo, y luego transcurrieron cinco segundos en silencio hasta que María lo rompió.

—Oh, Horry —dijo, y apoyó su mano en el brazo de él.

Hornblower se obligó a sonreírle, ocultando el hecho recién descubierto de que detestaba que le llamaran «Horry», más aún que el hecho de que le llamaran Horatio.

—Es el día más feliz de mi vida —replicó él. Si hay que hacer una cosa, se hace con todas las de la ley, así que continuó—: El más feliz hasta ahora.

Fue realmente doloroso observar la ilimitada felicidad de la sonrisa que respondió a esa frase galante. María levantó su otra mano hacia él, y él se dio cuenta de que esperaba que la besara, allí mismo, frente al altar. No parecía una cosa demasiado adecuada, en un lugar sagrado (en su ignorancia él temía ofender a los fieles) pero tampoco había escapatoria posible, así que besó los suaves labios que ella le ofrecía.

—Tienen que firmar en el registro —indicó el párroco, y les condujo hasta la sacristía.

Firmaron.

—Ahora ya puedo besar a mi yerno —anunció la señora Mason en voz alta, y Hornblower se encontró apretado entre dos poderosos brazos y recibió dos sonoros besos en las mejillas. Pensó que, inevitablemente, todo hombre siente disgusto por su suegra.

Pero allí estaba Bush para liberarle, con la mano extendida y una sonrisa poco habitual en él, ofreciéndole su enhorabuena y sus mejores deseos.

—Muchas gracias —dijo Hornblower, y añadió—: Gracias por muchas cosas.

Bush estaba incómodo, y trató de rechazar la gratitud de Hornblower con los mismos gestos que habría usado para espantar una mosca. Había representado un firme punto de anclaje en aquella boda suya, igual que lo había sido también en la preparación del Hotspur para zarpar.

—Nos veremos a la hora de almorzar —dijo, y se retiró de la sacristía, dejando tras él un extraño vacío.

—Contaba con el brazo del señor Bush para que me acompañara a la salida —protestó la señora Mason con retintín.

Ciertamente, no era propio de Bush dejar a todo el mundo en la estacada de aquella manera. Aquel comportamiento contrastaba vivamente con su conducta durante los últimos y febriles días.

—Podemos acompañarnos mutuamente, señora Mason —intervino la mujer del párroco—. El señor Clive nos seguirá.

—Es usted muy amable, señora Clive —contestó la señora Mason, aunque su tono no se correspondía con la amabilidad de sus palabras—. Y la pareja feliz ya puede salir. María, coge el brazo del capitán.

La señora Mason ordenó la pequeña procesión muy profesionalmente. Hornblower notaba la mano de María que se había colgado de su brazo, notaba la ligera presión que ella ejercía sobre él, y (no podía ser tan cruel como para pasar por alto el gesto) le apretó también la mano en correspondencia, entre las costillas y el codo, y fue recompensado con otra sonrisa. Un pequeño empujón desde atrás de la señora Mason le hizo volverse hacia la iglesia, para ser saludado con un rugido del órgano. Media corona para el organista y un chelín para el fuelle le había costado aquella música a la señora Mason. La verdad es que se podía haber ahorrado aquel dinero. La idea ocupó la mente de Hornblower durante unos segundos, e inmediatamente le siguió la sorpresa de cómo se podía encontrar placer alguno en aquellos ruidos desagradables. María y él estaban ya recorriendo la nave central cuando volvió a la realidad.

—Los marineros se han ido todos —dijo María con la voz rota—. No queda casi nadie en la iglesia.

A decir verdad, sólo había dos o tres personas en los bancos, y obviamente se trataba de gente que estaba allí por casualidad. Los pocos invitados habían acudido en tropel a la sacristía para la firma, y los cincuenta marineros del Hotspur que Bush había llevado (todos aquéllos que confiaba en que no desertasen) se habían esfumado ya. Hornblower sintió un vago disgusto porque parecía que Bush no había sabido controlar la situación.

—¿Qué nos importa? —preguntó, buscando algunas palabras de consuelo para María—. ¿Por qué tiene que oscurecer sombra alguna el día de nuestra boda?

Fue bastante doloroso ver y oír la instantánea respuesta de María, y su paso vacilante transformarse en una animada marcha mientras caminaban por la iglesia vacía. La radiante luz del sol les esperaba en la puerta este, tal como pudo observar él. Pensó en alguna cosa más que pudiera decir un novio cariñoso.

