CAPÍTULO 21

Las campanas de la iglesia de Palermo repicaban, como siempre, en el somnoliento calor de la mañana. Su sonido se expandía sobre las aguas de la bahía, la Conca d’Oro, la concha dorada que alberga la perla de Palermo en su interior. Hornblower podía oírlas mientras entraba en ella la Atropos, resonando desde el Monte Pellegrino a Zaffarano, y de todos los ruidos musicales, aquél era el que más le molestaba. Miró hacia el barco mayor, impaciente por empezar a disparar como saludo y acallar aquel enloquecedor ruido. Si no fuera por las campanas de la iglesia aquél sería un momento casi feliz, bastante intenso en todos los sentidos. La Nightingale, bajo su aparejo provisional, el agua clara brotando de ella mientras las bombas apenas la podían mantener a flote; la Atropos con los bastos tapones en los agujeros de bala de sus costados, y luego la Castilla, batida y destrozada también, y con la enseña blanca ondeando con orgullo encima de la roja y amarilla de España. Seguramente incluso los sicilianos se debieron de sentir impresionados por su dramática aparición, y para añadir más placer aún, había tres buques ingleses de guerra anclados allí; sus tripulaciones al menos contemplarían atónitas la orgullosa procesión; serían sensibles al aspecto de los recién llegados, y comprenderían el estrépito y la furia, la agonía de los heridos y la triste ceremonia del funeral por los muertos.

Palermo miraba indolentemente mientras los barcos anclaban, y los botes (hasta los botes estaban remendados, reparados a toda prisa después de haber sido destrozados por los disparos) fueron apartados y empezaron nuevas actividades. Los heridos tuvieron que ser llevados a tierra, al hospital, botes y botes llenos de ellos, quejándose o soportando sus dolores en silencio; luego los prisioneros, mantenidos bajo guardia: había algo patético en aquellos barcos cargados de hombres, también, una nación orgullosa, yendo a la cautividad entre cuatro paredes oscuras, bajo el estigma de la derrota. Y entonces hubo que hacer otro transporte: los cuarenta hombres que la Atropos había prestado a la Nightingale tenían que ser reemplazados por otros cuarenta de ésta. Los que volvieron estaban demacrados y con las mejillas hundidas, barbados y sucios. Se quedaron dormidos sentados en los bancos de los remos, y se durmieron de nuevo en el mismo momento de subir a bordo, cayendo como muertos entre los cañones, porque llevaban once días y once noches sin parar de trabajar para conducir a la baqueteada Nightingale hacia la victoria.

Había tantas cosas que hacer que hasta la noche Hornblower no tuvo tiempo para abrir las dos cartas privadas que le esperaban. La segunda era de hacía seis semanas, y había llegado rápidamente desde Inglaterra, sin tener que esperar demasiado para que la Atropos llegase a Palermo, la nueva base de la flota mediterránea. María estaba bien, y los niños también. El pequeño Horatio corría ahora muchísimo, decía ella, tan despierto como un gamo, y la pequeña María era una niña buena como un ángel, apenas lloraba e incluso parecía que le iba a salir un diente, un hecho de lo más insólito a sus cinco meses de vida. María estaba muy feliz en la casa de Southsea con su madre, aunque echaba de menos a su marido, y aunque su madre tendía a malcriar a los niños de una forma que María temía no fuese aprobada por su queridísimo.

Cartas de casa; cartas que hablaban de niños y de asuntos domésticos. Era una cortina que se levantaba momentáneamente para revelar otro mundo, completamente distinto de éste de peligro, penalidades y tensión insoportable. El pequeño Horatio corría por todas partes con sus piernecitas atareadas, y a la pequeña María le estaba saliendo su primer diente, mientras aquí, los ejércitos de un tirano habían barrido a lo largo de toda la extensión de Italia y estaban apelotonados en el estrecho de Messina esperando una oportunidad para dar otro salto y efectuar otra conquista en Sicilia, donde sólo una milla de agua —y la Marinase— oponían a su progreso. Inglaterra luchaba por su vida contra toda Europa combinada bajo una sola tiranía de espantosa energía y astucia.

