Aquéllas eran las azules aguas donde se había forjado la historia, donde se había decidido el futuro de la civilización, más de una vez y más de dos. Allí los griegos habían luchado contra los persas, los atenienses contra los espartanos, los cruzados contra los sarracenos, los hospitalarios contra los turcos. Las pentecóntoras de Bizancio habían surcado aquellos mares, y los galeones de Pisa. Grandes ciudades habían crecido de forma exuberante, entre incontables riquezas. Justo un poco más allá del horizonte, por la amura de babor, se encontraba Rodas, donde una ciudad relativamente pequeña había erigido una de las siete maravillas del mundo, de modo que mil años después, el adjetivo «colosal» formaba parte del vocabulario de gentes cuyos antepasados llevaban pieles de animales y se pintaban conjugo de plantas por el tiempo en que los rodenses debatían sobre la naturaleza del infinito. Ahora la situación se había invertido. Allí llegaba la Atropos, guiada por sextantes y compases, conducida por el viento que aprovechaban sus bien planeadas velas, armada con largos cañones y carronadas —en resumen, un triunfo de la inventiva moderna— emergiendo desde el rincón más rico del mundo hacia uno donde el mal gobierno y las enfermedades, la anarquía y la guerra habían dejado desiertos donde una vez hubo fértiles campos, aldeas donde una vez hubo ciudades y chozas donde una vez hubo palacios. Pero no había tiempo para filosofar de aquella forma tan profunda. Las arenas del reloj que había encima de la bitácora caían poco a poco, y se aproximaba el momento en que debía alterarse el rumbo.
—¡Señor Turner!
—¡Señor!
—Vamos a alterar el rumbo cuando se llame a la guardia.
—Sí, señor.
—¡Doctor!
—¡Señor!
—Prepárese para un cambio de rumbo.
—Sí, señor.
El lecho de inválido de McCullum estaba dispuesto oblicuamente entre las carroñadas seis y siete, en el costado de estribor; una simple garrucha unía la cabecera de la cama, permitiendo que el nivel del lecho fuese ajustado con el cambio de rumbo, para que el paciente yaciera lo más horizontal posible, fuera cual fuese la inclinación que adquiriese el barco. Era responsabilidad del doctor atender a ello.
Se estaba llamando a la guardia.
—Bien, señor Turner.
—¡Escotas de las trinquetillas! ¡Hombres a las brazas!
Turner era un marinero muy eficiente, a pesar de su edad. Hornblower por entonces ya estaba seguro de ello. Se quedó allí de pie, viendo cómo ponía el buque contra el viento. Llegó Still y se tocó el sombrero ante Turner para tomar la guardia.
—Deberíamos alcanzar los Seven Capes en esta bordada, señor —dijo Turner, yendo hacia Hornblower.
—Así lo espero —dijo éste.
El pasaje a Malta había sido rápido, por suerte. Les había cogido una encalmada una sola noche al sur de Creta, pero a la mañana siguiente el viento se había levantado de nuevo desde el oeste. No soplaba ni una ligera brisa de viento del este —el equinoccio estaba todavía demasiado lejos para aquello, al parecer— y cada día habían hecho al menos un centenar de millas.
Y McCullum todavía vivía.
Hornblower se dirigió hacia donde yacía para verle. Eisenbeiss se inclinaba sobre él, tomándole el pulso, y al cesar el ajetreo de la partida, los tres buceadores cingaleses se habían acercado y se encontraban acuclillados a los pies de la cama, con los ojos clavados en su amo. Tener aquellos tres pares de ojos melancólicos contemplándole debía de producir, según creía Hornblower, un efecto de lo más deprimente, pero al parecer McCullum no ponía objeción alguna a ello.
—¿Todo bien, señor McCullum? —preguntó Hornblower.
—No… no tan bien como me gustaría.
Era bastante triste ver lo lenta y penosamente que volvía la cabeza en la almohada. La espesa barba que había brotado en su rostro no ocultaba el hecho de que McCullum tenía las mejillas más hundidas, los ojos más febriles que el día anterior. El declive era muy acentuado; el día que zarparon, McCullum parecía apenas ligeramente herido, y al segundo día tenía un aspecto aún mejor: había protestado por el hecho de que le tuvieran en cama, pero aquella noche empeoró mucho y se había ido hundiendo paulatinamente desde entonces, tal como el cirujano de la guarnición y Eisenbeiss habían pronosticado.
