CAPÍTULO 20

Se podía decir todo a favor de mantener la Castilla bajo observación durante un tiempo al menos, y nada se podía decir en contra de ello. La reciente huida y persecución habían probado que la Atropos se podía controlar muy bien incluso bajo gavias arrizadas, de modo que se daba por sentado que era segura con menos viento… y el viento se estaba moderando. La Castilla estaba ahora a sus buenas treinta millas a sotavento de Cartagena; sería muy útil saber —Collingwood ciertamente querría saberlo— si se proponía volver allí de nuevo o quería alcanzar algún puerto español más fácil. Ciñendo podía llegar a Alicante hacia el norte o quizás a Almería por el sur; iba ciñendo amurada a estribor, dirigiéndose hacia el sur, en aquel momento. Y existía la posibilidad, que no debían olvidar, de que no intentara volver a España todavía, que su capitán decidiera patrullar por el Mediterráneo durante un tiempo para ver qué presas podía conseguir. En su rumbo presente, podía fácilmente llegar hasta la costa de Berbería y asaltar un barco de suministros o dos con grano y ganado destinado a la flota.

Las órdenes de Hornblower eran que debía reunirse con Collingwood en aguas sicilianas después de echar un vistazo a Málaga y Cartagena; no llevaba despachos urgentes ni, el cielo lo sabía, era probable que la Atropos representase una adición importante a la fuerza de la flota; por otra parte, era deber de todo capitán inglés, habiendo tomado contacto con un barco del enemigo en aguas abiertas, mantener aquel contacto en cuanto les fuera posible. La Atropos no podía esperar enfrentarse a la Castilla en combate, pero sí podía mantenerla bajo observación, podía advertir a los barcos mercantes del peligro, y con un poco de buena suerte, podía encontrar algún gran buque de guerra británico —real, no simulado— al cual señalarle dónde estaba el enemigo.

—Señor Jones —dijo Hornblower—. Velas amuradas a estribor de nuevo, por favor. De bolina franca.

—Sí, señor.

Jones, por supuesto, mostró cierta sorpresa ante la inversión de los papeles, por el hecho de que el perseguido se convirtiera en perseguidor, y aquello probaba una vez más que era incapaz de pensar de forma estratégica. Pero tenía que cumplir sus órdenes, y la Atropos se colocó en un rumbo al sur, corriendo paralela a la Castilla, lejos a barlovento. Hornblower dirigió su catalejo a las gavias visibles sólo por encima del horizonte. Grabó su forma firmemente en su memoria; una ligera alteración de la proporción de longitud a anchura indicaría cualquier cambio de rumbo por parte de la Castilla.

—¡Vigía! —gritó—. Mantenga los ojos puestos en el enemigo. Informe de todo lo que vea.

—Sí, señor.

La Atropos era ahora como un terrier, ladrando a los talones de un bulldog en la campiña —no es que fuera éste un papel muy digno—, y el bulldog podía volverse y cargar en cualquier momento. Finalmente, el capitán de la Castilla se daría cuenta de que le habían tendido una trampa, de que la Atropos había estado haciendo señales a unos amigos inexistentes, y no tenía ni idea de lo que decidiría hacer entonces, cuando se fuera convenciendo de que a la Atropos no le esperaba ninguna ayuda justo detrás del horizonte. Mientras tanto, el viento se iba moderando y la Atropos podía largar velas. Cuando se dirigían a barlovento, se comportaba mejor bajo toda la vela que podía llevar, y él también podía mantenerse tan cerca del enemigo como le permitiera el viento.

—Trate de largar la vela mayor, señor Jones, por favor.

—Sí, señor.

La vela baja era una vela grande, y la pequeña Atropos pareció tomar alas bajo la tremenda presión de ésta cuando fue cazada, con la amura halada hacia adelante a las poleas de la gavia por la fuerza unida de la mitad de la guardia. Ahora iba impulsándose hacia adelante valientemente en aquella tarde de verano, macheteando al viento a hombros de las hambrientas olas, con su amura de estribor entre grandes chorros de agua a través de los cuales el sol poniente brillaba en fugaces arco iris de orgullosa belleza, y dejando tras ella una agitada estela de un blanco resplandeciente contra el azul. Era un momento en que resultaba hermoso estar vivo, dirigiéndose todo a barlovento de aquella manera, y con todas las posibilidades de la aventura al alcance de la mano ante uno, en lo desconocido. La guerra en el mar era un asunto muy pesado normalmente, había que soportar aburrimiento e incomodidad día y noche, guardia tras guardia, pero había momentos de gran exaltación como aquél, al igual que también había momentos de negra desesperación, temor y vergüenza.

