CAPÍTULO 15

Esta vez, se requirieron tantos hombres para la operación que Hornblower usó la lancha en lugar del esquife. Como de costumbre, los tres cingaleses estaban amontonados en la proa, pero a su lado, en el fondo de la lancha, había un bote de hierro de alquitrán fundido, y junto a éste se encontraba en cuclillas el ayudante del velero, y el señor Clout, el artillero, se sentaba en la parte media con el barril de pólvora entre las piernas. La lona que cubría el barril no estaba cosida del todo, sino que tenía una abertura por el extremo superior. Dejaron caer el arpeo y el bote se quedó oscilando sobre las olas, junto al pequeño barril que flotaba con el final de la inútil manguera de mecha, un monumento al fallo anterior.

—Vamos, señor Clout —dijo Hornblower.

Aquello era más que excitante. Era muy peligroso. Los buceadores se desnudaron para empezar su trabajo, y se sentaron para iniciar los ejercicios de llenado y vaciado de sus pulmones. Después no podrían perder ni un segundo. Clout cogió la caja de yesca y procedió a encender una chispa en la yesca, agachándose mucho para protegerla de la pequeña brisa que soplaba en la superficie de la bahía. Prendió fuego a la mecha lenta, lo avivó y luego miró a Hornblower.

—Vamos, he dicho —insistió Hornblower.

Clout presionó la mecha lenta en la mecha que sobresalía del agujero en el final del barril de pólvora. Hornblower podía oír el débil silbido irregular de la mecha mientras Clout esperaba que fuese quemando hasta el agujero. Entre ellos, en la parte media del bote, el fuego progresaba hacia la pólvora, treinta libras. Si había unos pocos granos de pólvora fuera de sitio, si aquella mecha tenía el más mínimo defecto, habría una repentina y estruendosa explosión que les volaría a todos en fragmentos junto con el bote. La chispa fue pasando por el agujero. El barril de pólvora, en su extremo superior, tenía un doble fondo, resultado de un cuidadoso trabajo por parte del tonelero del buque.

En el espacio entre los dos fondos estaba enrollada la mecha, cuyo extremo más alejado penetraba en el fondo interior para descansar entre la pólvora. Ahora el fuego se movía sin ser visto a lo largo de aquel rollo, abriéndose camino para acabar sumergiéndose por su extremo final a través del fondo interior.

Clout sacó de su bolsillo el tapón cubierto de lona y lo mojó en el alquitrán caliente.

—Asegúrelo bien, señor Clout —dijo Hornblower.

Clout presionó el tapón en el agujero del fondo exterior. La acción apagó el sonido sibilante de la mecha, pero todo el mundo en el bote sabía que el fuego proseguía su inexorable camino en el interior. Clout embadurnó de alquitrán todo el tapón y luego se apartó.

—Y ahora, mi compañero —dijo al ayudante del velero.

Este último no necesitaba que le dieran prisa. Con la aguja y el cordel ya en la mano, tomó el lugar de Clout y cosió la cubierta de lona encima del barril.

—Las puntadas bien pequeñas —dijo Hornblower.

El ayudante del velero, agachándose sobre aquella muerte instantánea, estaba bastante nervioso, cosa muy natural. También lo estaba Hornblower, pero la irritación causada por el fallo previo hacía que se sintiera ansioso de que esta vez el trabajo se hiciera bien.

El ayudante del velero acabó la última puntada, lo recosió bien y, sacando su cuchillo de la vaina, cortó el cordel. Aparentemente, no había nada más inofensivo que aquel barrilito cubierto de lona. Parecía un objeto estúpido y bobo, allí colocado en el bote. Clout estaba ya untando alquitrán encima del extremo recién cosido; los costados y el otro extremo habían sido bien alquitranados ya antes de que el barril se llevase al bote.

—Y ahora la soga —dijo Hornblower.

Como en la ocasión anterior, una lazada de soga unida al barril fue pasada en torno al cabo de amarre de la boya y asegurada de nuevo al barril.

—Levantadlo, vosotros dos. Bajadlo. Con cuidado.

