CAPÍTULO 14

Hornblower fue a proa, hacia donde el artillero y sus ayudantes estaban acuclillados en cubierta y trabajando con la manguera de mecha de acuerdo con las instrucciones de McCullum.

—Espero que haga usted un buen trabajo con esas costuras, señor Clout —observó.

—Sí, señor —contestó Clout.

Habían extendido una vieja vela para sentarse encima, con el objeto de proteger la inmaculada cubierta del alquitrán caliente que había en un pote de hierro detrás de ellos.

—Cinco segundos por pie, así quema esa mecha rápida, señor. ¿Dijo usted un pie de mecha lenta, señor?

—Eso es.

Hornblower se inclinó para examinar el trabajo. La manguera de piel estaba en trozos de tamaño diferentes, desde tres a cinco pies. Era típico de la intrincada forma de trabajar de la naturaleza que los animales no proporcionaran piezas de cuero más largas que esa extensión. Uno de los ayudantes del artillero estaba trabajando con un delgado punzón de madera, introduciendo el final de una larga extensión de mecha rápida a través de un trozo de manguera. Cuando emergió el punzón procedió a deslizar la manguera a lo largo de la mecha rápida hasta que se unió al fragmento precedente.

—Cuidado ahora —dijo Clout—. No queremos que haya ninguna grieta en esa unión.

El otro ayudante del artillero se puso a trabajar con la aguja para coser y recoser de nuevo aquel fragmento a su vecino. Una vez completa la costura, Clout procedió a aplicar alquitrán caliente generosamente por toda la unión, y abajo, por la costura del nuevo fragmento. Finalmente consiguieron ciento veinte pies de manguera unida y alquitranada y con mecha rápida introducida en toda su extensión.

—He cogido un par de barriles fuertes, señor —dijo Clout—. De cincuenta libras. Tengo unos sacos de arena seca para rellenarlos.

—Muy bien —dijo Hornblower.

Treinta libras de pólvora era lo que necesitaba McCullum para su carga explosiva, ni más ni menos.

—No quiero que el pecio vuele en mil pedazos —había dicho McCullum—. Sólo quiero que se abra.

Aquello formaba parte de los conocimientos especiales de McCullum; Hornblower seguramente no habría podido adivinar con cuánta pólvora y a qué profundidad se conseguiría ese resultado. En un cañón largo del nueve, eso lo sabía, tres libras de pólvora enviaban la munición a milla y media de distancia, una descarga dispersa, pero aquello era algo completamente distinto, y además en el agua, un medio totalmente incomprimible. Con un barril de cincuenta libras y sólo treinta libras de pólvora era necesario tener alguna sustancia inerte como la arena para rellenar completamente el barril.

—Avísenme en cuanto esté todo listo —dijo Hornblower, y se volvió de nuevo a popa.

Allí estaba Turner, recién llegado de la costa, remoloneando por allí para atraer su atención.

—¿Y bien, señor Turner?

Turner se mantenía a distancia, indicando con sus modales que tenía algo muy privado que decir. Habló en voz baja cuando Hornblower se acercó a él.

—Verá, señor, es el mudir. Quiere visitarle a usted. No he podido averiguar qué pasa, pero quiere algo.

—¿Qué le ha dicho usted?

—Le he dicho… Lo siento, señor, pero no sabía qué otra cosa podía hacer…, le he dicho que usted estaría encantado. Hay gato encerrado, me temo. Ha dicho que vendría de inmediato.

—¿Ah, sí, eso ha dicho?

En aquellas aguas, seguro que las cosas no eran demasiado claras, pensó Hornblower, con una simultánea desaprobación de aquel tipo de sensaciones.

—¡Guardiamarina de guardia!

—¡Señor!

—¿Qué ve hacia la ciudad?

Smiley dirigió su catalejo hacia la bahía.

—Un bote que se acerca, señor. Es el mismo con vela latina que ya vimos.

—¿Alguna insignia?

—Sí, señor. Roja. Colores turcos, al parecer.

—Muy bien. Señor Jones, vamos a tener una visita oficial. Puede usted preparar los silbatos.

—Sí, señor.

—Y ahora, señor Turner, ¿no sabe usted qué es lo que quiere el mudir?

—No, señor. Quiere verle a usted urgentemente, al parecer. «Il capitano», era lo único que decía cuando desembarcamos. Se suponía que el mercado debía estar preparado para nosotros, pero no lo estaba. Lo que él quería era ver al capitán, y le dije que usted le vería.

—¿No insinuó nada?

—No, señor. No dijo nada. Pero estaba muy agitado, se notaba.