—Puede usted despedir a la guardia abajo, señor Jones.

—Sí, señor.

Hornblower miró en torno, en cubierta. Still hacía guardia.

—Llámeme si ve algo extraño, señor Still. Quiero que largue más vela si el viento se modera aún más.

—Sí, señor.

Un momento de exaltación que llegó y se fue. Llevaba de pie casi todo el día, desde el amanecer, y sus piernas estaban cansadas, y si se quedaba en cubierta se cansarían mucho más aún. Abajo tenía los dos libros que había comprado en Gibraltar por una guinea, que le eran muy necesarios: el Estudio de la situación política actual de Italia de lord Hodge y Los nuevos métodos de determinar la longitud, con algunas notas y discrepancias sobre cartas de navegación recientes de Barber. Quería recabar información sobre ambos temas, y era mejor hacer eso que quedarse allá arriba en cubierta cada vez más cansado a medida que pasaban las horas.

Al anochecer volvió a salir; la Castilla mantenía todavía el mismo rumbo, con la Atropos ligeramente por delante. Miró a aquellas gavias distantes; leyó la pizarra que registraba el recorrido del día, y esperó mientras echaban de nuevo la corredera. Seguramente si la Castilla intentaba volver a Cartagena ya se habría retirado por entonces. Había hecho un buen camino hacia el sur, y aunque el viento rolase hacia el norte —muy probable en aquella época del año— no podría anular el progreso que había hecho hasta entonces. Si no se acercaba en el momento en que oscureciera, sería una indicación muy firme de que tenía pensada otra cosa. Esperó hasta que el ocaso desapareció del todo en el cielo occidental, y hasta que las primeras estrellas empezaron a aparecer sobre sus cabezas; entonces su ojo dolorido, esforzándose en el catalejo, ya no podía ver a la Castilla. Pero cuando la vio por última vez seguía manteniendo el rumbo al sur. Más razón todavía para seguir con su observación.

Era el final de la segunda guardia de cuartillo, y estaban llamando a los marineros.

—Haga que aferren la vela mayor, señor Turner —dijo.

Escribió sus órdenes nocturnas a la débil luz de la bitácora; el barco debía ser mantenido ciñendo con las velas amuradas a estribor; tenían que llamarle si el viento cambiaba más de dos cuartas, y en cualquier caso, debían llamarle inmediatamente antes de que saliera la luna en la guardia de media. El sombrío y pequeño camarote, cuando se retiró, era como la guarida de algún animal salvaje, con sus rincones oscuros donde la luz de la lámpara no penetraba. Se echó, completamente vestido, luchando por apartar su cansada mente del problema que planteaban las posibles intenciones de la Castilla. Había arrizado velas, como él probablemente habría hecho también. Si no lo hacía, la alcanzaría y podía adelantarla incluso a plena luz del día. Si hacía cualquier otra cosa, si cambiaba de bordada o viraba por redondo, estaba haciendo lo que probablemente era mejor para encontrarla de nuevo al día siguiente. Sus ojos se cerraron por la fatiga, y no se abrieron hasta que vinieron a decirle que la guardia de media había sido llamada.

El viento del oeste, aunque ya estaba cesando, había traído consigo un ligero encapotamiento, lo bastante para oscurecer las estrellas y privar a la pequeña luna, casi en su último cuarto, de la mayor parte de su luz. La Atropos, todavía ciñendo, iba ahora, en el viento menguante, jugueteando con las olas que venían hacia ella por la amura de estribor, conteniéndolas con elegancia como una bella actriz que extiende su mano a un amante del teatro. El agua oscura en torno a ella parecía moverse caprichosamente y murmurar pequeños cumplidos. El estallido de la muerte llameante no parecía ahora algo inminente. Los minutos transcurrían en cálida ociosidad.