El barril se hundió bajo la superficie, colgando del cabo que iba descendiendo mientras los hombres lo bajaban palmo a palmo. Hubo un súbito alivio de la tensión en el bote, marcado por un repentino estallido de parloteos.

—¡Silencio! —recriminó Hornblower.

Aunque el objeto fuese invisible ahora, hundiéndose hasta el fondo de la bahía, todavía era mortal… los hombres no lo entendían. Uno de los buceadores estaba ya sentado en la borda, con una bala de cañón en las manos —en aquel momento Hornblower recordó, absurdamente, que no había llevado a cabo su propósito anterior de almacenar una buena cantidad de piedras para aquel fin—, y su pecho se expandía y se contraía. A Hornblower le habría gustado decirle que se asegurase de colocar el barril en el mejor lugar posible, pero aquello era imposible debido a las dificultades del idioma. Tuvo que contentarse con una mirada, medio de ánimo medio de amenaza.

—Fondo, señor —anunció el marinero que llevaba el cabo.

El buceador se deslizó de la borda y desapareció bajo la superficie. Abajo con la carga de pólvora y la mecha encendida estaba en un peligro mucho mayor que nunca. «Han visto a uno de sus compañeros volar en pedazos al usar una mecha volante en Cuddalore», había dicho McCullum. Hornblower no quería que ocurriera nada de eso. Pensó que si ocurría, el bote, con el en su interior, se encontraría justo encima de la explosión y el remolino consiguiente, y se preguntó cuál sería la fuerza misteriosa que siempre le impulsaba a tomar parte voluntariamente en peligrosas aventuras. Pensó que debía de ser la curiosidad, y se dio cuenta de que también le impulsaba el pudor, en cierto modo. No se le ocurrió ni por un momento que el sentido del deber tuviera nada que ver con aquello.

El segundo buceador estaba sentado en la borda, con la bala de cañón en las manos y respirando profundamente, y en el momento en que la cabeza del primer buceador apareció por encima del agua, se dejó caer él mismo a su vez y desapareció.

—Les he inculcado el temor de Dios —había dicho McCullum—. Les he dicho que si explota la carga sin estar adecuadamente colocada, tendremos que poner una docena. Y que nos quedaremos aquí. No importa cuánto tiempo tardemos en sacar el dinero. Así que pueden confiar en ellos. Lo harán lo mejor que puedan.

Y ciertamente, lo hicieron muy bien. Looney esperaba ahora en la borda, y fue abajo en cuanto apareció el segundo buceador. No querían perder tiempo en absoluto. No por primera vez, Hornblower miró por encima de la borda en un intento de atisbar a través del agua, sin éxito. Estaba muy limpia y era de un precioso color verde oscuro, pero la superficie estaba muy alterada y resultaba imposible ver con claridad. Hornblower tuvo que suponer que allá abajo en la profunda oscuridad y en medio de un espantoso frío, Looney estaba arrastrando la carga de pólvora hacia el pecio y empujándola bajo la grieta de la toldilla. Aquel barril de pólvora bajo el agua debía de pesar bastante poco, gracias al empuje que descubrió Arquímedes veinte siglos atrás.

Looney volvió a aparecer, y el primer buceador instantáneamente bajó para reemplazarlo. Aquel asunto era, para aquellos buceadores, un juego de azar entre la vida y la muerte, una lotería perdedora. Si la carga explotaba prematuramente, sería la suerte la que dictara quién estaba abajo en aquel momento. Pero seguramente no les iba a costar ya mucho más mover la carga unas pocas yardas por el fondo y hacia el lugar adecuado. Y una vez allí, o eso esperaba, el fuego seguiría avanzando por las vueltas de la mecha, estrechamente embutido entre los dos fondos del barril. Los científicos habían decidido que las mechas son capaces de arder en ausencia de aire —a diferencia de las velas— porque el nitrógeno que impregna la mecha proporciona la misma sustancia combustible que el aire. Aquel descubrimiento estaba muy cerca de la solución al problema de la vida: una vida humana se extingue como la llama de una vela en ausencia de aire. Se podía esperar, de forma razonable, que pronto se descubriría cómo mantener la vida sin aire.