No, no toda Europa, porque Inglaterra todavía tenía aliados: Portugal, gobernado por una reina enferma; Suecia, por un rey loco; y Sicilia, aquí, por un rey inútil. Fernando, rey de Nápoles y Sicilia —rey de las dos Sicilias—, malo, cruel y egoísta. Hermano del rey de España, que era el aliado más cercano de Bonaparte; Fernando, un tirano más sangriento y más tiránico que el propio Napoleón, impío e indigno de confianza, que había perdido uno de sus dos tronos y sólo se mantenía en el otro por la fuerza naval británica, y que podía traicionar a sus aliados por un solo momento de gratificación de sus sentidos, cuyas mazmorras estaban atestadas de prisioneros políticos y cuyos patíbulos crujían bajo el peso de sospechosos ejecutados. Buenos hombres, hombres valientes, sufrían y morían en todas partes del mundo mientras Fernando cazaba en sus cotos sicilianos y su malvada reina mentía, intrigaba y traicionaba, y mientras María escribía cartas sencillas sobre los niños.

Era mejor pensar en sus deberes más que rumiar aquellas contradicciones insolubles. Había una nota de lord William Bentinck, el ministro británico en Palermo. «Los últimos informes del vicealmirante al mando en el Mediterráneo nos indican que puede presentarse dentro de poco tiempo en Palermo con su buque insignia. Su excelencia, por lo tanto, me ruega que informe al capitán Horatio Hornblower que en opinión de su excelencia, sería mejor que el capitán Horatio Hornblower empezara las necesarias reparaciones de la Atropos de inmediato. Su excelencia requerirá del establecimiento naval de su majestad siciliana que proporcione al capitán Horatio Hornblower todo lo que pueda necesitar».

Lord William podía ser —era, indudablemente— un hombre de estimable carácter y opiniones liberales, inusuales en el hijo de un duque, pero sabía muy poco de los trabajos que se realizaban en los astilleros sicilianos. En los tres días que siguieron, Hornblower no pudo conseguir nada en absoluto con la ayuda de las autoridades sicilianas. Turner les hablaba en lengua franca, y Hornblower dejó a un lado su dignidad para rogarles en un francés italianizado añadiendo «os» y «as» a las palabras intentando hacerse entender, pero aunque entendieran las peticiones, no se las concedieron. ¿Lona? ¿Cordaje? ¿Plomo para tapar agujeros de bala? No tenían nada de todo eso. Después de aquellos tres días, Hornblower remolcó a la Atropos en la bahía de nuevo y se dispuso a realizar sus reparaciones con sus propios recursos y los que consiguieron sus hombres, haciéndoles trabajar bajo el sol, y obteniendo poca satisfacción del hecho de que los problemas del capitán Ford —tenía la Nightingale en carena— eran peores que los suyos propios. Ford, con su barco patas arriba mientras reparaban su fondo, tuvo que poner centinelas para proteger las mercancías que había sacado del barco, para evitar que los sicilianos se las robaran, mientras sus propios hombres desaparecían por las callejuelas de Palermo y empeñaban sus ropas para cambiarlas por el fuerte vino siciliano.

Con gran alivio, Hornblower vio llegar orgullosámente a la Ocean a Palermo, con la bandera del vicealmirante en la proa; confiaba en que cuando informara de que su barco se encontraba listo para hacerse a la mar en todos los sentidos, podría unirse a la flota inmediatamente. Y no sería demasiado rápido.

Por supuesto, sus órdenes llegaron aquella misma noche, después de subir a bordo para realizar un relato verbal de sus hazañas y entregar sus informes escritos. Collingwood escuchó todo lo que él dijo, le dedicó cálidas palabras de felicitación después, le vio partir del barco con su invariable cortesía, y por supuesto mantuvo su promesa en cuanto a las órdenes. Hornblower las leyó en la privacidad de su propio camarote cuando el esquife de la Ocean se las entregó; eran bastante breves. Se le «rogaba y requería que, al cabo de dos días, el 17 de los corrientes» se dirigiera enseguida a la isla de Ischia, para informar al comodoro Harris y unirse al escuadrón que efectuaba el bloqueo de Nápoles.