—Bueno, pronto lo sabremos —dijo Hornblower.

El mudir subió a cubierta con una cierta dignidad, a pesar de las dificultades que presentaba el ascenso para sus viejas piernas. Miró agudamente en torno al subir a bordo; si entendía o no el cumplido que se le dedicaba mediante los silbatos de los segundos contramaestres y la guardia, no había manera de saberlo. Había una astuta cara de halcón encima de aquella barba blanca, y un par de vivaces ojos oscuros contemplaban lo que había ante él sin revelar si le resultaba familiar o no.

Hornblower se tocó el sombrero y el mudir replicó llevándose la mano a la cara con un elegante gesto.

—Pregúntele si quiere acompañarme abajo —dijo Hornblower—. Yo le guiaré.

Abajo en su camarote, Hornblower le ofreció una silla con una inclinación de cabeza, y el mudir se sentó. Hornblower se sentó frente a él, y Turner se quedó a su lado. El mudir hablaba y Turner iba traduciendo.

—Espera que Dios le haya concedido el don de la salud, señor —dijo Turner.

—Déle la respuesta adecuada —replicó Hornblower.

Al hablar se encontró clavados en los suyos los agudos ojos marrones, y sonrió cortésmente.

—Ahora pregunta si ha tenido usted un viaje próspero, señor —informó Turner.

—Dígale lo que usted mismo considere adecuado —respondió Hornblower.

La conversación fue pasando de una cortesía formal a otra. Aquélla era la forma de hablar en Levante, según sabía Hornblower. No sería ni digno ni delicado anunciar los negocios que le ocupaban a uno ya en las primeras frases.

—¿Le podemos ofrecer una bebida? —preguntó Hornblower.

—Bueno, señor, cuando se trata de negocios, lo normal es ofrecer un café.

—¿Y no podemos ofrecerle nada mejor?

—Verá, señor, nuestro café… bueno, es muy diferente de lo que él llama café.

—Eso no podemos evitarlo. Dé las órdenes oportunas, por favor.

La conversación continuó, todavía sin llegar a nada concreto. Era interesante observar cómo un rostro inteligente y expresivo como el del mudir podía no reflejar ningún tipo de emoción. Pero el café trajo consigo un cambio. Los agudos ojos se fijaron en las bastas tazas, la baqueteada cafetera de peltre, pero la cara se mantenía impávida, y mientras, el mudir desgranaba toda la ceremonia de rechazar primero cortésmente y luego aceptar agradecido; pero el gusto del café realizó una transformación en él. Muy a su pesar, el mudir no pudo evitar una expresión de sorpresa, aunque al instante volvió a controlar de nuevo sus rasgos. Procedió a endulzar su café con azúcar hasta convertirlo casi en un jarabe, y no tocó la taza sino que se la llevó a los labios por medio del platillo.

—Debe ir acompañado de algún pastelillo o dulce también, señor —dijo Turner—. Pero no podemos ofrecerle melaza y galleta.

—Supongo que no —repuso Hornblower.

El mudir sorbió su café de nuevo cuidadosamente, y continuó su conversación.

—Dice que tiene usted un barco muy bonito, señor —dijo Turner—. Creo que está a punto de tocar el tema de que se trata.

—Déle las gracias y dígale que él tiene también un pueblo precioso, si cree que eso es lo correcto —dijo Hornblower.

El mudir se echó hacia atrás en su silla —se notaba que no estaba acostumbrado a sentarse en sillas— estudiando primero la fisonomía de Hornblower y a continuación la de Turner. Luego habló de nuevo. Su voz era bien modulada, muy controlada.

—Pregunta si la Atropos se va a quedar mucho tiempo aquí, señor —dijo Turner.

Era la pregunta que Hornblower estaba esperando.

—Dígale que no he completado todavía mi aprovisionamiento —replicó.

Estaba bastante seguro de que las operaciones preliminares de salvamento, dragar el pecio, marcarlo con boyas y enviar a los buceadores abajo, no habían sido observadas, o al menos resultaba bastante ininteligible desde tierra. No apartaba sus ojos del rostro del mudir mientras Turner traducía y aquél replicaba.

—Dice que supone que usted zarpará tan pronto como lo haya completado —dijo Turner.

—Dígale que es muy probable.

—Dice que éste sería un lugar muy adecuado para esperar información de los barcos franceses, señor. Los barcos de pesca suelen venir con noticias.

—Dígale que tengo mis órdenes.