Por supuesto, aquellas no habían sido sus únicas protestas. McCullum se enfureció todo lo que le permitía su estado de aturdimiento al despertarse de su sopor narcótico y encontrar que le estaba cuidando el mismo hombre que le había disparado. Luchó contra su debilidad y sus vendajes. Se requirió la intervención personal de Hornblower —afortunadamente, la Atropos estaba lejos de la boca de la bahía cuando McCullum recobró la conciencia— para calmarle de nuevo.
—Es de mal nacidos proseguir con un asunto de honor después de un intercambio de disparos —le dijo Hornblower—: Es el doctor quien le está atendiendo en estos momentos, y no el barón. —Y luego el argumento definitivo—: No sea idiota, hombre. No hay otro cirujano en cincuenta millas a la redonda. ¿Quiere morir?
Así que McCullum se resignó, y entregó su torturado cuerpo a los cuidados de Eisenbeiss, quizás obteniendo un cierto consuelo de las cosas innobles que el doctor tenía que hacer por él.
Y ahora había perdido ya todo su empuje. McCullum era un hombre muy enfermo. Cerró los ojos mientras Eisenbeiss le ponía la mano en la frente. Los pálidos labios murmuraron y Hornblower, encorvándose sobre él, sólo pudo oír frases dispersas. Era algo acerca de «mechas debajo del agua». McCullum estaba pensando, entonces, en la operación de salvamento que les esperaba. Hornblower miró hacia arriba y sus ojos se encontraron con los de Eisenbeiss. Había una gran preocupación en ellos, y el cirujano movió imperceptiblemente la cabeza. Eisenbeiss pensaba que McCullum iba a morir.
—Me duele… me duele —dijo McCullum, quejándose un poco.
Se removió inquieto, y las poderosas manos de Eisenbeiss le colocaron en una posición más cómoda sobre su costado izquierdo. Hornblower notó que Eisenbeiss pasaba una mano, como inquisitivamente, por encima del omóplato de McCullum y luego la bajaba hacia las costillas, y McCullum se quejó de nuevo. No hubo cambio alguno en la gravedad de la expresión de Eisenbeiss.
Era horrible. Era horrible ver morir a aquella criatura tan magníficamente formada. E igualmente horrible, se dio cuenta Hornblower, que su profunda compasión fuese unida a la preocupación por sí mismo. No podía imaginar cómo iba a arreglárselas para la operación de salvamento si McCullum moría, o incluso encontrándose tan indefenso como estaba ahora mismo. Volverían con las manos vacías y deberían enfrentarse a la ira y el desdén de Collingwood. ¿Para qué servían todos sus desvelos? Hornblower de pronto se sintió exasperado ante el estúpido convencionalismo de aquel duelo que había reclamado la vida de un hombre tan valioso y al mismo tiempo había puesto en peligro su reputación profesional. En su interior luchaba un torbellino de emociones contrapuestas.
—¡Tierra! ¡Tierra a estribor!
El grito vino resonando desde el tope del mastelero de velacho. Nadie pudo oírlo sin sentir al menos un poco de excitación. McCullum abrió los ojos y volvió la cabeza de nuevo, pero Eisenbeiss, inclinado sobre él, luchó para calmarle. El lugar de Hornblower estaba a popa, y se apartó del lecho y caminó hacia allí, tratando de no parecer demasiado ansioso. Turner ya estaba allí, había subido atraído por aquel grito, y por el mamparo de sotavento, los otros oficiales se estaban reuniendo rápidamente en un grupo.
—Una buena línea de costa, señor —comentó Turner.
—Una hora más temprano de lo que yo esperaba —respondió Hornblower.
—La corriente va hacia el norte aquí, con vientos fijos desde el oeste, señor —dijo Turner—. Llegaremos a Ataviros, en el puerto de Rodas, bien pronto, y entonces tomaremos medidas cruzadas.