Otra inmersión más. El fuego corría a través de la mecha. Clout había preparado lo suficiente para que ardiera durante una hora: no debía ser demasiado poco, obviamente, pero tampoco debía ser demasiado, porque cuanto más tiempo estuviera expuesto al agua el barril, más oportunidades habría de que un punto débil cediese y el agua se colase por él. Pero Clout había señalado que en el apretado espacio entre los dos fondos de barril el calor no podría escapar; aquel espacio se calentaría cada vez más y la mecha ardería mucho más rápidamente: el fuego incluso podría saltar de una parte del rollo a otra. El comportamiento del fuego, en otras palabras, era impredecible.

El buceador que acababa de aparecer lanzó un agudo grito, a tiempo para evitar que el siguiente —Looney— se arrojara. Una ansiosa pregunta y una rápida respuesta, y Looney se volvió hacia Hornblower agitando las manos.

—Subid a ese hombre a bordo —ordenó Hornblower—. ¡Levad el ancla!

Unos pocos golpes de remo pusieron la lancha en camino; los cingaleses en la proa tiritaban como gorriones al amanecer.

—De vuelta al barco —ordenó Hornblower.

Iría derecho a bordo sin mirar atrás ni una sola vez; no comprometería su dignidad esperando una explosión que a lo mejor no llegaba nunca. Metieron el timón y la lancha empezó su curso fijo hacia el Atropos.

Y entonces ocurrió, mientras Hornblower se encontraba de espaldas. Un ahogado y ominoso estampido, no demasiado fuerte, como si hubieran disparado un arma en una cueva lejana. Hornblower se volvió en redondo en su asiento justo para ver una abultada ola que les alcanzaba, por la popa del bote. La popa se hundió y la proa se elevó, y el bote cabeceo violentamente como un barco de juguete en un estanque. El agua que surgía en torno a ellos era descolorida y oscura. La violenta conmoción duró sólo unos segundos, y luego pasó, y el bote se quedó balanceándose espasmódicamente.

—Ya está, señor —dijo Clout, de forma bastante innecesaria.

Los marineros estaban parloteando, igual que los cingaleses.

—¡Silencio en el bote! —exclamó Hornblower.

Estaba furioso consigo mismo porque el sonido inesperado había hecho que diera un salto en su asiento. Miró ceñudo a los hombres, y ellos se quedaron callados al momento.

—Timón a estribor —gruñó Hornblower—. ¡Vía!

El bote viró en redondo y volvió a trazar su rumbo hacia la escena de la explosión, marcada por una zona de agua sucia. Media docena de enormes burbujas se alzaron hasta la superficie y explotaron mientras él las miraba. Luego subieron más cosas, peces muertos que flotaban en la superficie, con sus blancos vientres resplandeciendo al sol. El bote pasó junto a uno que no estaba bien muerto; hacía débiles esfuerzos, apenas perceptibles, para recobrarse y volver a bajar.

—¡Silencio! —volvió a decir Hornblower, porque el irrefrenable parloteo se había vuelto a alzar de nuevo—. ¡Despacio!

En silencio, el bote flotó sobre el lugar de la explosión. Peces muertos, una mancha y nada más. Nada en absoluto. Hornblower sintió una enfermiza sensación de decepción; tenía que haber fragmentos del pecio cubriendo la superficie, trozos de madera rotos que mostraran que la carga de pólvora había realizado bien su trabajo. El hecho de que no hubiera ninguna era prueba de que no se había abierto ningún boquete en el pecio. Su mente se proyectaba hacia el futuro. Tendría que usar otra carga con otra mecha volante, suponía, y tendría que emplear las amenazas más brutales con los buceadores para conseguir que la colocaran. Habían escapado de la explosión anterior por no más de treinta segundos, suponía, y había que ser cauteloso a la hora de volver a correr el riesgo.

¡Allí había un trozo de madera! No, era el tablón que habían usado como boya.

—Hala ese cabo —dijo Hornblower al hombre que dirigía los remos.

Sólo había diez pies de cuerda unidos al tablón. La cuerda se había roto en aquel punto. Así que la explosión había tenido algún efecto, después de todo. Era irónico que aquello fuera todo: simplemente una boya suelta.