—La novia que recibe la luz del sol, será feliz.

Salieron de la oscuridad a plena luz, y la transición fue tanto moral como física, porque Bush no les había fallado. Al final no había faltado nada. Hornblower oyó una áspera orden y un estridente entrechocar de acero; allí estaban los cincuenta marineros en una doble fila que se extendía ante la puerta, formando un arco con sus sables desenvainados para que la pareja pasara bajo ellos.

—¡Oh, qué bonito! —dijo María, con infantil deleite. Además, la formación de marineros en la puerta de la iglesia había atraído a muchos espectadores, que se ponían de puntillas para ver al capitán y su novia. Hornblower dirigió una mirada profesional primero a una de las filas de marineros, y luego a la otra. Todos iban vestidos con las nuevas camisas a cuadros azules y blancos procedentes de la ropa de trabajo del Hotspur. Sus blancos pantalones de dril estaban bastante desgastados, pero muy limpios, y eran bastante largos y anchos, de modo que ocultaban las posibles deficiencias de sus zapatos. El conjunto era muy adecuado.

Al otro lado de la avenida de sables había una silla de posta sin caballos, y Bush de pie junto a ella. Un poco sorprendido, Hornblower condujo a María bajo el arco; Bush, galante, ayudó a la joven a subir al asiento frontal y Hornblower trepó tras ella, encontrando un momento para quitarse su tricornio de debajo del brazo y colocárselo en la cabeza. Había oído el sonido de los sables que se enfundaban de nuevo. Ahora, la guardia de honor avanzaba marcando el paso disciplinadamente. Había unas cuerdas de arrastre blanqueadas en lugar de los arreos para los caballos, y los cincuenta hombres agarraron las cuerdas, veinticinco en cada una, y se prepararon para tirar. Bush hizo una señal hacia Hornblower.

—Suelte el freno, por favor, señor. Esa palanca de ahí, señor.

Hornblower obedeció y Bush se volvió y lanzó un grito. Los marineros colocaron las cuerdas tirantes con media docena de rápidos pasos y luego empezaron a trotar; la silla de posta traqueteaba sobre los guijarros, mientras la multitud agitaba los sombreros y les vitoreaba.

—Nunca pensé que llegaría a ser tan feliz… Horry… cariño —dijo María.

Los hombres con las cuerdas de arrastre, con el entusiasmo habitual de los marineros en tierra, doblaron la esquina de la calle mayor y se dirigieron a toda marcha hacia la calle George, y al girar, María cayó sobre él y se le agarró con regocijado terror. Cuando empezaron a correr más deprisa se vio que corrían el riesgo de que la silla alcanzase a los marineros y los atropellase, y Hornblower tuvo que pensar rápidamente y agarrar la palanca del freno, liberándose rápidamente del brazo de María. Se quedó allí quieto un momento, pensando qué hacer a continuación. La ocasión merecía que hubiera un grupo de bienvenida esperándoles: el dueño de la posada y su mujer, los mozos, el caballerizo, el camarero y las criadas, pero no había nadie. Tuvo que saltar de la silla sin ayuda de nadie y con una sola mano ayudó a bajar a María.

—Gracias, chicos —dijo a los marineros que respondieron a su agradecimiento llevándose la mano a la frente y murmurando unas palabras mientras se alejaban. Bush aparecía ya a la vuelta de la esquina, corriendo hacia ellos. Hornblower pudo dejar a Bush a cargo de todo mientras conducía a María hacia la posada con una triste ausencia de ceremonia.

Pero allí estaba por fin el posadero, que salía a toda prisa con una servilleta en el brazo, y su mujer detrás.

—Bienvenido, señor, bienvenida, señora. Por aquí, señor, señora —abrió la puerta del salón y allí estaba el almuerzo nupcial, servido sobre un mantel níveo—. El almirante ha llegado hace cinco minutos, señor, así que por favor, excúsenos.

—¿Qué almirante?

—El honorable almirante sir William Cornwallis, señor, comandante de la flota del canal. Su cochero dice que la guerra es segura, señor.

