CAPÍTULO 10

Malta; Ricasoli Point en una parte y el fuerte St. Elmo devolviendo el saludo en la otra, y el gran puerto abriéndose entre ellos; Valetta con sus palacios en el promontorio; embarcaciones alegremente pintadas por todas partes. Soplaba un fresco viento del nordeste. Aquel viento —gregal, lo llamaban las instrucciones de navegación— no permitía ningún momento de ocio a Hornblower para disfrutar de la vista. En unas aguas confinadas, un navío con viento en popa siempre parecía tercamente decidido a mantener su velocidad, por mucha lona que se redujera, y aun con los palos desnudos. Requería un control del tiempo muy exacto virar en el momento justo, frenar su impulso, cargar las velas y fondear adecuadamente.

Ni tampoco parecía que hubiera ningún momento de ocio para Hornblower durante las pocas horas que estaría allí. Podía combinar sus deberes oficiales con la entrega personal de los despachos que le habían confiado, lo cual ahorraría una buena cantidad de tiempo, pero aquel ahorro fue inmediatamente consumido, como las vacas gordas del sueño del faraón fueron devoradas por las vacas flacas, por las demandas a su atención y, así como las vacas flacas no se engordaron después de comerse a las gordas, estuvo tan atareado como siempre cuando su planificación le hubo ahorrado todo aquel tiempo. Sería el primer día del trimestre, o muy cerca de éste, cuando las cartas de Malta llegasen a Inglaterra, y de este modo podría retirar algo de su paga trimestral. No demasiado, por supuesto —había que pensar en María y los niños—, pero sí lo bastante para proporcionarle unos pocos lujos en aquella isla en que el pan era caro y los lujos baratos. Naranjas, olivas y verduras frescas: los barcos cantina ya estaban esperando su permiso para acercarse a su costado.

McCullum, con sus operaciones de salvamento ya en mente, estaba ansioso por hacer un pedido para los suministros que consideraba necesarios. Quería una milla de cuerda de media pulgada de grosor y un cuarto de milla de mecha lenta… una petición extravagante para Hornblower, pero era de suponer que McCullum sabía lo que hacía, y además quería también quinientos pies de «manguera de mecha» de cuero, que era algo de lo que Hornblower no había oído hablar nunca.

Hornblower firmó el pedido preguntándose vagamente si la Marina Real podría hacerle un recargo por ello, y después tuvo que enfrentarse al hecho inevitable de que todos los oficiales del barco deseaban ir a tierra y presentaban razones irrefutables a Jones para hacerlo. Si la Atropos hubiera estado ardiendo, no habrían estado más ansiosos para escapar de ella.

Se presentó también otra complicación: una nota de su excelencia el gobernador. ¿Podría el capitán Hornblower y uno de sus oficiales cenar en palacio aquella tarde? Era imposible rehusar, así que no merecía la pena perder tiempo discutiendo aquel asunto. Su excelencia estaba tan ansioso como cualquier mortal corriente por oír los cotilleos de Inglaterra y ver una cara nueva, mientras que tampoco había discusión respecto al oficial que debía acompañarle. Su excelencia nunca le perdonaría si oía hablar de quién se encontraba a bordo de la Atropos y no se le daba la oportunidad de sentar a la realeza a su mesa.

—Avise al señor príncipe —dijo Hornblower—, y al doctor.

Sería necesario llevar al doctor para que le tradujera al príncipe con toda exactitud lo que iba a pasar; el chico había aprendido mucho inglés durante el mes que llevaba a bordo, pero el vocabulario del alojamiento para suboficiales difícilmente incluía las palabras adecuadas para permitir una discusión sobre etiqueta virreinal. El príncipe llegó sin aliento, intentando arreglarse un poco el uniforme. Eisenbeiss jadeaba también: llegaba desde el otro extremo del barco y a través de una estrecha escotilla.

—Por favor, explique a su alteza serenísima —dijo Hornblower— que vendrá conmigo a tierra para cenar con el gobernador.

