CAPÍTULO 19

La corbeta de su majestad Atropos, ciertamente, era el barco más pequeño de la Marina británica. Había bergantines mucho más pequeños que ella, y goletas y cúters más pequeños aún, pero aquella corbeta era el barco más pequeño en el sentido técnico, con sus tres palos y un capitán al mando, que pertenecía al rey Jorge, aunque Hornblower estaba muy contento con ella. Había veces en que cuando miraba la lista de capitanes, y veía debajo de su nombre los de los cincuenta capitanes más nuevos que él, y cuando veía por encima de su nombre el número de capitanes más antiguos que él, que lentamente iba disminuyendo —a medida que estos capitanes morían o alcanzaban el rango de bandera—, se le ocurría que algún día, si tenía buena suerte, podía ser destinado a una fragata o incluso a un navío de línea, aunque por el momento se sentía satisfecho.

Había completado una misión y se estaba dirigiendo hacia otra. Había descargado en Gibraltar doscientas mil libras esterlinas en monedas de oro y plata, y había dejado también allí al desagradable señor McCullum y sus buceadores cingaleses. El dinero esperaba su embarque hacia Londres, donde constituiría parte del «oro británico» que iba a sostener los decaídos espíritus de los aliados de Inglaterra y contra el cual Bonaparte rabiaba tan furiosamente en sus comunicados. McCullum y sus hombres esperarían una oportunidad para viajar en la dirección opuesta, en torno a África, hacia la India de nuevo. Y la Atropos corría empujada por una pesada borrasca del oeste en una tercera dirección, subiendo por el Mediterráneo para reunirse con Collingwood y su flota mediterránea.

Parecía despreocupadamente libre de problemas mientras cabeceaba y se balanceaba en el mar de aleta; después de seis meses a bordo, con apenas seis horas en tierra, el mareo de Hornblower ya no le molestaba y él, junto con su barco, se sentía también aliviado por ese hecho. Collingwood había visto su informe de su actuación en Marmaris y lo había considerado apto para la aprobación, antes de enviarle a Gibraltar con el tesoro, y le había dado, para su viaje de vuelta, órdenes que un joven y audaz capitán seguramente aprobaría. Tenía que limpiar la costa del Mediterráneo del sur de España, desorganizar el comercio costero español, recoger toda la información que pudiera mediante la observación personal de los puertos, y luego echar un vistazo en Córcega antes de reunirse con la flota junto a las costas de Italia, donde ésta se encontraba conteniendo al borde del agua la nueva oleada de conquista de Napoleón. Nápoles había caído ya, pero Sicilia se mantenía aún intacta. El monstruoso poder de Bonaparte acabó cuando el agua salada alcanzó las cinchas de la silla de montar de su caballo. Sus ejércitos podían marchar adonde quisieran, pero sus barcos se refugiaban en los puertos, o sólo se aventuraban en ataques furtivos, mientras que la pequeña Atropos, con sus veintidós cañoncitos, había navegado dos veces de lado a lado del Mediterráneo, desde Gibraltar hasta Marmaris y de vuelta de nuevo, sin haber visto ni una sola vez la bandera tricolor.

No era de extrañar que Hornblower se sintiera feliz consigo mismo, de pie en la cabeceante cubierta, sin dudas que le agobiaran, mirando la silueta dentada que, en el claro cielo mediterráneo, señalaba las montañas de España. Había navegado osadamente al alcance de tiro de cañón de las bahías y fondeaderos de la costa; había escudriñado Málaga, Motril y Almería; los barcos de pesca y de cabotaje habían huido a la desbandada ante él como pececillos ante un pez grande. Había rodeado el cabo de Gata y había hecho el camino de vuelta a la costa de nuevo para ir a echar un vistazo a Cartagena. Málaga y Almería no cobijaban barco de guerra alguno. Aquélla era una información negativa, pero incluso la información negativa era valiosa para Collingwood mientras dirigía las actividades de su enorme flota, cubriendo las ramificaciones del comercio británico a través de dos mil millas de mares, tomando el pulso a un puñado de enemistades y alianzas internacionales. Cartagena era la principal base naval española. Un somero examen revelaría si el arruinado gobierno español había realizado algún esfuerzo para reconstruir su flota, destrozada en Trafalgar. Quizás un barco francés o dos se refugiaran allí, en una etapa de algún crucero aventurero planeado por Bonaparte para intentar asestar un golpe a los convoys británicos.