—¡Ah de cubierta! —era el vigía del mastelero, llamando—. Creo que veo algo, señor. Justo en la amura de estribor.

—Suba a la arboladura con el catalejo nocturno, jovencito —dijo Turner, que estaba de guardia, al oficial de derrota que había junto a él.

Pasó un minuto, dos minutos.

—Sí, señor —llegó la nueva voz desde el mastelero—. Es la forma de un barco. Tres millas… cuatro millas en la amura de estribor.

Los catalejos nocturnos se dirigieron hacia adelante.

—Quizá —dijo Turner.

Había una pequeña manchita de algo más oscuro que la noche que les rodeaba; el catalejo nocturno de Hornblower no podía decirle más. Miró cuidadosamente. La posición de aquella mancha parecía irse alterando.

—¡Aguanta! —gruñó al timonel.

Durante un momento se preguntó si la manchita estaba realmente allí; podía ser una impresión de su mente que engañaba a su ojo: toda la tripulación del barco a veces podía imaginar lo mismo, si la idea había sido colocada previamente en sus mentes. No, estaba allí sin duda alguna, y giraba ante la proa de la Atropos, giraba más de lo que podía explicarse por simple oscilación del rumbo debido a un mal gobierno. Debía de ser la Castilla, tenía que haber dado la vuelta a medianoche y llegado apresuradamente con el viento en la esperanza de coger desprevenida a su presa.

Si no había aferrado velas, estaría pronto encima de ellos. Los vigías españoles no podían estar prevenidos contra su treta, porque su barco se mantenía en su rumbo.

—Al pairo, señor Turner —dijo, y caminó hacia el costado de babor para mantener la Castilla bajo observación mientras la Atropos se ponía contra el viento.

La Castilla había perdido ya la mayor parte de la ventaja que tenía, y en pocos minutos la perdería del todo. Las nubes de lento movimiento se estaban abriendo sobre sus cabezas; un débil resplandor de luz se coló a través de un hueco diminuto, luego hubo más oscuridad, y a continuación la luna brilló a través de un gran hueco. Sí, ahí había una nave; era la Castilla, ya muy lejos a la banda de sotavento.

—¡Ah de cubierta! Puedo verla muy bien ahora, señor. En la aleta de babor. ¡Capitán, señor! ¡Está virando por redondo!

Y era verdad que lo estaba haciendo. Sus velas resplandecieron momentáneamente a la luz de la luna mientras viraba. Había fracasado en su intento de sorprender al enemigo, y estaba haciendo un nuevo intento.

—Velas amuradas a babor, señor Turner.

La pequeña Atropos podía jugar a placer con cualquier gran fragata con aquel tiempo que tenían. La nave viró en redondo y se situó contra el viento, con su popa hacia su perseguidor de nuevo.

—¡Vigía! ¿Qué vela ha largado el enemigo?

—Los sobrejuanetes, señor. Todos.

—Llame a todos los hombres, señor Turner. Larguen todos los sobrejuanetes.

Todavía había el viento suficiente para añadir velas bajas y sobrejuanetes y hacer que la Atropos se deslizara raudamente una vez más. Hornblower miró hacia atrás, a las gavias y sobrejuanetes de la Castilla, silueteados ahora contra el cielo claro bajo la luna. No costaba mucho comprobar que ahora la Atropos adelantaba rápidamente. Estaba sopesando una decisión acerca de apocar velas cuando se vio salvado del problema. Las siluetas se estrecharon abruptamente.

—¡Ah de cubierta! —gritó el vigía—. El enemigo ha virado para ceñir, señor.

—¡Muy bien! Señor Turner, vire por redondo, por favor. Apunte nuestra proa derecha hacia ella, y aferre la vela baja.

