En los viejos tiempos, muchos años atrás, cuando Hornblower era guardiamarina en el Indefatigable, había formado parte de muchas más expediciones de abordaje de las que podía recordar. La fragata encontraba un barco de cabotaje anclado bajo la protección de unas baterías de costa, o perseguía a otro hasta alguna pequeña bahía; entonces, por la noche —o incluso a plena luz del día—, los botes eran tripulados y enviados allí. El barco de cabotaje tomaba todas las precauciones que podía; podía cargar los cañones, aparejar las redes de abordaje, mantener la tripulación en estado de alerta, mantener botes de guardia en torno al buque, pero no servía de nada. Los asaltantes se abrían camino a bordo, barrían la cubierta, alzaban velas y se hacían con el botín bajo las narices de los defensores. Muy a menudo lo había visto de cerca, había tomado parte en ello. Había contemplado con poca simpatía las patéticas precauciones tomadas por las víctimas.
Ahora eran los otros los que tenían la sartén por el mango; incluso era peor, porque la Atropos yacía en plena bahía de Marmaris sin ni siquiera la protección de baterías de costa y con diez mil enemigos en torno a ella. Al día siguiente, había dicho el mudir, volvería a buscar el tesoro, pero no se podía confiar en los turcos. Podía ser un movimiento más para que la Atropos se creyera segura. Podía ser atacada por la noche. La Mejidieh, allí al lado mismo, podía llenar sus botes con más hombres de los que podía disponer la Atropos entera, y además podían venir también soldados amontonados en barquitas de pesca desde la costa. Si era atacada por veinte botes al mismo tiempo, desde todos los lados, por un millar de fanáticos musulmanes, ¿qué podría hacer para defenderse?
Podía aparejar sus redes de abordaje… pero ya estaban aparejadas. Podía cargar los cañones, pero ya estaban cargados, con metralla además de las balas, muy bajos, como para barrer la superficie de la bahía a corta distancia en torno al barco. Podía mantener una ansiosa vigilancia: el propio Hornblower iba dando vueltas en torno al barco, para ver si todos los vigías estaban alerta, las tripulaciones de los cañones dormitando ligeramente, en lo que les permitía la dura cubierta mientras permanecían en sus puestos, el resto de los marineros colocados en torno a los mamparos con los pinchos y machetes a su alcance.
Era una experiencia nueva ser el ratón en lugar del gato, estar a la defensiva en lugar de a la ofensiva, esperar ansiosamente que saliera la luna en lugar de apresurarse al ataque mientras durase la oscuridad. Podía contarse como otra lección de tiempos de guerra saber cómo pensaba y qué sentía la víctima que aguardaba. Algún día, en el futuro, Hornblower podía usar aquella lección y, estableciendo un paralelo con el buque que estuviera a punto de atacar, ingeniárselas para soslayar las precauciones que ahora él mismo estaba tomando.
Aquélla era una prueba más de la levedad y la inconsistencia de su mente, se dijo Hornblower, mientras la amargura y la desesperación volvían a invadirle con fuerza abrumadora. Allí estaba él pensando en el futuro, en algún otro destino que pudiera tener, cuando en realidad no había futuro. Ningún futuro. Al día siguiente llegaría el final. No sabía con certeza todavía lo que haría; vagamente se dibujaba en su mente el plan de vaciar al amanecer el barco de su tripulación —los no nadadores en los botes, los nadadores enviados a buscar refugio en el Mejidieh—, mientras él iba abajo, al almacén, con una pistola cargada, para volar el buque, el tesoro y a él mismo con sus ambiciones muertas, su amor por sus hijos y su mujer, todo volado en mil pedazos. Pero ¿sería aquello mejor que hacer un trato? ¿Sería mejor que volver no sólo con la Atropos intacta sino con cualquier parte más del tesoro que pudiera rescatar McCullum? Era su deber salvar su barco si podía, y podía. Setenta mil libras era mucho menos que un cuarto de millón, pero sería un regalo del cielo para una Inglaterra desesperada por el oro. Un capitán de la Marina no debía albergar sentimientos personales; tenía un deber que cumplir.
