Hornblower se sentó en su camarote, esperando. «Unos minutos», fue la estimación de Eisenbeiss del tiempo necesario para la operación. Era preciso, como Hornblower sabía, trabajar lo más rápidamente posible, para minimizar la conmoción del paciente.
—En el viejo Hannibal, señor —dijo el ayudante a quien Hornblower había interrogado acerca de su experiencia—, cortamos once piernas en media hora. Aquello fue tremendo, señor.
Pero las amputaciones eran operaciones relativamente sencillas. La mitad de los casos sobrevivían: el propio Nelson había perdido un brazo, amputado una oscura noche con una tempestad moderada en alta mar, y había vivido hasta que una bala de mosquete acabó con él en Trafalgar. Pero esto no era una amputación. Era algo que podía ser peor que inútil si el diagnóstico de Eisenbeiss estaba equivocado y que, en cualquier caso, podía fracasar.
El barco estaba muy quieto y tranquilo. Hornblower sabía que toda su tripulación se tomaba un morboso interés en el destino del «pobre caballero». Se mostraban muy sentimentales con McCullum, que yacía a las puertas de la muerte como resultado de una herida de bala que no tenía que haber recibido nunca; el hecho de que le fueran a rajar con un bisturí representaba un morboso atractivo para ellos; el hecho de que al cabo de unos pocos minutos pudiera estar muerto y pasar a través de aquellas misteriosas puertas por las que todos temían pasar le investía de una calidad especial a sus ojos. Se habían apostado centinelas para vigilar a todos los sentimentales, curiosos y morbosos de la tripulación, y Hornblower sabía, por el silencio que se había hecho, que sus hombres aguardaban temblorosos el desenlace, esperando quizás oír un grito o un gemido, esperando como uno esperaría para ver a un criminal colgando de la horca. Mientras tanto, él podía oír el tictac de su reloj.
Y ahora se oían unos sonidos distantes, pero los sonidos en un barco pequeño de madera son susceptibles de tantas posibles interpretaciones que al principio no se permitió pensar que fueran el resultado del final de la operación. Pero luego se oyeron pasos y voces en el exterior de su camarote, el centinela habló y luego Eisenbeiss, y al fin se oyó un golpecito.
—Entre —dijo Hornblower, tratando de mantener la voz indiferente.
El primer vistazo a Eisenbeiss mientras éste entraba fue suficiente para decirle a Hornblower que todo había ido tan bien como se podía esperar. Había una obvia ligereza en los elefantiásicos movimientos del doctor.
—He encontrado la bala —dijo Eisenbeiss—. Estaba justo donde yo pensaba… en el ángulo inferior de la escápula.
—¿La ha sacado? —preguntó Hornblower; el hecho de que no corrigiera a Eisenbeiss por omitir el «señor» era prueba, si alguien hubiera podido notarlo, de que no estaba tan tranquilo como quería aparentar.
—Sí —dijo Eisenbeiss.
Dejó algo en la mesa frente a Hornblower, con un gesto dramático. Era la bala, deformada, aplanada hasta verse convertida en un disco irregular, con un arañazo en la superficie.
—Es donde ha cortado mi escalpelo —dijo Eisenbeiss, orgullosamente—. He ido directo al lugar preciso.
Hornblower cogió aquella cosa con cuidado para examinarla.
—Ya ve —dijo Eisenbeiss—, estaba donde yo decía. La bala dio en las costillas, las rompió y luego rebotó, pasando hacia atrás entre hueso y músculo.
—Sí, ya veo —dijo Hornblower.
—Y también está todo esto —continuó Eisenbeiss, poniendo algo más ante los ojos de Hornblower con el mismo tipo de orgullo con que un mago de feria saca un conejo del sombrero.
—¿Es el taco? —preguntó Hornblower, asombrado, y sin intentar coger aquel pequeño y horripilante objeto.
—No —dijo Eisenbeiss—, así es como lo sacaron mis fórceps. Pero mire…
Los grandes dedos de Eisenbeiss abrieron el objeto en capas sucesivas.
