CAPÍTULO 17

Aquellas mañanas mediterráneas eran hermosas. Era un placer salir a cubierta cuando el amanecer se convertía en brillante luz diurna; normalmente, el viento nocturno había cesado ya, dejando la superficie de la bahía lisa y brillante, reflejando, a medida que la luz aumentaba, el intenso azul del cielo, mientras el sol se abría paso sobre las montañas de Turquía. El aire era fresco y agradable, no lo suficientemente frío como para hacer necesario llevar un chaquetón, de modo que el creciente calor del sol proporcionaba un sensual placer. Durante un paseo por cubierta, con la mente ocupada en los planes del día, Hornblower se empapaba en aquella belleza y aquella frescura; en un rincón de su mente, condimentando su placer como la salsa que añade el toque final a algún plato perfecto, estaba el hecho de saber que cuando bajase, podía sentarse ante un plato con huevos fritos y una taza de café. La belleza en torno a él, un apetito creciente y la inmediata perspectiva de satisfacerlo: todo ello le hacía darse cuenta de que era un hombre afortunado.

Pero aquel día no fue tan afortunado como de costumbre, porque en lugar de complacerse en sus pensamientos solitarios tuvo que prestar atención a McCullum y sus problemas.

—Lo intentaremos una vez más con los cabos presentes —dijo McCullum—. Enviaré a los chicos abajo hoy, y escucharé lo que me digan. Pero me temo que los baúles están ya fuera de nuestro alcance. Lo sospeché ya ayer.

Hacía dos días que el segundo de los tres baúles de oro había sido recuperado, pero sólo después de que una carga explosiva hubiera volado un ancho boquete en el pecio.

—Sí —dijo Hornblower—, ése era su informe en sustancia.

—No es fácil hacerles bajar entre los restos del naufragio.

—Ya me imaginaba que no lo sería —repuso Hornblower.

En las escasamente iluminadas profundidades, debajo del intolerable peso de un centenar de pies de agua, contener el aliento, asfixiándose, y abrirse paso entre aquel embrollo de maderas debería de ser una cosa espantosa.

—La cubierta se inclina a partir del agujero en el costado, y yo supongo que la última explosión envío ese tercer baúl a través del agujero, abajo. Todo el pecio está ahora encima de él —dijo McCullum.

—Entonces, ¿qué propone usted hacer?

—Será un trabajo de un par de semanas, espero. Usaré media docena de cargas —con mechas volantes por supuesto— y volaré todo el pecio en pedazos. Pero debo informarle oficialmente de que el resultado puede seguir siendo insatisfactorio.

—¿Quiere decir que aun entonces es posible que no recupere el oro?

—Es posible.

Dos tercios del oro y casi toda la plata estaban ya en el pañol inferior de la Atropos. Aquello estaba bien, pero no era enteramente satisfactorio.

—Estoy seguro de que hará usted lo que pueda, señor McCullum —dijo Hornblower.

La brisa de la mañana estaba ya soplando. Los primeros soplos suaves habían hecho girar la Atropos desde donde se encontraba completamente inerte sobre el agua. Ahora viró sobre el ancla de nuevo, con una suave brisa deslizándose por su cubierta. Hornblower la notó en sus oídos.

Durante los últimos segundos algo le había estado preocupando. Subconscientemente se había dado cuenta de algo, mientras dirigía la última frase a McCullum, como si hubiera visto un mosquito con el rabillo del ojo. Miró los montículos cubiertos de pinos de la península de Ada, la cuadrada silueta del fuerte en la cumbre. La belleza de la mañana le pareció de pronto áspera y gris; el sentimiento de intenso bienestar fue súbitamente reemplazado por aguda aprensión.

—Déme ese catalejo —dijo al oficial de derrota de guardia.