El terrier había esquivado el ataque del bulldog y ahora iba ladrando a sus tobillos de nuevo. Fue fácil seguir a la Castilla durante el resto de la anoche, manteniendo una constante vigilancia durante los períodos de oscuridad por si les quería hacer la misma jugarreta que ya les había gastado a ellos la Atropos una vez. El amanecer, al abrirse camino, reveló los sobrejuanetes y gavias de la Castilla con un color negro de tinta antes de transformarse en blanco marfil contra el azul del cielo. Hornblower podía imaginar la rabia del capitán español al ver a su pertinaz perseguidor pisarle los talones de aquella manera, con insolente impunidad. Siete millas separaban a ambos barcos, pero por lo que respectaba a los grandes cañones de dieciocho libras de la Castilla, podían ser perfectamente setenta, y además, el invisible viento, soplando directamente desde la Atropos a la Castilla, era una protección adicional, resguardándola de su enemigo como el misterioso escudo de cristal que rodeaba a la espada del héroe en un poema épico italiano. La Atropos, a siete millas a barlovento, estaba a salvo y tan visible como el mago sarraceno.

Hornblower era consciente de estar muy cansado de nuevo. Llevaba de pie desde medianoche, después de menos de cuatro horas de descanso. Deseaba con pasión poder descansar sus piernas; deseaba, no menos apasionadamente, cerrar sus doloridos ojos. Los coyes habían sido recogidos, las cubiertas fregadas y sólo quedaba ahora pegarse a los talones de la Castilla, pero como en cualquier momento podía hacerse necesario tomar una decisión rápida, no se atrevía a abandonar la cubierta: resultaba extraño que, ahora que se encontraba a salvo a barlovento, la situación fuese más dinámica que el día anterior, cuando se había encontrado a sotavento, pero era bien cierto. La Castilla podía ponerse contra el viento en cualquier momento imprevisto, y además los dos barcos estaban adentrándose en el azul Mediterráneo, donde se podía encontrar cualquier sorpresa en el horizonte.

—Tráiganme un colchón aquí arriba —ordenó Hornblower.

Le subieron uno y lo colocaron a popa, junto a los imbornales. Dejó descansar allí sus doloridas articulaciones, apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

El movimiento de balanceo del barco era soporífero, y también el sonido del mar bajo la bovedilla de la Atropos. La luz iba y venía encima de su rostro a medida que las sombras de las velas y las jarcias seguían el movimiento del barco. Podía dormir… Durmió pesadamente, sin sueños, mientras los barcos volaban por el Mediterráneo, mientras cambiaba la guardia, mientras ellos echaban la corredera, incluso mientras orientaban las vergas a medida que el viento cambiaba un poco del norte, moviéndose hacia el sol.

Por la tarde se despertó. Se afeitó con la ayuda de un espejo colocado en la batayola; se lavó bajo la bomba de agua de cubierta y se puso una camisa limpia que había enviado a buscar; se sentó en cubierta y comió buey frío y el último pan fresco que habían subido a bordo en Gibraltar, un poco rancio ya, pero infinitamente mejor que las galletas del barco; la mantequilla fresca procedente de la misma fuente, conservada hasta entonces en un tarro de loza, estaba deliciosa. Dieron las siete campanadas cuando acababa el último bocado.

—¡Ah de cubierta! El enemigo está variando el rumbo.

Se puso de pie como el rayo, su plato se deslizó por los imbornales, el catalejo apareció en su mano sin voluntad consciente por su parte. No había duda de ello. La Castilla había variado su rumbo más al norte, con el viento por el través. No era muy sorprendente, porque llevaban recorridas sus buenas doscientas millas desde Cartagena; a menos que la Castilla estuviera preparada para subir por el Mediterráneo lejos de todas las bases españolas, hacia sotavento, ya era hora de que se encaminara hacia el norte, dirigiéndose hacia Menorca. La seguiría hasta allí, como el terrier que acosa al bulldog, y daría un mordisco final a los talones del bulldog junto al puerto de Mahón. Además, la alteración del rumbo de la Castilla podía no significar un simple acercamiento a Menorca. Estaban justo en el camino de los convoyes que subían por el Mediterráneo desde Sicilia y Malta.

—Timón a babor, señor Still, por favor. Mantenga un rumbo paralelo.

Sólo era consciente de que debía quedarse a barlovento de la Castilla tanto como fuera posible. La intensa sensación de bienestar de hacía cinco minutos fue reemplazada por una fuerte sensación de excitación, un ligero cosquilleo bajo la piel. Diez a una a que el cambio de rumbo de la Castilla no significaba nada en absoluto. Pero estaba la décima posibilidad. Las ocho campanadas; los hombres se congregaron para la primera guardia de cuartillo.

—¡Ah de cubierta! ¡Hay una vela delante del enemigo, señor!

