CAPÍTULO 13

Hornblower se quedó de pie con el monedero en la mano, después de sacarlo del baúl, donde había permanecido bien guardado en el compartimiento interior. Sabía exactamente cuántas guineas tenía en aquella bolsa, e intentaba no desear que fueran más. Si él fuese un capitán rico, podría mostrarse generoso con la tripulación de su barco, y también con el alojamiento de oficiales y de suboficiales. Pero así… Meneó la cabeza. No quería parecer miserable o avaro, pero ciertamente tampoco podía mostrarse demasiado generoso. Caminó junto a la puerta de las cabinas de los oficiales e hizo una pausa allí. Still le vio.

—Por favor, entre, señor.

Los otros oficiales se levantaron en el acto de sus sillas; no tenían otro sitio donde sentarse que en torno a la pequeña mesa del diminuto compartimiento.

—Esperaba que sería usted tan amable como para comprarme algunas cosas —dijo Hornblower a Carslake, el sobrecargo.

—Por supuesto, señor. Es un honor, se lo aseguro —dijo Carslake. De todos modos, no podía decir otra cosa.

—Unos cuantos pollos… media docena, digamos, y unos cuantos huevos.

—Sí, señor.

—¿Desean los oficiales comprar algo de carne fresca para ellos?

—Bueno, señor…

Aquél era el asunto que estaban discutiendo precisamente cuando él entró.

—En esta época del año tendría que haber corderos en venta. Puedo comprar uno… dos quizá, si son baratos. Pero un buey… ¿qué voy a hacer yo con un buey entero?

Todo el mundo en la cabina de oficiales había estado considerando ese problema en un momento u otro.

—Si los oficiales deciden comprar un buey, me gustaría pagar una cuarta parte del precio —dijo Hornblower, y todos se animaron de forma perceptible.

Un capitán que compra parte de un animal siempre puede obtener las mejores piezas de carne: ése era el curso natural de las cosas. Pero todos habían conocido a capitanes que no pagaban más que su parte. Como la cabina constaba de cinco oficiales, la oferta de Hornblower era generosa.

—Muchas gracias, señor —dijo Carslake—. Creo que puedo vender un par de piezas para asado a los suboficiales.

—En términos ventajosos, espero —dijo Hornblower, con una sonrisa.

Podía recordar bien las ocasiones, como guardiamarina, en que oficiales y suboficiales habían compartido un animal.

—Eso espero, señor —dijo Carslake, y, cambiando de tema_: El señor Turner dice que lo que hay aquí son cabras, sobre todo. ¿Le gusta a usted la cabra, señor?

—¡Un cabrito guisado con nabos y zanahorias! —exclamó Jones—. Hay cosas peores, señor.

La cara alargada de Jones se iluminó de apetito. Esos hombres crecidos, alimentados constantemente con comida en conserva, se comportaban como niños ante un puesto de figuritas de jengibre en una feria al pensar en carne fresca.

—Haga lo que pueda —dijo Hornblower—. Comeré cabrito o cordero, o compartiré un buey, según encuentre usted el mercado. ¿Sabe lo que va a comprar para la tripulación?

—Sí, señor —dijo Carslake.

Los tacaños chupatintas del indigente gobierno en casa ya se encargarían de revisar aquellos gastos a su debido tiempo. No se podía comprar nada demasiado generoso para los hombres.

—No sé qué verduras encontraremos, señor, en esta época del año —siguió Carslake—: Coles, supongo.

—Las coles no tienen nada de malo —repuso Jones.

—Las zanahorias y los nabos serán de los almacenados para el invierno —siguió Carslake—. Estarán bastante fibrosos, señor.

—Mejor que nada —dijo Hornblower—. No habrá bastantes en el mercado ahora para todo lo que necesitamos, ni lo habrá hasta que cunda la voz por los alrededores. Así que mucho mejor. Tendremos una excusa para quedarnos más tiempo. ¿Va usted a hacer de intérprete, señor Turner?

—Sí, señor.

—Mantenga los ojos bien abiertos. Y los oídos.

—Sí, señor.

—Señor Jones, se encargará usted del asunto del agua, por favor.

—Sí, señor.

Aquélla era la transición entre la visita social y las órdenes oficiales.

—Adelante.