Hornblower miró al tirante cordaje, notó el cabeceo y balanceo del barco bajo sus pies. Había ya dos rizos en las gavias: la que soplaba era una más que mediana borrasca. Consideró, y luego descartó, la idea de un tercer rizo. La Atropos podía llevar aquella cantidad de lona de forma bastante segura. El cabo Cope se encontraba por el través de babor: su catalejo revelaba que un pequeño grupito de barcos de cabotaje se había refugiado en los bajíos bajo su sotavento, y los miró anhelante. Pero había baterías que los protegían, y aquel viento hacía que cualquier intento de atacarlos resultase impracticable. No podía enviar botes encontrándose en las garras de una media borrasca. Dio una orden al timonel y la Atropos fue a toda prisa hacia Cartagena. Era emocionante quedarse allí de pie junto a la regata con el viento aullando en torno a él y una espumosa ola emergiendo de debajo de la proa, bajo sus pies. Sonrió al ver la clase de navegación del señor Turner en pleno funcionamiento: Turner tenía a los guardiamarinas y los oficiales de derrota en torno a él dándoles instrucciones sobre navegación costera. Estaba tratando de lastrar sus sesos de mosquito con buenas y sólidas nociones matemáticas sobre el «punto de posición móvil», «doblar el ángulo por la amura» y la «medición de cuatro cuartas», pero era una tarea muy difícil retener su atención en aquel entorno tan estimulante, con el viento haciendo ondear la carta marina salvajemente en la mano de Turner e incluso haciendo difícil para los jóvenes mantener sus pizarras quietas al agarrarse a sus superficies inclinadas.

—Señor Turner —dijo Hornblower—. Infórmeme de cualquier caso de distracción inmediatamente y yo trataré al culpable como se merece.

Aquello aquietó bastante a los muchachos y les obligó a contener sus instintos animales. Smiley se detuvo en mitad de un guiño al joven príncipe, y el embrión de carcajada del príncipe fue abortado como mueca culpable. Aquel chico se había convertido en un ser humano completo por entonces. Había una gran distancia entre la estirada corte germana en la que había nacido y la ventosa cubierta del Atropos. Si alguna vez volvía al trono de sus padres, se libraría de la esclavitud del sextante, pero quizá recordara aquellos ventosos días con añoranza. El sobrino nieto del rey Jorge… Hornblower le miró fingiendo que estudiaba el triángulo equilátero garabateado en su pizarra, y sonrió para sí, recordando el horror del doctor Eisenbeiss ante su sugerencia de que quizás el castigo corporal pudiera ser utilizado con un príncipe reinante. No había llegado aún el caso, pero podía ser.

Sonaron cuatro campanadas, se dio la vuelta al reloj de arena, el timón fue relevado y Turner despidió a sus alumnos.

—¡Señor Smiley! ¡Señor Horrocks!

Los guardiamarinas despedidos se volvieron hacia su capitán.

—Quiero que suban ahora a los topes con sus catalejos.

Los ojos jóvenes y penetrantes eran lo más adecuado para escudriñar Cartagena. Hornblower notó la súplica en la expresión del príncipe.

—Muy bien, señor príncipe. Puede subir usted también. Al mastelero de gavia con el señor Smiley.

Era un castigo frecuente enviar a un oficial joven arriba, a la incomodidad del calcés, pero aquel día no era ningún castigo, no cuando había que examinar un puerto enemigo, y debía hacerse un informe de los barcos que había dentro. Cartagena iba a estar a la vista muy pronto; el castillo y las torres de las iglesias eran visibles ahora más allá del refugio de la isla de La Escombrera. Con aquel viento del oeste era bastante fácil permanecer quieto, de manera que se pudiera tener desde el calcés una visión de la bahía interior.