Eisenbeiss habló en alemán, y el chico asintió con un gesto, mecánicamente. El uso del alemán le evocaba las maneras de la realeza, bajo el nuevo barniz de guardiamarina inglés.

—¿Debe su alteza serenísima vestir su traje de corte? —preguntó Eisenbeiss.

—No —dijo Hornblower—, su uniforme. Y si alguna vez le vuelvo a ver con los zapatos tan mal lustrados, usaré el bastón en su espalda.

—Señor… —dijo Eisenbeiss, pero las palabras le fallaron.

La idea del bastón aplicado a su príncipe le dejaba sin habla; afortunadamente, quizá.

—¿Entonces yo también tendré que llevar el uniforme, señor? —preguntó Eisenbeiss.

—Me temo que usted no ha sido invitado, doctor —dijo Hornblower.

—Pero soy el primer chambelán de su alteza serenísima, señor —explotó Eisenbeiss—. Ésta será una visita ceremonial, y es una ley fundamental de Seitz-Bunau que yo me encargue de hacer todas las presentaciones.

Hornblower contuvo su ira.

—Yo represento a su majestad británica —dijo.

—Seguramente su majestad británica no deseara que este aliado no sea tratado con todos los honores debidos a su posición, ¿verdad? Como secretario de estado, es mi deber realizar una protesta oficial.

—Muy bien —dijo Hornblower. Levantó la mano e inclinó la cabeza del príncipe hacia adelante—. Haría usted mejor ocupándose de que su alteza serenísima se lavase detrás de las orejas.

—¡Señor! ¡Señor! —exclamó Eisenbeiss.

—Esté listo y adecuadamente vestido dentro de media hora, por favor, señor príncipe.

La cena en palacio siguió el aburrido curso que era de esperar. Fue una suerte que, al ser recibidos por el edecán del gobernador, Hornblower pudiera aliviar de sus hombros la carga de la difícil cuestión de las presentaciones. Hornblower no tenía ni idea de si su alteza serenísima debía ser presentado a su excelencia o viceversa, y se sintió divertido cuando vio que su excelencia se apresuraba a hacerse a un lado cuando oía la calidad de su segundo invitado; los asientos para la cena necesitaron urgente revisión. Así que Hornblower se encontró sentado entre dos aburridas señoras, una de ellas con las manos rojas y la otra sorbiendo por la nariz constantemente. Luchó por darles conversación de forma educada, y tuvo mucho cuidado con su vaso de vino, limitándose simplemente a dar algún sorbito cuando los otros bebían grandes tragos.

El gobernador bebió a la salud de su alteza serenísima el príncipe de Seitz-Bunau, y el príncipe, con perfecto aplomo, bebió a la salud de su majestad el rey de Gran Bretaña; presumiblemente, aquéllas eran las primeras palabras de inglés que había aprendido, mucho antes de aprender a gritar: «¡Halad a tope!», o «¡Vamos, marineros de pacotilla!». Cuando las damas se hubieron retirado, Hornblower escuchó los comentarios de su excelencia sobre la amenazadora invasión de Bonaparte del sur de Italia, y acerca de las oportunidades de preservar Sicilia de sus garras, y un rato después de volver al salón captó la mirada del príncipe. Éste le devolvió la sonrisa y se puso en pie. Era extraño verle recibiendo los saludos de los hombres y las reverencias de las damas con la seguridad del hábito profundamente arraigado. Al día siguiente el chico estaría en la camareta de guardiamarinas de nuevo. Hornblower se preguntaba si podría luchar por sus derechos allí y asegurarse de que no recibiera más que su ración de ternillas correspondiente cuando se sirviera la carne.