—Lo he examinado con mi lupa. Es un fragmento de la casaca azul. Éste es un trozo de forro de seda.
Y éste es un trozo de camisa de lino. Y todos éstos son hilos de una camiseta de punto.
Eisenbeiss sonrió triunfal.
—¿La bala había llevado todo esto en su camino? —preguntó Hornblower.
—Exactamente. Por supuesto. Entre la bala y el hueso se cortaron todos estos fragmentos, como entre las hojas de una tijera, y la bala se los llevó consigo. Los he encontrado todos. No es extraño que la herida supurase.
—Debe usted llamarme «señor» —dijo Hornblower, dándose cuenta, a medida que cesaba la tensión, de que Eisenbeiss había omitido el tratamiento—. ¿Ha tenido éxito la operación, por otra parte?
—Sí… señor —dijo Eisenbeiss—. La extracción de estos cuerpos extraños y el drenaje de la herida han causado una inmediata mejoría al paciente.
—¿No ha sufrido demasiado?
—No demasiado. Los hombres que estaban preparados para sujetarle no tuvieron gran cosa que hacer. Se prestó de buena gana, como le prometió a usted. Fue bueno que se quedara tan quieto. Temía que el pulmón sufriera alguna herida de las costillas rotas si se movía.
—Debe llamarme «señor» —insistió Hornblower—. Es la última vez, doctor, que paso por alto la omisión.
—Sí… señor.
—¿Y el paciente se está recuperando bien?
—Le he dejado tan bien como se podría esperar… señor. Debo volver con él enseguida, por supuesto.
—¿Cree que vivirá?
Parte de la expresión triunfal desapareció del rostro de Eisenbeiss cuando se concentraba en formular su respuesta.
—Es más probable que viva ahora, señor —dijo—. Pero con las heridas… uno nunca puede estar seguro.
Siempre existía la posibilidad, la impredecible posibilidad, de que la herida empeorase, se infectase y provocase la muerte.
—¿No puede decirme más?
—No, señor. La herida debe permanecer abierta para ser drenada. Cuando apliqué las suturas inserté una cánula…
—Muy bien —dijo Hornblower, repentinamente melindroso—. Comprendo. Será mejor que vuelva con él ahora. Gracias, doctor, por lo que ha hecho.
Ni siquiera cuando se fue Eisenbeiss tuvo una oportunidad de revisar tranquilamente la situación. Un golpecito en la puerta anunció la aparición del guardiamarina Smiley.
—Con los saludos del señor Jones, señor, hay unos botes que se dirigen hacia nosotros desde la costa.
—Gracias. Ahora subo. Y si el señor Turner no está en cubierta, dígale que quiero verle allí.
Algunos de los botes alegremente pintados que se veían a distancia llevaban remos, pero el más cercano llevaba una vela latina, e iba ciñendo mucho el viento. Mientras Hornblower contemplaba el barquito, éste aferró la vela y cambió de bordada. El aparejo latino tenía sus desventajas. Con la nueva bordada, el barco alcanzaría a la Atropos fácilmente.
—Y ahora escúcheme, señor Turner —dijo Hornblower, tomando la decisión que le andaba rondando por la cabeza durante los últimos dos días, sofocada hasta entonces por un sinfín de otras consideraciones—, cuando hable con ellos les dirá que estamos buscando una escuadra francesa.
—¿Perdón, señor?
—Estamos buscando una escuadra francesa. Dos naves… eso será bastante. Un barco de línea y una fragata, escapados de Corfú hace tres semanas. Lo primero que preguntará usted es si han atracado aquí.
—Sí, señor.
Turner no tenía muy claro todavía todo aquello.
—El almirante… Harvey nos ha enviado a buscar noticias. Está recorriendo los alrededores de Creta buscándoles con cuatro navíos de línea. Cuatro estará bien. Suficientes para que nos respeten.
—Ya comprendo, señor.
—¿Está usted seguro?
—Sí, señor.
Era un poco fastidioso depender de Turner para que le tradujera. Con autoridades españolas o francesas, Hornblower podría haber dirigido sus propias negociaciones, pero con los turcos no.