Así que era eso.

—Arriba, señor Smiley. Puede ir usted también, señor príncipe.

Aquello enseñaría a su alteza serenísima que un castigo en la Marina era borrón y cuenta nueva, y que se confiaba en que no volvería a arriesgarse haciendo tonterías. Era un detalle que debía tener en consideración a pesar de la agitación que le invadía después del informe del vigía. No había manera de saber qué representaba aquella vela de allí, invisible desde cubierta. Pero existía una posibilidad de que fuera un buque de guerra británico, siguiendo la pista de la Castilla.

—¡Dos velas! ¡Tres velas! Capitán, parece un convoy, todo a sotavento.

Sólo podía tratarse de un convoy británico, y un convoy significaba también la presencia de un buque de guerra británico allá delante, en la estela de la Castilla.

—Caña a sotavento y vaya hacia el enemigo. Llame a todos los hombres, señor Still, por favor. Zafarrancho de combate.

Durante la larga huida y persecución no había ordenado ningún zafarrancho de combate. No deseaba entablarlo con la Castilla, ampliamente superior, y estaba por completo decidido a evitarlo. Pero ahora lo esperaba… lo esperaba con aquel temblor de duda que hacía que se odiase a sí mismo, tanto más cuando la repetición de la orden levantó gritos de entusiasmo entre los hombres, y la guardia de abajo salió a cubierta para cumplir con su deber con sonrisas expectantes y una excitación de escolares. El señor Jones vino a toda prisa a cubierta abrochándose la casaca; al parecer, había echado un cómodo sueñecito durante la guardia de la tarde. En Jones recaería el mando de la Atropos si le ocurría a él algún accidente, si un disparo le cortaba una pierna o le convertía en sangrientos pedacitos. Era extraño que la idea de que Jones se convirtiera en el responsable del manejo de la Atropos fuera tan perturbadora como el resto de las suposiciones. Pero de todos modos Jones debía ser puesto al corriente de la situación y debía decirle lo que había que hacer. Lo hizo en tres breves frases.

—Ya veo, señor —dijo Jones, pellizcándose el largo mentón.

Hornblower no estaba seguro de que lo viera claro, pero no podía perder más tiempo con Jones.

—¡Vigía! ¿Qué hay del convoy?

—Una vela ha virado, señor. Se dirige hacia nosotros.

—¿Qué le parece?

—Parece un barco de guerra, señor. Sólo veo sus sobrejuanetes, señor.

—Señor Horrocks, envíe la señal privada y nuestro número.

Un barco que se dirigiese hacia la Castilla sólo podía ser un buque de guerra, el navío de escolta. Hornblower sólo podía esperar que fuera una de las fragatas más grandes, capaz de desafiar a la gran Castilla en términos de igualdad. Pero sabía que la mayoría de las fragatas con las que contaba Collingwood —la Sirius, la Naiad, la Hermione—, fragatas de treinta y dos cañones de doce libras la mayoría de ellas, apenas podrían enfrentarse con los cuarenta y cuatro cañones de dieciocho libras de la Castilla, a menos que estuvieran muy bien manejados y los de la Castilla muy mal, y a menos que él mismo tuviera oportunidad de intervenir. Aguzó la vista a través de su catalejo, pero el barco británico todavía no estaba a la vista desde cubierta, y la Castilla iba ya corriendo valientemente viento en popa. El zafarrancho de combate estaba ya casi completo; estaban preparados los cañones.

—¡Señal, señor!

Horrocks estaba preparado con el libro de señales mientras el vigía informaba de las banderas.

—La señal privada ha sido respondida correctamente, señor. Y nos dan su número. Es la Nightingale, señor, número 28, capitán Ford, señor.