Así que al día siguiente la tripulación de la Atropos se afanaba para acabar de aparejar su barco y hacerse a la mar. Hornblower apenas era consciente de la actividad que desarrollaba en torno a la Ocean. Era lo normal en el buque insignia del comandante en jefe, en la capital de su aliado. Lamentó la interrupción del trabajo de sus hombres cuando llegó la barcaza del almirante, y aún más cuando la barcaza real, con los colores sicilianos y la flor de lis de los Borbones, llegó para visitar a la Ocean. Pero todo eso era de esperar. Cuando la ardiente tarde empezó a convertirse en una noche encantadora, encontró tiempo para ejercitar a sus hombres de acuerdo con sus nuevos cargos. Tantas habían sido las bajas que la organización tuvo que ser revisada. Se quedó allí, en el resplandeciente atardecer, contemplando a los hombres mientras bajaban corriendo desde la arboladura después de largar las gavias.

—Señal del buque insignia, señor —dijo Smiley, interrumpiendo sus concentrados pensamientos—. Señal a la Atropos. «¡Venga a bordo!».

—Llame a mi esquife —dijo Hornblower—. Señor Jones, tome el mando.

Una carrera desesperada para cambiarse y ponerse su mejor uniforme, y luego corrió por el costado del barco hasta donde le esperaba el esquife. Collingwood le recibió en el camarote que tan bien recordaba; las lámparas de plata estaban ahora encendidas, y las macetas bajo las grandes ventanas de popa ostentaban raras flores cuyo nombre desconocía. En la cara de Collingwood se leía una expresión extraña; había un asomo de disgusto en ella, y de simpatía, así como un poco de irritación. Hornblower se quedó clavado en su sitio al verle, y el corazón le dio un vuelco. No acertaba a saludar correctamente. Le pasó por la mente como un relámpago que a lo mejor Ford había informado adversamente de su conducta en el reciente combate. Podía enfrentarse a un consejo de guerra y la ruina.

Junto a Collingwood se encontraba un alto y elegante caballero vestido de uniforme completo, con la cinta y la estrella de una condecoración.

—Milord —dijo Collingwood—, éste es el capitán Horatio Hornblower. Creo que ya ha tenido correspondencia con su excelencia, capitán. Lord William Bentinck.

Hornblower volvió a saludar, con su mente enfebrecida diciéndole que al menos aquello no podía tener nada que ver con sus actos con la Castilla, aquello no era asunto del ministerio; por otra parte, de hecho, Collingwood siempre intentaría mantener a los extraños apartados de cualquier escándalo en el servicio.

—¿Cómo está, señor? —preguntó lord William.

—Muy bien, muchas gracias, milord.

Los dos lores miraron a Hornblower, y éste les miró a ellos, tratando de aparentar calma durante aquellos inacabables instantes.

—Hay malas noticias para usted, Hornblower, me temo —dijo Collingwood al fin, tristemente.

Hornblower se contuvo para no exclamar: «¿Qué pasa?». Se puso más tieso que nunca, y trató de mirar a Collingwood a los ojos sin pestañear.

—Su majestad siciliana —siguió Collingwood— necesita un barco.

—¿Sí, milord?

Hornblower no entendía nada.

—Cuando Bonaparte conquistó el interior, puso sus manos en la Marina siciliana. Negligencia, deserción… ya me comprende. No hay ahora barco alguno a la disposición de su majestad.

—No, milord —Hornblower no podía adivinar adonde querían ir a parar.

—Al salir a visitar la Ocean esta mañana, su majestad ha observado a la Atropos, recién pintada. Ha hecho usted un excelente trabajo al equiparla de nuevo, capitán, como ya había observado yo.

—Gracias, milord.

—Su majestad no cree que esté bien que, siendo rey de una isla, no disponga de un solo barco.

—Ya veo, milord.

Aquí intervino Bentinck, hablando con aspereza.

—El hecho, Hornblower, es que el rey ha pedido que su barco sea transferido a su flota.

—Sí, milord.

Ya nada le importaba. Las cosas habían dejado de tener sentido.

—Yo he aconsejado a su señoría —continuó Bentinck, indicando a Collingwood— que por razones de estado, sería aconsejable acceder a esa transferencia.

Aquel monarca imbécil codiciando el juguetito recién pintado. Hornblower no pudo reprimir su protesta.