—¡Ah de cubierta! Capitán, señor…

Smiley le estaba llamando desde el tope del mastelero de gavia. Hornblower tuvo que caminar hacia adelante para oír lo que le tenía que decir, porque el viento se llevaba sus palabras.

—¡Hay un buque de guerra en el exterior de la bahía, señor! Parece español. Una de sus grandes fragatas. Tiene las vergas guarnecidas.

Era probable que se tratase de la Castilla, una de las supervivientes de Trafalgar.

—Hay siete velas de barcos de cabotaje anclados muy cerca, señor.

Estaban bastante seguros en el Atropos en aquellas condiciones.

—¿Y en el interior del puerto?

—Cuatro… no, cinco barcos amarrados allí, señor.

Y dos cascos.

—¿Qué le parecen?

—Cuatro de línea, señor, y una fragata. No tienen vergas guarnecidas. Van desarmados, diría yo, señor.

En años pasados, el gobierno español había construido muy buenos barcos, pero la corrupción y la ineficacia de Godoy habían permitido que todos se pudrieran en sus fondeaderos por falta de tripulaciones y aprovisionamientos. Las últimas informaciones de Cartagena hablaban de cuatro buques de línea y una fragata armada, así que no existía cambio alguno; información negativa para Collingwood de nuevo, pero útil.

—¡Está largando vela!

Ésa era la voz del príncipe, aguda y excitada, gritando. Un momento más tarde, Horrocks y Smiley complementaban el aviso.

—¡La fragata, señor! ¡Está largando vela!

—¡Puedo ver su cruz, señor!

Los barcos de guerra españoles tenían la costumbre de izar grandes cruces de madera en el pico de mesana cuando parecía probable que hubiese acción. La fragata debía de estar planeando hacer una escapada, para perseguir a su inquisitivo visitante. Era un buen momento para batirse en retirada. Una gran fragata española como la Castilla llevaba cuarenta y cuatro cañones, justo dos veces más que la Atropos, y con tres veces su peso de metal. ¡Si más allá del horizonte la Atropos tuviera una colega con la que pudiera engañar a la Castilla! Había que conservar aquello en mente y sugerírselo a Collingwood, de todos modos; aquel capitán español era emprendedor y enérgico, y quizá fuese temerario… debía de estar ardiendo de vergüenza después de Trafalgar, y a lo mejor podían engañarle y atraerle a su destrucción.

—¡Está zarpando, señor!

—¡Ha largado el velacho! ¡Ha largado la gavia, señor!

No tenía ningún sentido jugar con el peligro, pues aun con aquel viento la Atropos tenía una vía de escape despejada hacia la seguridad.

—Manténte a una cuarta —dijo Hornblower al timonel, y la Atropos se volvió un poco para mostrar sus talones al español.

—¡Está saliendo, señor! —informó Horrocks desde el mastelero de mayor—. Gavias arrizadas. Dos rizos creo yo, señor.

Hornblower paseó su catalejo por la aleta. Allí estaba, el rectángulo blanco asomando por encima del horizonte a medida que la Atropos se alejaba… la gavia arrizada de la Castilla.

—Está dirigiéndose justo hacia nosotros ahora, señor —informó Smiley.

En una persecución de popa como aquélla la Atropos no tenía nada que temer, recién cubierta de cobre como estaba y con su buena velocidad. Pero el fuerte viento y la mar gruesa favorecerían al barco mayor, por supuesto. La Castilla podía ingeniárselas para mantener a la Atropos a la vista aunque no tuviera oportunidad alguna de sobrepasarla. Sería una lección muy útil para los oficiales y los hombres ver cómo la Atropos aprovechaba al máximo todo su potencial de velocidad. Hornblower miró de nuevo arriba a las velas y el cordaje. Ciertamente, ahora no tenía sentido tomar un tercer rizo. Debía largar toda la vela posible, igual que estaba haciendo la Castilla.

