CAPÍTULO 9

Hornblower observaba cómo trabajaba su tripulación con ojos penetrantes mientras la Atropos entraba suavemente, a toda vela, en la bahía de Gibraltar. Ahora se podía decir que estaban bien entrenados. El duro camino por el canal, las luchas con las borrascas del golfo de Vizcaya habían conseguido que se convirtieran en un equipo unido. No había confusión y sólo el mínimo imprescindible de órdenes. Los hombres corrían a las vergas; vio a dos figuras balancearse en las burdas y bajar deslizándose todo el camino desde el calcés, desdeñando el uso de obenques y flechastes. Llegaron a cubierta simultáneamente y se quedaron sonriéndose el uno al otro durante un momento: estaba claro que acababan de disputar una carrera. Uno era Smiley, el guardiamarina de la cofa mayor. El otro… su alteza serenísima el príncipe de Seitz-Bunau. Aquel chico había mejorado muchísimo más de lo que se podía esperar. Si alguna vez volvía a sentarse en su trono en su capital germana, tendría unos recuerdos muy curiosos.

Pero el capitán no debía dejar que su atención se desviara en aquellos momentos.

—¡Suéltela, señor Jones! —gritó.

El ancla cayó, arrastrando el chirriante cable a través de su agujero; Hornblower miró mientras la Atropos largaba todo el cable y luego cabeceaba al ancla. Estaba en el amarradero que le habían asignado; Hornblower miró hacia arriba a la alta roca y por encima, a la costa española. Nada parecía haber cambiado desde la última vez —hacía tantos años— en que había venido navegando hasta Gibraltar. El sol brillaba sobre él, y era muy agradable volver a sentir el sol mediterráneo, aunque no calentaba demasiado en aquel frío tiempo invernal.

—Llame a mi esquife, por favor, señor Jones.

Hornblower corrió abajo para ceñirse su espada y sacar el mejor de sus dos tricornios de su caja de hojalata para ponerse lo más presentable posible a la hora de ir a la costa a realizar sus visitas oficiales. Le provocaba gran excitación pensar que pronto estaría leyendo las órdenes que tendría que llevar a cabo en la siguiente fase de sus aventuras. Posibles aventuras, mejor; lo más probable es que fueran simples tareas monótonas de bloqueo junto a un puerto francés.

Aunque en las órdenes que le entregó Collingwood, cuando las leyó, había un párrafo que le hizo preguntarse cuál sería su destino.

Llevará en su barco al señor William McCullum, del Servicio de la Honorable Compañía de las Indias Orientales, junto con sus ayudantes nativos, y les ofrecerá pasaje cuando, en obediencia al primer párrafo de estas órdenes, venga a reunirse conmigo.

El señor McCullum le esperaba en la antesala del gobernador. Era un hombre corpulento y fornido de poco más de treinta años, con los ojos azules y una espesa mata de pelo negro.

—¿El capitán Horado Hornblower? —había un deje en las erres que señalaba claramente su país de origen.

—¿Señor McCullum?

—Del Servicio de la Compañía.

Los dos hombres se miraron.

—¿Va usted a tomar pasaje en mi barco?

—Sí.

Aquel hombre se comportaba con un aire de gran independencia. Aunque, a juzgar por la escasez de entorchados en su uniforme y por el hecho de no llevar espada, no tenía una posición demasiado elevada en la jerarquía de la Compañía.

—¿Quiénes son esos ayudantes nativos suyos?

—Tres buceadores cingaleses.

—¿Cingaleses?

Hornblower pronunció la palabra con precaución. Nunca antes la había oído, no le sonaba. Sospechaba que tenía algo que ver con Ceilán, pero no quería que se adivinara su ignorancia.

—Buscadores de perlas de Ceilán —dijo McCullum.

Así que había acertado. Pero no podía imaginar ni por un momento por qué Collingwood, a la greña con los franceses en el Mediterráneo, podía necesitar buscadores de perlas de Ceilán.

—¿Y cuál es su posición oficial, señor McCullum?

—Soy especialista en naufragios y director de salvamentos de la costa del Coromandel.

Aquello explicaba la ostentosa falta de deferencia del hombre. Era uno de aquellos expertos cuya habilidad les hace demasiado valiosos para tratarlos con ligereza. Seguramente se embarcó para la India como grumete o aprendiz; presumiblemente, le habían tratado como un criado cuando era joven, pero había aprendido un oficio tan bien como para ser ahora indispensable y estar en posición de poder devolver los agravios que había recibido antes. Cuantos más entorchados llevara la persona a la que se dirigía, más bruscos, seguramente, serían sus modales.