En realidad, no había necesidad alguna del catalejo; los poderes de deducción de Hornblower habían reforzado ya a su ojo desnudo, y el catalejo simplemente le reveló lo que él ya estaba seguro de ver. Había una bandera ondeando sobre el fuerte en la península: la bandera roja de Turquía, donde el día anterior no ondeaba bandera alguna, ni desde su llegada a la bahía de Marmaris. Sólo se podía sacar una conclusión de aquello. Había una guarnición en aquel fuerte ahora; seguramente habían llegado tropas desde Marmaris… debían de haber equipado los cañones del fuerte. Era un bobo, un estúpido, un idiota cegado por su propia complacencia. Ahora que la revelación había llegado hasta él, su mente trabajaba febrilmente. Le habían engañado por completo. El mudir, con su barba blanca y su inocente ansiedad, había empleado con él el ardid que él pensaba estar empleando a su vez: le había engañado incitándole a la autoconfianza, ganando tiempo para que las tropas se reunieran mientras él pensaba que estaba ganando tiempo para llevar a cabo la operación de salvamento. Con amargo desprecio por sí mismo se daba cuenta ahora de que todo el trabajo en el pecio debía de haber sido contemplado perfectamente desde la costa. Incluso los turcos tienen catalejos… tenían que haber visto todo lo que hacían. Debían de saber que el tesoro se había recuperado, y ahora habían equipado los cañones resguardando la salida, encerrándoles allí.

Desde donde se encontraba a popa, él no podía ver Passage Island; Red Cliff Point se encontraba en línea con éste. Sin una palabra al asombrado oficial de derrota, corrió hacia adelante y se arrojó a los obenques del palo de trinquete. Subió a toda prisa por ellos, jadeando, tan rápido como el más rápido de los competidores de aquella loca carrera; de vuelta, subió por las arraigadas y luego arriba por los obenques del mastelero de gavia hasta el tope del mastelero de velacho. Había una bandera ondeando por encima del fuerte en Passage Island también; el catalejo reveló un par de barcos atracados en la pequeña playa que había allí, mostrando cómo había sido conducida la guarnición durante la noche, o al amanecer. Los cañones en Passage Island podían cruzar su fuego con los de Ada y barrer la entrada, y podían barrer también el tortuoso pasaje entre la isla y Kaia Rock. El tapón estaba en la botella. Él y la Atropos estaban atrapados.

Y no sólo por los cañones. El sol situado al este, brillando detrás de él, se reflejaba desde muy lejos en el canal de Rodas en tres formas geométricas juntas en el horizonte, dos rectángulos y un triángulo: las velas de un gran barco, un barco turco, obviamente. Igualmente obvio era el hecho de que no podía ser pura coincidencia que el izado de las banderas en los fuertes ocurriera en el mismo momento en que aparecían aquellas velas. Las banderas habían sido izadas tan pronto como el elevado fuerte de Ada había percibido las velas; el despreciado Turco era perfectamente capaz de ejecutar un golpe bien planeado. En una hora o menos, aquel barco estaría interceptando la entrada de la bahía. Con el viento soplando recto él no podía esperar escapar, aun descontando el hecho de que si trataba de acercarse a la salida los cañones de Ada le desarbolarían. Hornblower estaba hundido en la desesperación mientras se agarraba a su elevado puesto de vigilancia, con el catalejo en la mano; a la desesperación de un hombre enfrentado a unas abrumadoras probabilidades en contra se añadía la espantosa autorrecriminación de quien se sabía engañado, burlado. El recuerdo de su reciente autocomplacencia era como el coro de risas de una multitud de burlones espectadores, ahogando sus pensamientos y paralizando sus procesos mentales.