—Recuerde, es lo primero que debe preguntar, lo primero de todo. ¿Han atracado aquí dos barcos franceses? Entonces, después, puede pedir permiso para rellenar nuestros barriles de agua. Compraremos también verduras frescas y un par de bueyes si podemos.
—Sí, señor.
—Tenga presente en todo momento que estamos explorando para el almirante Harvey. No lo olvide ni un segundo, y entonces todo irá bien.
—Sí, señor.
El barco con vela latina iba acercándose a ellos deprisa, cogiendo una sorprendente velocidad con el escaso viento del atardecer; había una respetable estela de espuma bajo su proa. Vino deslizándose al costado y se puso a la capa, con la vela latina gualdrapeando hasta que cargaron la parte superior.
—Turcos, señor, no griegos —dijo Turner.
Hornblower podía adivinar aquello sin la ayuda de Turner; la tripulación del barquito iba vestida con unas sucias túnicas blancas y llevaban en la cabeza, envolviendo unos sombreritos rojos, unos andrajosos turbantes blancos. El hombre de barba canosa que se hallaba de pie en la proa llevaba una faja roja en torno a la cintura, de la cual colgaba una espada curva. Saludó a la Atropos con voz aguda. Turner le devolvió el saludo; la jerga que hablaba era la lingua franca del Levante, y Hornblower trató de adivinar qué era lo que decían ambos. Italiano, francés, inglés, árabe, griego, todos los idiomas contribuían a aquel lenguaje, según le pareció. Era un poco raro oír decir claramente las palabras «Horatio Hornblower» entre un montón de sonidos incomprensibles.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó.
—El mudir, señor. El mandamás local. Jefe del puerto oficial preventivo. Pregunta por nuestra patente de sanidad, señor.
—No olvide preguntarle por los barcos franceses
—dijo Hornblower.
—Sí, señor.
La conversación continuó a gritos; Hornblower captó al vuelo la palabra «fragata» más de una vez. El hombre con barba gris del barco extendió las manos con un gesto negativo y lo suplemento con una frase más.
—Dice que no han llegado aquí barcos franceses desde hace años, señor —dijo Turner.
—Pregúntele si ha oído comentar que hubiera alguno por la costa o en las islas.
El de la barba gris negaba todo conocimiento, estaba claro.
—Dígale —continuó Hornblower— que entregaré cinco piezas de oro a quien me dé noticias de los franceses.
Había algo contagioso en la atmósfera, en toda aquella conversación oriental… era la única explicación que encontraba Hornblower para haber usado la extraña expresión «piezas de oro». No había razón alguna por la que no hubiera podido decir «guineas» a Turner. El hombre de la barba meneó la cabeza de nuevo; Hornblower, mirándole fijamente, se preguntó sin embargo qué impresión le habría causado su oferta. El hombre preguntó algo y Turner contestó.
—Le he contado lo del escuadrón británico en alta mar, señor —informó.
—Bien.
No les iría mal permitir que los turcos creyeran que tenía una poderosa fuerza para respaldarle. Ahora, el hombre de la barba hacía gestos con los dedos de una mano extendidos mientras contestaba a una pregunta de Turner.
—Dice que quiere cinco piastras por tonel para que rellenemos nuestros barriles de agua, señor —dijo Turner—. Es un chelín cada uno.
—Dile… dile que le daré la mitad.
La conversación continuó; el cielo empezaba a enrojecer por el oeste con el ocaso mientras el sol iba hundiéndose poco a poco. Al fin, el hombre de la barba agitó la mano como despedida, y el bote se alejó y largó su vela ante el viento moribundo.
—Han vuelto para extender sus alfombrillas y decir la oración de la tarde, señor —dijo Turner—. Le he prometido diez guineas por todo. Eso nos da derecho a atracar en el espigón que hay allí, llenar de agua nuestros barriles y comprar en el mercado que está abierto por las mañanas. Él tendrá su parte de todo lo que compremos, puede estar seguro, señor.