El señor Still, como oficial de la guardia, se tocaba el sombrero ante Hornblower con una pregunta de rutina.

—Adelante, señor Still.

—¡Licores!

Aunque un potente enemigo les perseguía, la vida de la Atropos continuó con bastante normalidad; los hombres tomaron su ron y fueron a cenar, cambió la guardia, el timón fue relevado. El cabo de Palos desapareció por la aleta de babor y la Atropos siguió volando por el Mediterráneo, en mar abierto, y aquella forma blanca y rectangular siguió manteniendo su posición en el horizonte a popa. La Castilla se estaba comportando muy bien para ser una fragata española.

—Llámeme si hay algún cambio, señor Jones —dijo Hornblower, cerrando su catalejo.

Jones estaba nervioso: ya se veía en una prisión española. No le haría ningún daño quedarse en cubierta con la responsabilidad, aunque abajo en su camarote Hornblower se levantó de la mesa donde estaba cenando para mirar a popa a través del escotillón y asegurarse de que la Castilla no les iba ganando terreno. De hecho, Hornblower no lo sintió cuando, sin haber terminado todavía su cena, un golpecito en la puerta anunció a un mensajero del alcázar.

—Con los respetos del señor Jones, señor, el viento se está moderando un poco, cree él, señor.

—Ya voy —dijo Hornblower, dejando cuchillo y tenedor.

En una brisa moderada, la Atropos tenía que ser capaz de superar a la Castilla bajo gavias en una hora o dos, y cualquier reducción en el viento era una ventaja para la Atropos en tanto llevaba extendida toda la lona que podía llevar. Pero requeriría buen juicio desplegar los rizos en el momento adecuado, sin poner en peligro los mástiles por un lado ni perder distancia por otro. Cuando Hornblower llegó a cubierta, una sola mirada le dijo que ya era el momento de hacerlo.

—Tiene usted mucha razón, señor Jones —dijo (le pareció conveniente darle una palmadita en la espalda)—, desplegaremos un rizo.

La orden corrió por cubierta.

—¡Hombres a las velas!

Hornblower miró a popa a través de su catalejo; a medida que la Atropos levantaba su popa, podía mantener la gavia de la trinquete de la Castilla en el centro del campo. El más concienzudo examen no le permitía decidir si estaba o no más cerca. Debía situarse exactamente manteniendo su distancia. Entonces, mientras tenía la gavia enfocada en la lente, vio —estaba casi seguro de haberlo visto— la forma rectangular convertirse en un cuadrado. Descansó el ojo y miró de nuevo. No había duda alguna. La Castilla había decidido que era también el momento de desplegar un rizo.

Hornblower miró arriba, a la verga de la gavia de la Atropos. Los vigías, inclinados sobre las vergas a aquella vertiginosa altura, habían acabado de desatar los rizos. Ahora venían a toda prisa desde las vergas. Smiley tenía la verga de estribor, y su alteza serenísima el príncipe de Seitz-Bunau la de babor. Hacían carreras, como de costumbre, colgándose de las burdas y deslizándose abajo sin pensar ni por un momento en sus cuellos. Hornblower se alegraba de que aquel chico hubiera hecho pie… por supuesto, estaba lleno de emoción por la perspectiva de la huida y la persecución; a Hornblower le hacía gracia que Smiley hubiera adoptado aquella divertida actitud paternal hacia él.

Al soltar los rizos, la Atropos incrementó de nuevo su velocidad; Hornblower podía sentir el renovado empuje de la vela en el casco del barco bajo sus pies; notaba el frenético salto del buque en la cresta de las olas. Dirigió una cautelosa mirada a la arboladura. Aquél no era el momento de que nada se torciera, no con la Castilla corriendo en su persecución. Jones estaba de pie junto al timón. El viento daba justo sobre la aleta de estribor, y el pequeño barquito respondía bien a su timón, pero era tan importante mantener un ojo atento al timonel como comprobar que no dividían una gavia. Requería cierta resolución dejar a Jones solo de nuevo a cargo de todo e ir abajo a tratar de acabar su comida.