Fue un mal momento, allá arriba en el tope del mastelero de velacho, quizás el peor momento que había vivido jamás Hornblower. El autocontrol volvió poco a poco, aunque la esperanza siguió ausente. Mirando de nuevo a través de su catalejo a las velas que se aproximaban, Hornblower advirtió que el catalejo le temblaba en las manos, el ocular cegándole al vibrar contra sus pestañas. Podía admitir para sí que era un idiota —por muy amargo que le resultase tener que admitir algo semejante—, pero no podía admitir en modo alguno que fuera un cobarde, al menos aquel tipo de cobarde. Y sin embargo, ¿valía para algo el esfuerzo? ¿Importaba acaso si un grano de polvo en medio de una tormenta espantosa servía para mantener su dignidad? El criminal en el carro camino del patíbulo luchaba para mantener su autocontrol, luchaba para que no escaparan sus lamentables miedos humanos y sus debilidades, trataba de «morir animoso» por su propio respeto, bajo la mirada de la inmisericorde muchedumbre, y sin embargo, ¿acaso le hacía algún provecho todo aquello, cuando al cabo de cinco minutos iba a estar muerto? Durante un horrible momento Hornblower pensó lo fácil que sería otra cosa. Sólo tenía que soltar sus manos, dejarse caer, abajo, abajo, hacia un golpe final en cubierta y el final de todo; no tendría que hacer ningún esfuerzo más: el final, el olvido. Eso sería mucho más fácil que enfrentarse, tratar de fingir que no notaba la compasión o el desprecio de sus compañeros. Sentía la tentación de dejarse caer, como Satán había tentado a Cristo.

Entonces se dijo de nuevo a sí mismo que no era ningún cobarde. Ahora se sentía tranquilo; el sudor que antes había corrido por su rostro se enfriaba ahora sobre su piel. Cerró el catalejo con un clic que sonó claramente entre el viento que silbaba junto a sus oídos. No tenía ni idea de lo que iba a hacer, pero era un ejercicio mecánico muy terapéutico para él descender de las jarcias, colocar primero un pie y luego el otro sobre los flechastes, asegurarse de que a pesar de la debilidad que sentía acometía el descenso con toda seguridad. Y, habiendo plantado los pies en cubierta, fue un buen ejercicio tratar de parecer impertérrito y sereno, el grano de polvo que no se deja arrastrar por el torbellino, aunque tenía la sensación de que sus mejillas estaban pálidas bajo su bronceada piel. El hábito era algo bastante útil, también: echar atrás la cabeza y gritar una orden podía hacer que sus mecanismos volvieran a funcionar de nuevo, igual que un reloj parado empieza a funcionar y a caminar después de una simple sacudida.

—¡Señor McCullum! Interrumpa esos arreglos, por favor. ¡Oficial de guardia! Llame a todos los hombres. Haga que icen la lancha. Deje la chalupa por ahora.

Un sorprendido Jones vino corriendo por cubierta al oír la llamada a todos los hombres.

—¡Señor Jones! Haga que pasen una guindaleza por una porta de popa. Quiero un esprín en el cable.

—¿Un esprín, señor? Sí, señor.

Era una pequeña compensación para su propia miseria ver cómo una mirada hacía brotar las dos últimas palabras después de la asombrada exclamación de las tres primeras. Los hombres que se hacían a la mar, y diez veces más los hombres que se hacían a la mar en buques de guerra, debían estar prestos para la ejecución de las órdenes más inesperadas en cualquier momento, incluso la ruptura de la rutina de una pacífica mañana por una orden de poner un esprín en un cable… una guindaleza pasada por una porta de popa y amarrada al cable del ancla, para que, al halar del esprín con el cabrestante, el barco pudiera virar aunque estuviera quieto, y tuviera los cañones preparados para barrer en un arco diferente a voluntad. Resultaba ser aquél el único ejercicio en el cual Hornblower no había entrenado a su tripulación hasta el momento.

—¡Es usted demasiado lento, señor Jones! ¡Sargento de marina, tome los nombres de esos tres hombres de ahí!

El guardiamarina Smiley dejó ir el final de la guindaleza en la chalupa; Jones, corriendo hacia adelante, aulló ásperamente a través de su altavoz con instrucciones para Smiley, el hombre detrás de éste en el cabrestante, el hombre a popa con la guindaleza. El cable fue colocado y luego arriado.

—El esprín está listo, señor.