Casi la fragata más pequeña, que sólo contaba con cañones de nueve libras en su cubierta principal. Ojalá Ford tuviera el sentido común de no acercarse a la Castilla. Debía maniobrar mejor que ella, mantenerla enjuego, y entonces, cuando la Atropos se acercara, habría algunas buenas tácticas que podía emplear para desarbolar en parte a la Castilla y cogerla en desventaja. Entonces podrían barrerla y debilitarla antes de entrar a matar. El capitán de la Castilla demostraba claramente que había comprendido lo básico de la situación; cogido entre dos barcos hostiles de modo que no podía evitar la acción si se le forzaba a ello, estaba navegando a la mayor velocidad que podía para que el ángulo de ataque fuera el más accesible para él; iba a toda vela para llegar rápidamente a la acción antes de que pudiera intervenir la Atropos. Podía batir a la Nightingale hasta reducirla a pedazos y luego volverse contra la Atropos. Si tenía éxito (¡ah, si tenía éxito!) sería un terrible problema para la Atropos, decidir si aceptar o no el combate.

—Zafarrancho de combate listo, señor —informó Jones.

—Muy bien.

Ahora su catalejo la enfocaba bien; la vela distante, mucho más allá de la Castilla. Mientras miraba, mientras los juanetes aparecían por debajo de los sobrejuanetes, éstos desaparecieron. La Nightingale estaba acortando vela a «velas de combate». Hornblower conocía poco a Ford. Tenía la reputación de ser un buen capitán de combate. Gracias a Dios, también era discreto. Ford tenía mucha más antigüedad que él en la Marina; no tenía posibilidad alguna de ordenarle que se apartase.

La Castilla seguía precipitándose sobre la Nightingale.

—Señal, señor. Número 72. «¡Acérquese más al enemigo!».

—Recibida.

Hornblower era consciente de que los ojos de Jones y Turner estaban clavados en los suyos. Debía de haber una recriminación implícita en aquella señal, una insinuación de que no estaba dando lo mejor de sí mismo para entrar en combate. Por otra parte, podía ser una simple señal de que el combate era inminente. Las gavias de la Nightingale estaban ahora por encima del horizonte; ciñendo, estaba haciendo todo lo que podía para acercarse a la Castilla. Si Ford resistiera sólo durante media hora… La Atropos iba acercándose paulatinamente a la Castilla. Pero no, estaba apresurando el choque antes de que la Atropos pudiera llegar; jugaba el juego de la Castilla para sí. Ahora la Castilla cargaba su vela mayor; aferraba sus sobrejuanetes, lista para el encontronazo. Los dos barcos corrían juntos; velas blancas en un mar azul bajo un cielo también azul. Estaban en línea desde donde Hornblower se encontraba de pie mirándolos a través de su catalejo; en línea, de modo que era difícil juzgar cuál era la distancia entre ellos. Ahora se volvían, la Nightingale viento en popa mientras la Castilla se aproximaba. Todos los mástiles parecían mezclados y juntos. Ford tenía que apartarse y tratar de disparar a un mástil.

Un súbito remolino de humo en torno a los barcos: las primeras andanadas habían sido disparadas. Parecía como si los barcos estuvieran trabados en acción… pero no podía ser. No era el momento todavía de aferrar velas mayores y sobrejuanetes; cuanto antes entraran en acción, mejor. Ahora, pesadamente, por encima del agua azul, llegó el sonido de aquellas primeras andanadas, como el retumbar de un trueno. El humo se disipaba de la lucha, apartándose de los barcos en un largo rastro. Más humo remolineando; los cañones habían sido recargados y disparaban de nuevo, y los mástiles seguían estando muy juntos… ¿Estaba tan loco Ford como para enganchar las vergas? De nuevo el largo retumbar de los cañones. Los barcos giraban en redondo en la nube de humo; podía ver los mástiles por encima, cambiando su posición, pero no podía distinguir un barco de otro. Cayó un mástil, vergas, velas y todo; debía de ser el mastelero de mayor de la Nightingale, por espantosa que fuese la idea. Parecía haber pasado toda una vida, esperando entrar en combate. Humo y estruendo de cañonazos. No quería creer la realidad que le revelaba el catalejo, los detalles que se hacían más y más claros a medida que se aproximaba. Los dos barcos estaban trabados juntos, no había duda alguna al respecto. Y allí estaba la Nightingale, el mastelero de mayor desaparecido. Escorada en ángulo hacia el costado de la Castilla, la proa hacia ella. El viento todavía hacía girar los dos barcos, y los volvía como si fueran uno solo. La Nightingale debía de estar unida a la Castilla, con el bauprés o posiblemente el ancla enganchado en los cadenotes de la Castilla. Todos los cañones de la Castilla podían disparar sobre la Nightingale, barriéndola prácticamente con cada andanada, y el fuego de la Nightingale debía de resultar casi inútil. ¿Podría liberarse esta última? Su palo de trinquete y sus aparejos estaban por encima de la borda; era casi imposible para ella liberarse ahora.