—Me resulta muy difícil creer que sea necesario, milord —dijo.

Por un momento, su excelencia miró con asombro al insignificante capitán bisoño que se atrevía a desafiar su juicio, pero su excelencia sabía contener su genio admirablemente, y condescendió a dar explicaciones.

—Tengo seis mil tropas británicas en la isla —dijo, con voz áspera—. Al menos, les llaman británicos, aunque la mitad de ellos son comandos corsos y exploradores británicos, o sea, desertores franceses con uniformes británicos. Puedo defender los estrechos contra Bonaparte con ellos, de todos modos, mientras conserve la buena voluntad del rey. Sin ella —si el ejército siciliano se vuelve contra nosotros—, estamos perdidos.

—Seguramente habrá oído hablar del rey, capitán —intervino Collingwood, suavemente.

—Un poco, milord.

—Lo arruinaría todo por un capricho —explicó Bentinck—. Ahora Bonaparte se encuentra con que no puede atravesar los estrechos que tanto desea para llegar a un acuerdo con Fernando. Le ha prometido su trono aquí a cambio de una alianza. Fernando es capaz de acceder, también. De buena gana tendría tropas francesas en ocupación mejor que británicas, y preferiría ser un satélite —o así lo cree por ahora— si eso significa ganar un punto contra nosotros.

—Ya veo, milord —asintió Hornblower.

—Cuando tenga más tropas ya hablaré con él en otros términos muy diferentes —dijo Bentinck—. Pero ahora mismo…

—La Atropos es el barco más pequeño que tengo en el Mediterráneo —dijo Collingwood.

—Y yo soy el capitán más joven —dijo Hornblower. No pudo evitar el amargo comentario. Incluso olvidó decir «milord».

—Eso también es cierto —dijo Collingwood.

En un disciplinado servicio como oficial, sólo un idiota se quejaba del trato recibido por ser el más joven.

Y estaba claro que a Collingwood le desagradaba muchísimo la presente situación.

—Entiendo, milord —dijo Hornblower.

—Lord William tiene alguna sugerencia para suavizar un poco el golpe —dijo Collingwood, y Hornblower desvió su mirada hacia él.

—Puede usted ser retenido como comandante de la Atropos —dijo Bentinck… ¡qué momento de alegría, sólo un momento pasajero!— si se transfiere usted al servicio de Sicilia. Su majestad le nombraría comodoro, y usted podría izar un gallardete ancho. Estoy seguro de que también le concedería alguna condecoración o distinción.

—No —dijo Hornblower. Era lo único que podía decir.

—Ya pensaba que ésa sería su respuesta —dijo Collingwood—. Y si una carta mía al Almirantazgo tiene algún valor, puede esperar usted, a su regreso a Inglaterra, ser destinado a la fragata que su actual lugar en el escalafón le permita.

—Gracias, milord. Así que ¿debo regresar a Inglaterra?

Pensó un instante en María y los niños.

—No veo otra alternativa, capitán, me temo, como sin duda usted comprenderá. Pero si sus señorías creen adecuado enviarle a usted de nuevo aquí con otro destino, nadie se sentirá más complacido que yo.

—¿Qué tal es su primer teniente? —preguntó Bentinck.

—Bueno, milord… —Hornblower miró a Bentinck y luego a Collingwood. Era duro condenar públicamente a alguien, aunque fuera el inútil de Jones—. Es un hombre bastante valioso. El hecho de ser John Jones el Noveno en la lista de tenientes puede haberle impedido promocionarse.

Un imperceptible guiño apareció en el ojo de Bentinck.

—Supongo que sería John Jones el Primero en la lista de la Marina siciliana.

—Eso espero, milord.

—¿Cree usted que él aceptaría ser destinado como capitán bajo el rey de las dos Sicilias?

—Me sorprendería mucho que no lo hiciera.

Sería la única posibilidad para Jones de convertirse en capitán algún día, y era muy probable que el hombre fuera consciente de ello, aunque interiormente se excusase a sí mismo.

Collingwood intervino en la conversación de nuevo al llegar a este punto.