—Muy bien, señor Jones. Ice la chalupa y ordene zafarrancho de combate.

—Eh… sí, señor. Silbatos, «todos a sus puestos». Zafarrancho de combate. ¡Tambores! Llamen a sus puestos.

No había ningún destacamento de infantes de marina en un barco pequeño como el Atropos. El grumete que estaba a cargo del tambor hizo redoblar los palillos en su parche. Aquel sonido guerrero —no hay nada tan marcial como el redoble de un tambor— flotaría por encima del agua y llevaría un mensaje de desafío hasta la costa. La chalupa bajó balanceándose en los calzos; hombres nerviosos, con el tambor resonando en sus oídos, bracearon los cabos en torno a ella y la aseguraron; ya los hombres de la bomba estaban dirigiendo un chorro de agua hacia ella para llenarla, una precaución necesaria para que no se incendiara, proporcionando al mismo tiempo un conveniente depósito de agua para combatir otros posibles fuegos. Los hombres en los aparejos se dispersaron y fueron corriendo a sus deberes.

—¡Cañones cargados y fuera, por favor, señor Jones!

—Sí, señor.

El señor Jones estaba de nuevo asombrado. En un simple ejercicio de zafarrancho de combate era habitual simular simplemente la carga de los cañones; de otro modo, cuando el ejercicio terminaba, estaba la dificultad de guardar de nuevo los cañones y la pérdida de tacos y cargas. Ante aquel grito, los grumetes servidores de pólvora frieron corriendo para traer desde abajo los cartuchos que el señor Clout iba sacando del almacén. Algún capitán de artilleros dio un grito mientras dejaba caer su peso sobre una trinca para soltarla y sacar su cañón.

—¡Silencio!

Los hombres se comportaban bastante bien; a pesar de la excitación del momento, trabajaban en silencio, excepto por aquel grito aislado. Mucho entrenamiento e incesante disciplina mostraban sus efectos de ese modo.

—¡Zafarrancho de combate, señor! —informó Jones.

—Preparen la red de abordaje, por favor.

Aquél era un ejercicio molesto, irritante. Las redes tenían que ser extendidas, colocadas en posición a lo largo de los costados del buque, y sus bordes inferiores sujetos en las cadenas todo alrededor. Entonces, tenían que pasar unos cabos partiendo de las vergas y el bauprés a través de los bordes superiores. Halando regularmente de los cabos de las poleas, las redes se elevaban hasta su posición, colgando de los costados del barco de proa a popa, y haciendo de ese modo imposible para los abordadores entrar por los costados del barco.

—¡Basta! —ordenó Jones, mientras los cabos de amarre se ponían tirantes.

—¡Demasiado tirantes, señor Jones! Ya se lo había dicho antes. ¡Afloje en esas caídas!

Aquellas redes de abordaje amarradas estrechamente y bien tirantes podían parecer más marineras, pero no resultaban tan efectivas, si se consideraba su función como obstáculo. Una red floja y suelta era mucho más difícil de trepar o cortar. Hornblower vigiló que aflojaran las redes convenientemente hasta convertirlas en zafios festones.

—¡Basta!

Aquello estaba mejor. Aquellas redes no estaban dispuestas para pasar la inspección de un almirante, sino para mantener alejados a los abordadores.

—Redes contra abordaje preparadas, señor —informó Jones después de un intervalo de un momento, para llamar la atención de su capitán hacia el hecho de que la tripulación esperaba más órdenes.

Hornblower había dado la última personalmente.

—Gracias, señor Jones.

Hornblower hablaba de una forma un poco ausente; su mirada no se dirigía a Jones, sino a la lejanía. Automáticamente, Jones siguió su mirada.

—¡Buen Dios! —exclamó Jones.

Un gran barco estaba rodeando Red Cliff Point, entrando en la bahía. Todo el mundo lo vio en aquel mismo momento, y un murmullo de exclamaciones se elevó al instante.

—¡Silencio!