—Muy bien, señor McCullum. Voy a zarpar inmediatamente y me alegraría mucho que pudiera venir a bordo con sus ayudantes cuanto antes. Dentro de una hora. ¿Debe embarcar con usted algún equipo?

—Muy poco, aparte de mis baúles y los bultos de los buceadores. Están ya preparados, junto con su comida.

—¿Comida?

—Los pobrecillos son ignorantes infieles, seguidores de Buda. Casi se mueren en el viaje hasta aquí, Porque nunca habían sabido lo que era tener el vientre lleno. Un puñado de verduras, una gota de aceite, un trozo de pescado para variar. Eso es lo que están acostumbrados a comer.

¿Aceite? ¿Verduras? Los barcos de guerra difícilmente podrían suministrar cosas de ese tipo.

—Tengo un barril de aceite de oliva español para ellos —explicó McCullum—. Se han aficionado mucho a él, aunque no se parece en nada a su mantequilla de búfalo. Lentejas, cebollas y zanahorias. Si les da usted buey salado, se mueren, y sería una lástima después de haberlos traído por medio mundo, dando la vuelta al cabo de Buena Esperanza.

Aquella frase la dijo con aparente indiferencia, pero Hornblower sospechaba que sus modales albergaban cierta consideración por sus desgraciados subordinados, que se encontraban tan lejos de su hogar. Empezó a gustarle un poco más aquel McCullum.

—Daré órdenes para que se les cuide bien —dijo.

—Gracias —era el primer atisbo de cortesía que había aparecido en el discurso de McCullum—. Los pobres diablos se han estado muriendo de frío aquí en el Peñón. Se ponen muy nostálgicos, y es que están muy lejos de casa.

—¿Por qué les han enviado aquí, de todos modos? —preguntó Hornblower.

Aquella pregunta había luchado por aparecer en sus labios desde hacía cierto tiempo; no lo había preguntado antes para no dar a McCullum una ocasión demasiado buena de humillarle.

—Porque pueden sumergirse hasta dieciséis brazas y media de profundidad —dijo McCullum, mirándole a los ojos.

No era un desaire; Hornblower era consciente de que ese cambio se debía a su promesa de que procuraría que les tratasen bien. No se arriesgaría a hacer más preguntas a pesar de que le consumía la curiosidad. Estaba completamente asombrado al ver que la flota mediterránea necesitaba buceadores que pudieran sumergirse a cien pies de profundidad. Se contentó con dar fin a la entrevista con una oferta de enviar un bote para recoger a McCullum y sus hombres.

Los cingaleses, cuando hicieron su aparición en la cubierta de la Atropos, más bien suscitaban piedad. Apretaban sus blancas vestiduras de algodón contra su cuerpo por el frío; el aire cortante que procedía de las nevadas cumbres españolas les hacía tiritar. Eran unos hombres delgados, frágiles, y miraban a su alrededor sin curiosidad, sólo con una oscura resignación en sus negros ojos. Su piel era de un color marrón oscuro, tanto que excitaba la curiosidad de los marineros, que se reunieron a mirarles. Ellos en cambio no dedicaban mirada alguna a los hombres blancos, sino que conversaban brevemente entre ellos con unas voces agudas y musicales.

—Déles el rincón más caliente del entrepuente, señor Jones —dijo Hornblower—. Procure que estén cómodos. Consulte con el señor McCullum si pueden necesitar algo. Permítanme que les presente: señor McCullum, señor Jones. Estaría muy agradecido si pudieran ustedes hacer extensiva al señor McCullum la hospitalidad de la cámara de oficiales.

Hornblower tuvo que decirlo de esa forma. La cámara de oficiales, en teoría, era una asociación voluntaria de oficiales, que podían elegir a qué miembros admitir y a cuáles no. Pero sería un imprudente grupo de oficiales el que decidiera excluir de su cámara a un huésped recomendado por su capitán, y tanto Jones como Hornblower lo sabían muy bien.

—Además debe proporcionarle un coy al señor McCullum, por favor. Puede decidir usted mismo dónde colocarlo.