El esquife les condujo a través de la gran bahía desde la escalinata del gobernador al costado del buque, y Hornblower subió a cubierta con el recibimiento de los silbatos de los segundos contramaestres. Incluso antes de apartar la mano del borde de su sombrero ya era consciente de que algo andaba mal. Miró en torno a él al barco iluminado por el espectacular ocaso que el gregal había traído consigo. No parecía haber problemas con los marineros, a juzgar por su actitud, de pie y apiñados a proa. Los tres buceadores cingaleses estaban como de costumbre, aislados junto a los guardabaupreses. Pero los oficiales agrupados a popa miraban de forma aprensiva; los ojos de Hornblower fueron de una cara a otra, de Jones a Still, los dos tenientes, Carslake, al sobrecargo, y a Silver, el oficial de derrota de la guardia. Fue Jones, como oficial superior, quien se adelantó a informarle.

—Perdone, señor…

—¿Qué pasa, señor Jones?

—Perdone, señor, ha habido un duelo.

Nunca se sabe cuál va a ser el peso que caiga de pronto sobre los hombros de un capitán. Podía ser un brote de peste, o el descubrimiento de podredumbre seca en el maderamen del buque. Y el aspecto de Jones implicaba que no solamente se había disputado un duelo, sino que además alguien había resultado herido.

—¿Quién se ha peleado? —requirió Hornblower.

—El doctor y el señor McCullum, señor.

Bueno, podían encontrar otro médico en algún sitio, y en el peor de los casos podían incluso arreglárselas sin médico.

—¿Qué ha ocurrido?

—El señor McCullum ha resultado herido en los pulmones, señor.

¡Dios! Aquello era completamente diferente, algo de vital importancia. Una bala en los pulmones significaba la muerte casi segura, y ¿qué iba a hacer él si moría el señor McCullum? Habían enviado a McCullum desde la India, y costaría un año y medio enviar a otra persona para que le reemplazara. Ningún hombre normal, aunque tuviera experiencia de salvamentos, serviría para el caso: tenía que ser alguien además que supiera cómo usar a los buceadores cingaleses. Hornblower se preguntó con desesperación si había hombre alguno sobre la tierra tan desgraciado como el. Tuvo que tragar saliva antes de volver a hablar.

—¿Dónde está ahora?

—¿El señor McCullum, señor? Está en manos del cirujano de la guarnición, en el hospital, en tierra.

—¿Está vivo todavía?

Jones extendió las manos con desesperanza.

—Sí, señor. Al menos, estaba vivo hace media hora.

—¿Dónde está el doctor?

—Abajo, en su alojamiento, señor.

—Voy a verle. No, espere. Mandaré a buscarle cuando le necesite.

Quería pensar; necesitaba tiempo para decidir qué había que hacer. Su instinto le hacía caminar por cubierta; de ese modo, pudo dejar salir la presión interna de su emoción. Sólo incidentalmente el ejercicio rítmico le ayudaba a disponer sus pensamientos en secuencia ordenada. Y aquella cubierta tan pequeña estaba repleta de oficiales ociosos… su camarote, abajo, por supuesto no servía. En aquel momento Jones vino a importunarle con algo más.

—El señor Turner está a bordo, señor.

¿El señor Turner? ¿Turner? Era el piloto con experiencia en aguas turcas a quien Collingwood había destacado especialmente para que sirviera en la Atropos. Vino desde detrás de Jones cuando se dio la orden, un marchito anciano con una carta en la mano, presumiblemente las órdenes que le habían llevado a bordo.

—Bienvenido a bordo, señor Turner —dijo Hornblower, esforzándose por mostrarse cordial mientras se preguntaba si alguna vez podría hacer uso de los servicios de Turner.

—Su humilde servidor, señor —dijo Turner, con una cortesía pasada de moda.

—Señor Jones, procure que el señor Turner se acomode.

—Sí, señor.

Era la única respuesta que podía dar Jones, por dura que fuera la orden. Pero estaba claro quejones meditaba algún comentario suplementario. A lo mejor iba a sugerir poner a Turner en el alojamiento del señor McCullum. Hornblower no pudo soportar la idea de tener que escuchar algo parecido mientras todavía no había llegado a ninguna decisión. Fue aquella irritación lo que finalmente le condujo a la acción, con la arbitrariedad de un capitán de la vieja escuela.