Aquello podía muy bien ser así, pero de todos modos estaba estremecido de angustia. Aquella pena honda y oscura que le estaba venciendo escapaba a su control. Miró la oscura sombra de la Mejidieh, y la pena se unió a un intenso sentimiento de odio, como un feo dibujo rojo y negro que se superpusiera ante sus ojos. La vaga forma de la Mejidieh retrocedía a popa de la Atropos. El suave viento de la noche estaba rolando, como se podía esperar muy bien a aquella hora, y haciendo girar a los buques anclados. Por encima de su cabeza brillaban las estrellas, aquí y allá oscurecidas por manchas de nubes cuya presencia sólo se intuía, moviéndose muy despacio por encima del cénit. Y allá arriba, más allá de la Mejidieh, el cielo aparecía un poco más pálido; la luna debía de estar saliendo por encima del horizonte, detrás de las montañas. La noche más hermosa imaginable con aquella suave brisa… ¡Qué brisa tan dulce! Hornblower miró en torno a la oscuridad como si temiera que alguien pudiera adivinar de forma prematura la idea que se estaba formando en su mente.
—Me voy abajo durante unos minutos, señor Jones —dijo, suavemente.
—Sí, señor.
Turner, por supuesto, había estado hablando. Les había contado a los oficiales el aprieto en el que se encontraba su capitán. Uno podía deducir la curiosidad en el tono de aquellas palabras de Jones, aunque eran pocas. La resolución llegó y dio una capa de laca sobre aquel dibujo rojo y negro.
Abajo en el camarote, las dos velas que mandó a buscar iluminaban todo el pequeño espacio, excepto alguna sombra espesa aquí y allá. Pero la carta marina que había extendido entre ellas se encontraba brillantemente iluminada. Se inclinó sobre ella, examinando las diminutas figuras que marcaban las mediciones. Ya las conocía bien, había pensado en ellas; realmente, no necesitaba refrescar su memoria. Red Cliff Point, Passage Island, Kaia Rock, Point Sari más allá de Kaia Rock… lo conocía todo muy bien. Podía ganar el barlovento de Kaia Rock con aquella brisa si tenía que hacerlo. ¡Dios mío, había que darse prisa! Sopló para apagar las velas y salió del camarote.
—¡Señor Jones! Quiero a dos segundos contramaestres de confianza. En silencio, por favor.
Aquella brisa soplaba todavía, aunque muy suavemente, un poco más intermitente de lo que sería deseable, y la luna todavía no había clareado las montañas.
—Ahora, ustedes dos, presten atención. Vayan silenciosamente alrededor del barco y vean que todos los hombres estén despiertos. Ni un solo ruido, ¿me oyen? Los vigías se reunirán silenciosamente a los pies de los masteleros. Silenciosamente.
—Sí, señor —fue la respuesta susurrada.
—Vamos. Ahora, señor Jones…
El suave susurro de los pies desnudos sobre cubierta mientras los hombres se reunían actuó como acompañamiento de las susurradas órdenes que Hornblower estaba transmitiendo a Jones. Por encima de ellos se cernía la enorme masa de la Mejidieh, dos mil oídos podían captar el más ligero ruido inusual: un hacha depositada con algo de fuerza en cubierta, por ejemplo, o las barras del cabrestante colocadas suavemente en sus alvéolos. El contramaestre fue a popa de nuevo para unirse al pequeño grupo de oficiales en torno a Hornblower y para hacer su informe en un susurro que cuadraba muy mal con su poderoso aspecto.
—El linguete del cabrestante está fuera, señor.
—Muy bien. El suyo será el primer movimiento. Vuelva, cuente hasta cien y saque el esprín. Seis vueltas, y sujételo. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Y entonces, aléjese. Los otros, ¿tienen claro cuáles son sus obligaciones? Señor Carslake, con el hacha en el cable. Yo me ocuparé del hacha del esprín. Señor Smiley, escotas del velacho. Señor Hunt, escotas de la gavia. Vayan a sus puestos.