Era muy consolador poder decir eso. Hornblower sabía perfectamente bien —y también Jones, como revelaba su expresión ligeramente consternada—, que en una corbeta de veintidós cañones no hay ni un solo palmo de superficie libre. Estaban ya muy apiñados, y la presencia del señor McCullum agravaría mucho ese apiñamiento. Pero era Jones quien debía encontrar una forma de solucionar la dificultad.

—Sí, señor —dijo Jones.

El intervalo que había transcurrido antes de que lo dijera era la mejor indicación de la serie de pensamientos que habían seguido a su orden.

—Excelente —dijo Hornblower—. Puede solucionar eso cuando estemos en alta mar. No hay más tiempo que perder, señor Jones.

Los minutos siempre eran valiosos. El viento podía cambiar, o caer. Una hora perdida ahora podía significar la pérdida de una semana más tarde. Hornblower estaba ansioso por apartar su barco del estrecho y llegar a las aguas más amplias del Mediterráneo, donde tendría bastante espacio en el cual dar bordadas contra un viento de proa, si un viento de levante soplaba desde el este. Mentalmente veía una imagen del Mediterráneo occidental. El nornoroeste que soplaba ahora podía llevarle rápidamente a lo largo de la costa sur de España, pasando el peligroso bajío de Alborán, hasta que en el cabo de Gata la costa española se inclinase abruptamente hacia el norte. Una vez allí, estaría menos restringido. Hasta que no dejaran atrás el cabo de Gata, no sería feliz. También estaba —Hornblower no podía negarlo— su propio deseo personal de disponerse y hacer, de encontrar lo que le estaba esperando en el futuro, al menos de colocarse a sí mismo en el posible camino de la aventura. Tenía mucha suerte de que su deber y su inclinación coincidieran de esa manera; uno de los pocos bocados de buena suerte, se dijo con divertida severidad, que había experimentado desde que eligió su carrera de oficial naval.

Pero al menos había llegado a Gibraltar después de amanecer y se iba antes de que cayera la noche. No se le podía acusar de perder tiempo. Habían dado la vuelta al Peñón; Hornblower miraba la bitácora y al gallardete de comisión que ondeaba en el tope del mástil.

—De bolina franca —ordenó.

—De bolina franca, señor —repitió como un eco el timonel a la caña.

Un cortante soplo de viento llegó desde la Sierra de Ronda, haciendo dar un bandazo a la Atropos mientras las vergas adrizadas ponían en viento las velas para atraparlo. Allá iba macheteando; una corta ola empinada llegó tras ellos, restos de una gran ola del Atlántico que había sobrevivido a su paso por el estrecho. La Atropos levantó su popa con ella, poniéndose al pairo a sacudidas en su poco natural oposición de viento y olas. Chorros de agua estallaban debajo de su bovedilla, y rompían en su popa mientras ésta se sumergía. Otra vez se hundía en el agitado mar. Era un barco pequeño, el buque de tres palos más pequeño en servicio, el más pequeño que merecía un capitán para dirigirlo. Las altas fragatas, los macizos setenta y cuatro lo mirarían con condescendencia. Hornblower miró a su alrededor al helado Mediterráneo, a las espesas nubes que oscurecían el sol poniente. Las olas podían arrojar de un lado a otro su barco, los vientos podían escorarlo, pero allí de pie, bien sujeto en el alcázar, él los dominaba. Le invadió un sentimiento exultante mientras la nave avanzaba hacia lo desconocido.

Aquel sentimiento perduraba todavía cuando abandonó la cubierta y descendió a su camarote. Allí la perspectiva era desalentadora en extremo. Había mortificado su carne después de embarcar en su buque en Deptford. Su conciencia le había recriminado las escasas horas que había perdido con su mujer y sus hijos; ya no había vuelto a abandonar el barco ni por un momento después de informar que estaba listo para hacerse a la mar. Ni un adiós a María yaciendo en su lecho de parturienta, ninguna despedida del pequeño Horatio y la pequeña María. Y no se había comprado nada para su camarote. Los muebles que tenía eran los que le había hecho el carpintero de a bordo: unas sillas de lona, una mesa rudimentaria, un coy cuyo jergón estaba hecho con cordajes que sostenían un áspero colchón de lona relleno de paja. Una almohada de lona, rellena también de paja, para apoyar la cabeza; unas bastas sábanas de la Marina cubriendo su delgado cuerpo. No había alfombra en cubierta bajo sus pies, y la luz procedía de una oscilante y maloliente linterna de barco. Un estante con un agujero sostenía una palangana de hojalata; en el mamparo por encima de ésta colgaba el pequeño espejo de acero pulido procedente del magro neceser de lona de Hornblower. Los artículos más sólidos presentes eran los dos baúles en los rincones; aparte de ellos, la celda de un monje apenas podía estar más vacía.