Hornblower fue a la cabecera del lecho donde se encontraba McCullum. Unas almohadas de lona le mantenían en una postura medio de costado. Era un alivio ver el aspecto tan mejorado que tenía. La fiebre y su vaguedad de atención consiguiente habían desaparecido.

—Me alegro de ver que se encuentra usted tan bien, señor McCullum —dijo Hornblower

—Bastante bien, señor —respondió McCullum.

Carraspeaba un poco, pero su tono era casi normal.

—Una noche de sueño reparador —dijo Eisenbeiss, revoloteando en el extremo más alejado del lecho.

Ya había informado a Hornblower. La herida mostraba señales de curación, al menos las suturas no estaban inflamadas y el drenaje donde la cánula mantenía la herida de la espalda abierta al parecer era satisfactorio.

—Y hemos empezado una mañana de trabajo —dijo Hornblower—. ¿Ha oído que ya hemos localizado el pecio?

—No lo había oído.

—Ya está localizado y señalado con boyas —dijo Hornblower.

—¿Está usted seguro de que es el pecio? —gruñó McCullum—. Sé que se han producido a veces errores extraños.

—Está exactamente en el sitio en que se tomaron las mediciones cuando se hundió —dijo Hornblower—. Es del tamaño correcto, por lo que muestra la draga.

Y no se han encontrado otras obstrucciones a la draga, además. El fondo aquí es de arena firme, como supongo que usted sabía muy bien.

—Suena bastante plausible —dijo McCullum de mala gana—. Sin embargo, esperaba haber podido dirigir yo mismo el dragado.

—Debe confiar usted en mí, señor McCullum —repuso Hornblower pacientemente.

—Sé muy poco de usted y de sus capacidades —respondió McCullum.

Hornblower, tragándose su irritación ante aquella observación, se preguntó cómo se las había arreglado McCullum para vivir tanto tiempo sin que le hubieran matado antes en duelo. Pero McCullum era el experto irreemplazable, y aunque no estuviera enfermo, sería tanto estúpido como indigno pelearse con él.

—Supongo que lo siguiente que hay que hacer es enviar a los buceadores abajo para que informen del estado del pecio —dijo, tratando de ser firme y educado a la vez.

—Indudablemente, eso será lo primero que haga en cuanto se me permita abandonar este lecho —dijo McCullum.

Hornblower pensó en todo lo que le había contado Eisenbeiss acerca de la herida de McCullum, acerca de la gangrena, la supuración y el envenenamiento generalizado de la sangre, y supo que había bastantes posibilidades de que McCullum nunca abandonase aquel lecho.

—Señor McCullum —dijo—, este asunto es bastante urgente. Una vez que los turcos se huelan lo que queremos hacer, y puedan reunir las fuerzas suficientes para detenernos, no se nos permitirá llevar a cabo ninguna acción de salvamento aquí. Es de la mayor importancia que nos pongamos a trabajar tan rápidamente como sea posible. Esperaba que usted diera instrucciones a sus buceadores para que pudieran empezar ahora, de inmediato.

—¿Así que eso es lo que piensan, eh? —dijo McCullum.

Le costó unos cuantos minutos de paciente argumentación tranquilizar a McCullum, y el renuente consentimiento que dio al fin se vio entibiado por una inmediata enumeración de las dificultades que entrañaba.

—Estas aguas están mortalmente frías —dijo McCullum.

—Eso me temo —respondió Hornblower—, pero eso ya lo sabíamos.

—El Mediterráneo oriental en marzo no se parece en nada a la bahía de Bengala en verano. Mis hombres no resistirán mucho rato.

Era un gran avance que McCullum admitiera que podían resistir algo.

—¿Y si trabajan a intervalos breves? —sugirió Hornblower.

—De todos modos, no durarían mucho a esa profundidad. Cinco inmersiones por día será todo lo que puedan realizar. Si no, les sangrarán la nariz y los oídos. Necesitarán cabos y pesas… las balas del calibre nueve servirán.

—Ya las tengo preparadas —replicó Hornblower.