Hornblower estaba también convencido de ello desde que nueve días atrás había leído el mensaje del rey al Parlamento y presenció las actividades de las patrullas de reclutamiento, y le habían notificado su nombramiento al mando del Hotspur… y (recordó) se había comprometido con María. La poco escrupulosa conducta de Bonaparte en el continente significaba…

—¿Un vaso de vino, señora? ¿Un vaso de vino, señor?

Hornblower era consciente de la mirada inquisitiva de María cuando el posadero les hizo aquella pregunta. No se atrevería a responder hasta que supiera qué pensaba su flamante marido.

—Esperaremos a los demás —dijo Hornblower—. Ah…

Unos pasos que resonaban ya en el umbral anunciaban la llegada de Bush.

—Estarán todos aquí dentro de dos minutos —anunció Bush.

—Ha preparado muy bien el transporte con los marineros, señor Bush —dijo Hornblower, y pensó qué más podía decir en un momento como aquél un marido atento. Deslizó su mano bajo el brazo de María y añadió—: La señora Hornblower dice que la ha hecho usted muy feliz.

Una risita encantada de María le indicó que había encontrado un especial placer en oírse llamar por su nuevo nombre, tal como él había supuesto.

—Señora Hornblower, le deseo la mayor felicidad —dijo Bush, solemnemente, y luego se volvió hacia Hornblower—. Con su permiso, señor, volveré al barco.

—¿Ahora, señor Bush? —preguntó María.

—Me temo que debo hacerlo, señora —replicó Bush, volviéndose de nuevo hacia Hornblower—. Llevaré a los hombres conmigo, señor. Siempre existe la posibilidad de que lleguen ahora las barcazas con las provisiones.

—Sí, creo que tiene razón, señor Bush —asintió Hornblower—. Manténgame informado, se lo ruego.

—Sí, señor —dijo Bush, y se fue.

Llegaban ya los demás, y cualquier traza de extrañeza en la celebración desapareció cuando la señora Mason, precediendo a los invitados, se hizo cargo del almuerzo nupcial. Saltaron los tapones de las botellas y brindaron. Hubo que cortar el pastel, y la señora Mason insistió en que María debía hacer el primer corte con la espada de Hornblower. La señora Mason estaba segura de que con ello María seguía el ejemplo de los marinos londinenses de la buena sociedad. Hornblower no estaba tan seguro como ella. Había vivido diez años cumpliendo la norma estricta de que el acero nunca debía ser desenvainado bajo techo ni en cubierta. Pero sus tímidos reparos fueron descartados de inmediato, y María, cogiendo la espada con ambas manos, cortó el pastel entre el aplauso general. Hornblower recuperó su arma, impaciente, y rápidamente limpió el azúcar que manchaba la hoja, preguntándose ceñudamente qué pensarían los presentes si supieran que alguna vez había enjugado sangre humana de aquel mismo objeto. Todavía estaba realizando esta operación cuando escuchó el áspero susurro del posadero junto a él.

—Le ruego que me perdone, señor. Perdón, por favor.

—¿Sí?

—Con los saludos del almirante, señor, le gustaría mucho verle cuando usted lo considere oportuno.

Hornblower se puso de pie, espada en mano, mirándole con momentánea estupefacción.

—El almirante, señor. Está en el primer piso, en la que nosotros llamamos «la habitación del almirante».

—Quiere decir sir William, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Muy bien. Presente mis respetos al almirante y… No, voy ahora mismo. Gracias.

Hornblower volvió a envainar su espada y miró a los presentes. Éstos estaban entretenidos observando a la doncella, que repartía trozos de pastel de boda, y no estaban pendientes de él en aquel momento. Colocó la espada en su costado, se ajustó el corbatín y salió de la habitación discretamente, recogiendo su sombrero al pasar.

Cuando llamó a la puerta del primer piso una profunda voz que recordaba muy bien dijo: «Adelante». La habitación era tan grande que la cama de cuatro postes que estaba al fondo apenas ocupaba espacio. Tampoco molestaba un secretario sentado en un escritorio junto a la ventana. Cornwallis estaba de pie en medio de la habitación, al parecer dictando algo hasta que le interrumpió.

—Ah, es usted, Hornblower. Buenos días.

—Buenos días, señor.

—La última vez que nos vimos fue por un asunto bastante feo con los rebeldes irlandeses. Recuerdo que tuvimos que colgarlos.