Los hombres de los cañones gritaban al ver aquello.

—¡Silencio! Señor Jones, mantenga el rumbo.

¿Qué iba a hacer ahora? Tenía que pasar junto a la proa o la popa de la Castilla y dispararle, volver y disparar de nuevo. No era tan fácil hacer fuego en la proa de la Castilla sin darle a la Nightingale, no era fácil pasar ante su popa; aquello les pondría a sotavento, y habría cierto retraso al volver al combate de nuevo. Y los dos barcos giraban todavía bastante, no sólo con el viento, sino con el retroceso de sus cañones. ¿Y si mientras él aproximaba la Atropos para acercarse en un buen ángulo ellos giraban, de modo que la Nightingale interceptaba su fuego y tenía que retroceder de nuevo a barlovento para volver a entrar en combate? Aquello sería vergonzoso, y si otros capitanes oían la historia, pensarían que deliberadamente había huido del combate. Podía abarloar su nave con la Castilla en su costado libre, pero sus pequeñas dimensiones no soportarían las potentes andanadas de la Castilla. Su barco quedaría destrozado en pocos minutos. Y sin embargo, la Nightingale estaba ya destrozada. Debía concederle alivio instantáneo, inmediato.

Ahora se hallaba a sólo una milla de los barcos unidos y avanzando muy deprisa. Sus años de experiencia en el mar le decían lo deprisa que pasan los minutos cuando un barco necesita a otro.

—Aliste los cañoneros de babor —dijo—. Todos los hombres, capitanes y todo. Preparados para el abordaje. Preparados también todos los inactivos del barco. Pero deje a los hombres de las brazas de mesana.

—Sí, señor.

—Picas, pistolas y machetes, chicos —dijo Hornblower a los ansiosos hombres que se agolpaban en torno a los baúles de armas—. Señor Smiley, lleve a los vigías adelante, al cañón número 1. Costado de estribor. Preparados para una embestida.

El joven Smiley era el mejor luchador de todos, mejor que el nervioso Jones, el estúpido Still o el anciano Turner. Lo mejor sería darle a él el mando al otro lado del buque. A popa él mismo podía controlar las cosas. Y se dio cuenta de que él también iba desarmado. Su espada —la espada que había ganado en la corte de su rey— era barata. Se daba cuenta de que su temple no era muy fiable. No se había podido permitir comprarse una buena espada. Fue al arcón de las armas y cogió un machete, desenfundándolo y dejando la vaina desechada en cubierta; ató la lazada en torno a su muñeca, se quedó de pie con la hoja desnuda en la mano y la luz del sol iluminándole el rostro.

Ahora estaban ya acercándose a la Castilla, sólo les separaba de ellos la distancia de un cable y parecían incluso más cerca. Se necesitaba un cálculo muy preciso para abarloar.

—Una cuarta a estribor —dijo al timonel.

—Una cuarta a estribor —repitió éste la orden.

La disciplina mantenía al timonel completamente concentrado en su particular deber, aunque las portas de los cañones de babor de la Castilla se estaban abriendo, aunque a corta distancia las bocas de los cañones apuntaban justo hacia ellos; las caras de los cañoneros se podían vislumbrar a través de las portas mirando por encima de los cañones. ¡Oh, Dios mío, estaban llegando!

—Y ahora, a estribor lentamente. Dé la vuelta con cuidado.

Llegó la andanada como si fuera el fin del mundo, desgarrando y rompiendo el barco; hubo gritos, crujidos espantosos, y la luz del sol se llenó de partículas de polvo en suspensión levantadas por las destructoras balas de cañón mientras volaban las astillas por los aires, y luego el barco se movió furtivamente en el humo de la pólvora que se proyectaba desde las bocas de los cañones. Pero tenía que pensar sólo en una cosa en aquel momento.

—¡Ahora! Todo a babor. ¡Bracea ahí! ¡Fachea la gavia de mesana!