Cuando recibió de nuevo abajo el mensaje de que el viento se estaba moderando, tuvo la extraña sensación, que había experimentado antes un par de veces, de que algo se repetía, aunque no había pasado nunca antes… las circunstancias eran tan idénticas…

—Con los respetos del señor Jones, señor, el viento se está moderando un poco, le parece, señor.

Hornblower intentó dar una respuesta diferente.

—Saludos al señor Jones, y dígale que voy a cubierta.

Igual que antes, pudo notar que el barco no estaba dando lo mejor de sí mismo. Como antes, dio la orden de que se desplegara un rizo. Igual que antes, dio la vuelta para dirigir su catalejo hacia la gavia de la Castilla. Y justo igual que antes, se volvió mientras los hombres se preparaban para bajar de las vergas. Pero aquél fue el momento en que todo tomó un curso diferente, cuando la desesperada emergencia que siempre queda en el futuro, al otro lado del horizonte sobre el mar, hizo su aparición.

La excitación había estimulado al príncipe hasta la locura. Hornblower miró arriba y vio al chico de pie en la verga de babor, no simplemente de pie, sino bailando, dando un torpe paso o dos e intentando provocar a Smiley para que le imitara en la verga de estribor, con una mano en la cadera y la otra por encima de la cabeza. Hornblower iba a gritar una reprimenda; abrió la boca e hinchó el pecho, pero antes de que pudiera pronunciar un solo sonido, el pie del príncipe resbaló. Hornblower le vio tambalearse, luchar para recuperar el equilibrio y luego caer pesadamente por el aire, y dar una vuelta completa mientras caía.

Más tarde, Hornblower, por pura curiosidad, hizo el cálculo. El príncipe cayó desde una altura de un poco más de setenta pies, y sin la resistencia del aire, y si no hubiera rebotado en los obenques, habría alcanzado la superficie del mar en unos dos segundos. Pero la resistencia del aire no debía ser despreciada en absoluto: sin duda había hinchado su chaqueta por debajo y amortiguado considerablemente su caída, porque el chico no estaba muerto y de hecho sólo se quedó momentáneamente inconsciente por el golpe. Probablemente, le costó más de cuatro segundos al príncipe caer al mar. Hornblower hizo el cálculo cuando meditaba sobre el incidente más tarde, porque podía recordar claramente todos los pensamientos que habían pasado por su mente durante aquellos cuatro segundos. La momentánea exasperación llegó primero, y luego la ansiedad, y a continuación vino un apresurado resumen de la situación. Si retrocedía para recoger al chico, la Castilla tendría todo el tiempo que necesitaba para alcanzarles. Si seguía adelante, el chico se ahogaría. Y si seguía adelante, tendría que informar a Collingwood de que había abandonado al sobrino nieto del rey sin levantar un solo dedo para ayudarle. Tenía que escoger rápidamente… rápidamente. No tenía derecho a arriesgar su barco para salvar una sola vida. Pero… si el chico hubiese muerto en combate debido a una andanada que barriera la cubierta, habría sido muy diferente. Abandonarle era una cosa completamente distinta. Tras aquella conclusión vino otra idea, el inicio de otra idea que brotaba como una semilla sembrada junto a Cartagena. No tuvo tiempo de desarrollarla en aquellos cuatro segundos: fue como si Hornblower actuase en el momento mismo en que el verde brote procedente de la semilla asomaba en la superficie de la tierra, y se desarrollase plenamente después.

Para el momento en que el chico había llegado al mar, Hornblower había arrancado el salvavidas de la regata; lo arrojó por encima de la aleta de babor mientras la velocidad del buque llevaba al chico casi al extremo contrario, y cayó al mar muy cerca de él. En el mismo momento, el aire que Hornblower había contenido en sus pulmones para regañar al príncipe fue expelido aullando una serie de órdenes.

—¡Brazas de mesana! ¡Gavia de mesana en facha! ¡Arriad el bote de pescantes!