El pequeño barquito estaba allí tranquilamente. Un pequeño rayo de luna pasó por encima de las montañas, y se amplió durante un momento, revelando cómo se encontraba pacíficamente al ancla. Parecía inerte, incapaz de acción alguna. Hombres silenciosos hormigueaban en las jarcias y esperaban la señal. Hubo un leve crujido cuando el esprín del cable se tensó, pero no resonó ruido alguno en el cabrestante, porque el linguete había sido sacado de su retén; los hombres a las barras del cabrestante caminaban silenciosamente en redondo, y cuando completaron sus seis vueltas, con el pecho apretado contra las barras, los pies se clavaron en la cubierta, sujetando el barco fijo.
Bajo el empuje del esprín, el barco se situó en ángulo a la brisa, de modo que cuando se largaran las velas no se perdiera ni un momento para coger impulso y arriar cabos. Estaría navegando de inmediato.
La luna había aclarado las montañas; los segundos pasaban lentamente.
Sonó la campana del barco: ding, ding. Dos campanadas. La señal.
Los pies golpearon al unísono. Los motones chirriaron, pero al mismo tiempo que los oídos captaban aquel sonido, vergas y estay del trinquete habían florecido de lonas. A proa y a popa resonaron unos ruidos secos mientras las hojas de las hachas cortaban cable y esprín: con el súbito fin de la resistencia del esprín, el cabrestante giró en redondo, precipitando a los hombres que había en las barras contra la cubierta. Hubo magulladuras y golpes, pero nadie prestó atención a aquellas heridas; la Atropos había levado anclas. En cinco segundos, sin dar ningún tipo de aviso previo, se había transformado de un objeto inerte y estacionario en una cosa viva, deslizándose por el agua hacia la entrada de la bahía. Estaba salvada del peligro de las andanadas de la Mejidieh, porque la Mejidieh no tenía esprín alguno en su cable para hacerla girar en redondo. Tendría que levar el ancla, o cortar o soltar el cable; tendría que largar bastante vela para que le diera impulso, y entonces tendría que guiñar en redondo antes de poder hacer fuego. Con una tripulación en alerta, despierta y lista para la llamada, Pasarían al menos unos cuantos minutos antes de que pudiera lanzar una andanada sobre la Atropos, y entonces ésta se encontraría a una distancia de media milla o más.
La Atropos había ido ganando velocidad, y ya estaba muy claro antes de que la Mejidieh diera sus primeras señales de vida. El profundo retumbar de un tambor llegó resonando por encima del agua; no el redoble agudo del tambor de la Atropos, sino el tono mucho más profundo y lento de un timbal grave monótonamente golpeado.
—¡Señor Jones! —exclamó Hornblower—. Apareje esas redes de abordaje, por favor.
La luna brillaba esplendorosamente, iluminando el agua que se encontraba ante ellos.
—Cuarta a estribor —dijo Hornblower al timonel.
—Cuarta a estribor —llegó la automática respuesta.
—¿Va usted a tomar el paso del oeste, señor? —preguntó Turner.
Como piloto y oficial de derrota su puesto en acción estaba en el alcázar junto a su capitán, y la pregunta que había hecho estaba estrictamente dentro de su competencia.
—No lo creo —respondió Hornblower.
El redoble del tambor de la Mejidieh era audible todavía; si el sonido llegaba a las baterías, los servidores de los cañones se pondrían en alerta. Y cuando llegó a esta conclusión, un relámpago naranja llegó desde lejos, a popa, como si momentáneamente se hubiese abierto la puerta de un horno y luego se hubiese vuelto a cerrar. No se oyó sonido alguno de disparo, pero aunque hubiese sido una simple salva, aquello serviría para alertar a las baterías.
—Voy a pasar por debajo de Sari Point —dijo Hornblower.
—¡Sari Point, señor!
—Sí.
Era la sorpresa y no la disciplina lo que limitó las protestas de Turner a aquella simple exclamación. Treinta años de servicio en la marina mercante habían entrenado la mente de Turner de modo que no comprendía de ningún modo que uno pudiera sujetar a su barco voluntariamente a los azares de la navegación; sus años de servicio como piloto en la Marina habían hecho poco para cambiar aquella actitud mental. Su deber era mantener el barco a salvo de bajíos y tempestades, y dejar que el capitán se preocupara de las balas de cañón. Nunca habría pensado ni por un momento en tratar de llevar a la Atropos a través del estrecho canal entre Sari Point y Kaia Rock, ni siquiera a la luz del día, y muchísimo menos de noche, y como ni siquiera había pensado en ello, estaba sin habla.
