La primavera turca no iba a dejar paso al verano sin presentar una última batalla, sin llamar al invierno ya desaparecido para que volviera en su ayuda. El viento soplaba furioso y frío desde el noroeste; el cielo estaba gris, y la lluvia caía torrencialmente. Tamborileaba en cubierta, cayendo a torrentes por los imbornales; se vertía en insospechados chorros desde algunos puntos en las jarcias. Aunque aquello, mal que bien, le dio a la tripulación la oportunidad de lavar la ropa con agua fresca, les negaba el poder de secarla de nuevo. La Atropos flotaba caprichosamente al pairo mientras las ráfagas que venían de las montañas que les rodeaban rolaban al este y al oeste, agitando la superficie de la bahía en turbulentas cabrillas. El viento y la lluvia parecían particularmente intensos. Todo el mundo parecía notar más el frío y la humedad que si el barco estuviera batallando con una tempestad en mitad del Atlántico, con la cubierta goteante mientras la nave capeaba la mar gruesa y las olas se estrellaban en la cubierta. El enfurruñamiento y el mal humor hicieron su aparición entre la tripulación junto con el frío y la humedad: la falta de ejercicio y de una ocupación combinadas con el constante martilleo de la lluvia llevaban consigo esos efectos.
Caminar por el alcázar con las gotas de lluvia repiqueteando en su impermeable le pareció a Hornblower una actividad poco interesante, y más cuanto que hasta que no cesara aquella galerna no habría oportunidad alguna de continuar las operaciones de salvamento. Las cajas de oro yacían allí, debajo de aquella superficie batida por el viento; odiaba tener que esperar durante aquellas horas vacías antes de saber si podría recuperarlas o no. Odiaba la idea de tener que salir quieras que no de su inercia y esforzarse por restablecer el buen humor entre la tripulación, pero sabía que debía hacerlo.
—¡Mensajero! —dijo—, saludos al señor Smiley y al señor Horrocks, y dígales que deseo verles a los dos de inmediato en mi camarote.
Media hora después, ambas guardias estaban juntas en cubierta por divisiones («les doy media hora para que lo arreglen todo», había dicho Hornblower) vistiendo sólo sus pantalones de faena bajo la lluvia, las frías gotas golpeando sus pechos desnudos y sus pies. Hubo muchos gruñidos por aquella incomodidad, pero también los vigías se divirtieron, porque allí estaban todos los inactivos del barco: «Los quiero a todos —había dicho Hornblower—, los marineros viejos y los inactivos, los servidores de los cañones y los veleros». Y también estaba la excitación que siempre se siente ante una carrera, y la compensación de ver a los tres oficiales antiguos de la guardia, Jones, Still y Turner, subiendo a los flechastes para tomar posiciones en los baos de gavia y ver que la carrera fuera justa. Hornblower se quedó de pie más adelante junto al guardabauprés con su altavoz, para que el viento llevara su voz claramente a toda la cubierta.
—¡Uno, preparados! —gritó—. ¡Dos, listos! ¡Tres… ya!
Fue una carrera de relevos, subir por el cordaje de cada mástil por turnos y de nuevo volver a bajar, la guardia de babor contra la de estribor. Incluía a los hombres que raramente, si lo hacían alguna vez, subían a la arboladura, con lo cual todo resultaba más estimulante aún. Pronto las divisiones que estaban abajo, en cubierta, bailaban entusiasmadas al contemplar el lento ascenso y descenso de algún pesado artillero o cabo; hasta que completaban el viaje no podían dirigirse al siguiente mástil y empezar de nuevo.
—¡Vamos, gordito!
Los vigías con alas de Pegaso para los cuales la ascensión era una bagatela saltaban arriba y abajo en cubierta sin pensar ni un momento en la lluvia torrencial mientras alguna división rival, liberada por el descenso final de su último hombre, corría alegremente a lo largo de cubierta hasta el siguiente mástil, obligados a permanecer allí y presenciar los movimientos precavidos de los hombres más lentos de su propio equipo.