—Sí —replicó Hornblower.
Era consciente de su comportamiento reservado, pero sólo se daba cuenta oscuramente de cuál era su causa: no se encontraba cómodo al tener a bordo a un piloto que sabía mucho más de las condiciones locales que él mismo, aunque aquel piloto le había sido asignado precisamente para ahorrarle problemas.
La Atropos estaba abriéndose paso valientemente a través de los cortos pero profundos mares, que la impulsaban hacia adelante atacando su popa. Su movimiento era fácil; llevaba exactamente la cantidad de lona precisa para aquel viento. Turner se metió el catalejo en el bolsillo y se dirigió hacia adelante para subir a la obencadura, mientras Hornblower se quedaba de pie en el costado de barlovento, con el viento soplando contra sus mejillas tostadas por el sol. Turner volvió a popa, con una sonrisa que denotaba satisfacción.
—Ahí está Seven Capes, señor —dijo—. Dos cuartas a estribor.
—¿Dirección al norte, dice usted? —preguntó Hornblower.
—Sí, señor.
Hornblower se adelantó y miró la brújula, y hacia arriba, a la orientación de las velas. La dirección norte ayudaría, y el viento venía desde el suroeste, pero no tenía sentido ir innecesariamente lejos a sotavento.
—¡Señor Still! Puede ceñir más al viento. Bracee por sotavento.
No quería tener que abrirse paso trabajosamente al final, y estaba dejando espacio para evitar el peligro de la corriente de cabo Kum.
Y allí estaba el doctor, tocándose el sombrero para requerir su atención.
—¿Qué pasa, doctor? —preguntó Hornblower.
Los hombres estaban halando las amuras.
—¿Puedo hablar con usted, señor?
Aquello era exactamente lo que estaba haciendo ya, y en un momento nada oportuno. Pero por supuesto, lo que quería era una oportunidad para hablar con él en privado, y no en aquella cubierta llena de ajetreo.
—Es sobre el paciente, señor —añadió Eisenbeiss—. Creo que es muy importante.
—Ah, muy bien —dijo Hornblower, conteniéndose para no lanzar un juramento. Abrió camino hacia su camarote, y se sentó frente al doctor—. ¿Y bien? ¿Qué es eso que tiene que decirme?
Eisenbeiss estaba nervioso, eso estaba claro.
—Me he formado una teoría, señor.
Como siempre, no pronunció bien la «t», y la palabra sonó tan poco habitual y su pronunciación era tan extraña que Hornblower tuvo que pensar un momento antes de comprender lo que Eisenbeiss había querido decir.
—¿Y qué teoría es ésa?
—Es sobre la posición de la bala, señor —respondió Eisenbeiss; él, a su vez, tuvo que esperar un momento para asimilar la correcta pronunciación de la palabra.
—El cirujano de la guarnición de Malta me dijo que se alojaba en la cavidad torácica. ¿Puede añadir usted algo más?
La expresión «cavidad torácica» era un poco extraña, pero el cirujano de la guarnición había dicho exactamente eso. Implicaba un espacio vacío, y era, obviamente, un término poco acertado. Pulmones, corazón y grandes vasos sanguíneos llenaban sin duda aquella cavidad.
—Creo que no puede estar ahí en absoluto, señor —dijo Eisenbeiss, haciendo una especulación arriesgada, eso estaba claro.
—¿Ah, no? —Si aquello era verdad, las noticias eran importantísimas—. ¿Y entonces, por qué está tan mal?
Ahora que Eisenbeiss se había comprometido ya, volvió a adoptar un aire voluble. Las explicaciones surgieron como un torrente, acompañadas de gestos espasmódicos. Pero la explicación era difícil de seguir. En aquel asunto de naturaleza altamente técnica, Eisenbeiss había pensado en su idioma nativo sobre todo, y ahora tenía que traducir a unos términos técnicos que no eran familiares para él y aún menos familiares para Hornblower, que se esforzaba desesperadamente por comprender una frase difícil.
—¿Cree usted que la bala, después de romper esas costillas, ha saltado de nuevo hacia afuera? —preguntó. En el último momento sustituyó la palabra «saltar» por «rebotar», para definirlo con mayor claridad.