Quizá —Hornblower no podía estar seguro posteriormente— todo el mundo gritara a la vez, pero al menos todos respondieron a las órdenes con una velocidad que era el resultado de meses de entrenamiento. La Atropos giró en el viento, su camino se detuvo instantáneamente. Fue Smiley —sólo el cielo sabe cómo había realizado el descenso desde la verga de la gavia de estribor en aquel corto espacio de tiempo— quien lanzó el bote por encima de la borda, con cuatro hombres a los remos, y salió como una flecha para efectuar el rescate, el pequeño bote agitándose y balanceándose mientras las olas pasaban bajo él. E incluso antes de que la Atropos estuviera al pairo, Hornblower llevaba ya a la práctica la siguiente parte del plan.

—¡Señor Horrocks! Señal «enemigo a la vista a sotavento».

Horrocks se quedó de pie con la boca abierta, y Hornblower estuvo a punto de estallar y decir: «¡Maldita sea, haga lo que le digo!», pero se contuvo. Horrocks no era el hombre más rápido de pensamiento del mundo, y no conseguía entender cuál era el propósito de hacer señales a un horizonte vacío. Lanzarle un insulto podía paralizarle en aquel momento por el nerviosismo, y se retrasaría aún más.

—Señor Horrocks, sea tan amable de izar la señal tan rápidamente como pueda. «Enemigo a la vista a sotavento». Rápido, por favor.

El encargado de señales que había junto a Horrocks, afortunadamente, era más ágil de entendimiento —era uno de la escasa docena de hombres de la tripulación que sabía leer y escribir, naturalmente— y ya estaba en las drizas con la caja de banderas abierta, y su ejemplo sacó a Horrocks de su asombro. Las banderas fueron izadas en la verga del mastelero de mayor, ondeando con fuerza con el viento. Hornblower tomó nota mentalmente de que aquel hombre, aunque todavía no era un marinero como tal —era un aprendiz de Londres que había embarcado apresuradamente en Deptford para evitar algo peor en la vida civil—, merecía un ascenso.

—Ahora otra señal, señor Horrocks. «El enemigo es una fragata distante siete millas al oeste con rumbo este».

Lo más inteligente era hacer ondear las mismas señales que habría izado si realmente tuviera ayuda a la vista; era posible que la Castilla pudiera leerlas o al menos deducir su significado. Si hubiera habido un barco amigo a la vista a sotavento (Hornblower recordaba la sugerencia que iba a hacer a Collingwood) él nunca se habría puesto al pairo, por supuesto, pero habría ido aminorando para atraer a la Castilla tan cerca como fuera posible, pero el capitán de la Castilla no tenía por qué saber eso.

—Deje ondeando esa señal. Y ahora envíe un afirmativo, señor Horrocks. Muy bien. Arríela de nuevo. ¡Señor Jones! Velas amuradas a estribor, a tope.

Un potente barco inglés allí escondido a sotavento ciertamente ordenaría a la Atropos acercarse a la Castilla tan rápidamente como pudiera. Debía actuar como si aquél fuese el caso. Sólo cuando Jones —casi tan asombrado como lo estaba antes Horrocks— se hubo concentrado en el asunto de hacer que la Atropos estuviera en marcha de nuevo, Hornblower tuvo tiempo para usar su catalejo. Lo llevó a la distante gavia de nuevo, ahora no tan distante. Se acercaba rápidamente, y Hornblower notó una fuerte sensación de decepción y aprensión. Y entonces, mientras miraba, vio el cuadrado de la vela estrecharse hasta un rectángulo vertical, y aparecieron otros dos rectángulos junto a éste. En el mismo momento, el vigía en el calcés dio un aviso. —¡Ah de cubierta! ¡El enemigo ha virado para navegar ciñendo, señor!

Por supuesto que hacía tal cosa. La decepción y la aprensión desaparecieron al instante.