Hornblower se quedó de pie mientras McCullum se dirigía a sus buceadores. Podía adivinar cuál era el tema de algunas de las intervenciones. Uno de los buceadores planteaba objeciones; estuvo claro, cuando se apretó los brazos en torno al pecho y fingió que temblaba espasmódicamente haciendo rodar sus tristes ojos oscuros, lo que decía. Los tres hablaron a la vez durante un buen rato con su gorjeante lenguaje. Hubo una nota mucho más dura en la voz de McCullum cuando éste replicó, y señaló a Hornblower con un gesto, haciendo que todos los ojos se dirigieran hacia él durante un momento. Los tres se apretaron entre sí y se alejaron de él como niños asustados. McCullum siguió hablando, enérgicamente: Eisenbeiss se inclinó sobre él y le paró la mano izquierda, que gesticulaba; la derecha estaba inmovilizada contra el pecho de McCullum.

—No se mueva —dijo Eisenbeiss—, o tendremos una inflamación.

McCullum había respingado más de una vez después de un movimiento imprudente, y su aspecto de bienestar se convirtió rápidamente en fatiga.

—Empezarán ahora —dijo al fin, con la cabeza recostada de nuevo en la almohada—. Puede dirigirles usted. Looney —así es como le llamo yo— estará al mando. Ya les he dicho que no hay tiburones. Generalmente, cuando uno de ellos está abajo, los otros musitan oraciones contra los tiburones: los tres son expertos en tiburones. Es bueno que hayan visto a algunos hombres azotados a bordo. Les he asegurado que les haría probar el gato si hacían alguna tontería.

Hornblower había visto claramente la reacción de aquellas criaturas gorjeando como pájaros ante aquel horror.

—Lléveselos —dijo McCullum, echado de nuevo en la almohada.

Con el bote y la lancha fuera, en el extremo más alejado de la bahía, en busca de víveres y agua, sólo les quedaba el esquife y el pequeño bote auxiliar. El esquife iba muy lleno, pero servía, con cuatro marineros a los remos, Hornblower y Leadbitter a popa —Hornblower no pudo soportar no tomar parte en aquel primer intento— y los cingaleses apiñados en la proa. Hornblower se había formado una idea perspicaz del alcance de la habilidad de McCullum para hablar la lengua de los buceadores. No tenía duda alguna de que McCullum no hacía ningún intento para hablarla con propiedad o con el acento o la inflexión adecuada. Se las arreglaba, adivinó Hornblower, con unos cuantos nombres y verbos y algunos gestos enérgicos. El dominio de McCullum de la lengua cingalesa no podía compararse ni de lejos con el dominio del español de Hornblower, ni siquiera del francés. Hornblower sintió un cierto resentimiento ante aquello, mientras estaba allí sentado con la mano en la caña del timón y gobernaba el esquife por encima del agua movible: la calma del amanecer ya había dado paso a una moderada brisa que rizaba la superficie.

Alcanzaron la primera boya —una tabla que oscilaba entre las pequeñas olas marinas al final de su cabo— y Hornblower se puso de pie para identificar las otras. Un golpe o dos de los remos llevaron al esquife al centro de la zona, y Hornblower miró al bote donde los buceadores se amontonaban juntos.

—Looney —dijo.

Ahora que les prestaba atención especial, podía distinguir a cada uno de los tres buceadores de los demás. Hasta entonces, podían haber sido trillizos, teniendo en cuenta además que su habilidad les mantenía aparte.

—Looney —dijo de nuevo Hornblower.

Looney se levantó y dejó caer el arpeo por encima de la borda. Cayó deprisa, llevándose la soga unida a el rápidamente por encima de la borda. Lentamente, Looney se quitó la ropa y se quedó desnudo. Se sentó en la borda y pasó sus piernas hacia afuera. Cuando sus pies notaron el frío del agua lanzó un chillido, y los otros dos se le unieron con gritos de alarma y de compasión.

—¿Le doy un empujón, señor? —preguntó el marinero que llevaba el remo de proa.

—No —exclamó Hornblower.

Looney estaba allí sentado hinchando y deshinchando el pecho, inhalando con toda la fuerza que podía, forzando el aire en sus pulmones. Hornblower podía ver lo mucho que se movían sus costillas a cada respiración. Uno de los otros cingaleses puso una bala de cañón en las manos de Looney, y éste la apretó contra su pecho desnudo. Luego se dejó deslizar desde la borda y desapareció bajo la superficie, haciendo que el esquife se balanceara violentamente.