—Sí, señor. Las balas a menudo hacen eso.
—¿Y dónde dice usted que está, según le parece?
Eisenbeiss trató de estirar su mano izquierda bajo su axila derecha; su cuerpo era demasiado grueso para permitir que aquella demostración fuese muy completa.
—Bajo la escápula, señor… el… el omóplato.
—¡Tierra! ¡Tierra por la amura de babor!
Hornblower oyó el grito procedente del tragaluz que tenía encima. Debía de ser Rodas lo que habían avistado. De allí se dirigirían al canal de Rodas, y él estaba allí abajo hablando de escápulas y costillas. Y sin embargo, una cosa era tan importante como la otra.
—No puedo quedarme aquí abajo mucho más, doctor. Dígame, ¿en qué está pensando exactamente?
Eisenbeiss empezó sus explicaciones de nuevo. Habló de la fiebre del paciente, y del comparativo bienestar de la mañana después de recibir la herida, y de la pequeña cantidad de sangre que había escupido. Estaba en plena explicación cuando un golpe en la puerta le interrumpió.
—Entre —dijo Hornblower.
Era su alteza serenísima el príncipe de Seitz-Bunau, con un discurso que, estaba claro, había preparado cuidadosamente en su camino hacia el camarote.
—Con los respetos del señor Still, señor —dijo—. Tierra a la vista por la amura de babor.
—Muy bien, señor príncipe. Gracias.
Era una lástima que no tuviera tiempo para cumplimentar al chico por su rápido aprendizaje del inglés. Hornblower se volvió de espaldas a Eisenbeiss.
—Así que creo que la bala se fue hacia la espalda, señor. La piel es., es dura, señor, y las costillas son… son elásticas.
—¿Sí? —Hornblower ya había oído hablar de balas que dan la vuelta al cuerpo antes de aquel momento.
—Y el paciente es muy musculoso. Mucho.
—¿Y cree usted que la bala se ha alojado en los músculos de la espalda?
—Sí. Muy hondo, contra las costillas. Bajo el punto más bajo de la escápula, señor.
—¿Y la fiebre? ¿Y el desmejoramiento?
Se podían explicar, de acuerdo con la torrencial explicación de Eisenbeiss, por la presencia de un cuerpo extraño profundamente incrustado en los tejidos, en especial si, como era probable, iba acompañado de fragmentos de tela. Todo aquello parecía bastante plausible.
—¿Y trata usted de decirme que si la bala está allí y no en el interior del pecho, sería usted capaz de extraerla?
—Sí, señor.
Eisenbeiss mostró por su actitud que sabía que aquellas palabras acababan por fin de comprometerle.
—¿Cree que podrá hacerlo? ¿Significa usar el bisturí?
En cuanto Hornblower acabó la segunda pregunta, se dio cuenta de que era muy poco educado hacer dos preguntas a la vez a un hombre que ya tenía bastantes problemas para responderlas de una en una. Eisenbeiss tuvo que pensar largo rato sobre la formulación de sus respuestas.
—Significa usar el bisturí —dijo al fin—. Es una operación difícil. No sé si podré hacerla.
—¿Pero espera que sí?
—Eso espero.
—¿Y cree que tendrá éxito?
—No lo sé. Eso espero.
—¿Y si no tiene éxito?
—Morirá.
—Pero cree que morirá de todos modos si no intenta la operación, ¿verdad?
Ése era el meollo del asunto. Eisenbeiss abrió dos veces la boca y la cerró por dos veces antes de responder.
—Sí.
Por el tragaluz, mientras Hornblower se sentaba estudiando la expresión de Eisenbeiss, llegó un nuevo grito, débilmente, procedente de los cadenotes de barlovento.
—¡No hay fondo! ¡No hay fondo con este cabo!
Turner y Still habían decidido, sabiamente, tomar una medición con el escandallo; estaban todavía lejos de fondo, tal como era de esperar. Hornblower volvió mentalmente de la situación del barco a la decisión referente a McCullum. Este último podía reclamar quizá ser consultado sobre el tema, pero eso no tenía demasiado sentido. Su vida estaba en manos de su país.