Los hombres iban arriba y luego abajo, daban la vuelta y volvían de nuevo. El príncipe de Seitz-Bunau iba chillando por cubierta, loco de emoción. Horrocks y Smiley, capitanes de los dos lados, graznaban como cuervos y la voz les fallaba al tener que gritar constantemente mientras organizaban todo y animaban a los hombres. El ayudante del cocinero, que era el último hombre de la guardia de babor, estaba ya cerca del palo mayor cuando Horrocks, que se había quedado él mismo el último de la guardia de estribor, empezó el ascenso por su lado. Todo el mundo en el barco gritaba y gesticulaba. Allá fue Horrocks, los obenques vibrando con la velocidad de simio de su ascenso. El ayudante del cocinero alcanzó el bao de gavia y empezó a bajar de nuevo.
—¡Vamos, gordito!
El ayudante del cocinero ni siquiera miraba para ver dónde ponía los pies, y bajaba dos flechastes cada vez. Horrocks llegó a los baos de gavia y saltó para coger el estay de cubierta. Bajó deslizándose a una velocidad que debía de quemarle las manos. El ayudante del cocinero y el guardiamarina llegaron a cubierta a la vez, pero Horrocks además tenía que correr más para alcanzar su lugar en su división que el otro. Hubo unos gritos finales mientras ambos iban dando traspiés y jadeando a sus lugares, pero el ayudante del cocinero llegó antes por un metro entero, y todos los ojos se volvieron hacia Hornblower.
—¡Gana la guardia de babor! —anunció—. ¡La guardia de estribor proporcionará el entretenimiento mañana por la noche!
La guardia de babor lanzó vítores de nuevo, pero la guardia de estribor —Hornblower les observaba muy de cerca— no se sentía humillada. Pudo ver que había muchos hombres entre ellos que no se sentían del todo disgustados ante la idea de exhibir al día siguiente sus talentos ante un auditorio, y que ya estaban planeando su actuación. Se llevó de nuevo el altavoz a los labios.
—¡Atención! ¡Señor Horrocks! ¡Señor Smiley! Despidan a sus equipos.
A popa, junto a la puerta de la cabina de oficiales, mientras Hornblower volvía a su camarote, se encontraba una figura inusual, caminando con pasitos lentos bajo la supervisión del doctor.
—Es un placer, señor McCullum —dijo Hornblower—. Me alegro de verle de nuevo fuera de la cama.
—La incisión está plenamente curada, señor —dijo Eisenbeiss, orgullosamente—. No sólo he retirado las suturas, sino que también he considerado oportuno quitar la cánula de la herida, porque el drenaje era completo.
—¡Excelente! —exclamó Hornblower—. Entonces, ¿podrá sacar ese brazo de su cabestrillo pronto?
—Dentro de pocos días. Las costillas rotas parecen haber soldado muy bien.
—Todavía me siento un poco rígido por aquí —dijo McCullum, tocándose el omóplato derecho con la mano izquierda.
No mostraba su habitual mal humor. Un convaleciente que hacía su primer intento de caminar y cuya herida era el centro de atención de todos podía condescender a sentirse bien dispuesto hacia la humanidad.
—Ya puede estarlo —dijo Hornblower—. Una bala de pistola a doce pasos no es un visitante muy bien recibido. Pensábamos que le habíamos perdido. En Malta pensaban que tenía usted alojada la bala en los pulmones.
—Habría sido mucho más fácil —dijo Eisenbeiss— si no hubiera sido tan musculoso. Casi no se notaba la bala en esa masa de músculos.
McCullum sacó de su bolsillo izquierdo del pantalón un objeto que le tendió a Hornblower.
—¿La ha visto? —preguntó.
Era la bala que le había extraído Eisenbeiss, aplanada e irregular. Hornblower la había visto antes, pero no era el momento de decirlo. Se maravilló en los términos adecuados, para gratificación de McCullum.