Cornwallis, «Billy Blue», no había cambiado apenas en aquellos cuatro años. Todavía seguía siendo aquel hombre robusto de modales sosegados, muy bien preparado para resolver cualquier emergencia.

—Por favor, siéntese. ¿Una copa de vino?

—No, gracias, señor.

—Ya lo esperaba, viendo la ceremonia que acaba de celebrarse. Discúlpeme por interrumpir su banquete de boda, pero la culpa es de Boney, no mía.

—Por supuesto, señor —Hornblower se dio cuenta de que hubiera quedado bien un discurso algo más elocuente en aquella ocasión, pero no se le ocurrió qué decir.

—Le entretendré el menor tiempo posible. ¿Sabe que me han encomendado el mando de la flota del canal?

—Sí, señor.

—¿Sabe que el Hotspur está bajo mi mando?

—Me lo imaginaba, pero no lo sabía, señor.

—La carta del Almirantazgo a este respecto ha llegado con mi coche. La encontrará usted esperándole a bordo.

—Sí, señor.

—¿Está listo para zarpar el Hotspur?

—No, señor —la verdad, sin excusas. No había otra posibilidad.

—¿Cuánto tardará?

—Dos días, señor. Más si se retrasan las provisiones reglamentarias.

Cornwallis le miraba con mucha intensidad, pero Hornblower le devolvió firmemente la mirada. No tenía nada que reprocharse. Hacía nueve días, el Hotspur estaba todavía desarmado.

—¿Lo han puesto en dique y limpiado el fondo?

—Sí, señor.

—¿Tiene ya tripulación?

—Sí, señor. Una buena tripulación… la crema del reclutamiento.

—¿Aparejos listos?

—Sí, señor.

—¿Arboladura?

—Sí, señor.

—¿Han designado ya oficiales?

—Sí, señor. Un teniente de navío y cuatro suboficiales.

—Necesitará agua y provisiones para tres meses.

—Puedo estibar ciento once días de raciones completas, señor. La tonelería proporcionará los barriles a mediodía. Lo tendré todo estibado por la noche, señor.

—¿Lo ha remolcado fuera?

—Sí, señor. Está anclado en Spithead.

—Bien hecho —dijo Cornwallis.

Hornblower trató de no traicionar su alivio al oír esto. Viniendo de Cornwallis, aquello no era una simple aprobación: era una calurosa alabanza.

—Gracias, señor.

—Entonces, ¿qué necesita ahora?

—Equipo para los contramaestres, señor. Cabos, lona, repuestos…

—No es fácil que los astilleros se desprendan de esas cosas en este momento. Hablaré con ellos. ¿Y dice que también necesita pertrechos de artillería?

—Sí, señor. Los de artillería están esperando un cargamento de proyectiles del nueve. No tenemos nada en estos momentos.

Diez minutos antes, Hornblower pensaba en unas palabras que complacieran a María. Ahora estaba eligiendo sus palabras para hacer un informe honesto a Cornwallis.

—Ya me encargaré también de eso —dijo al fin Cornwallis—. Puede estar seguro de zarpar pasado mañana si el viento es bueno.

—Sí, señor.

—Y ahora, sus órdenes. Las tendrá por escrito en el transcurso del día, pero preferiría decírselo antes, para que pueda hacerme las preguntas que desee. La guerra es inminente. Todavía no ha sido declarada, pero Boney puede anticiparse a nosotros.

—Sí, señor.

—Voy a sitiar Brest tan pronto como pueda tener la flota en el mar, y usted irá en cabeza.

—Sí, señor.

—No hará nada que pueda precipitar la guerra. No le proporcionará excusa alguna a Boney.

—No, señor.

—Cuando se declare la guerra, por supuesto, usted emprenderá las acciones adecuadas. Hasta entonces, se limitará a observar. Vigile bien Brest. Observe todo lo que pueda sin provocar el fuego. Cuente los barcos de guerra…, el número y el tipo de los barcos con aparejo redondo, barcos todavía desarmados, barcos en los fondeaderos, barcos preparándose para zarpar…

—Sí, señor.

—Boney envió a sus mejores barcos y tripulaciones a las Indias Orientales el año pasado. Tendrá aún más problemas que nosotros para tripular su flota. Quiero que me informe tan pronto como llegue al puesto de servicio. ¿Qué calado tiene el Hotspur?

—Trece pies a popa cuando está con las bodegas llenas, señor.