A un marino no se le consulta antes de verse envuelto en la batalla.
—Así que ésa es su opinión, doctor. Si opera y falla, ¿sólo habrá acortado unas horas la vida del paciente?
—Unas horas. Unos días.
Unos días podían bastar para llevar a cabo la operación de salvamento, pero con McCullum tan mal como ahora, no serviría para nada durante esos pocos días. Por otra parte, no había modo de saber si era posible que se recuperase al cabo de esos pocos días, siendo operado o no.
—¿Qué dificultades encierra la operación? —preguntó Hornblower.
—Hay varias capas de músculo en esa zona —explicó Eisenbeiss—. Infraespinoso, subescapular, muchos. En cada uno, las… fibras van en diferente sentido. Eso dificulta a la hora de trabajar rápido y sin realizar grandes daños. Y luego está la arteria grande, la subescapular. El paciente ya está muy débil y no puede soportar una conmoción demasiado fuerte.
—¿Tiene usted todo lo necesario para la operación, si decide llevarla a cabo?
Eisenbeiss encogió sus gruesos hombros.
—Los dos ayudantes… auxiliares médicos puede llamarlos, señor… tienen experiencia. Ambos han servido en barcos en acción. Tengo mis instrumentos. Pero desearía…
Estaba claro que Eisenbeiss deseaba algo que consideraba difícil de conseguir.
—¿Qué?
—Me gustaría que el barco estuviera quieto. Anclado. Y con buena luz.
Aquello volcaba el platillo de la decisión.
—Antes de anochecer —dijo Hornblower—, este barco estará fondeado en una bahía rodeada de tierra. Puede hacer sus preparativos para la operación.
—Sí, señor. —Una nueva pausa antes de que Eisenbeiss hiciera una importante pregunta—: ¿Y su promesa, señor?
Hornblower no tuvo que pensar mucho para decidir si Eisenbeiss trabajaría de forma más eficiente si se enfrentaba a la certidumbre de ser azotado y colgado en caso de fallar. El hombre haría todo lo posible, por simple orgullo profesional. Y el pensamiento de que su vida estaba en juego posiblemente le pondría nervioso.
—Retiro mi promesa —dijo Hornblower—. No sufrirá usted daño alguno, ocurra lo que ocurra.
—Gracias, señor.
—¡No hay fondo! —dijo el sondeador en los cadenotes.
—Muy bien, entonces. Tiene usted hasta esta tarde para hacer los preparativos que desee.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Una vez Eisenbeiss hubo salido del camarote, Hornblower se sentó durante un breve instante reflexionando sobre su decisión. Su barco estaba entrando en el canal de Rodas y él debía subir a cubierta.
—El viento viene del sur, una cuarta, señor —dijo Still, tocándose el sombrero.
Lo primero que Hornblower había notado cuando llegó al tambucho era que la Atropos estaba todavía braceada por sotavento, ciñendo el viento todo lo que podía. Still y Turner habían actuado correctamente sin tener que molestarle para ello.
—Muy bien, señor Still.
Hornblower se llevó el catalejo al ojo y barrió el horizonte. Una áspera y escarpada costa por un lado; en el otro, una suave playa de arena. Se inclinó para estudiar el mapa.
—El cabo Angistro a estribor, señor —dijo Turner a su costado—. El cabo Kum con el viento un poco a popa del través de babor.
—Gracias.
Todo tal y como debería ser. Hornblower se enderezó y volvió su catalejo hacia la costa turca. Era empinada, con ásperos acantilados, detrás de los cuales asomaba una cadena de elevadas y suaves colinas.
—Sólo están verdes en esta época del año, señor —explicó Turner—. El resto del año son pardas.
—Sí.
Hornblower había leído todo lo que había podido sobre el Mediterráneo oriental, y sabía algo de las condiciones climáticas.
—No vive allí demasiada gente, señor —continuó Turner—. Unos pocos granjeros. Pastores. Algunos pueblecitos de pescadores en alguna de las ensenadas. Un poco de comercio costero en los caiques de Rodas… no mucho en esta época, señor. Hay piratas en estas aguas, además de la enemistad entre griegos y turcos.