Empezó a formarse en la mente de Hornblower la sospecha de que el mudir no deseaba que la Atropos partiese. Quizá quería mantenerle allí hasta que pudieran tenderle una emboscada, hasta que los cañones del fuerte tuvieran sus dotaciones, hasta que el valí volviera con el ejército local. Aquélla era una buena forma de mantener una conversación diplomática. Podía observar todo el tiempo al mudir, mientras que cualquier frase indiscreta de Turner podía ser rechazada achacándola a una mala traducción, si no había más remedio.

—Podemos mantener vigilado el canal de Rodas desde aquí, señor, dice —continuó Turner—. Es el rumbo más probable para los franceses. Parece como si quisiera conseguir sus veinte guineas, señor.

—Quizá —dijo Hornblower, intentando demostrar con su tono que no necesitaba que Turner contribuyera por su parte a la conversación—. Dígale que mis órdenes me dan pocas posibilidades de elección.

A medida que la conversación fue tomando este giro, resultó obvio que la mejor táctica era mostrar una reluctancia que sólo podía ser vencida con grandes dificultades. Hornblower esperaba que el dominio de Turner de la lengua franca fuese el que se requería para ello.

El mudir replicó con más animación de la que había mostrado antes; parecía como si fuera a mostrar su juego por fin.

—Quiere que nos quedemos aquí, señor —dijo Turner—. Dice que si lo hacemos, tendremos los mejores suministros procedentes del país.

Aquélla no era la razón auténtica, obviamente.

—No —dijo Hornblower—. Si no podemos conseguir nuestros suministros, nos iremos sin ellos.

Hornblower tenía que tener mucho cuidado con la expresión de su rostro: tenía que decir aquellas cosas a Turner como si realmente las pensara. El mudir no dejaba que nada se escapara a su observación.

—Ahora está mostrando sus cartas, señor —dijo Turner—. Nos pide que nos quedemos.

—Entonces pregúntele para qué nos quiere.

Esta vez, el mudir habló durante largo rato.

—Así que es eso, señor —informó Turner—. Ahora ya lo sabemos. Parece que hay piratas por aquí.

—Dígame exactamente qué es lo que ha dicho, señor Turner, por favor.

—Hay piratas a lo largo de la costa, señor —explicó Turner, aceptando la regañina—. Un tipo llamado Michael… Michael el… Asesino de Turcos, señor. He oído hablar de él. Ataca estas costas. Es griego, por supuesto. Estaba en Fethiye hace dos días. Eso está en la costa, señor.

—¿Y el mudir teme que éste será el próximo puerto que saquee?

—Sí, señor. Se lo he preguntado directamente para asegurarme, señor —añadió Turner, cuando Hornblower le dirigió una mirada.

El mudir se mostraba bastante elocuente, ahora que había desvelado sus intenciones. Turner tuvo que escuchar largo tiempo antes de poder resumir su traducción.

—Michael quema las casas, señor, y se lleva mujeres y ganado. Es enemigo jurado de los musulmanes. Por eso el valí ha ido a buscar al ejército local, señor. Quiere cortarle la cabeza a Michael, pero se ha equivocado. Se ha ido a Adalia, y eso está a una semana de camino de aquí, señor.

—Ya veo.

Con la Atropos al pairo en la bahía de Marmaris, un pirata nunca se aventuraría a entrar, y el mudir y su gente estarían a salvo mientras el barco permaneciera allí. El propósito de la visita del mudir estaba claro: quería persuadir a Hornblower de que se quedara hasta que Michael se encontrara de nuevo a una prudente distancia. Aquello era un estupendo golpe de buena suerte; era, pensó Hornblower, una buena compensación por el ingrato destino que había dejado a McCullum herido en duelo. De la misma forma que en una larga sesión de whist el jugador encuentra que la suerte se va nivelando por sí misma, así mismo pasaba con la guerra. La buena suerte seguía a la mala, y para Hornblower admitir aquello era algo sorprendente, porque sólo estaba dispuesto a admitir que a la mala suerte seguía otra peor. Pero no debía mostrar placer alguno, de ningún modo.

—Es un golpe de suerte para nosotros, señor —dijo Turner.

—Por favor, guárdese sus conclusiones para sí, señor Turner —exclamó Hornblower cortante.

El tono de su voz y la expresión alicaída de Turner extrañaron al mudir, que no había dejado de observarles con atención. Pero esperó pacientemente a que aquellos infieles realizaran el siguiente movimiento.

—No —dijo Hornblower, decidido—, dígale que no puedo hacer eso.

Al sacudir Hornblower la cabeza, el mudir se mostró un poco abatido, antes incluso de que Turner hiciese la traducción. Se tocó la blanca barba y habló de nuevo, eligiendo cuidadosamente sus palabras.