Otro relámpago anaranjado apareció a popa; otro trueno llegó a sus oídos.
—Tome un catalejo nocturno y vaya adelante —ordeno Hornblower—. Busque la rompiente.
—Sí, señor.
—Tome un altavoz también. Asegúrese de que puedo oírle.
—Sí, señor.
El fuego de cañón de la Mejidieh habría alertado a las guarniciones de las baterías; habría ahora mucho tiempo para que los hombres se despertaran y se colocaran ante sus cañones, tuvieran sus botafuegos bien encendidos y pudieran barrer los canales con sus disparos. Los cañones turcos quizá no fuesen demasiado eficientes, pero el fuego cruzado en el paso del este difícilmente podía fallar. El paso del oeste, entre Kaia Rock y Passage Island, no sería barrido de forma tan competente, pero por otra parte, no tendrían que apuntar demasiado, y con la doble vuelta que se tenía que hacer (la Atropos sería un blanco fácil) no habría oportunidad alguna de pasar sin ser dañado. Desarbolada, o aunque fuera sólo dañada, la Atropos caería como presa fácil bajo el control de la Mejidieh, que pasaría a través del paso del este a su placer. Y, dañada y fuera de control, la Atropos podía hundirse, y la verdad es que se trataba de una nave pequeña, frágil: una salva de las grandes balas de cañón de piedra que preferían los turcos, desde la altura, podía reducirla a pedazos, destrozar su casco y hacerla zozobrar en un minuto. Tendrían que llevarla bajo Sari Point; aquello duplicaría, triplicaría la distancia desde los cañones de Passage Island; sería un movimiento por sorpresa, y muy probablemente los cañones de allí estarían apuntando hacia Kaia Rock, para barrer el pasaje más estrecho: su puntería tendría que ser apresuradamente cambiada y por el momento al menos tendrían la propia roca para cobijarse. Era la mejor oportunidad que tenía.
—Una cuarta a estribor —dijo al cabo de derrota.
Aquél era el momento, como si sacara su rey, como tercer jugador, en la primera baza de una mano de whist; era lo mejor que podía hacer, tomando en consideración todas las posibilidades, y así, una vez tomada la decisión, no había ya opción para cambiar de idea.
La brisa moderada se estaba manteniendo; aquello significaba no solamente que tenía la Atropos bajo pleno control, sino también que las pequeñas olas estarían rompiendo a los pies de Kaia Rock y Sari Point, reflejando la luz de la luna visiblemente ante el catalejo nocturno de Turner. Podía ver con bastante claridad la península de Ada. En aquel ángulo, parecía como si no hubiera salida alguna de la bahía; la Atropos parecía estar deslizándose, sin prisa, como dispuesta a inmolarse contra una costa no interrumpida.
—Señor Jones, los hombres a las brazas y escotas de las velas de proa, por favor.
Los cañoneros de Ada serían capaces de ver la nave con bastante claridad ahora, silueteada contra la luna; estarían esperando que diese la vuelta. Passage Island y Sari Point estaban todavía unidas.
—¡Rompientes por la amura de babor!
Era el aviso de Turner desde la proa.
—¡Rompientes por delante! —una larga pausa y luego la aguda voz de Turner de nuevo, afilada por la preocupación—. ¡Rompientes por delante!
—Señor Jones, pronto viraremos por redondo.
Podía verlo todo bastante bien. Evocaba mentalmente la carta marina y podía superponerla al oscuro paisaje que tenía ante él.
—¡Rompientes por delante!
Cuanto más se acercasen, mejor. Aquella costa era empinada.
—Ahora, señor Jones. Timonel, todo a estribor —ordenó Hornblower.
La embarcación giraba sobre sus talones como una bailarina. ¡Demasiado rápido!
—¡Aguanta! ¡Así!
Tuvo que sujetarla durante un momento; aquello serviría, también, porque así la Atropos podría recuperar el impulso y la manejabilidad de los cuales el abrupto giro le había privado.
—¡Rompientes por delante! ¡Rompientes por la amura de estribor! ¡Rompientes por babor!
Una cadena de largos, brillantes relámpagos por encima de la aleta de babor; una serie de estampidos, resonando de nuevo desde las montañas.