Había un pequeño espacio entre los costados de ambos barcos, cerrándose pulgada a pulgada. Si el golpe era violento, podía rebotar y abrir más la separación; si su camino hacia adelante no se detenía, podía raspar por delante y girar. En los costados elevados de la Castilla, las portas estaban por encima del nivel de las de la Atropos. La Atropos, con su forma cóncava, no tenía «entrada» en sus costados. Sus mamparos harían contacto: ya había contado con ello.

—¡Costado de estribor! ¡Fuego!

Resonó el infernal estrépito de la andanada, el humo se arremolinó; el costado de la Castilla, pintado de naranja, quedó destrozado por las balas de carronada; pero no tenía ni un momento para pensar en todo aquello.

—¡Vamos!

Allá fue encima del costado de la Castilla entre un remolino de humo perforado por rayos de sol; saltó por encima de la borda, con el machete en la mano, ciego de furia de combate. Una cara desencajada le miraba fijamente. Blandió la pesada hoja como un hacha y golpeó. Arrancó de un tirón la hoja, liberándola, y golpeó de nuevo, otra cara. Se lanzó hacia adelante. Allí veía entorchados, una delgada cara morena tiznada por un bigote negro, una esbelta hoja que arremetía contra él; había que golpear de lado y atacar, atacar, atacar con todas sus fuerzas, con toda la rapidez que pudiera. Lanzar un mandoble donde la guardia era débil y acometer de nuevo sin piedad. Tropezó con algo y volvió a enderezarse. Los ojos aterrorizados de los hombres que estaban al timón le miraron antes de huir de su furia. Un soldado uniformado con cananas blancas levantaba los brazos y se rendía; un gancho aparecía desde alguna parte junto a él y se hundía en el pecho indefenso del soldado. El alcázar quedó despejado, pero no hubo tiempo para respirar siquiera; gritó «¡vamos!», y corrió hacia la cubierta principal.

Algo golpeó la hoja de su machete y repercutió con fuerza en su brazo: una bala de pistola, probablemente. Había un montón de hombres apiñados en torno al palo mayor, pero antes de que pudiera llegar hasta allí, una oleada de picas y ganchos desde el costado se abrió paso entre fragmentos que volaban. Entonces hubo un súbito reagrupamiento por parte del enemigo, disparos de pistola, y de repente la oposición cesó y Hornblower se encontró mirando unos ojos desorbitados y se dio cuenta de que su propietario llevaba un uniforme inglés, y su cara era inglesa aunque desconocida para él: un guardiamarina de la Nightingale, dirigiendo el destacamento de abordaje que había irrumpido en la Castilla por el bauprés de la Nightingale.

Se quedó allí de pie en medio del desorden y los muertos, mientras la locura desaparecía de su interior, el sudor corría por sus ojos y le cegaba; una vez más, tuvo que despejar su mente y reponerse. Tenía que detener la carnicería que seguía todavía, tenía que organizar el desarme de los prisioneros y reunirlos contra el costado del buque. Tenía que recordar decir unas palabras de gracias a Smiley, cubierto de sangre y humo, cuando le encontrara en la pasarela delantera. Allí estaba la enorme mole de Eisenbeiss, con el pecho jadeante, el sangriento machete como un juguete en su gigantesca mano. La visión despertó su ira.

—¿Qué demonios está usted haciendo aquí, doctor? Vuelva a bordo y atienda a los heridos. No debe descuidarlos.

Una sonrisa para el príncipe, y entonces su atención se vio reclamada por un hombre como una rata, de nariz puntiaguda y cara larga.

—¿Capitán Hornblower? Mi nombre es Ford.

Iba a estrechar la mano que se le tendía, pero vio que primero tenía que desatar el cordel que unía el machete a su muñeca y transferir el arma a su otra mano.

—Bien está lo que bien acaba —dijo Ford—. Ha llegado a tiempo, pero con el tiempo justo, capitán.

No servía de nada indicar a un superior los errores que había cometido. Se estrecharon las manos allí mismo, de pie en la pasarela de la capturada Castilla, mirando en torno a los tres barcos que se encontraban juntos, machacados y destrozados. Muy lejos a sotavento, flotando sobre el mar azul, el largo rastro de humo de pólvora se disipaba lentamente bajo el límpido cielo.