—Nos está ofreciendo un soborno, señor —dijo Turner—. Cinco corderos o cabritos por cada día que nos quedemos aquí.

—Eso está mejor —dijo Hornblower—. Dígale que preferiría dinero.

Esta vez fue el mudir quien sacudió la cabeza cuando oyó lo que decía Turner. Miró a Hornblower con ojos inquisitivos, con bastante sinceridad.

—Dice que no tiene nada de dinero, señor. El valí se lo llevó todo la última vez que estuvo aquí.

—Tiene nuestras veinte guineas, de todos modos. Dígale que nos las devuelva y que nos dé seis corderos por día —nada de cabritos—, y nos quedaremos.

Y así fue como quedó decidido al final. Turner escoltó al mudir de vuelta a la lancha, y Hornblower fue de nuevo a proa para inspeccionar el trabajo de los artilleros. Ya estaba casi concluido. Un centenar de pies de manguera cuidadosamente enrollada yacía en cubierta, y uno de los extremos desaparecía en un barrilito de pólvora cubierto con una lona que el artillero estaba untando generosamente de alquitrán. Hornblower se inclinó para examinar lo que debía de ser el punto más débil, donde la cubierta de lona del barril estaba cosida en torno a la manguera.

—Lo he hecho lo mejor que he podido, señor —dijo el artillero—. Pero es una manguera muy larga.

A un centenar de pies por debajo del agua, la presión era enorme. Un diminuto e indetectable agujero en cualquier parte de la tela podía rasgarla.

—Lo intentaremos —dijo Hornblower—. Cuanto antes mejor.

Siempre era así: «Cuanto antes mejor», aquella máxima estaba grabada a fuego en el corazón de un oficial naval como el catecismo. Tripular el esquife, comprobar que llevara todo el equipo necesario, apiñar los buceadores a proa después de las instrucciones de última hora de McCullum y partir sin perder un minuto. Beber café con un mudir turco en un momento dado, y jugar con explosivos submarinos al siguiente. Si la variedad era la especia que daba sabor a la vida, pensó Hornblower, su existencia presente debía de ser un curry oriental.

—¡Adelante! —ordenó, y el esquife se deslizó lentamente hacia el tablón amarrado que señalaba el punto accesible del pecio bajo las aguas.

Looney conocía bien su oficio. El barril cubierto de lona yacía junto a él; estaba atado con una soga, y Looney tomó otro trozo más corto de soga, lo aseguró en un extremo del barril, pasó el cabo alrededor del cabo de amarre de la boya y aseguró el otro final de nuevo en el barril. Comprobó que el extremo suelto de la manguera de mecha estuviera debidamente atado al barril vacío que le iba a servir de boya, y luego dio una aguda orden a uno de sus colegas, que se puso de pie y se quitó la ropa. Looney intentó coger el barril de pólvora, pero pesaba demasiado para sus delgados brazos.

—Ayudadle, vosotros dos —dijo Hornblower a los dos marineros que se encontraban más cerca—. Comprobad que el cabo está bien y la manguera también.

Bajo la dirección de Looney, el barril de pólvora fue izado y bajado por el costado.

—¡Largad! ¡Despacio! ¡Despacio! —ordenó Hornblower.

Hubo un momento de tensión —uno más entre muchos— al mirar el barril de pólvora que se sumergía bajo la agitada superficie. Mediante el cabo que llevaba atado, los hombres lo fueron bajando poco a poco, y la manguera se fue desenrollando detrás mientras el barril se sumergía. El lazo de cuerda que Looney había pasado por el cabo de amarre de la boya aseguraba que el barril se hundiera en el lugar correcto.

—Fondo, señor —dijo un marinero, mientras el cabo que iba bajando se quedaba flácido entre sus manos. Quedaban varios pies de manguera en el bote.

El buceador estaba sentado en la borda opuesta; llevaba un cuchillo en su funda en una cuerda en torno a su desnuda cintura, y cogió entre sus manos la bala de cañón que le dio Looney. Entonces se dejó caer y desapareció bajo la superficie. Esperaron hasta que salió; esperaron mientras el siguiente buceador bajaba y volvía a subir de nuevo; y esperaron cuando le tocó también el turno a Looney. Una inmersión sucedió a otra; al parecer, no era demasiado fácil colocar el barril de pólvora exactamente en el lugar adecuado bajo la grieta de la toldilla del Speedwell. Pero presumiblemente, bajo la superficie, se consiguió al fin el objetivo. Looney salió después de lo que pareció una inmersión extraordinariamente larga; tuvieron que ayudarle a subir al bote y se quedó echado jadeando en la proa, intentando recuperarse. Al fin se sentó y le hizo a Hornblower una inequívoca señal de manejar yesca y pedernal.