—Muy bien, señor Turner. ¡Señor Jones!
—¡Señor!
—Con la primera luz del día voy a empezar a dragar para buscar el pecio. Tenga la draga preparada para entonces.
—Eh… sí, señor.
—Cien brazas de cabo de una pulgada, por favor, señor Jones. Dos balas de calibre nueve. Ponga cada una en una red y átelas separadas diez brazas, a distancias iguales de los finales del cabo. ¿Está claro?
—No… no demasiado, señor.
Como fue honrado, Hornblower no hizo observación alguna sobre su lentitud de comprensión.
—Coja usted cien brazas de cabo y ate una bala a cuarenta y cinco brazas de un extremo y la otra a cuarenta y cinco brazas del otro extremo. Y ahora, ¿está claro?
—Sí, señor.
—Puede usted arriar la lancha y el esquife al agua ahora, preparados para mañana. Llevarán la draga entre ambos, arrastrándola por el fondo para buscar el pecio. Designe a los hombres de los botes para ese servicio. Quiero empezar a trabajar en cuanto amanezca, como he dicho. Y necesitaremos también arpeos y boyas para marcar lo que vayamos encontrando. Nada demasiado llamativo… unos tablones bastarán, con diecisiete brazas de cabo cada uno. ¿Lo ha entendido bien?
—Sí, señor.
—Pues entonces encárguese de todo, señor Turner, e informe en mi camarote dentro de quince minutos, por favor. ¡Mensajero! Mis saludos para el doctor, y dígale que deseo verle en mi camarote de inmediato.
Hornblower se sentía como un malabarista en una feria, manteniendo una docena de pelotas en el aire a la vez. Quería saber por el doctor cómo iba progresando McCullum después de la operación; quería discutir con Turner la cuestión de qué autoridades locales era probable que se encontraran presentes en la bahía de Marmaris y podían interferir su trabajo allí; quería hacer todos los preparativos para la mañana siguiente; quería estar listo para llevar a cabo sus propios planes acerca del tesoro por si McCullum era incapaz de aconsejarle; y tenía que dar órdenes nocturnas para el cuidado del barco en aquel puerto de dudosa neutralidad. Cuando ya era muy tarde, casi de noche, recordó algo más: algo que sólo recordó por una súbita sensación de vacío en su interior. No había comido nada desde la hora del desayuno. Comió un poco de galleta y carne fría, masticando apresuradamente los trocitos pétreos en la mesa de su camarote antes de correr de nuevo a cubierta, en la oscuridad.
La noche era helada, y la joven luna ya se había puesto. Ni un solo soplo de aire rizaba la superficie del agua de la bahía, tan lisa que reflejaba perfectamente hasta las estrellas más débiles. Negra e impenetrable era el agua, bajo la cual yacía un cuarto de millón de libras esterlinas. Era tan impenetrable como su futuro, decidió, apoyándose en el mamparo. Un hombre inteligente, pensó, se iría a la cama, a dormir, habiendo hecho todo lo que su prudencia y su ingenio pudieran imaginar, y un hombre inteligente no se preocuparía más por el momento. Pero él tuvo que obligarse a acostarse y permitir a su cuerpo y su mente exhaustos que se deslizaran en el sueño.
Todavía era noche cerrada cuando le llamaron, noche fría y oscura, pero pidió café y se lo bebió mientras se vestía. La noche anterior, cuando había previsto la hora a la que debían llamarle, había dejado tiempo suficiente para vestirse tranquilamente antes de que llegara la luz del día, pero se sentía tenso y preocupado cuando saltó de la cama, lo mismo que le había sucedido en otras ocasiones cuando le habían despertado en plena noche para tomar parte en una expedición de intercepción o un desembarco al amanecer, y tuvo que contenerse para no vestirse deprisa y corriendo y subir a toda prisa a cubierta. Se esforzó por afeitarse tranquilamente, aunque era una operación que debía ser llevada a cabo casi al tacto, porque la lámpara que colgaba casi no iluminaba el espejo. La camisa que se puso tenía un tacto húmedo contra sus costillas; luchaba con sus pantalones cuando un golpe en la puerta trajo a Eisenbeiss, que venía a informarle obedeciendo sus órdenes de la noche anterior.