—Vayan abajo, todos ustedes —espetó—. Quiero que despejen esta cubierta.

Todos le miraron como si no le hubieran oído bien, aunque él sabía que sí le habían oído.

—Abajo, por favor —dijo, y aquel «por favor» no suavizó nada en absoluto la aspereza de su petición—. Oficial de guardia, vea que esta cubierta quede despejada y apártese usted también de mi vista.

Todos fueron abajo. Aquella orden provenía de un capitán a quien (de acuerdo con los informes de los hombres de su esquife) a duras penas habían conseguido disuadir de que colgara a una docena de prisioneros franceses, por la única razón de querer ver sus estertores de agonía. Así que se quedó solo en el alcázar, donde pudo pasear arriba y abajo, desde la baranda al palo de mesana y de vuelta otra vez, mientras la luz de la tarde se iba desvaneciendo. Caminaba con rapidez, volviéndose bruscamente al llegar al final, y la irritación y la preocupación le iban aguijoneando.

Tenía que tomar una decisión. Lo que había que hacer, obviamente, era informar a Collingwood y esperar sus órdenes. Pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que algún barco abandonase Malta con las cartas para Collingwood, y cuánto antes de que volviera otro? Un mes entero, probablemente. Ningún capitán que mereciera su paga podía mantener a la Atropos esperando ociosamente en la gran bahía durante un mes. Podía adivinar ya lo que iba a pensar Collingwood de un hombre que se evadía de semejante modo de su responsabilidad. Podía ir él mismo en busca de Collingwood con la Atropos, pero a esto se aplicaban las mismas objeciones. ¿Y cómo le sentaría a Collingwood si él llegaba a Toulon o Leghorn o dondequiera que le hubieran llevado los azares de la guerra, cuando se supone que debería estar a miles de millas de allí? No. No. Eso no pasaría nunca. Al menos había reducido dos aparentes posibilidades a la imposibilidad.

Entonces, tenía que seguir con sus órdenes como si nada le hubiese pasado al señor McCullum. Aquello significaba que él debía tomar bajo su mando la operación de salvamento, y él no sabía absolutamente nada de aquel tema. Una oleada de furia le invadió cuando su mente se centró en los inconvenientes y pérdidas ocasionados por el duelo. El idiota de Eisenbeiss y el mal carácter de McCullum. No tenía suficientes problemas Inglaterra en su lucha con Bonaparte como para tener que satisfacer sus pasiones ridículas. Él mismo había tolerado la elefantina estupidez de Eisenbeiss. ¿Por qué no podía haber hecho McCullum lo mismo? Y en cualquier caso, ¿por qué no podía haber sujetado mejor su pistola McCullum, y matado a aquel ridículo doctor en lugar de hacerse matar él? Pero aquel tipo de preguntas retóricas no le llevarían muy lejos a la hora de solucionar sus problemas urgentes; no debía seguir pensando en ello. Además, con un agudo sentimiento de culpabilidad, otra consideración se adueñó de su ánimo. Tenía que haberse dado cuenta de la animosidad existente entre dos personas de su barco. Recordaba la forma despreocupada en la que había descargado sobre los hombros de Jones la responsabilidad de acomodar a McCullum en su pequeño y atestado barco. En el alojamiento de oficiales, el doctor y McCullum se habían exasperado mutuamente; no había duda de ello… y presumiblemente en tierra, tomando vino en alguna taberna, la enemistad había estallado y conducido al duelo. Tenía que haber pensado en aquella posibilidad y abortarla de raíz. Hornblower se recriminó por su negligencia. Experimentó el más amargo desprecio por sí mismo en aquel momento. Quizá no estuviese preparado para ser capitán de uno de los barcos de su majestad.