Un barco grande, alegremente pintado de rojo y amarillo, se acercaba bajo gavias, un ancho gallardete en el calcés del palo mayor y la bandera del profeta en la cúspide. Era una embarcación grande y torpe, extremadamente pasada de moda, cargando dos hileras de cañones de modo que sus costados eran curiosamente elevados para su longitud, y su manga era extrañamente ancha; su bauprés se alzaba más alto de lo que dictaban las modas actuales para los barcos europeos. Pero la característica que atraía de inmediato la vista era la vela latina en el palo de mesana. Habían pasado más de treinta años desde que la última vela latina de la Marina inglesa había sido reemplazada por la cuadrada gavia de mesana. Cuando Hornblower vio por primera vez a través de su catalejo el pico triangular de su mesana entre las dos gavias cuadradas, aquello le había revelado su nacionalidad de forma inconfundible. Parecía como un cuadro antiguo; sin la bandera, podía haber tenido un lugar en la flota de combate de Blake o de Van Tromp sin levantar ningún comentario. Debía de ser casi la única nave superviviente de los pequeños y torpes barcos de línea que ya habían sido reemplazados por los imponentes 74; pequeños, torpes, pero de todos modos con un peso de metal que podía reducir a la diminuta Atropos a un pecio destrozado con una sola andanada.

—Es un gallardete ancho, señor Jones —dijo Hornblower—. Salúdela.

Habló con la comisura de los labios, porque tenía el catalejo apuntado hacia la nave. Las portas de babor estaban cerradas; en su elevado castillo de proa se podía ver a hombres correteando como hormigas, preparándose para largar el ancla. Estaba atestada de hombres; mientras aferraba las velas, era extraño ver a alguien balanceándose por las inclinadas vergas de mesana. Hornblower nunca había visto nada semejante en su vida, especialmente con aquellos hombres que vestían largas túnicas como camisones que flotaban en torno a sus cuerpos mientras colgaban de las vergas.

El cañón de nueve libras de proa dejó escapar su agudo estampido —algún grumete servidor de pólvora debía de haber corrido rápidamente abajo para traer la carga de pólvora de una libra para el saludo— y una nubecilla de humo, seguida por un trueno, mostró que el barco turco estaba contestando. Llevaba la gavia recogida en calzones —otra visión extraña en aquellas circunstancias— y entraba lentamente por la bahía acercándose a ellos.

—¡Señor Turner! Venga aquí, por favor, para traducir. Señor Jones, envíe a unos hombres al cabrestante, por favor. Tire del esprín si fuera necesario para dirigir los cañones.

La nave turca se acercaba.

—Déles el saludo —dijo Hornblower a Turner.

Un grito volvió de la nave.

—Es la Mejidieh, señor —informó Turner—. Ya la había visto antes.

—Dígale que mantenga la distancia.

Turner habló por el altavoz, pero la Mejidieh siguió acercándose.

—Dígale que se aparte. ¡Señor Jones! Tire del esprín. ¡Aguante los cañones ahí!

La Mejidieh se acercaba más y más, y mientras lo hacía, la Atropos giró en redondo, con sus cañones apuntándola. Hornblower cogió el altavoz.

—¡Apártese o dispararé!

La nave alteró el curso casi imperceptiblemente y pasó lo bastante cerca para que Hornblower viera las caras alineadas en el costado, caras con mostachos y caras con barba, caras color de caoba, casi color chocolate. Hornblower observó cómo pasaban. La nave viró con la gavia en calzones a todo ceñir, mantuvo su nuevo curso durante unos segundos y luego aferró sus velas, se puso contra el viento y largó el ancla, a un cuarto de milla de distancia. La excitación del combate iba en aumento en Hornblower, y volvió su antigua depresión. Un zumbido de parloteos se alzó de los hombres que se agolpaban junto a los cañones: por entonces ya era irreprimible, ante aquella notable nueva aparición.

—El barquito de vela latina se acerca, señor —informó Horrocks.