—El paciente está durmiendo bien, señor —anunció.
—¿Es bueno su estado?
—Creo que no debería molestarle por ahora, señor. Ha dormido muy tranquilo, así que no sabría decirle si tiene fiebre, ni tampoco he podido examinarle la herida. Puedo despertarle si lo desea, señor…
—No, no lo haga, claro que no. Supongo que es un buen síntoma que duerma bien, de todos modos.
—Muy bueno, señor.
—Entonces déjelo, doctor. Infórmeme si hay algún cambio.
—Sí, señor.
Hornblower se abrochó los pantalones y metió los pies en los zapatos. Su ansiedad por subir a cubierta venció a su contención hasta el punto de que todavía se estaba abrochando la casaca cuando salió al tambucho. En cubierta, la atmósfera también parecía estar cargada con aquel sentimiento de inminente ataque al amanecer. Estaban las figuras de los oficiales vagamente visibles, silueteadas contra el cielo. Hacia el este se apreciaba una luminosidad muy débil, una lucecita que llegaba a medio camino del cénit, tan débil que todavía no se apreciaba apenas, y su color, a su vez, era de un rosa tan suave que apenas se podía llamar tal.
—Buenos días —dijo Hornblower como respuesta al saludo de sus subordinados.
En el combés pudo oír las órdenes que se dictaban en voz baja, justo de la misma forma en que se tripulan los botes para una expedición de intercepción.
—Tripulación del esquife, al costado de estribor —decía la voz de Smiley.
—Tripulación de la lancha al costado de babor —aquélla era la voz del príncipe. Estaba adquiriendo un acento mejor que el del propio Eisenbeiss.
—Hay un poco de niebla en la superficie, señor —informó Jones—. Pero muy dispersa.
—Ya lo veo —replicó Hornblower.
—La noche pasada nos quedamos a dos cables de distancia del pecio, casi encima, señor —dijo Turner—. Hemos derivado por la noche, con el viento que caía, pero bastante poco.
—Dígame cuándo hay luz suficiente para que tome usted sus mediciones.
—Sí, señor.
En aquel corto espacio de tiempo el cielo del este había cambiado. Uno casi podía decir que se había oscurecido, pero quizás aquello se debía a que al aumentar un poco la iluminación general, el contraste no era tan acusado.
—¿Tomó usted una tercera medición cuando el Speedwell zozobró, señor Turner?
—Sí, señor. Era…
—No importa.
Se podía confiar en Turner para que manejara un asunto tan sencillo como aquél.
—No creo que el pecio se haya movido ni una pulgada, señor —dijo Turner—. Aquí no hay mareas ni corrientes. Los dos ríos que desembocan en la bahía no levantan ninguna corriente perceptible.
—¿Y el fondo es de arena firme?
—Arena firme, señor.
Había que dar gracias por aquel hecho. En barro, el pecio se podía haber hundido hasta hacer imposible su recuperación.
—¿Cómo demonios vino a zozobrar el Speedwell? —preguntó Hornblower.
—Pura mala suerte, señor. Era un barco viejo, y llevaba mucho tiempo navegando. Las algas y lapas eran muy espesas en su línea de flotación… no fue revestido de cobre lo bastante alto, señor. Así que la estaban limpiando, despejaron el costado de babor, con los cañones corridos a estribor y todos los pesos que pudieron mover a estribor también. Era un día tranquilo, con un calor infernal. Entonces, antes de poder decir amén, llegó una ráfaga de las montañas. Cogió el barco de pleno por el través de babor y lo escoró antes de que pudiera enderezarse. Las portas estaban abiertas y el agua llegó hasta los batiportes. Aquello la escoró todavía más —al menos eso es lo que averiguó la comisión de investigación, señor— y con las escotillas abiertas, el agua pasó por las brazolas y el barco se hundió.