—Entonces podrá pasar por el Goulet con bastante libertad. No tengo ni que decirle que no debe acercarse a tierra.

—No, señor.

—Pero recuerde bien esto que voy a decirle. Le será difícil cumplir su deber sin arriesgar su barco. Por un lado están la locura y la temeridad; y la audacia y la precaución por otro. Elija usted correctamente y encontrará la manera de salir de todos los problemas que se le presenten.

Los grandes ojos azules de Cornwallis se clavaban, penetrantes, en los ojos pardos de Hornblower. A éste le pareció muy interesante lo que Cornwallis acababa de decir, y también lo que quedó sin decir. Cornwallis le había prometido su apoyo, pero no había pronunciado la amenaza que era el corolario obvio. No se trataba de un recurso retórico, ni de un truco fácil de líder… Era una simple expresión del estado de ánimo natural de Cornwallis. Era un hombre que prefería inducir a reprimir; era más interesante.

Hornblower se dio cuenta, sobresaltado, de que llevaba unos segundos mirando fijamente a su comandante en jefe, con descaro, mientras su pensamiento seguía estos derroteros. Tal vez esa conducta no era demasiado educada.

—Comprendo, señor —dijo, y Cornwallis se levantó de su silla.

—Nos encontraremos en el mar. Recuerde: no debe hacer nada que provoque la guerra antes de que se declare —dijo, con una sonrisa… y la sonrisa reveló al hombre de acción. Hornblower comprendió que el almirante era de esas personas a quienes la perspectiva de acción les resulta estimulante y deseable, y que nunca buscaría razones o excusas para posponer decisiones.

De repente, Cornwallis se quedó con la mano levantada.

—Por Júpiter —exclamó—, me había olvidado. Es el día de su boda.

—Sí, señor.

—¿Se ha casado esta misma mañana?

—Hace una hora, señor.

—Y le he sacado de su banquete nupcial.

—Sí, señor —hubiera sido un poco pomposo añadir algún tópico como «por mi rey y por mi país», o «lo primero es el deber».

—Su esposa no estará nada contenta.

«Ni mi suegra», pensó Hornblower, pero tampoco sería muy educado decirlo.

—Intentaré arreglarlo, señor —se contentó con decir.

—Soy yo quien debo arreglarlo —replicó Cornwallis—. ¿Podría quizás unirme al festejo y brindar a la salud de la novia?

—Sería muy amable por su parte, señor —dijo Hornblower.

Si algo podía reconciliar a la señora Mason con su infracción de las normas de comportamiento sería la presencia del honorable almirante sir William Cornwallis en la mesa del almuerzo.

—Iré, entonces, si me asegura que seré bienvenido. Hachett, busque mi sable. ¿Dónde está mi sombrero?

Así que cuando Hornblower apareció de nuevo en la puerta del salón, los instantáneos y amargos reproches de la señora Mason murieron en sus labios en el momento en que vio que Hornblower estaba escoltando a un invitado de categoría. Vio las charreteras doradas y la cinta roja con la estrella que Cornwallis se había puesto para la ocasión, con gran tacto. Hornblower hizo las presentaciones.

—Larga vida y mucha felicidad —dijo Cornwallis, inclinándose sobre la mano de María—, a la esposa de uno de los oficiales más prometedores al servicio de Su Majestad.

María sólo pudo mover la cabeza, abrumada por la emoción de aquella brillante presencia.

—Encantada de conocerle, sir William —dijo la señora Mason.

El párroco y su mujer, y los pocos vecinos de la señora Mason que constituían los únicos imitados, se vieron enormemente gratificados cuando les dirigió la palabra personalmente el hijo de un conde, un caballero de la orden de Bath y un comandante en jefe, todo en una sola persona.

—¿Una copa de vino, señor? —ofreció Hornblower.

—Encantado.

Cornwallis tomó la copa en su mano y miró a su alrededor. Resultó muy significativo que se dirigiera precisamente a la señora Mason.

—¿Se ha brindado ya a la salud de la joven pareja?

—No, señor —respondió la señora Mason, en éxtasis.