Hornblower tomó su reloj; no tenía segundero —los relojes con segundero eran demasiado caros para que se los pudiera permitir— pero podía medir aproximadamente el tiempo. Vio la punta del minutero ir avanzando de una marca a la siguiente, luego de ésta a la siguiente, y luego al tercer minuto. Se estaba concentrando tan profundamente en aquella tarea que no oyó emerger a Looney; una exclamación de Leadbitter atrajo su atención. La cabeza de Looney era visible a unas veinte yardas a popa, con su larga y espesa mata de pelo negro, atado con una cuerda, detrás de sus orejas.

—¡Cía! —dijo Hornblower prontamente—. ¡Arría ese cabo, ahí!

La segunda orden fue entendida con bastante claridad por los cingaleses, o bien conocían su oficio, porque mientras un vigoroso golpe de remo o dos envió el esquife hacia Looney, uno de ellos tiró el cabo por encima de la popa. Looney se agarró con las manos a la borda y los otros dos lo auparon a bordo. Hablaron volublemente, pero Looney al final se quedó quieto y sentado en la bancada, con la cabeza escondida entre los muslos. Entonces levantó la cabeza, con el agua chorreando de su mojado cabello. Estaba claro que hablaba del frío —aquella fría brisa debía de ser como el hielo sobre su mojada piel— porque los otros lo arroparon y le ayudaron a taparse con sus ropas.

Hornblower se preguntó cómo hacer que se pusieran a trabajar de nuevo, pero no hubo necesidad de interferir. Tan pronto como Looney tuvo puestos sus blancos ropajes en torno a los hombros, se puso de pie en la proa del esquife y miró a su alrededor, pensativo. Luego señaló un lugar en el agua a pocas yardas de distancia, mirando a Hornblower.

—¡Adelante! —dijo éste.

Uno de los cingaleses izó el arpeo y lo dejó caer de nuevo cuando el bote llegó al lugar indicado. Ahora fue su turno de desnudarse, hinchar y deshinchar el pecho y tomar una bala de cañón entre las manos y sumergirse. Las balas de cañón cuestan dinero, pensó Hornblower, y llegaría un momento en que las necesitarían para luchar contra el enemigo. Sería mejor en el futuro conservar un buen suministro de pequeñas rocas recogidas en la costa. El buceador salió a la superficie y trepó a bordo, y fue recibido por sus compañeros igual que Looney. Hubo una pequeña discusión entre los buceadores, que acabó cuando el tercero se sumergió en el mismo lugar, aparentemente para establecer el punto en discusión. Lo que descubrió hizo que, a su vuelta, Looney pidiera por señas un movimiento más del esquife, y luego Looney fue quien se quitó la ropa de nuevo y bajó.

Los buceadores trabajaban industriosamente, y, por lo que podía ver Hornblower, de forma muy inteligente. Más tarde, Looney y uno de sus compañeros hicieron un descenso simultáneo, y fue en aquella ocasión cuando Hornblower notó que las piernas y los pies de Looney, cuando subió, estaban arañados y sangraban. Por un momento Hornblower pensó en tiburones o peligros submarinos similares, pero inmediatamente tuvo que cambiar de opinión. Seguramente Looney se rascó con el propio pecio. Había maderas podridas allá abajo, muy hundidas en el agua brillante, llenas de lapas y de moluscos con conchas afiladas como cuchillos. Hornblower se confirmó en su opinión cuando Looney hizo que marcaran con una boya aquel lugar en concreto. Anclaron un tablón con un arpeo, y luego volvieron a sumergirse más veces en las proximidades.

Los buceadores estaban ya exhaustos, yacían extenuados y amontonados junto a la bancada de proa.

—Muy bien, Looney —dijo Hornblower, y señaló al barco.

Looney le dirigió un cansado asentimiento.

—Leven ancla —ordenó Hornblower, y el esquife volvió a la Atropos.

A una milla eran visibles las velas al tercio del bote y la lancha también en su viaje de vuelta, viniendo con el refrescante viento de popa. Le pareció a Hornblower que las cosas nunca le podían pasar una por una; apenas había puesto los pies en la cubierta de la Atropos cuando ya estaban abarloando, y mientras los cingaleses se dirigían fatigosamente hacia adelante para informar a McCullum, allí estaban Carslake y Turner reclamando su atención.