—¿Se enderezó al hundirse?
—No, señor. Lo miré cuando oí el ruido, y lo vi escorado. Con el casco al aire se hundió. Los masteleros de gavia se rompieron y arrancaron. Salieron enseguida, con el mastelero de mayor y el velacho todavía unidos al pecio por un obenque o dos. Fue una ayuda cuando hubo que tomar las mediciones.
—Ya veo —dijo Hornblower.
Amanecía rápidamente. Al final pareció —una ilusión óptica, por supuesto— como si unas grandes rayas de colores treparan por el cielo desde el horizonte del este a un paso perceptible para la vista.
—Ahora ya hay luz suficiente, señor —dijo Turner.
—Gracias. ¡Señor Jones! Puede usted continuar.
Hornblower les vio alejarse, Turner dirigiendo el camino en el esquife con instrumentos y brújulas, Still siguiéndole detrás en la lancha y Smiley en el esquife unido a la lancha por la draga. Hornblower era muy consciente de que a pesar de la taza de café que había tomado, ansiaba su desayuno. Sin embargo se quedó allí, casi contra su voluntad. Aquella calma chicha al amanecer era la ideal para una operación de aquel tipo; permitía al esquife instalarse y mantener una posición con el mínimo esfuerzo posible. Las arrugas causadas por el paso del bote, aunque era lento, se extendían a lo lejos por la superficie espejeante de la bahía antes de desaparecer a lo lejos. Vio detenerse al esquife, y oyó claramente por encima del agua el sonido de la voz de Turner mientras éste hablaba a través de su altavoz a los otros botes. Maniobraron en redondo en una posición extraña, como dos escarabajos atados juntos con un hilo, y luego arriaron la draga entre los dos, maniobraron con dificultad de nuevo durante un momento mientras se colocaban exactamente encima de la posición correcta, y luego los remos empezaron a moverse rítmica, lentamente, como el péndulo del destino, y los botes empezaron a barrer la zona que tenían ante ellos. El corazón de Hornblower latió más deprisa a su pesar, y tragó saliva con excitación. En torno a él el barco empezaba a vivir con toda normalidad. En medio del peculiar ruido de los pies desnudos en las tablas de madera —un sonido diferente a cualquier otro sobre la tierra— la guardia de abajo llevaba sus coyes a almacenar en las redes. Lampazos y piedra de arena, cubos y bomba; los marineros que no estaban en los botes empezaban la rutina diaria de lavar la cubierta. No por primera vez en aquel viaje Hornblower se encontró experimentando una envidia momentánea de los marineros que estaban trabajando. Sus problemas eran muy sencillos, y sus dudas mínimas. Limpiar con la piedra de arena una porción de tablas hasta conseguir la blancura solicitada por un oficial de mar, restregarla con el lampazo, luego secarla, trabajando en amistosa camaradería con viejos amigos, chapoteando con los pies desnudos en el torrente de agua limpia: aquello era todo lo que tenían que hacer, como habían hecho una infinidad de mañanas en el pasado y como harían una infinidad de mañanas en el futuro. El se habría alegrado mucho de intercambiar con ellos su soledad, su responsabilidad, la complejidad de sus problemas. Eso sintió durante un momento antes de reírse de sí mismo, sabiendo perfectamente que se sentiría horrorizado si algún capricho del destino le obligaba a tal cambio. Se fue y varió por completo el tema de sus pensamientos. Le esperaba una generosa ración de cerdo bien grueso, frito hasta adquirir un color dorado. Había una pata en remojo desde hacía un par de días para él, y la parte exterior ya no estaría tan salada. El aroma sería exquisito: casi podía olerlo en aquel preciso momento. Cielo santo, a menos que estuviera todavía chisporroteando en su plato cuando se lo pusieran delante, a pesar del viaje desde el fogón al camarote, aquel cerdo tenía los minutos contados. Y también tendría migas de galleta fritas para acompañarlo, y lo completaría todo con melaza negra untada en un trozo de galleta, bien espesa. Aquella sí que era una idea en la que merecía la pena pensar.