—Todo a estribor. Bracee por sotavento, señor Jones. ¡De bolina franca!
Y ahora se volvían, con Sari Point justo al costado; no simplemente al costado, sino encima mismo de su hueca curva.
—¡Siga barloventeando!
—Señor… señor…
El cabo de derrota a la caña del timón graznaba con ansiedad; se quedaría inmovilizada en un momento. Las foques estaban gualdrapeando. Por lo que podía notar, perdía impulso, hundiéndose a sotavento; dentro de poco rato embarrancarían.
—Un poco a babor.
Aquello la mantendría en marcha durante un momento. La negra mole de Kaia era plenamente visible a babor. Sari estaba delante y a estribor, y estaban contra el viento. Se dirigían hacia adelante a la destrucción. Pero tenía que haber un golpe de viento contrario desde Sari Point. No podía ser de otro modo, con aquella configuración de tierra. Las foques gualdrapearon de nuevo mientras el cabo de derrota al timón vacilaba entre embarrancar o hacer un movimiento imprevisto.
—Aguanta.
—¡Señor…!
Si encontraban algo de viento, debía ser muy cerca de la tierra, justo debajo. ¡Ah! Hornblower podía notar la transición con la aguda sensibilidad de los marinos; el cese del viento y luego el débil, suave aliento en la otra mejilla. Las foques gualdrapearon de nuevo, pero de una manera diferente a la de antes; antes de que Hornblower pudiera hablar, el suboficial estaba dando la vuelta al timón con alivio. Sólo tendrían garantizado un segundo o dos entonces, un tiempo realmente breve en el cual coger de nuevo impulso para llevar el barco bajo control, y ganar distancia de los acantilados.
—¡Aguanta y vira!
Impulso, de modo que la pala del timón pudiera agarrar; eso era ahora lo que necesitaban. Un relámpago y un rugido desde Passage Island: Kaia Rock casi interceptó el relámpago; quizás el disparo fuera interceptado también. El primer cañón que sería recargado sería aquél. Los otros, indudablemente, seguirían pronto. Otro relámpago, otro rugido, pero no hubo tiempo para pensar en ellos, porque la percepción de Hornblower le habló de la reciente alteración del sentido del barco. Estaban recogiendo el viento de nuevo.
—¡Escotas de los foques!
Un momento más. ¡Ya!
—¡A estribor todo!
Podía notar cómo agarraba la pala del timón. Estaba dando la vuelta. No fallarían la virada. Mientras emergía en el viento, estaba en su nueva bordada.
—¡Rompientes por delante!
Era Kaia Rock, por supuesto. Pero debían coger impulso de nuevo.
—¡Aguanta y vira!
Podían aguantar hasta que el bauprés estuviera casi tocando. Espera. ¡Ahora!
—¡Todo!
El timón giró. Estaba flojo. Sí… no… sí. El estay de la trinquete tiraba. Daban la vuelta. Las vergas se volvieron mientras los hombres iban a popa con las brazas de sotavento. Un momento de duda y luego el barco tomó impulso en el nuevo rumbo, dejando Kaia muy cerca a su lado, Sari Point delante; no había oportunidad de dejarlo a barlovento con aquel rumbo.
—¡Aguanta y vira!
Aguantar tan lejos como fuera posible; aquélla sería la última bordada necesaria. Un ruido aullante pasó muy cerca por encima de su cabeza. Era una bala de cañón desde Passage Island.
—¡Aguanta! ¡Todo!
Viró, las rocas a los pies de Sari Point claramente visibles mientras se alejaba de ellas. Una ráfaga, un remolino en el viento de nuevo, pero sólo un segundo de duda antes de captar de nuevo la brisa. Agarrarse a la seguridad durante un momento más, con Kaia muy cerca por el través. Ahora estaban plenamente a salvo.
—¡Señor Jones! Rumbo sur cuarta al sureste.
—¡Rumbo sur cuarta al sureste, señor!
Iban dirigiéndose a mar abierto, con Rodas a estribor y Turquía detrás de ellos, y con un rescate digno de un rey en el pañol. Dejaban atrás el rescate de un príncipe, por así decirlo, pero Hornblower apenas pensó en ello durante un segundo.