—Creo que esta ocasión debe ser celebrada con una ceremonia adecuada —dijo Hornblower—. Invitaré a todos los oficiales a cenar conmigo, y los primeros de todos a ustedes dos, caballeros.
—Muy honrado, se lo aseguro —dijo McCullum, y Eisenbeiss asintió con la cabeza.
—Digamos mañana, pues. Cenaremos muy cómodos antes de que empiece el entretenimiento que nos va a proporcionar la guardia de estribor.
Se retiró a su camarote complacido consigo mismo. Había ejercitado a su tripulación, les había dado algo en que pensar, había encontrado una ocasión adecuada para entretener a sus oficiales, su experto en salvamento había regresado de las garras de la muerte y de mejor humor que de costumbre… y además el tesoro del Speedwell yacía en la bahía, en el fondo del mar, matarile rile rile, el oro y la plata allí, esperando para que los recogieran. La buena opinión que tenía de sí mismo le permitió incluso soportar el aburrimiento del concierto dado por la guardia de estribor aquella noche. Hubo canciones sentimentales interpretadas por un joven y guapo hombre de la cofa de trinquete; Hornblower encontró su pegajoso sentimentalismo tan tedioso para su alma como la música para su oído incapaz de apreciarla. En «Las flores en la tumba de mi madre», y «La cuna vacía» el joven marinero exprimió todos los lúgubres matices de su sustancia funeral, y su auditorio, con la sola excepción de Hornblower, se recreó en ellas. Un anciano segundo contramaestre cantó canciones marineras con una estruendosa voz de bajo mientras Hornblower se maravillaba de que un auditorio marinero pudiera tolerar el mal uso de términos náuticos en esas canciones; si su «buena vela» se dedicara a «susurrar» con un viento favorable, él le iba a decir cuatro palabras bien dichas al oficial de guardia, y también estaba, por supuesto, la típica confusión de la gente de tierra adentro entre unas velas y otras. Dibdin nunca se había preocupado de averiguar lo que era un «viejo cascarón», que según la canción llevaba todavía una útil existencia gracias a sus «buenas velas»… El término no parecía aplicarse al casco del buque, ni nada por el estilo. Y por supuesto, la canción recalcaba mucho que Tom Bowling estaba muerto, como la madre y el bebé del marinero de la cofa. Se había «ido allá arriba» y todo el mundo en la tripulación del barco, al parecer, lo sentía muchísimo.
Las chirimías eran mucho más agradables. Hornblower podía admirar la ligereza y gracia de los bailarines e incluso pasar por alto la chillona dulzura de la flauta que les acompañaba, tocada por el mismo ayudante del cocinero cuyo esfuerzo final había ganado la carrera para la guardia de babor; sus servicios como acompañante eran tan necesarios, aparentemente, que fueron requeridos aunque la guardia de babor oficialmente era la invitada al concierto. Para Hornblower, la parte más divertida de la velada, de hecho, fue la diferencia de actitud entre las dos guardias, la de estribor como anfitriones ansiosos y la de babor como invitados críticos. Se felicitó a sí mismo al final de la noche por haber conseguido un buen trabajo. Tenía una tripulación muy bien adiestrada y dispuesta, y unos oficiales de complemento satisfechos.
Y a la mañana siguiente llegó el triunfo real, no menos satisfactorio aunque Hornblower se quedó a bordo del barco y permitió a McCullum, con el brazo todavía en cabestrillo, que saliera con el bote y la chalupa y todos los nuevos aparatos que habían preparado para las operaciones de salvamento. Hornblower se quedó junto al costado del buque, reconfortado por los rayos del sol que había vuelto a aparecer, mientras los botes volvían. McCullum señaló con la mano izquierda un enorme montón apilado entre las bancadas centrales del bote, y se volvió y señaló a otro que había en la chalupa. ¡Plata! Los buceadores debían de haber trabajado muy rápidamente en las profundidades, recogiendo las monedas con las manos e introduciéndolas en los cubos que iban bajando.