El capitán de una fragata española, una vez ha sacado su bauprés de la seguridad de un puerto defendido, siempre puede ser presa del miedo. Siempre existe en su mente la posibilidad de que justo más allá del horizonte se esconda un escuadrón británico listo para arrojarse sobre él. Perseguiría a una pequeña corbeta de buen grado, pero tan pronto como viera a aquella corbeta haciendo señales y virando de lleno en redondo en un rumbo que le desafiaba a la acción, desconfiaría, al encontrarse ya lejos del sotavento de la seguridad; imaginaría que fuera de su vista había barcos hostiles persiguiéndole para apartarle de su base, y una vez que se hubiera decidido, no perdería ni una milla o un minuto sino que volvería corriendo hacia la seguridad. Durante un par de minutos, el español fue presa de la indecisión después de que la Atropos se quedara al pairo, pero el brusco movimiento final de ésta había hecho que se decidiese. Si se hubiera quedado durante un corto tiempo más, habría visto el bote surcando las olas y entonces se habría preguntado qué demonios estaba haciendo la Atropos, pero tal como resultó se ganó tiempo y el español, a todo ceñir, volvió a toda prisa a la seguridad huyendo de un inexistente enemigo.

—¡Vigía! ¿Qué ve ahora del bote?

—¡Está todavía avanzando, señor, justo de cara al viento!

—¿Ve algo del señor príncipe?

—No, señor, desde aquí no.

No había muchas posibilidades en aquel mar revuelto de ver a un hombre flotando a dos millas de distancia, ni siquiera desde el tope del mastelero.

—Señor Jones, cambie de bordada.

Sería mejor mantener a la Atropos tan cerca del bote bajo el viento como fuera posible, permitiéndole así una fácil carrera a sotavento cuando su misión estuviera cumplida. La Castilla no sería capaz de entender aquella maniobra.

—¡Ah de cubierta! El bote ha dejado de avanzar, señor. Creo que están recogiendo al señor príncipe, señor.

Gracias a Dios. Sólo entonces Hornblower se dio cuenta de los diez minutos tan horribles que acababa de pasar.

—¡Ah de cubierta! Sí, señor, están ondeando una camisa. Vuelven hacia nosotros.

—Al pairo, señor Jones, por favor. Doctor Eisenbeiss, téngalo todo preparado por si el señor príncipe necesita tratamiento.

El Mediterráneo en mitad del verano era bastante cálido, y lo más seguro era que el chico no hubiera sufrido daño alguno. El bote vino bailando por encima de las olas y se volvió bajo la popa de la Atropos en el pequeño refugio proporcionado por su aleta, mientras giraba con su amura de estribor contra las olas. Y allá subió su alteza serenísima, húmedo y arrugado, pero sin haber sufrido una sola herida, recibiendo la mirada de todos en cubierta con una sonrisa medio avergonzada y medio desafiante. Eisenbeiss se adelantó apresuradamente, hablando con energía en alemán, y luego se volvió hacia Hornblower para explicarle:

—Tengo una manta caliente preparada para él, señor.

Fue en aquel preciso momento cuando los diques del mal humor de Hornblower se rompieron.

—¡Una manta caliente! Yo le voy a calentar mucho más rápidamente. ¡Segundo contramaestre! Con mis saludos al contramaestre, y pregúntele si sería tan amable de prestarme su bastón durante unos minutos. Cierre la boca, doctor, si sabe lo que le conviene. Y ahora, jovencito…

Los humanitarios hablan mucho en contra del castigo corporal, pero en sus argumentos, si bien señalan el daño que se le puede causar al castigado, omiten la satisfacción que las personas que castigan obtienen de ello. Y además, era por el bien del aprendizaje de la realeza, para que mostrara su recién adquirida imperturbabilidad británica, se mordiera los labios para evitar el grito que un bastón bien aplicado tiende a provocar, y se quedara derecho después con apenas un brinco para no traicionar su dolor, frotándose sólo un poco el escocido trasero real y parpadeando varonilmente para contener las lágrimas. Con satisfacción o sin ella, el caso es que Hornblower se arrepintió un poco después.