—En Nápoles José Bonaparte se acaba de proclamar rey de las dos Sicilias también —observó—. Ya tenemos cuatro Sicilias.

Ahora todos sonreían, y pasó un momento antes de que la infelicidad volviera a Hornblower, cuando recordó que tenía que abandonar el barco que había equipado a la perfección y la tripulación que había entrenado tan cuidadosamente, y su puesto de honor en el Mediterráneo. Se volvió hacia Collingwood.

—¿Cuáles son sus órdenes, milord?

—Las recibirá usted por escrito, por supuesto. Pero verbalmente tiene usted órdenes de no moverse hasta que se le informe oficialmente de la transferencia de su barco a la bandera siciliana. Distribuiré a su tripulación por la flota… me serán muy útiles.

No había duda de ello; probablemente todos los barcos que estaban bajo el mando de Collingwood andaban escasos de tripulación, y sería muy bienvenido un buen contingente de buenos marineros.

—Sí, milord.

—Traeré al príncipe aquí, a mi buque insignia… hay una vacante.

El príncipe había pasado siete meses en una corbeta; probablemente había aprendido más en aquel tiempo de lo que aprendería en siete años en un buque insignia del Almirantazgo.

—Sí, milord —Hornblower esperó un momento; era duro continuar—. ¿Y sus órdenes para mí personalmente?

—La Aquila —es un transporte de tropas vacío— zarpa para Portsmouth inmediatamente sin convoy, porque es un buque rápido. El convoy mensual se está reuniendo, pero falta mucho aún para que esté listo. Como usted sabe, sólo soy responsable de que le escolten hasta Gibraltar, para que si usted elige ir en un barco de su majestad pueda cambiar allí. La Penelope será el navío de escolta, por lo que le puedo decir ahora mismo. Y cuando pueda disponer de ella —sólo Dios sabe cuándo será eso— enviaré a la vieja Temeraire a Inglaterra directamente.

—Sí, milord.

—Me gustaría que eligiera usted mismo, capitán. Adaptaré mis órdenes de acuerdo con sus deseos. Puede usted embarcar en la Aquila, la Penelope o esperar a la Temeraire, lo que usted prefiera.

La Aquila partía para Portsmouth inmediatamente, y era un barco rápido, navegando solo. En un mes, incluso menos con buen viento, podía poner los pies en la costa, a media hora de donde María vivía con los niños. Al cabo de un mes podía estar pidiendo al Almirantazgo que le diera otro empleo. Podía ser destinado a aquella fragata que Collingwood había mencionado… no quería perder ninguna oportunidad. Cuanto antes mejor, como siempre. Y vería a María y los niños.

—Me gustaría embarcar en la Aquila, si fuera tan amable, milord.

—Esperaba que diría eso.

Así que ésas fueron las noticias que Hornblower llevó de vuelta a su barco. El pequeño camarote que nunca había tenido tiempo para amueblar adecuadamente parecía tristemente hogareño cuando se sentó en él de nuevo; la almohada de lona dio apoyo una vez más a su cabeza insomne, como tantas otras veces antes, cuando al fin pudo echarse a dormir. Era extrañamente doloroso decir adiós a oficiales y tripulación, buenos y malos, aunque sintió un pequeño asomo de diversión al ver a Jones, magnífico con el uniforme de capitán de la Marina siciliana, y otra al ver a los veinte voluntarios de la tripulación del buque que se había permitido a Jones reclutar para el servicio en Sicilia. Eran los peores, por supuesto, y los otros se reían de ellos por cambiar el ron y la galleta de la vieja Inglaterra por la pasta y el cuarto de vino diario de Sicilia. Pero aun para los malos era duro decir adiós… Un idiota sentimental, eso es lo que era, se dijo Hornblower.

Fueron dos días muy aburridos los que esperó Hornblower para que la Aquila estuviera lista para zarpar. Bentinck le había aconsejado que visitase la capilla del Palacio, para tomar un coche a Monreale y ver allí los mosaicos, pero se negó como un niño enfurruñado. La somnolienta ciudad de Palermo se vuelve de espaldas al mar, y Hornblower se volvió de espaldas a Palermo, hasta que la Aquila emprendió su camino en torno al monte Pellegrino; entonces él se quedó a popa, junto a la baranda, mirando a la Atropos allí anclada, a la Nightingale en carena y los palacios de Palermo detrás. Estaba acongojado y solitario, un pasajero sin importancia en medio de todo el revuelo de la hora de zarpar.