Los botes se abarloaron y un grupo de trabajo se preparó para subir el montón de plata a bordo. Una súbita y aguda orden de McCullum detuvo a los tres buceadores cingaleses cuando éstos se encontraban a punto de abrirse camino hacia su madriguera particular. Le miraron un poco pusilánimes mientras él les daba otra orden con su extraño lenguaje, y la repetía. Entonces lentamente empezaron a quitarse la ropa. Hornblower les había visto desnudarse muchas veces antes, durante aquellos días —parecía que hacía semanas— en que habían empezado las operaciones de salvamento. Los voluminosos trajes de algodón salieron uno a uno.
—Apostaría —dijo McCullum— a que tienen cincuenta libras entre los tres.
Uno de los trajes dejó escapar un ruidito sospechoso cuando cayó en cubierta, a pesar del cuidado que puso su propietario al dejarlo.
—¡Sargento de marina —exclamó Hornblower—, registre esas ropas!
Con una sonriente tripulación mirando, las costuras y pliegues de las ropas empezaron a soltar monedas, docenas de ellas.
—Nunca hacen una sola inmersión sin intentarlo —dijo McCullum.
Hornblower no imaginaba cómo se las podía arreglar para ocultar unas monedas en su ropa un hombre que trepaba completamente desnudo desde el mar a un bote, pero todo era posible para el ingenio humano.
—Eso les habría hecho ricos para siempre, si hubieran conseguido llevárselas a Jaffra —comentó McCullum.
Volviendo al idioma extranjero, despidió a los buceadores, que recogieron de nuevo sus ropas y desaparecieron, mientras McCullum se volvía de espaldas a Hornblower.
—Sería más rápido pesar esto que contarlo. Si lo sacamos todo, habrá cuatro toneladas, en conjunto.
¡Plata a toneladas! El velero cosió unos sacos con lona nueva para guardarla, y al igual que en el perdido Speedwell, el pañol inferior fue despejado para almacenarla. Hornblower encontró que había una profunda verdad en la historia de Midas, que recibió el don del Toque de Oro no demasiado lejos de donde el Atropos estaba ahora al pairo. Del mismo modo que Midas perdió su felicidad en el mismo momento en que el mundo entero le consideraba sin duda el hombre más feliz de la tierra, así perdió Hornblower su felicidad en su momento de mayor éxito. Porque mientras la plata se iba amontonando en el pañol, empezó a preocuparse por las monedas. No tenía duda alguna del ingenio, persistencia y habilidad de los marineros que tenía bajo su mando; tampoco tenía dudas del pasado criminal de muchos de ellos, escoria de las celdas de Newgate. Innumerables historias se contaban acerca de las curiosas maneras en las que los marineros se las ingeniaban para robar licor, pero los hombres que robaban licor inevitablemente se descubrían, tarde o temprano. Aquello en cambio era dinero, monedas inglesas, y sólo había un frágil mamparo de madera para separarlo de los ladrones. Así que, como en el Speedwell, los mamparos y cubierta fueron reforzados con gruesos maderos clavados sobre ellos. La cuidadosa y bien planeada estiba de las provisiones en la bodega tuvo que ser alterada para que los barriles de buey más grandes, los que sólo podían ser movidos mediante palancas y poleas, se colocaran en el exterior de los mamparos para impedir a los ladrones que entraran. E incluso entonces, Hornblower pasó noches en vela visualizando la situación del pañol inferior y preguntándose en primer lugar cómo se las arreglaría para entrar en él, y en segundo lugar cómo impedir un intento similar. Esos sentimientos se intensificaban cada día más, a medida que las pilas de sacos de plata se iban haciendo más y más grandes, y se hicieron diez veces más intensos el triunfante día en que los buceadores de McCullum alcanzaron el oro.