Comercian un poco con miel y madera, pero muy poco.
—Sí.
Afortunadamente, el viento había rolado hacia el sur, aunque poco. Aquello facilitaba una de las mil complicaciones de su complicada vida.
—Sin embargo, hay muchas ruinas a lo largo de la costa, señor —siguió hablando monótonamente Turner—. Ciudades, templos… le sorprendería.
La antigua civilización griega había florecido en esos lugares. Por allí se encontraba Artemisia y otras ciudades griegas, llenas de vida y belleza.
—Sí —dijo Hornblower.
—Los pueblos se encuentran casi todos donde estaban las antiguas ciudades —insistió Turner—. Con las ruinas a su alrededor. La mitad de las casitas están construidas con mármol de los templos.
—Sí.
En otras circunstancias, Hornblower se podía haber sentido muy interesado por todo aquello, pero entonces Turner era una simple distracción. No estaba sólo el asunto inmediato de llevar la Atropos hasta la bahía de Marmaris; también estaba el asunto de cómo tratar con las autoridades turcas, cómo emprender el asunto del salvamento; estaba también la cuestión —urgente, agobiante— de si McCullum viviría o no. Estaba la rutina del barco. Cuando Hornblower miró a su alrededor pudo ver que los marineros y oficiales se arremolinaban junto a la borda mirando ansiosamente hacia la costa. Estaban los griegos que residían entre los musulmanes del interior: sería importante cuando se tratase de conseguir licor para los hombres.
Y también le gustaría llenar sus barriles de agua; y estaba el tema también de obtener verduras frescas.
Allí estaba Still con una cuestión de rutina. Hornblower asintió.
—¡Los licores!
El grito atravesó el pequeño barco, y cuando lo oyeron, los hombres no prestaron ya oídos a ninguna sirena que les llamara desde la costa. Era el gran momento del día para la mayoría de ellos, el momento en que podrían apurar su pequeña cantidad de ron con agua con ansia. Privar a un hombre de su ración era como impedirle a un santo entrar en el paraíso. Las especulaciones que se producían entre los hombres, sus tratos con sus raciones de ron, el intercambio, la venta, la compra, hacían que un mercado persa pareciera tranquilo por comparación. Pero Hornblower decidió que no tenía por qué mirar a los hombres con condescendencia, como si fueran cerdos de Circe bebiendo a grandes tragos en un abrevadero; era perfectamente cierto que aquél era el gran momento del día para ellos, pero es que ellos no tenían ningún otro momento en absoluto, durante meses y años, confinados entre las paredes de madera de su pequeño barco, a menudo sin ver ni un chelín durante todo aquel tiempo, ni una cara nueva, ni un solo problema humano al cual aplicar su ingenio. Quizás era mejor ser capitán y tener demasiados problemas.
Los marineros fueron a cenar. El cabo Kum apareció por un lado y la costa turca por otro, la brisa refrescando el brillante y soleado día; Turner charlaba sin cesar a medida que aparecían los hitos en el terreno.
—El cabo Marmaris, señor —informó Turner.
La costa se hundía allí, revelando montañas más altas justo detrás. Era el momento de aferrar velas, listos para entrar. Y también era el momento en que había que tomar una decisión. La Atropos, entonces, en lugar de un barco pacífico, navegando plácidamente por aguas exteriores no territoriales, se convertía en uno pendenciero, cuya entrada en un puerto extranjero podía enviar apresurados despachos a las embajadas y hacer que se reunieran gabinetes en el extremo opuesto de Europa. Hornblower intentó dar sus órdenes como si no le preocupara la importancia del momento.
—¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros a arrizar las velas! ¡Todos los marineros!
La guardia de abajo subió corriendo a ocupar sus posiciones. Los oficiales, ante la llamada a los marineros, se colocaron también en sus puestos, y los pocos que se encontraban dormitando abajo subieron apresuradamente a cubierta. Las velas bajas y los juanetes fueron aferrados.
—¡Señor Jones! —dijo Hornblower ásperamente.
—¡Señor!
—¡Suelte esa escota y afloje la tensión de la amura! ¿Dónde aprendió usted a manejar un barco?