—Los barriles de agua están llenos, señor —dijo Carslake—. He usado una pequeña corriente que desemboca a media milla de la ciudad. Pensé que sería mejor que las que van a parar a la ciudad.

—Muy bien, señor Carslake —dijo Hornblower.

Por lo que había visto en el norte de Africa, Hornblower estaba de acuerdo en que un suministro de agua que no haya pasado a través de una ciudad turca es muy preferible.

—¿Qué provisiones han conseguido?

—Muy pocas hoy, señor, me temo.

—Sólo había un mercado local, señor —añadió Turner—. El mudir no ha hecho correr la noticia hasta hoy. Los bienes estarán a la venta mañana.

—¿El mudir? —preguntó Hornblower. Aquélla era la palabra que Turner había usado antes.

—El jefe, señor, el gobernador local. El viejo con espada que vino a vernos en el bote ayer.

—¿Y ése es el mudir?

—Sí, señor. El mudir se encuentra por debajo del kaimakam, y el kaimakam por debajo del valí, y el valí por debajo del gran visir, y éste bajo el sultán, o al menos eso se supone… Todos ellos intentan gobernar por su cuenta cuando tienen la oportunidad.

—Ya entiendo —dijo Hornblower.

Nadie que hubiera dedicado un cierto estudio a la historia naval y militar de los últimos años en el Mediterráneo oriental podía ignorar la anarquía y desintegración que predominaban en el imperio turco. Lo que Hornblower deseaba saber era el efecto que éstas estaban produciendo localmente y en la actualidad. Se volvió hacia Carslake y escuchó pacientemente en primer lugar su relato de lo que habían comprado y lo que habría a su disposición más tarde.

—He comprado todos los huevos que tenían, señor. Dos docenas y media —dijo Carslake en el curso de su informe.

—Muy bien —dijo Hornblower, pero sin fervor alguno, y eso era una prueba contundente de que su mente no estaba en lo que Carslake le estaba contando.

Normalmente la sola idea de tener huevos, huevos pasados por agua, revueltos o escalfados, le habría excitado considerablemente. Los desfavorables acontecimientos de Malta habían impedido que comprara nada allí para sí. Ni siquiera se había llevado una cierta cantidad de huevos en conserva desde Deptford.

Carslake dejó de hablar al fin.

—Gracias, señor Carslake —dijo Hornblower—. Señor Turner, venga abajo y oiré lo que tenga que decirme.

Turner, aparentemente, había mantenido los ojos y los oídos bien abiertos, tal como Hornblower le ordenara.

—El mudir no dispone aquí de fuerzas que merezcan la pena tenerse en cuenta, señor —dijo Turner, con su gastado y viejo rostro animado y vivaz—. Dudo de que pueda reunir a veinticinco hombres armados en total. Va por ahí con dos guardias tan viejos como él mismo.

—¿Ha hablado con él?

—Sí, señor. Le he dado —el señor Carslake y yo le hemos dado— diez guineas para que nos abriera el mercado. Otras diez guineas mañana, es lo que le hemos prometido.

No había mal alguno en mantener a la autoridad local de su parte en cuanto fuese posible, pensó Hornblower.

—¿Y se mostró amistoso? —preguntó.

—Bueno, señor… Yo no diría tanto; no exactamente. Quizá fue porque deseaba nuestro dinero. Pero yo no le llamaría amistoso; no, señor.

«Se mostrará reservado y precavido —pensó Hornblower—, y no querrá comprometerse sin tener instrucciones de una autoridad superior, y sin embargo no le hace ascos a embolsarse veinte piezas de oro —las ganancias de todo un año, imaginó Hornblower— cuando se le presenta la oportunidad».

—El valí se ha llevado el ejército local, señor —continuó Turner—. Eso estaba muy claro por la forma en que habló el mudir. Pero no sé por qué, señor. Quizá tienen problemas de nuevo con los griegos. Siempre hay problemas en el archipiélago.