Aquella idea trajo consigo un trastorno interno aun más grande. No podía soportarlo. Debía probarse a sí mismo que no era cierto, o se quebraría en el intento. Debía llevar a cabo aquella operación de salvamento con sus propios esfuerzos si era necesario. Debía hacerlo. Tenía que hacerlo.

Así que ésa fue la decisión. Sólo tenía que esforzarse para hacer que la emoción muriese en su interior, y así poder pensar febril pero claramente. Por supuesto, debía hacer todo lo posible para asegurar el éxito, no omitir nada que pudiera ayudar. McCullum había pedido «manguera de mecha» de cuero; aquélla era alguna indicación de cómo había que enfocar el problema del salvamento. Y McCullum no estaba muerto todavía, por lo que él sabía. Podía… no, no creía que fuera posible. Nadie sobrevivía a un balazo en los pulmones. Y sin embargo…

—¡Señor Nash!

—¡Señor! —dijo el oficial de la guardia, corriendo hacia él.

—Mi esquife. Voy a ir al hospital.

Había todavía un poco de luz en el cielo, pero la superficie del agua estaba negra como la tinta, reflejando en largas e irregulares líneas las luces que aparecían en Valetta. Los remos rechinaban rítmicamente en las chumaceras. Hornblower se contuvo para no obligar a los hombres a remar más deprisa. No hubieran podido remar nunca lo bastante rápidamente para satisfacer el ansia de acción inmediata que le ahogaba.

Los oficiales de la guarnición estaban todavía tomando su rancho, sentados, bebiendo vino, y el sargento de guardia, a petición de Hornblower, se presentó y fue a buscar al cirujano. Era un hombre joven, y afortunadamente todavía sereno. Se quedó de pie, con la luz de las velas iluminándole el rostro, y escuchó atentamente las preguntas de Hornblower

—La bala le dio en la axila derecha —dijo el cirujano—. Era de esperar, porque estaba de pie con el hombro vuelto hacia su oponente y el brazo levantado. La herida se encuentra en el margen posterior de la axila, hacia la espalda; en otras palabras, al nivel de la quinta costilla.

El corazón se encuentra a ese mismo nivel, como Hornblower sabía muy bien, así que aquellas palabras sonaban muy ominosas.

—Supongo que la bala no entró recta hacia adentro —insinuó.

—No —replicó el cirujano—. Es muy raro que una bala de pistola, si toca el hueso, penetre en el cuerpo, aun a doce pasos. La carga de pólvora es sólo de un dracma. Naturalmente, la bala se encuentra todavía allí, presumiblemente en el interior de la cavidad torácica.

—¿Así que no es probable que viva?

—Muy improbable, señor. Es una sorpresa que haya vivido tanto. La hemoptisis —es decir, escupir sangre, señor— ha sido extraordinariamente ligera. La mayoría de los heridos en el pecho mueren de hemorragia interna al cabo de un par de horas, pero en este caso supongo que el pulmón apenas ha sido tocado. Hay una considerable contusión bajo la escápula derecha —o sea, el omóplato—, que indica que la bala acabó ahí su curso.

—¿Cerca del corazón?

—Cerca del corazón, sí, señor. Pero no ha tocado ninguno de los grandes vasos sanguíneos de ahí, sorprendentemente, o habría muerto al cabo de pocos segundos.

—Entonces, ¿por qué cree que no sobrevivirá?

El doctor meneó la cabeza.

—Una vez se ha abierto la cavidad del pecho, señor, hay pocas oportunidades, y con la bala todavía dentro, las posibilidades son mínimas. Ciertamente, junto con la bala habrán penetrado fragmentos de tela. Es de esperar que se produzca una necrosis interna, una conjunción de humores malignos y finalmente la muerte al cabo de pocos días.

—¿No puede usted extraer la bala?

—¿De dentro del pecho? ¡Ni soñarlo, señor!

—Entonces, ¿qué acciones piensa usted emprender?