—¿Podría hacerlo yo, entonces? Señoras, caballeros. Les pido que se pongan de pie y se unan a mí en esta ocasión tan feliz. Que nunca conozcan la tristeza. Que siempre disfruten de salud y prosperidad. Que la esposa siempre encuentre consuelo sabiendo que el marido está cumpliendo con su deber al servicio de su rey y su país, y que el esposo se sienta apoyado en su deber por la lealtad de su esposa. Y esperemos que el porvenir traiga consigo muchos jóvenes caballeros que vistan el uniforme del rey siguiendo el ejemplo de su padre, y muchas jóvenes damas que sean madres de otros jóvenes caballeros. Brindo a la salud de los novios.

Brindaron y hubo aclamaciones y todos los ojos se volvieron a la sonrojada María, y de ella, todos los ojos se volvieron hacia Hornblower. Él se levantó. Se había dado cuenta, antes de que Cornwallis llegase a la mitad de su discurso, de que el almirante estaba empleando unas palabras que él mismo había empleado muchas veces, con ocasión de las bodas de sus oficiales. Hornblower, animado ante aquella situación, miró a Cornwallis a los ojos y sonrió. Daría tanto como había recibido; respondería con un discurso similar a los muchos que había escuchado Cornwallis.

—Sir William, señoras y caballeros, sólo puedo daros las gracias en nombre de… —Hornblower se inclinó y tomó la mano de María— mi esposa y de mí mismo.

Cuando se apagaron las risas (Hornblower ya sabía que todos reirían ante aquella mención de María como esposa suya, aunque él no veía que aquello fuese cosa de risa) Cornwallis miró su reloj, y Hornblower se apresuró a agradecerle su presencia y a escoltarle hasta la puerta. Ya traspasado el umbral, Cornwallis se volvió y le dio un golpecito en el pecho con su larga mano.

—Añadiré otra orden para usted —dijo. Hornblower era muy consciente de que la sonrisa amistosa de Cornwallis iba acompañada por una mirada inquisitiva.

—¿Sí, señor?

—Le daré mi permiso por escrito para dormir fuera del barco esta noche y mañana por la noche.

Hornblower abrió la boca para replicar, pero no salió ninguna palabra de ella. Por una vez en su vida, su rapidez mental le había abandonado. Su mente estaba tan ocupada evaluando de nuevo la situación que no pudo dirigir orden alguna a sus órganos de fonación.

—Ya imaginaba que se habría olvidado —repuso Cornwallis, sonriendo—. El Hotspur es ahora parte de la flota. Su capitán tiene prohibido por ley dormir en otro lugar que no sea a bordo, sin permiso del comandante en jefe. Bueno, pues ya lo tiene.

—Gracias, señor —replicó Hornblower, capaz al fin de articular palabra.

—Quizá no vuelva a dormir en tierra hasta dentro de un par de años. O quizá más, si Boney busca pelea.

—Creo que lo hará, señor.

—En este caso, nos encontraremos usted y yo en Ushant dentro de tres semanas. Adiós, una vez más.

Durante un buen rato después de marcharse Cornwallis, Hornblower se quedó de pie junto a la puerta medio cerrada del salón, sumido en profundos pensamientos, cambiando su peso de un pie al otro, que era la forma que tenía de pasear arriba y abajo. La guerra se acercaba; él siempre había estado seguro de ello, porque Bonaparte nunca se retiraría de las posiciones que había tomado. Pero hasta aquel momento Hornblower aún pensaba de forma irresponsable que no le enviarían a la mar hasta que se declarase la guerra, al cabo de dos o tres semanas, cuando las negociaciones finales se hubiesen roto. Se había equivocado completamente en aquella idea, y estaba furioso consigo mismo por ello. Los hechos de que tenía una buena tripulación (la mejor del reclutamiento), de que su barco podía estar listo rápidamente para hacerse a la mar, de que era pequeño y no contaba demasiado a la hora del balance de fuerzas, incluso de que era de ligero calado y por tanto muy adecuado para la misión que Cornwallis le había encomendado, deberían haberle advertido de que sería enviado a la mar enseguida. Tenía que haber previsto aquello, pero no lo hizo.

Aquello era lo primero, el primer trago amargo que debía apurar. A continuación tenía que averiguar por qué su juicio había sido tan erróneo. Sabía ya la respuesta, pero (y esto hizo que se despreciara a sí mismo aún más) se resistía a expresarlo. Era cierto, sin embargo. Había dejado que María nublase su juicio. Había evitado herirla, y en consecuencia no había permitido a su mente que previera el futuro. Se había lanzado imprudentemente hacia adelante con la loca esperanza de que la buena suerte le evitara tener que asestarle a ella este golpe.