—Sí, señor —respondió Jones, de forma bastante patética, pero recogió los dos puños juntos rápidamente.
La reprimenda estaba merecida, pero Hornblower se preguntó si se la habría administrado de la misma manera si no se encontrara ansioso por demostrar que las responsabilidades que le ocupaban no le distraían de los detalles del manejo del barco. Entonces decidió amargamente que aquello era innecesario desde todos los puntos de vista; ninguna de aquellas figuras que se apresuraban en cubierta dedicaba ni un solo pensamiento a las responsabilidades de su capitán, ni les preocupaba si aquel aferramiento de velas sería el preliminar de una crisis internacional.
—Red Cliff Point, señor —dijo Turner—. Passage Island. Sari allí. El pasaje del este es mejor, señor… hay una roca en medio del paso del oeste.
—Sí —dijo Hornblower. Su mapa no era muy detallado, pero aquello sí que estaba claro—. Iremos por el este. ¡Timonel! Caña a babor. ¡Así! ¡Vía así!
Con el viento en su aleta, la Atropos se dirigió hacia la entrada como un gamo, incluso con su vela reducida a gavias y trinquetillas. La entrada se hizo más definida según se aproximaban; dos escarpados picos corriendo para encontrarse uno al otro con una isla muy alta en medio. Era obvio por qué Red Cliff Point se llamaba así: por todas partes había una oscura y dispersa masa de pinos en cabos e isla, mientras que en las cumbres sólo se podían ver las siluetas rectangulares de unos pequeños fuertes.
—No tienen hombres en ellos, señor —dijo Turner—. Se han convertido en ruinas como todo lo demás.
—¿Quiere decir que el paso del este está absolutamente despejado?
—Sí, señor.
—Muy bien.
La Atropos siguió adelante, Hornblower dando sus órdenes al timonel. No había bandera alguna ondeando en la costa, y hasta que no vieran una, no era cuestión de disparar como saludo. Desde la punta a la isla, la entrada medía apenas media milla, posiblemente menos; ahora podían ver al otro lado, hasta las amplias aguas de la bahía de Marmaris, con altas montañas rodeándola por todos los lados excepto el norte.
—Allí está la ciudad, señor —dijo Turner—. No vale nada.
Una torre blanca —un minarete— recibía el sol de la tarde.
—Se puede ver el montículo rojo detrás de la ciudad ahora, señor.
—¿Dónde se hundió el Speedwell? —preguntó Hornblower.
—A babor, allí, señor. Justo en línea con el montículo rojo y el fuerte en el Passage Island. El fuerte de Ada quedaba al sursureste.
—Tome la posición ahora —ordenó Hornblower.
Estaban ya atravesando la entrada. El agua era lisa, aunque no lo suficiente para reflejar el cielo azul. Turner estaba tomando la posición del fuerte de Capa Ada. A ojo, Hornblower podía juzgar las otras mediciones. No les perjudicaría atracar cerca del proyectado escenario de operaciones; aquello atraería menos atención que fondear en un sitio primero y luego desplazarse a otro fondeadero más tarde. Jones aferró velachos y gavias y también las trinquetillas bastante rápido. La Atropos se deslizaba tranquilamente.
—Todo a estribor —dijo Hornblower al timonel.
La Atropos viró, con la gavia de mesana ayudando a girar mientras Jones la aferraba. El impulso del barco disminuyó poco a poco, y las pequeñas olas fueron lamiendo su proa.
—¡Fondea!
El cabo del ancla salió rechinando. La Atropos se balanceaba al ancla, en aguas turcas. Atravesar el límite de las tres millas, incluso la entrada a través del paso, habían sido acciones que se podían discutir, desautorizar. Pero aquel ancla, con sus uñas sólidamente enterradas en la firme arena, era algo a lo que una nota diplomática podía aferrarse de forma clara.
—Llame al doctor —dijo Hornblower.
Había muchas cosas que hacer; era su deber entrar en contacto con las autoridades turcas si ellos no contactaban con él. Pero lo primero de todo, sin perder ni un momento, era hacer los arreglos necesarios para la operación de McCullum. La vida de aquel hombre estaba en la cuerda floja, y mucho más que su vida.