—Pon otro arpeo y un cabo —ordenó Hornblower.

Debían de estar todavía bastante cerca del punto, de modo que aquella señal sería mejor que nada.

Hornblower captó la mirada de Looney; parecía bastante bien dispuesto, a todos los efectos. Ahorrarían tiempo si se realizara en aquel momento un examen de los magros resultados.

—Looney —dijo Hornblower, y señaló por encima de la borda.

Sólo tuvo que señalar una segunda vez para que Looney moviera la cabeza asintiendo y se quitara de nuevo la ropa. Por lo que podía recordar Hornblower, Looney no había cumplido su cuota de cinco zambullidas diarias. Looney hinchó el pecho y se zambulló, y el bote se quedó flotando allí. Las pequeñas olas que golpeaban sus costados tenían una calidad diferente de la habitual; ni siquiera seguían el leve impulso fijo del viento que agitaba la superficie: parecían venir de todos los lugares a la vez. Hornblower se dio cuenta de que eran los últimos vestigios de las turbulencias que la explosión había provocado.

Looney subió, con la mata de pelo negro ondeando detrás de su cabeza. Sus blancos dientes aparecieron en lo que podía casi ser tomado como una sonrisa, pero lo que pasaba en realidad era que estaba jadeando sin resuello. Se dirigió hacia el bote, diciendo algo a sus colegas que hizo que éstos empezaran a parlotear excitadamente. Al parecer, la explosión que había soltado la boya no la había alejado demasiado de su posición. Ayudaron a subir a Looney a bordo por la proa. El parloteo continuó; ahora Looney se dirigía a popa por encima de las bancadas y entre los hombres. Iba frotando algo con su ropa mientras avanzaba, algo que puso luego en la mano de Hornblower con una amplia sonrisa. Un objeto en forma de disco, pesado, deslustrado, costroso, y sin embargo… sin embargo…

—¡Dios mío! —exclamó Hornblower.

Era un chelín. Hornblower se quedó mirándolo fijamente y dándole vueltas entre los dedos. Todos los ojos del bote estaban clavados en él; los hombres fueron capaces de adivinar enseguida de qué se trataba, aunque no pudieran verlo claramente. Alguien empezó a lanzar vítores, y los otros se le unieron. Hornblower miró en torno suyo a las sonrientes caras. Hasta Clout agitaba las manos y gritaba.

—¡Silencio! —exclamó Hornblower—. Señor Clout, debería usted avergonzarse de sí mismo.

Pero el ruido no cesó al instante como antes; los hombres estaban demasiado emocionados. Sin embargo, al cabo de un rato fueron callando, y se quedaron expectantes. Hornblower tenía que pensar cuál sería el siguiente movimiento, porque estaba muy desconcertado: aquel resultado le había tomado completamente por sorpresa, y no tenía ni idea por el momento de qué iba a hacer a continuación. Tendría que haber un anticlímax, decidió por fin. Para recuperar el tesoro necesitarían equipo nuevo, eso seguro. Los buceadores habían realizado casi todas las inmersiones que podían aquel día. Además, tenía que informar a McCullum del resultado de la explosión y escuchar su decisión acerca de los siguientes pasos. Hornblower se dio cuenta de que no había certeza alguna de que las operaciones que había que realizar a continuación fueran sencillas. Un chelín no es un cuarto de millón en libras esterlinas. Sería necesario trabajar todavía muchísimo más.

—¡Remos! —exclamó, dirigiéndose a los hombres expectantes. Los remos golpearon en las chumaceras y los hombres se inclinaron hacia adelante, dispuestos para empujar—. ¡Adelante!

Las palas de los remos mordieron el agua y el bote, lentamente, cogió impulso.

—¡Hacia el barco! —gruñó al timonel.

Se sentó ceñudo en la cámara. Cualquiera que viera su rostro podía pensar que el bote regresaba después de un fracaso completo, pero lo único que pasaba en realidad era que estaba enfadado consigo mismo por no haber sido lo bastante rápido y dar las órdenes inmediatamente, nada más aparecer el asombroso chelín y tenerlo en su mano. Toda la tripulación del bote le había visto allí pasmado. Su preciosa dignidad estaba herida. Cuando llegó a bordo sintió la tentación de esconderse en su camarote, pero el sentido común hizo que fuera hacia adelante enseguida para discutir la situación con McCullum.