La rebelión era endémica entre los griegos súbditos de Turquía. El fuego y la espada, matanzas y desolación, piratería y revueltas asolaban las islas y el interior periódicamente. Y hoy en día, con la influencia francesa penetrando desde las Seven Islands, y Rusia tomando un interés sospechosamente humanitario en el bienestar de los súbditos turcos ortodoxos, había nuevas fuentes de problemas e intranquilidad.

—Una cosa está clara, sin embargo —dijo Hornblower—, y es que el valí no está aquí ahora mismo.

—Eso es cierto, señor.

Pasaría un tiempo antes de que al valí le llegara algún mensaje, o incluso hasta el subordinado del valí, el… el kaimakam, pensó Hornblower, recuperando con esfuerzo el extraño título de su memoria. La situación política era muy complicada. Turquía se había convertido en entusiasta aliada de Gran Bretaña recientemente, cuando Bonaparte conquistó Egipto, invadió Siria y amenazó Constantinopla. Pero Rusia y Turquía eran enemigas crónicas —habían luchado en media docena de guerras en el último medio siglo—, y ahora Rusia e Inglaterra eran aliadas, y Rusia y Francia eran enemigas, aunque desde Austerlitz no había forma en la que pudieran atacarse una a otra. No había duda en el mundo de que el embajador francés en Constantinopla estaba haciendo todo lo que podía para incitar a Turquía a una nueva guerra contra Rusia; no había duda alguna de que Rusia, desde los días de Catalina la Grande, posaba sus codiciosos ojos en Constantinopla y los Dardanelos.

La intranquilidad griega era un hecho establecido. También la ambición de los gobernantes locales turcos. El gobierno turco, a punto de derrumbarse, atraparía al vuelo cualquier oportunidad de enfrentar a un posible enemigo contra otro, y contemplaría con enormes sospechas —incluso había que tener en cuenta el factor religioso— cualquier actividad británica en posesiones turcas. Con Inglaterra y Francia empeñadas en una lucha mortal, no se podía culpar a los turcos si sospechaban que Inglaterra había comprado una continua alianza con Rusia, con la promesa de obtener un trozo de territorio turco; afortunadamente, Francia, con una imagen mucho peor, era sospechosa de algo similar. Cuando el sultán supiera —si es que lo sabía— de la presencia de un buque de guerra británico en la bahía de Marmaris, se preguntaría qué intrigas estaban tramando con el valí, y si el sultán o el valí sabían que un cuarto de millón en oro y plata yacía en el fondo de la bahía de Marmaris, se podía dar por sentado que no se sacaría nada de allí a menos que la parte del león fuera a parar a manos turcas.

No se podía llegar a conclusión alguna después de este debate, excepto la que se había alcanzado hacía una semana, que era realizar el rescate del tesoro tan rápidamente como fuera posible y dejar que los diplomáticos discutieran sobre un fait accompli. Fue a proa para que McCullum le dijera cuanto sabía acerca de esa posibilidad.

McCullum acababa de escuchar lo que le habían contado los buceadores. Éstos se encontraban en cuclillas en torno a su coy, con toda la atención de sus grandes ojos concentrada en la cara del hombre, y con sus ropas envueltas en torno a ellos hasta adoptar un aspecto similar a una colmena.

—Está ahí —dijo McCullum.

Al parecer, temía que se hubiera cometido algún error, o bien al tomar las mediciones originales o en las recientes operaciones de dragado.

—Me alegro de oírlo —replicó Hornblower, con toda la cortesía que pudo ante las temperamentales libertades del experto inválido.

—Está muy cubierto de vegetación, excepto el cobre, pero no parece haberse roto en absoluto.

Un barco de madera, que estaba unido con clavijas de madera y no había sido tocado por la corriente ni por tempestad alguna, podía yacer para siempre en un lecho de arena sin desintegrarse.

—¿Está derecho? —preguntó Hornblower.

—No. Está casi boca abajo. Mis hombres podían verlo de proa a popa.

—Es una suerte —dijo Hornblower.

—Pues sí. —McCullum se refirió a algunas páginas de notas escritas que había anotado con su mano libre—. El dinero estaba en el pañol inferior, a popa del palo de mesana e inmediatamente debajo de la cubierta principal. Una tonelada y media de oro acuñado en unos baúles de hierro y casi cuatro toneladas de plata acuñada en bolsas.