—He vendado la herida de entrada para contener la hemorragia. He fajado el pecho para asegurar que los extremos punzantes de las costillas rotas no dañan más los pulmones. He extraído dos onzas de sangre de la vena basilar izquierda y le he administrado un opiáceo.

—¿Un opiáceo? ¿O sea que ahora no está consciente?

—Ciertamente, no.

Hornblower no se sintió más informado de lo que había estado cuando Jones le contó las noticias.

—¿Dice que puede vivir unos días? ¿Cuántos?

—No conozco al paciente, señor. Pero se trata de un hombre fuerte en lo mejor de la edad. Puede durar hasta una semana. Incluso más. Pero por otra parte, si las cosas empeoran, puede morir mañana mismo.

—¿Pero y si dura varios días? ¿Estará consciente durante todo ese tiempo?

—Es bastante probable. Cuando deje de estarlo es señal de que se aproxima el final. Entonces lo lógico es que aparezca fiebre, inquietud, delirios y por fin la muerte.

Por lo tanto, era posible que tuviera varios días de lucidez. Y una débil, remota posibilidad de que McCullum viviera después.

—¿Y si lo llevo a alta mar conmigo? ¿Ayudaría eso? ¿O lo empeoraría?

—Tendría que asegurarse de su inmovilidad por las costillas fracturadas. Pero en alta mar incluso puede vivir más. En estas islas se dan las habituales fiebres del Mediterráneo. Y además, hay fiebre baja endémica. Mi hospital está lleno de casos semejantes.

Ésta sí que era una información que realmente ayudaba a tomar una decisión.

—Gracias, doctor —dijo Hornblower, y tomó su decisión.

Entonces fue sólo cuestión de minutos hacer los arreglos con el cirujano y despedirse de él. El esquife le llevó de vuelta a la oscuridad, por encima de las negras aguas, hacia donde las luces de la Atropos asomaban débilmente.

—Llame al doctor y dígale que venga a mi camarote de inmediato —fue la respuesta de Hornblower al saludo del oficial de guardia.

Eisenbeiss llegó lentamente. Había una cierta aprensión y al mismo tiempo una cierta bravuconería en sus modales. Estaba preparado para defenderse de la tormenta que estaba seguro que caería sobre él. Lo que no esperaba era la recepción que tuvo. Se aproximó a la mesa detrás de la cual estaba sentado y se quedó de pie, hosco, mirando a los ojos a Hornblower con el culpable desafío de un hombre que acaba de tomar otra vida humana.

—El señor McCullum —empezó Hornblower, y los gruesos labios del doctor mostraron un asomo de desdén— va a ser enviado aquí a bordo esta noche. Todavía vive.

—¿Aquí, a bordo? —repitió el doctor, sorprendido en un cambio de actitud.

—Se dirigirá a mí como «señor». Sí, he hecho que le manden aquí desde el hospital. Mis órdenes para usted son que haga todos los preparativos para su recepción.

La respuesta del doctor fue en inteligible alemán, pero no había duda de que era una exclamación de sorpresa.

—Su respuesta debe ser «sí, señor» —gruñó Hornblower; su reprimida emoción y tensión casi le hacían temblar allí sentado en la mesa. No podía impedir que su puño estuviese apretado, pero al menos se contuvo y no aporreó la mesa. La intensidad de sus sentimientos debió de tener efectos telepáticos.

—Sí, señor —dijo el doctor, de mala gana.

—La vida del señor McCullum es extremadamente valiosa, doctor. Mucho más valiosa que la suya.

El doctor se limitó a murmurar como respuesta:

—Es su deber mantenerle con vida.

El puño de Hornblower se abrió entonces, y pudo explicar las cuestiones que le ocupaban lentamente, una por una, subrayando cada una con un golpecito de la yema de un dedo sobre la mesa.