—Hay una cascada de plata —dijo McCullum, después de escuchar los informes de los buceadores—. Los sacos se han podrido y al volar el cuarto del tesoro, la plata se ha desparramado fuera. Creo que está bastante claro.

—¿Y el oro? —preguntó Hornblower.

—Looney todavía no puede decírmelo —repuso McCullum—. Si yo hubiera ido en el bote, me atrevo a decir que habría podido adquirir más información.

Hornblower se contuvo para no lanzarle una agria replica. Nada complacería más a McCullum que una pelea, y no tenía deseo alguno de complacerle.

—Al menos la explosión sirvió para su objetivo —dijo, conciliador.

—Bastante.

—Entonces, ¿por qué —la pregunta llevaba largo tiempo esperando en su interior para formularse— si el pecio se partió, no salió ningún tipo de restos a la superficie?

—¿No lo sabe? —preguntó McCullum a su vez, claramente gratificado al saberse en posesión de un conocimiento superior.

—No.

—Es un hecho científico elemental. La madera sumergida a grandes profundidades se satura de agua.

—¿Ah, sí?

—La madera sólo flota —tal como imagino que usted ya sabrá— en virtud del aire que contiene en las cavidades de su sustancia. Bajo presión, ese aire se ve expulsado fuera y, privado de este empuje, el material residual no tiene ninguna tendencia a elevarse.

—Ya veo —dijo Hornblower—. Gracias, señor McCullum.

—Me voy acostumbrando ya —exclamó McCullum— a complementar la educación de los oficiales del rey.

—Entonces, confío —refunfuñó Hornblower, conteniendo su mal humor— en que continuará con la mía. ¿Cuál es el siguiente paso que debemos dar?

McCullum frunció los labios.

—Si ese maldito doctor alemán tuviera el sentido común de permitir que me levantara de este camastro, podría hacerlo yo mismo.

—Pronto le quitará los puntos —dijo Hornblower—. Mientras, el tiempo es muy importante.

Le ponía furioso tener que soportar aquellas insolencias, él, un capitán en su propio barco. Pensó en las quejas oficiales que podía formular. Podía pelearse con el señor McCullum, abandonarlo todo y en su informe a Collingwood declarar que «debido a la absoluta falta de cooperación por parte del señor William McCullum, del Servicio de la Honorable Compañía de las Indias Orientales», la expedición había acabado en un completo fracaso. Sin duda, a McCullum le echarían un rapapolvo oficial. Pero era mejor tener éxito, aun sin recibir ningún tipo de simpatía por el infierno que estaba soportando, que volver con las mejores excusas y con las manos vacías. Tenía el mismo mérito guardarse su orgullo y contemporizar con McCullum que dar claras instrucciones para realizar el abordaje de un barco enemigo. El mismo mérito… aunque era menos probable que le dedicaran un párrafo en la Gaceta. Se esforzó por hacer las preguntas adecuadas y escuchó a McCullum gruñir sus explicaciones de los siguientes pasos que se debían emprender.

Y le resultó muy placentero después, mientras tomaba su cena, poder felicitarse por haber cumplido con su deber, dando todas las órdenes y preparándolo todo. Aquellas palabras de McCullum, «una cascada de plata», resonaban en su mente mientras estaba allí sentado, comiendo. Hacía falta poca imaginación para conjurar una imagen mental del pecio allá abajo en el agua translúcida, con su cámara de seguridad abierta y la plata en una helada corriente surgiendo e ella. Gray podía haber escrito un poema sobre todo aquello. Y además, en algún lugar de aquella cámara de seguridad estaba también el oro. La vida era hermosa, y él era un hombre afortunado. Lentamente consumió su último bocado de cordero asado y se dedicó a la ensalada de lechuga, unas lechugas tiernas, dulces y deliciosas, los primeros frutos de la primavera turca.