McCullum conocía su trabajo, de eso no cabía duda alguna. Un día le habló a Hornblower del descubrimiento de los baúles de oro; a la mañana siguiente, Hornblower vio bote y esquife alejarse con unos soportes erigidos en su popa, y las poleas aparejadas en ellos, y millas y millas de cabo enrollado y listo, maderas, cubos, todo lo que el ingenio humano podía pensar en necesitar para su nueva tarea. Hornblower vigilaba a través de su catalejo mientras los botes se quedaban juntos por encima del pecio. Vio a los buceadores bajar y subir de nuevo, una y otra vez. Vio los cabos arriados por las poleas; más de una vez, vio a los marineros empezar a halar y luego desistir mientras otro buceador bajaba, presumiblemente para limpiar el cabo. Al final vio a los marineros halar de nuevo, y continuar trabajando, halando, enrollando el cabo, hasta que al fin, entre los dos botes, algo surgió del agua y un aullido de exultación llegó resonando hasta el barco.
Un objeto muy grande fue cuidadosamente izado en la popa de la lancha. Hornblower pudo ver que la popa se hundía y la proa se elevaba cuando el peso fue transferido a la lancha. Sus cálculos ya le habían dicho que un pie cúbico de oro pesaba media tonelada… y el oro era muy solicitado, cinco guineas en papel o más por onza. Era un rescate de rey. Hornblower lo miró mientras la lancha volvía y atracaba de costado, un extraño objeto que yacía en el fondo del bote, medio oscurecido por las algas.
—Deben de ser barras de hierro fundido —dijo McCullum, de pie junto a él mientras Jones, minuciosamente, supervisaba la transferencia al barco—, y el mejor hierro de Sussex, por cierto. El acero se habría oxidado en menos de un año, pero algunas de estas barras todavía están sanas. Las algas que han crecido en el roble deben de tener una yarda de largo… mis chicos han tenido que quitarlas antes de pasar los aparejos por ellas.
—¡Quietos ahí! ¡Despacio! —gritó Jones.
—¡Halad fuerte en las vergas! —exclamó el contramaestre—. Y ahora vosotros, al aparejo del estay, ¡tirad de él!
El baúl se balanceó por encima de cubierta, colgando de los cabos que lo sujetaban.
—¡Parad! ¡Arriad, vergas! ¡Despacio! ¡Arriad aparejo del estay! ¡Con cuidado!
El baúl bajó hasta la cubierta; todavía escapaban de él algunos chorros de agua. El oro que yacía escondido en su interior habría construido, armado y equipado todo el Atropos completo, habría llenado sus bodegas de provisiones para un año, habría proporcionado una paga de un mes por adelantado para la tripulación y todavía habría sobrado una buena cantidad.
—Bueno, éste es uno de ellos —dijo McCullum—. Creo que no nos será tan fácil sacar los otros dos. Éste es el trabajo más fácil que he hecho en mi vida, hasta ahora. Hemos tenido mucha suerte… con la poca experiencia que tiene usted, no se imagina siquiera la suerte que hemos tenido.
Pero Hornblower sabía muy bien la suerte que había tenido él. La suerte era que McCullum hubiera sobrevivido a un tiro de pistola en las costillas, que los buceadores cingaleses hubieran sobrevivido a todo el ^aje en torno a África, desde la India hasta Asia Menor; la suerte (una suerte increíble) era que los turcos se hubiesen mostrado tan complacientes, permitiéndoles llevar a cabo la operación de salvamento en la bahía Sin adivinar qué estaban haciendo e intentar interferir. Al considerar su buena fortuna, se reconcilió por fin con la preocupación que le procuraba la salvaguarda del tesoro en el pañol inferior. Era el hombre más afortunado de la tierra; había tenido suerte (se lo dijo a sí mismo) y al mismo tiempo debía parte de su éxito a sus propios méritos. Había manejado con inteligencia al mudir. Había hecho un astuto movimiento para aceptar una propina y quedarse allí anclado en la bahía, pareciendo reacio a hacer lo que realmente más quería hacer. Collingwood lo aprobaría, sin duda. Había recuperado la plata; había recuperado ya una tercera parte del oro. Recibiría una palmadita en la espalda de la autoridad aunque McCullum encontrara que resultaba imposible recuperar el resto.