—Ajá —dijo Hornblower, tratando de simular que aquello cuadraba perfectamente con sus propios cálculos.

—El pañol tenía un recubrimiento especial de roble para reforzarlo antes de que se llevara el tesoro a bordo —continuó McCullum—. Espero que el dinero siga allí.

—¿Quiere decir…? —preguntó Hornblower, asombrado.

—Quiero decir que espero que no se haya caído a través de la cubierta al fondo del mar —respondió McCullum, condescendiendo a explicarse ante aquel aficionado ignorante.

—Por supuesto —asintió apresuradamente Hornblower.

—La carga principal del Speedwell era la mitad de la artillería del ejército —continuó McCullum—. Diez largos cañones del dieciocho. Cañones de bronce. Y la munición para ellos. De hierro.

—Por eso se hundió de esa forma —exclamó Hornblower, vivamente. Al hablar se dio cuenta también de las implicaciones de las palabras «bronce» y «hierro» que había recalcado bastante McCullum. El bronce resistiría mucho más bajo el agua que el hierro.

—Sí —asintió McCullum—. Tan pronto como el barco escoró, los cañones y municiones y todo lo demás debió de moverse. Juraría que fue así, por lo que sé de los contramaestres de aquellos tiempos. Con la guerra, cualquier aprendiz sube de categoría y se convierte enseguida en contramaestre.

—Sí, yo mismo he visto eso —asintió Hornblower, apenado.

—Pero eso no es ni bueno ni malo —siguió McCullum—. Looney dice que el barco está todavía, en su mayor parte, encima de la arena. Se ha podido meter bajo la grieta de la toldilla, justamente.

Por la significativa mirada de McCullum cuando hizo este anuncio, Hornblower pudo adivinar que aquello era de gran importancia, pero no podía comprender por qué.

—¿Ah, sí? —dijo Hornblower, vacilantemente.

—¿Creía que iban a abrir el costado del buque con palancas? —preguntó McCullum, irritado—. ¡Trabajar cinco minutos en el fondo, un día cada uno, tres hombres! Tardaríamos un año entero.

Hornblower, de repente, recordó las «mangueras de mecha de piel» que McCullum había pedido en Malta. Hizo una aventurada suposición, a pesar de la naturaleza fantástica de lo que iba a decir.

—¿Va a volar el pecio? —dijo.

—Por supuesto. Una carga de pólvora en ese ángulo debería abrir el barco exactamente por el lugar adecuado.

—Naturalmente —dijo Hornblower. Era oscuramente consciente de que se podían colocar cargas debajo del agua, pero su conocimiento de los métodos técnicos que debían emplearse era bastante pobre.

—Primero lo intentaremos con las mangueras de mecha —anunció McCullum—. Pero tengo pocas esperanzas de que funcionen a esa profundidad. Las juntas no resistirán la presión.

—Supongo que no —asintió Hornblower.

—Me imagino que eso supondrá una mecha volante al final —dijo McCullum—. Estos tipos siempre les tienen miedo. Pero lo haré.

La gruesa figura de Eisenbeiss asomó junto al coy. Puso una mano en la frente de McCullum y la otra en su muñeca.

—¡Quíteme las manos de encima! —gruñó McCullum—. Estoy ocupado.

—No debe moverse demasiado —dijo Eisenbeiss—. La excitación incrementa los humores mórbidos.

—¡Malditos sean los humores mórbidos! —exclamó McCullum—. Y usted, maldito sea también.

—No sea idiota, hombre —exclamó Hornblower, con la paciencia agotada por completo—. Le salvó la vida ayer. ¿No recuerda lo mal que se encontraba? «Duele, duele». Es lo único que decía.

Hornblower se encontró imitando con voz gimoteante la de McCullum del día anterior, y volvió débilmente la cabeza a un lado y otro como McCullum en la almohada. Era consciente de que aquella mímica resultaría efectiva, y desde luego McCullum se quedó un poco abatido al verle.

—Seguramente estaba enfermo —dijo—, pero ahora ya estoy mejor.

Hornblower miró a Eisenbeiss, al otro lado.

—Déjeme con el señor McCullum cinco minutos más —dijo—. Y ahora, señor McCullum, estaba hablando usted de mangueras de mecha de piel. ¿Me explicará, por favor, cómo las va a usar?