Por la prontitud con la que apareció, debía de estar esperando la llegada de la Mejidieh. Hornblower lo vio pasar cerca de la popa de la Mejidieh; casi podía oír las palabras que intercambiaron con el barco, y luego se acercó y se puso rápidamente de costado de la Atropos. Allí en la popa se encontraba el mudir de barba blanca, gritándoles.

—Quiere venir a bordo, señor —informó Turner.

—Que venga —dijo Hornblower—. Desate esa red lo justo para que pueda pasar.

Abajo en el camarote, el mudir parecía el mismo de siempre. Su delgado rostro estaba tan impasible como de costumbre; al menos, no mostraba signos de triunfo. Podía jugar a ganar como un caballero; Hornblower, sin un solo triunfo en sus manos, estaba decidido a mostrar que podía jugar y perder también como un caballero.

—Explíquele —dijo a Turner— que lamento que no haya café para ofrecerle. No se puede encender fuego cuando el barco está en zafarrancho de combate.

El mudir fue condescendiente acerca de la ausencia de café, como indicó por un gesto. Hubo un cortés intercambio de cumplidos que Turner no se molestó en traducir, antes de acercarse al tema que tenían entre manos.

—Dice que el valí está en Marmaris con su ejército —informó Turner—. Dice que los fuertes de la boca están equipados y los cañones cargados.

—Dígale que ya lo sé.

—Dígale que ese barco es el Mejidieh, señor, con cincuenta y seis cañones y mil hombres.

—Dígale que también lo sé.

El mudir se acarició la barba antes de dar el siguiente paso.

—Dice que el valí se enfadó mucho cuando supo que habían estado sacando un tesoro del fondo de la bahía.

—Dígale que es un tesoro británico.

—Dice que estaba en aguas del sultán, y que todos los pecios pertenecen al sultán.

En Inglaterra todos los pecios pertenecían al rey.

—Dígale que el sultán y el rey Jorge son amigos.

La réplica del mudir a esto fue extensa.

—No va bien, señor —dijo Turner—. Dice que Turquía está en paz con Francia ahora, y es neutral. Dice… dice que no tenemos más derechos aquí que si fuésemos napolitanos, señor.

No podía haber expresión de mayor desprecio en cualquier lugar de Levante.

—Pregúntele si alguna vez ha visto a un napolitano con cañones preparados y mechas ardiendo.

Era un juego perdido el que estaba jugando Hornblower, pero no iba a tirar sus cartas y mostrar todos los trucos sin luchar, aunque veía que no existía la menor posibilidad de ganar ni siquiera una mano. El mudir se acarició de nuevo la barba; con sus inexpresivos ojos, miró fijamente a Hornblower y luego más allá de él cuando hablaba.

—Seguramente ha estado viéndolo todo con un catalejo desde la costa, señor —comentó Turner—, o habrán sido esos barcos de pesca. De cualquier modo, sabe lo del oro y la plata, y creo también, señor, que ellos sabían desde hace años que ese tesoro se encontraba allí. El secreto no estaba tan bien guardado como se creía en Londres.

—Puedo extraer mis propias conclusiones, señor Turner, gracias.

Fuera lo que fuese lo que sabía o adivinaba el mudir, Hornblower no iba a admitir nada.

—Dígale que nos hemos sentido encantados con el placer de su compañía.

El mudir, cuando se le tradujo esto, permitió que un atisbo de cambio de expresión pasara por su rostro Pero cuando habló, usó el mismo tono plano.

—Dice que si les entregamos todo lo que hemos recuperado hasta ahora, el valí nos permitirá permanecer aquí y quedarnos con lo demás que encontremos —informó Turner.

Turner mostró un poco de preocupación mientras traducía, pero en su rostro de anciano la expresión más notable era la de curiosidad; él no tenía responsabilidad alguna, y podía permitirse el lujo —el placer— de preguntarse cómo iba a recibir aquella demanda su capitán. Incluso en aquel terrible momento Hornblower se encontró recordando el cínico epigrama de La Rochefoucauld acerca del placer que se deriva de la contemplación de los problemas de nuestros amigos.