Pero no había ningún asomo de autocompasión en la mente de Hornblower mientras se agachaba bajo los baos de cubierta y se desabrochaba la ropa, preparándose para irse a dormir. Esperaba pocas cosas de este mundo, y podía alimentar una vida interior que le hacía olvidar las incomodidades. Y se había ahorrado mucho dinero al no amueblar su camarote, dinero que serviría para pagar a la comadrona, la extensa factura del George y el importe del viaje en coche que llevaría a María y a los niños a alojarse con su madre en Southsea. Pensaba en ellos —ya debían de estar en camino por entonces— mientras se echaba las húmedas y frías mantas por encima y descansaba la mejilla en la áspera almohada. Entonces tuvo que olvidarse de María y de los niños mientras recordaba que la reunión de la Atropos con la flota era tan inminente que debía entrenar a los guardiamarinas y los encargados de las señales. Debía dedicar sus buenas horas a aquello, y no habría mucho tiempo que perder, porque el crujido de las maderas, el cabeceo del barco, todo le decía que el viento estaba soplando firme.

El viento continuó manteniéndose. Fue a mediodía del sexto día cuando el vigía avisó a cubierta.

—¡Buque a la vista! Completamente a sotavento.

—Vire hacia él, señor Jones, por favor. ¡Señor Smiley! Tome un catalejo y vea qué puede distinguir del buque.

Aquélla era la segunda cita que Collingwood había dado con sus órdenes. La del día anterior había sido infructuosa, junto al cabo Carbonara. No habían avistado ni una sola vela desde que dejaron Gibraltar. Las fragatas de Collingwood habían barrido el limpio mar de barcos españoles y franceses, y el convoy británico de Levante no se esperaba hasta dentro de otro mes.

Y nadie podía adivinar lo que estaba sucediendo en Italia en aquellos momentos.

—¡Capitán, señor! Es una fragata. Una de las nuestras.

—Muy bien. ¡Guardiamarina de señales! Listo con nuestra señal privada y nuestro número.

Gracias al cielo, habían hecho muchos ejercicios de señales durante los últimos días.

_¡Capitán, señor! Veo unos masteleros detrás de la fragata. Parece una flota.

—Muy bien, señor Jones, haga que el artillero esté preparado para saludar al buque insignia, por favor.

—Sí, señor.

Era la flota del Mediterráneo, un puñado de navíos de línea que se movían lentamente en dos columnas por encima del mar azul, bajo un cielo también azul.

—Fragata Maenad, 28, señor.

—Muy bien.

Extendiéndose como los tentáculos de un monstruo marino, las fragatas de escolta avanzaban muy por delante del cuerpo principal de la flota, cuatro de ellas, con una quinta lejos a sotavento, donde era más probable que aparecieran barcos hostiles o amistosos. El aire estaba limpio; Hornblower, en el alcázar, con su catalejo pegado al ojo, podía ver la doble columna de gavias de navíos de línea, a todo ceñir, cada barco exactamente a la misma distancia a popa de su predecesor. Podía ver la enseña del vicealmirante en el palo de trinquete del líder de la línea de barlovento.

—¡Señor Carslake! Prepare las sacas de correo para enviarlas.

—Sí, señor.

Tenía a mano en su camarote su propio paquete de despachos para Collingwood.

—¡Guardiamarina de señales! ¿No ve al barco insignia haciendo señales?

—Sí, señor, pero el viento hace ondear las banderas justo hacia el lado opuesto y no puedo distinguirlas.

—¿Para qué cree que son las fragatas de repetición? Use los ojos.

—Señal general, señor. Número 41. Eso significa «virar por avante», señor.

—Muy bien.