—Con su permiso, señor —dijo un marinero, corriendo a las drizas: un poco más y le apartan de un codazo del camino.

—Buenos días, señor —le dijo el capitán del barco, e instantáneamente se volvió para gritar órdenes a los hombres en las drizas de las gavias; el capitán de un transporte alquilado no tiene por qué dar coba a un capitán del rey ni comentar el manejo del buque. Los oficiales del rey sólo admitirían a regañadientes que los almirantes se encuentran entre ellos y Dios.

La Aquila bajó y volvió a izar sus colores al buque insignia, y la Ocean les devolvió el cumplido, con la enseña blanca descendiendo lentamente y volviéndose a elevar de nuevo. Aquél fue el último recuerdo que conservó Hornblower de Palermo y de su viaje en la Atropos. La Aquila braceó las vergas en cruz y captó la primera brisa de tierra, dirigiéndose hacia el norte y mar adentro, y Sicilia empezó a desvanecerse en la distancia, mientras Hornblower trataba de distraer su infinita tristeza diciéndose a sí mismo que estaba de camino hacia María y los niños. Trató de emocionarse con la idea de que le esperaba un nuevo destino y nuevas aventuras. El teniente de bandera de Collingwood le había dicho que se rumoreaba que el Almirantazgo estaba equipando barcos tan rápidamente como podían prepararlos para hacerse a la mar; había una fragata, la Lydia, preparándose ya, que sería muy adecuada para un capitán de su antigüedad. Pero sólo pudo superar su sentimiento de pérdida y frustración muy lentamente, tan lentamente como el capitán de la Aquila le hizo sentirse bienvenido cuando estaba tomando sus mediciones de mediodía, tan lentamente como iban pasando los días mientras la Aquila seguía su camino por los estrechos y adentrándose en el Atlántico.

El otoño les esperaba más allá de los estrechos, con las rugientes borrascas occidentales del equinoccio, borrasca tras borrasca, cuando afortunadamente se habían adentrado lo bastante al oeste como para mantenerles a salvo de la costa de Portugal, mientras se encontraban al pairo durante largas horas en la latitud de Lisboa, en la latitud de Oporto y luego en el golfo de Vizcaya. Con los coletazos de la última borrasca corrieron a toda vela por el canal arriba, sacudidos por las tormentas y con vías de agua, con las bombas funcionando constantemente y las gavias con tres rizos.

Y allí estaba Inglaterra, vislumbrada apenas, pero bien recordada, el vago perfil contemplado conteniendo el aliento. El Start y al fin Saint Catharine, y la hora de incertidumbre de si podrían tomar el sotavento de Wight o tendrían que someterse a ser empujados por el viento por el canal arriba. Un afortunado golpe de viento les dio la oportunidad y alcanzaron las aguas más resguardadas de Spithead, con el increíble verdor de la isla de Wight a su mano izquierda; y así llegaron a Portsmouth, para largar ancla donde la tranquilidad y la calma hacían pensar que el torbellino exterior había sido pura imaginación.

Un bote costero llevó a Hornblower al puerto de Sally, y puso los pies de nuevo en suelo inglés, con un brote de emoción genuina, subiendo los escalones y mirando en torno a él a los familiares edificios de Portsmouth. Un mozo de puerto —un hombre viejo y encorvado— corrió sobre sus torcidas piernas para recoger su carretilla mientras Hornblower miraba a su alrededor; cuando volvió, Hornblower tuvo que ayudarle a levantar su baúl y ponerlo sobre la carretilla.

—Gracias, capitán, gracias —dijo el viejo. Usaba el título de forma automática, sin saber cuál era el rango de Hornblower.