—Dígale —replicó al fin— que mi señor el rey Jorge se pondrá furioso si oye decir que se me ha propuesto tal cosa a mí, su servidor, y que su amigo el sultán se pondrá furioso cuando oiga lo que ha dicho su sirviente.

Pero el mudir no se dejó conmover por ningún tipo de sugerencia de complicaciones internacionales. Costaría mucho, mucho tiempo que una queja viajara desde Marmaris a Londres y luego de vuelta a Constantinopla. Hornblower podía adivinar que una pequeña parte de un cuarto de millón de libras esterlinas, depositada en el bolsillo adecuado, podía comprar el apoyo del visir para el valí. La cara del mudir era bastante implacable. Un niño asustado podía tener una pesadilla con una cara tan despiadada como aquélla.

—Maldita sea —dijo Hornblower—, no pienso hacerlo.

No había nada que deseara más en este mundo que romper la frialdad de acero del mudir.

—Dígale —exclamó— que dejaré caer el oro al fondo de la bahía antes que entregárselo. Por Dios que lo haré. Lo dejaré caer al fondo, y podrán pescarlo ellos mismos, cosa que no son capaces de hacer. Dígale que lo juro por… por el Corán, o por la barba del Profeta o por lo que juren ellos.

Turner asintió, sorprendido; era una respuesta en la que no había pensado, y se dedicó ansiosamente a la tarea de traducir. El mudir escuchó con su sempiterna paciencia.

—No, eso no está bien, señor —dijo Turner, después de la réplica del mudir—. No puede usted amenazarle de ese modo. Dice…

Turner se vio interrumpido por una nueva frase del mudir.

—Dice que una vez haya sido capturado este barco, los idólatras —es decir, los buceadores cingaleses, señor— trabajarán para ellos igual que han trabajado para nosotros.

Hornblower, desesperado, pensó absurdamente en cortar las gargantas de los buceadores después de lanzar el tesoro por la borda; aquello estaría en consonancia con la atmósfera oriental, pero antes de que pudiera trasladar a las palabras aquella salvaje idea, el mudir habló de nuevo, y de forma considerablemente extensa.

—Dice que si no sería mejor volver con una parte del tesoro, señor —lo que podamos recuperar a partir de ahora—, en lugar de perderlo todo. Dice… dice… le ruego que me perdone, señor, pero dice que si cogen a este barco vulnerando la ley, el nombre de usted no merecerá el respeto del rey Jorge.

Era una manera elegante de decirlo. Hornblower podía imaginar bien lo que sus señorías del Almirantazgo dirían. Incluso en el mejor de los casos, aunque lucharan hasta el último hombre, Londres no contemplaría con favor alguno al hombre que había precipitado una crisis internacional y cuya conducta requería el envío de un escuadrón y un ejército a Levante para restaurar el prestigio británico, en un momento en que se necesitaba a todos y cada uno de los barcos y los hombres para luchar contra Bonaparte. Y lo peor de todo: Hornblower podía imaginar su barquito súbitamente invadido por mil hombres al abordaje, apresado, vaciado del tesoro y luego despedido con despreciativa indulgencia para que volviera a Malta contando una historia de ultraje, posiblemente, pero sobre todo de fracaso.

Le costó hasta el último ápice de su fortaleza moral ocultar su desesperación y su consternación —tanto ante Turner como ante el mudir—, de modo que se quedó silencioso durante un rato, temblando, como un boxeador en el ring intentando reunir sus fuerzas después de un golpe que le hubiera cogido con la guardia baja. Como un boxeador, necesitaba tiempo para recuperarse.

—Muy bien —dijo al fin—, dígale que debo pensar en todo esto. Dígale que es demasiado importante para que me decida ahora mismo.

—Dice —tradujo Turner cuando el mudir replicó— que volverá mañana para recoger el tesoro.