Como la Atropos todavía no se había unido oficialmente al escuadrón del Mediterráneo, una señal general no podía aplicarse a ella. Llegó la señal del peñol del buque insignia; viraron las vergas de las fragatas escolta, y del líder de la columna de sotavento. Uno por uno, a intervalos precisos, los barcos que les sucedían en las columnas fueron virando por orden. Hornblower podía ver las gavias de mesana que momentáneamente se ponían en facha y se llenaban, manteniendo a los barcos con un espaciado preciso. Era significativo que aquellas maniobras se estuviesen llevando a cabo bajo todas las velas, y no simplemente con las «velas de batalla». Había algo emocionante en la visión de aquel entrenamiento tan perfecto, pero al mismo tiempo había también algo inquietante. Hornblower se encontró preguntándose, con un estremecimiento de duda, si sería capaz de mantener a la Atropos con tanta exactitud en su situación ahora que había llegado el momento de unirse a la flota.

La maniobra ya estaba completa por entonces; en su nueva virada, la flota estaba avanzando directa hacia adelante por el mar azul. Hubo más estameñas ondeando en el peñol del buque insignia.

—Señal general, señor. «Hombres a comer».

—Muy bien.

Hornblower sintió un cosquilleo de excitación en su interior cuando se puso de pie y miró. La siguiente señal seguro que sería para él.

—¡Nuestro número, señor! Señal para la Atropos. «Tome posición a barlovento de mí a dos cables de distancia».

—Muy bien. Recibido.

En cubierta, todos los ojos se volvieron hacia él. Era el momento de la prueba. Tenía que pasar junto a las fragatas protectoras, cruzar delante de lo que ahora era la columna de barlovento, y arrostrar el viento en el momento adecuado y a la distancia adecuada. Y toda la flota estaría contemplando a aquel pequeño barquito. Primero tenía que estimar cuánto progresaría el buque insignia hacia su costado de estribor mientras corrían hacia él. Pero no se podía hacer otra cosa que probar; había un débil consuelo en ser un oficial en servicio de combate donde una orden era algo que debía ser obedecido.

—¡Cabo de derrota! Un poco a babor. Aguanta. ¡Vía así! ¡Manténla! ¡Señor Jones!

—Sí, señor.

No necesitaba dar ninguna orden a Jones. Estaba más nervioso —o al menos aparentaba estar más nervioso— que el propio Hornblower. Ya tenía a todos los hombres braceando las vergas. Hornblower miró hacia arriba, a las vergas y al gallardete de comisión para asegurarse de que el braceo era adecuado. Ya habían dejado atrás al Maenad…, allí pasaba la Amphion, una de las fragatas centrales de protección. Hornblower podía verla dando bandazos mientras se movía con violencia a barlovento, el agua surgiendo como un surtidor desde su proa. Se volvió a mirar al buque insignia, ya casi completamente a la vista, al menos con dos de sus tres filas de portas a cuadros visibles.

—¡Un poco a babor! ¡Vía!

Sintió tener que dar aquella orden adicional; le hubiera gustado dirigirse recto hacia su posición sin alterar el rumbo. El barco líder —llevaba una insignia de contraalmirante— de la columna de barlovento estaba ahora casi en el través de babor. La distancia entre las dos columnas era de cuatro cables, pero como su posición se encontraba a barlovento del buque insignia, casi por el través de estribor, él no se encontraría de ningún modo entre los dos barcos, ni equidistante de ellos. Hizo juegos malabares mentalmente con el triángulo escaleno que se podía dibujar conectando la Atropos con los dos buques insignia.

—¡Señor Jones! Cargue las gavias de mesana. —Ahora la Atropos tendría una reserva de velocidad a la que podría recurrir si era necesario. Se alegraba de haber sometido a su tripulación a un incesante entrenamiento desde que partieron de Deptford—. Listas las escotas de las gavias de mesana.

La reducción de vela haría un poco más lenta a la Atropos al orzar, debía tener en cuenta este hecho. Se acercaban muy rápidamente a su posición. Sus ojos se clavaban en una columna de barcos, luego en la otra; podía ver todos los costados de estribor de una y todos los costados de babor de la otra. Sería útil tomar ángulos con el sextante, pero prefería confiar en sus ojos para resolver un problema trigonométrico tan poco complicado como aquél. Su juicio le dijo que aquél debía ser el momento. La proa apuntaba a la botavara del foque del buque insignia.

—Caña a babor —ordenó. Quizás estuviera equivocado. Quizá la respuesta del barquito se viera retrasada. Quizá… Tuvo que mantener su voz bien firme—: Póngala contra el viento.

La caña del timón giró. Pasaron un par de segundos de nerviosismo. Entonces sintió la quilla del barco moverse bajo sus pies, y vio el buque insignia virar por el través de babor de la Atropos, y supo que la Atropos se estaba dando la vuelta.