—Hará usted todo lo que pueda por él. Si necesita algo especial para ello, me informará y yo procuraré obtenerlo para usted. Tiene que salvarle la vida, o si no, prolongarla lo más posible. Le recomendaría que montara una enfermería para él a popa de la carroñada número seis del costado de estribor, donde el movimiento del buque se siente menos, y donde le podremos habilitar un refugio de la intemperie. Deberá usted dirigirse al señor Jones para ello. Los barriles de cerdo del barco deberán ser llevados hacia adelante, donde no le molesten.

La pausa y mirada de Hornblower extrajeron un «sí, señor» de los labios del doctor como un tapón de una botella, y así Hornblower pudo continuar.

—Zarparemos mañana al amanecer —continuó—. El señor McCullum vivirá hasta que alcancemos nuestro destino, y hasta mucho después, lo bastante para que cumpla la misión que le ha traído hasta aquí desde la India. ¿Está eso lo bastante claro para usted?

—Sí, señor —respondió el doctor, aunque su asombrada expresión probaba que había algo en aquellas órdenes que no podía explicarse.

—Será mejor que le mantenga con vida —continuó Hornblower—. Ciertamente, será mejor que lo consiga. Si él muere, puedo juzgarle por asesinato bajo las leyes ordinarias de Inglaterra. No me mire de ese modo. Estoy diciéndole la verdad. La ley común no dice nada de duelos. Puedo colgarle, doctor.

El doctor se puso un poco más pálido, y sus grandes manos trataron de expresar lo que su paralizada lengua no podía.

—Pero colgarle simplemente no sería lo bastante bueno para usted, doctor —dijo Hornblower—. Puedo hacer mucho más que eso, y lo haré. Tiene usted una espalda muy gorda y carnosa. El gato de siete colas se hundiría profundamente en ella. Ha visto azotar a algún hombre… vio a dos la semana pasada. Les ha oído chillar. Usted también chillará en las rejas, doctor. Eso se lo prometo.

—¡No! —gritó el doctor—, no puede…

—Me llamará usted «señor», y no me llevará la contraria. ¿Ha oído mi promesa? La llevaré a cabo. Puedo hacerlo y lo haré.

En un barco alejado de cualquier otra autoridad superior, no había nada que un capitán no pudiera hacer, y el doctor lo sabía muy bien. Con la severa cara de Hornblower ante él y aquellos ojos implacables mirándole, el doctor no podía dudar de aquella posibilidad. Hornblower intentaba mantener la dureza de su expresión, y no prestar atención a los cálculos internos que persistían en su interior. Se metería en unos problemas terribles si el Almirantazgo oía algún día que había hecho azotar a un doctor comisionado, pero el Almirantazgo quizá no oyera hablar nunca de un incidente ocurrido en el distante Levante. Y por otra parte, estaba la otra duda: si McCullum moría, y nadie podía ya devolverle a la vida, Hornblower no iba a torturar a un ser humano sin ningún propósito práctico real. Pero como Eisenbeiss no podía saber aquello, no importaba.

—¿Está claro ahora para usted, doctor?

—Sí, señor.

—Entonces mi orden es que empiece ahora mismo a hacer sus arreglos.

Fue una gran sorpresa para Hornblower ver que Eisenbeiss todavía se quedaba allí, dudando. Iba a hablar con más dureza todavía, cortando los febriles gestos de las grandes manos, cuando Eisenbeiss habló de nuevo.

—¿No ha olvidado algo, señor?

—¿Qué cree usted que he olvidado? —preguntó Hornblower, buscando tiempo en lugar de rechazar de plano cualquier argumento, prueba de que se encontraba un poco alterado por la insistencia de Eisenbeiss.

—El señor McCullum y yo… somos enemigos —dijo Eisenbeiss.

Era verdad que Hornblower había olvidado aquello. Estaba tan absorto manipulando seres humanos como si fueran piezas de ajedrez que había pasado por alto un factor vital. Pero no podía admitirlo.

—¿Y qué? —preguntó fríamente, esperando que su confusión no fuese demasiado evidente.