Nadie en Inglaterra sabía todavía —ni siquiera María— que se encontraba allí. Por lo tanto, nadie conocía todavía en Inglaterra la última hazaña de la Atropos y la captura de la Castilla. Copias de los informes de Ford y Hornblower a Collingwood se encontraban a bordo de la Aquila, en el correo sellado a cargo del capitán, para ser enviados a la Secretaría del Almirantazgo «para información de sus señorías». Al cabo de un par de días estarían en la Gazette, e incluso podían ser copiados y aparecer en el Naval Chronicle y en los periódicos de información general. La mayoría del honor y la gloria, por supuesto, irían a parar a Ford, pero quizás algunas migajas cayeran en el haber de Hornblower; había las oportunidades suficientes de ello como para poner de buen humor a Hornblower mientras caminaba junto a las ruedas de madera de la carretilla, que iban traqueteando y saltando sobre los guijarros que encontraba a su paso.

La tristeza y el disgusto que sufrió cuando se separó de la Atropos habían desaparecido hacía mucho ya. Estaba de vuelta en Inglaterra, caminando tan rápidamente como las piernas del viejo podían permitirle hacia María y los niños, libre por el momento de toda demanda a su paciencia o su aguante, libre para ser feliz durante un tiempo, libre de recrearse en ambiciosos sueños sobre la fragata que sus señorías iban a concederle, libre de relajarse con la charla feliz y despreocupada de María, con los correteos del pequeño Horatio por la habitación, con los valientes esfuerzos de la pequeña María por gatear. El traqueteo de las ruedas de la carretilla seguía un agradable ritmo que acompañaba sus sueños.

Allí estaba la casa, y la puerta que tan bien recordaba. Pudo oír el eco en el interior al golpear el llamador, y se volvió para ayudar al viejo a levantar los baúles. Puso un chelín en la temblorosa mano y se volvió rápidamente al oír abrirse la puerta. María estaba allí, con un bebé en sus brazos. Se quedó de pie mirándole sin reconocerle durante un segundo eterno, y cuando al fin habló, lo hizo como si estuviera aturdida.

—¡Horry! —exclamó—. ¡Horry!

No había sonrisa alguna en su espantado rostro.

—He llegado, cariño —dijo Hornblower.

—Pensaba… pensaba que eras el boticario —dijo María, hablando con lentitud—, los niños… no están bien.

Le ofreció al bebé que tenía en brazos para que él lo inspeccionara. Tenía que ser la pequeña María, aunque él no conocía la enrojecida y febril carita. Los ojos cerrados se abrieron, y se cerraron de nuevo doloridos por la luz; la cabecita se volvió de mala gana, cansadamente, y la boca se abrió y emitió un grave quejido.

—Sh… sh… —dijo María, apretando al bebé de nuevo contra su pecho, inclinando la cabeza sobre el bulto sollozante. Luego volvió a mirar a Hornblower.

—Tienes que entrar —dijo—. Hace… hace frío. Traerá la fiebre al interior.

El vestíbulo que tan bien recordaba; la habitación de al lado, donde le había pedido a María que se casara con él; la escalera que conducía al dormitorio. La señora Masón estaba allí, y su cabello gris tenía un aspecto desgreñado incluso a la débil luz de la habitación.

—¿El boticario? —preguntó desde donde se encontraba sentada, junto al lecho.

—No, madre. Es Horry, que ha vuelto a casa.

—¿Horry? ¡Horatio!

La señora Masón levantó la vista para confirmar lo que decía su hija, y Hornblower se acercó junto a la cabecera del lecho. Una diminuta figura yacía en éste, medio de lado, con una mano fuera de la ropa de cama sujetando el dedo de la señora Masón.

—Está malito —dijo la señora Masón—. Pobrecito mío. Muy malito.

Hornblower se arrodilló junto a la cama y se inclinó sobre su hijo. Con una mano le tocó la enfebrecida mejilla. Acarició la frente de su hijo mientras su cabeza se volvía en la almohada. Aquella frente tenía un tacto extraño; era como si tocara perdigones a través de terciopelo. Y Hornblower supo entonces lo que significaba aquello. Lo conocía muy bien, y tuvo que admitirlo para sí antes de decirles a las mujeres lo que significaba. La viruela.

Antes de ponerse en pie de nuevo, había llegado a otra conclusión también. Todavía tenía un deber que cumplir, un deber para con su rey y su país, y con el servicio, y con María. Tenía que consolar a María. Tenía que consolarla siempre, mientras durase su vida.