—Encienda una mecha —ordenó Hornblower a Leadbitter. En toda su vida nunca había conseguido hacer aquello bien.

Leadbitter abrió la caja de yesca y golpeó una y otra vez. No le costó más de seis veces antes de tener éxito. Se inclinó y sopló la chispa que había aparecido en la yesca para avivarla, cogió el trozo de mecha lenta y la encendió, soplando también, y luego miró a Hornblower, esperando sus órdenes.

—Yo lo haré —dijo Hornblower.

Leadbitter le tendió la mecha encendida, y Hornblower se sentó con ella en la mano durante un segundo mientras comprobaba una vez más que todo estaba preparado. Estaba hirviendo de excitación.

—¡Listo el barril! —exclamó—. Leadbitter, prepare el tapón.

Había cuatro o cinco pulgadas de mecha rápida colgando fuera de la manguera; Hornblower aplicó la mecha encendida sobre ella. Dudó un segundo y por fin la encendió. Vio la chispa correr por la mecha rápida y desaparecer en el interior de la manguera.

—¡Taponadlo! —dijo Hornblower, y Leadbitter forzó el tapón de madera en el final de la manguera, aplastando las frágiles cenizas de la mecha.

A cinco segundos por pie estaría ahora el fuego, esperaba, viajando abajo, por la manguera, más y más abajo, debajo incluso del nivel del mar. En el extremo más alejado, junto al barril de pólvora, había un pie de mecha lenta. Esta ardía a cinco minutos el pie; tenían mucho tiempo… no había que correr alocadamente, por mucha necesidad que hubiera de apresurarse.

—¡Echadlo! —dijo Hornblower.

Leadbitter levantó el barril vacío y lo depositó suavemente en el agua. Se quedó allí flotando, sujetando encima de la superficie el final taponado de la manguera.

—¡Remos! —dijo Hornblower—. ¡Vámonos!

El esquife se apartó del barril flotante. La chispa todavía seguía viajando por la mecha rápida, suponía Hornblower. Pasarían algunos segundos antes de que alcanzara la mecha lenta que había abajo, junto al pecio del Speedwell. Recordó controlar el tiempo con su reloj.

—Volvamos al barco —ordenó a Leadbitter. Miró hacia atrás, adonde el barril vacío se movía en la superficie.

McCullum había dicho: «Le advierto que debe apartarse de la explosión». Al parecer, la explosión de un barril de pólvora, aunque sea muy por debajo de la superficie del agua, crea un remolino en esa superficie que podría poner en peligro el esquife. Junto al barco estarían a un cuarto de milla de distancia; eso sería suficiente. Cuando el hombre a proa pescó los cadenotes de la Atropos, Hornblower miró de nuevo su reloj. Habían pasado exactamente cinco minutos desde que vio la chispa pasando por el final de la manguera. La explosión podía ocurrir en cualquier momento a partir de ahora.

Naturalmente, el costado del buque estaba atestado de marineros que se habían asomado allí. Los preparativos de la carga y la mecha habían provocado cotilleos por todo el buque.

Hornblower cambió de opinión acerca de esperar la explosión en el esquife y subió a cubierta.

—¡Señor Jones! —gritó—. ¿Cree que esto es un espectáculo? Que los hombres vayan a su trabajo, por favor.

—Sí, señor.

Él mismo deseaba mucho ver la explosión, pero temía que mostrar curiosidad no cuadrara con su dignidad. Y existía la posibilidad —bastante probable, de acuerdo con McCullum— de que no hubiera explosión alguna. Una mirada a su reloj le mostró que por entonces ya había pasado el tiempo. Con un aspecto completamente indiferente caminó hacia proa, junto al lecho de McCullum, donde éste escuchaba los informes de sus buceadores.

—¿Nada todavía? —dijo McCullum.

—Nada.

—No confío nunca en una manguera de más de cinco brazas —dijo McCullum—, aunque la haya hecho yo mismo.

Hornblower contuvo una respuesta irritada, y echó un vistazo al escenario de sus recientes actividades. En el agua agitada se podía ver a intervalos una manchita oscura que era el barril que mantenía a flote el final de la manguera. Miró su reloj de nuevo.

—Ha pasado hace tiempo —dijo.

—Ha entrado agua en esa manguera. Tendrá que usar una mecha volante después de todo.

—Cuanto antes mejor —dijo Hornblower—. ¿Cómo se debe preparar?

Se alegraba, por su preciosa dignidad, de no haber esperado a la vista de los hombres.