—Yo le disparé —dijo Eisenbeiss. La mano derecha, que había empuñado la pistola, hizo un vivido gesto, que permitió a Hornblower visualizar todo el duelo—. ¿Qué dirá él si soy yo quien le cura?

—¿A qué se debía el desafío? —preguntó Hornblower, que seguía buscando tiempo.

—El me insultó —dijo Eisenbeiss—. Dijo… dijo que yo no era barón, y entonces yo dije que él no era un caballero. «Le mataré por eso», dijo, y nos peleamos.

Eisenbeiss, ciertamente, había dicho lo que mejor podía excitar la ira de McCullum.

—¿Está usted seguro de ser un barón? —preguntó Hornblower.

La curiosidad le impulsó a hacer la pregunta, así como la necesidad de más tiempo para reunir sus pensamientos. El barón se irguió todo lo que le permitían los baos de cubierta que estaban sobre su cabeza.

—Claro que sí, señor. Mi patente de nobleza está firmada por su alteza serenísima en persona.

—¿Cuándo hizo eso?

—En cuanto… en cuanto nos quedamos los dos solos. Sólo su alteza serenísima y yo conseguimos cruzar la frontera cuando entraron los hombres de Bonaparte en Seitz-Bunau. Todos los demás se pusieron al servicio del tirano. No era adecuado que su alteza serenísima fuese atendido por un simple burgués. Sólo un noble podía prepararle la cama o servirle la comida. Tenía que disponer de un gran chambelán para que regulase su ceremonial, y un secretario de estado para que llevase sus asuntos extranjeros. Así que su alteza serenísima me ennobleció… y por eso ostento el título de barón, y me encomendó los más altos cargos de Estado.

—¿Siguiendo su consejo?

—Yo era el único consejero que le quedaba.

Aquello era muy interesante, y en gran parte Hornblower ya lo imaginaba, pero ese no era el asunto. Hornblower ahora estaba en mejor situación de poder enfrentarse al tema de forma realista.

—En el duelo —preguntó—, ¿intercambiaron disparos?

—Su bala pasó rozándome el oído —respondió Eisenbeiss.

—Entonces el honor se ha satisfecho por ambas partes —dijo Hornblower, más para sí mismo que para el doctor.

Técnicamente, aquello era absolutamente correcto. Un intercambio de disparos, y aún más el derramamiento de sangre, concluían cualquier problema de honor. Los implicados podían relacionarse después socialmente como si no hubiera existido ningún conflicto entre ellos. Pero encontrarse en las posiciones de paciente y médico respectivamente podía ser un poco distinto. Tendría que enfrentarse a aquella dificultad cuando surgiera.

—Tiene usted mucha razón al recordarme todo esto, doctor —dijo, intentando adoptar un aire de calma judicial—. Deberé tenerlo en cuenta.

Eisenbeiss le miró de forma inexpresiva, y Hornblower de nuevo puso su cara implacable.

—Pero esto no representa diferencia alguna en cuanto a la promesa que yo le había hecho. Puede estar seguro —continuó— de que mis órdenes todavía siguen en pie. Siguen en pie —recalcó.

Pasaron unos segundos antes de que llegara la respuesta, renuente.

—Sí, señor.

—Al salir, ¿sería tan amable de hacer que avisen al señor Turner, el nuevo piloto?

—Sí, señor.

Aquello mostraba la sutil diferencia existente entre una orden y una petición, pero ambas debían ser igualmente obedecidas.

—Y ahora, señor Turner —dijo Hornblower cuando Turner llegó al camarote—, nuestro destino es la bahía de Marmaris, y zarparemos mañana al amanecer. Desearía saber qué vientos podemos esperar en esta época del año. Quiero llegar allí sin perder tiempo. Cada hora, yo diría incluso que cada minuto es muy importante.

El tiempo era muy importante, porque había que sacar el máximo partido de las horas que le quedaban a un moribundo.