En ese momento reaccionó bruscamente. ¿Buena suerte? Tonterías. Estaba al mando de un barco propio, y le iban a enviar al frente de batalla. Era una oportunidad de oro para distinguirse. Eso sí que era buena suerte…, habría sido una espantosa mala suerte que le dejasen en tierra. Hornblower sentía la emoción que recordaba tan bien al pensar en volver a la acción, en arriesgar la reputación (y la vida) cumpliendo con su deber, en conquistar la gloria y (esto era realmente lo que contaba) justificarse ante sí mismo. Ya estaba cuerdo de nuevo; podía ver las cosas en sus verdaderas proporciones. Ante todo era un oficial de la marina, y sólo en segundo lugar un hombre casado, y para colmo, no muy bueno como marido. Pero… eso no facilitaba las cosas en absoluto. Seguía teniendo que liberarse de los brazos de María.

Tampoco podía quedarse más tiempo allí, fuera de la habitación. Debía volver, a pesar del torbellino de su mente. Volvió a entrar y cerró la puerta tras él.

—Aparecerá, seguro, en el Naval Chronicle —decía la señora Mason— que el comandante en jefe brindó a la salud de la feliz pareja. Ahora, Horatio, algunos de tus invitados tienen los platos vacíos.

Hornblower estaba tratando de comportarse como un buen anfitrión cuando volvió a ver aparecer la cara preocupada del posadero. Mirando con más detenimiento vio la causa. El posadero precedía al nuevo timonel de Hornblower, Hewitt, un hombre muy bajo, que quedaba oculto a la mirada al entrar en la habitación. Hewitt era más ancho que alto, y llevaba un par de magníficas patillas de un negro brillante, al estilo del entrepuente. Atravesó la habitación con el sombrero en la mano, y, llevándose la mano a la frente, dio una nota a Horatio. Era la letra de Bush. Iba dirigida a su nombre de forma correcta, aunque un poco pasada de moda: Horatio Hornblower, Esq., Comandante. El silencio se adueñó de toda la reunión, un poco bruscamente, pensó Hornblower, mientras leía las escasas líneas.

Bergantín de Su Majestad Hotspur

2 de abril de 1803

Señor:

Me dice el astillero que la primera de las barcazas está lista para abarloar. No se ha autorizado todavía una paga extra para el personal de los astilleros, así que este trabajo cesará al caer la noche. Respetuosamente le propongo ocuparme yo mismo de supervisar el embarque de las provisiones, si no considera usted conveniente volver a bordo.

Su humilde servidor,

W. Bush

—¿Está en el Hard el barco? —preguntó Hornblower.

—Sí, señor.

—Muy bien. Estaré allí en cinco minutos.

—Sí, señor.

—Oh, Horry —exclamó María, con un tono de reproche en su voz. No, era desilusión, no reproche.

—Querida… —dijo Hornblower. Se le ocurrió que podía citar en aquel momento: «No puedo amarte tanto, querida», pero instantáneamente desechó la idea. No sería adecuado precisamente entonces, con su mujer.

—Te vas otra vez al barco —dijo María.

—Sí.

No podía permanecer lejos del barco mientras hubiera cosas que hacer. Aquel día, haciendo trabajar intensamente a los hombres, podían llevar al menos la mitad de las provisiones a bordo. Al día siguiente podían acabar, y si artillería respondía a la intervención del almirante, cargar la pólvora y las municiones también. Entonces podrían zarpar al amanecer del siguiente día.

—Volveré esta tarde —prometió. Se esforzó en sonreír, en parecer disgustado, en olvidar que estaba en puertas de una gran aventura, y que ante él se abría una carrera de posibles honores—. Nada podrá apartarme de ti, querida —dijo.

Le puso las manos en los hombros y le dio un sonoro beso que provocó el aplauso de los demás. Ésa era la forma de introducir una nota de comedia en todo el asunto, y, amparado por las risas, salió. Mientras corría hacia el Hard, dos pensamientos ocupaban su mente entrelazados, como las serpientes del caduceo médico: el tierno amor que María estaba dispuesta a derrochar en él y el hecho de que al cabo de dos días se haría a la mar, al mando de un buque.