—¡Vía!

Las vergas fueron descargadas; unos fuertes brazos estaban halando las amuras. Un momento mientras la Atropos volvía a recuperar la pequeña cantidad de impulso que había perdido por su vuelta; pero incluso dejando el margen suficiente para ello, se dio cuenta de que el buque insignia lentamente estaba alcanzándoles por la proa.

—¡Señor Jones! Cace la gavia de mesana.

Con la gavia de mesana a todo trapo, podrían pasar a su vez por la proa del buque insignia.

—¡Hombres a las brazas, ahí!

Quitar ocasionalmente el viento a la gavia de mesana permitiría a la Atropos mantener su velocidad igualada a la del buque insignia. Hornblower sintió el viento en la nuca, miró arriba, al gallardete y al buque insignia. Estaba exactamente a barlovento de éste, y había una distancia de dos cables entre ellos.

—¡Señor Jones! Puede empezar el saludo.

Quince cañones para un vicealmirante, un minuto y cuarto para encenderlos. Tardaría el tiempo suficiente para que él pudiera recobrar su compostura, y su corazón recuperara su ritmo normal. Ahora formaban parte de la flota del Mediterráneo, la parte más pequeña e insignificante. Hornblower miró abajo, a las espesas hileras de barcos avanzando detrás de ellos, buques de doble y triple cubierta, barcos de cien cañones y de setenta y cuatro, los que habían luchado en Trafalgar, el rugido de cuyos cañones había apartado de los labios de Bonaparte la copa embriagadora de la dominación del mundo. En las invisibles costas distantes del Mediterráneo que les rodeaban, los ejércitos marcharían, se entronarían reyes y se destronarían otros, pero aquellos barcos serían los que decidirían al final el destino del mundo, mientras los hombres que los gobernaban siguieran siendo igual de hábiles y se mantuvieran prestos para soportar peligros y penalidades, mientras el gobierno de su país se mantuviera firme y sin miedo.

—¡Nuestro número, señor! Señal a la Atropos. «Bienvenido».

—Respuesta a insignia: «Respetuosos saludos».

Ansiosas manos trabajaban vigorosamente con las drizas de señales.

—Señal: «Atropos a insignia. A bordo tenemos despachos y cartas para la flota».

—El buque insignia acusa recibo, señor.

—El buque insignia nos envía señales de nuevo, señor —anunció Still.

Desde un punto ventajoso del costado de barlovento podía ver a través de su catalejo una gran parte de la cubierta del buque insignia, a pesar de que estaba alejándose de él, y distinguía a los encargados de señales que izaban nuevas banderas en las drizas. Los oscuros bultos se remontaron al peñol del buque insignia y se abrieron, floreciendo en estameñas de alegre colorido.

—Señal general: «Póngase al pairo con las velas amuradas a estribor».

—¡Recibido, señor Jones! Cargue las velas bajas.

Hornblower miraba a los marineros en los aparejos de estrinque y los brioles, en las amuras y escotas.

—Señales abajo, señor.

Hornblower ya había visto el primer movimiento de descenso.

—Ponga en facha la gavia de mesana. Que suba.

La Atropos surcaba las aguas fácilmente, yendo al encuentro de las olas con su proa, mientras la enconada lucha contra el viento se convertía en complaciente aquiescencia, al igual que la resistencia de una muchacha desaparece entre los brazos de su amante… Pero no había tiempo para tal suerte de sentimentales símiles: allí venía otra larga señal del buque insignia.

—Señal general. «Enviar a buscar al —y aquí nuestro número— cartas».

—¡Señor Carslake! Disponga esas sacas de correo en cubierta inmediatamente. Pronto tendrá abarloado un bote de cada uno de los barcos de la flota.

Había pasado al menos un mes —o quizás hasta dos— desde que llegaron las últimas cartas a la flota desde Inglaterra. Ni un periódico, ni una palabra. Posiblemente algunos de los barcos presentes no habían leído todavía los relatos en la prensa de la victoria que habían conseguido en Trafalgar hacía cuatro meses. La Atropos había traído un respiro del espantoso aislamiento en el que habitualmente vivía una flota en alta mar. Los botes se apresurarían tan rápidamente como la vela o los remos pudieran llevarlos para recoger las tristemente magras sacas de correo.

Otra señal.

—Nuestro número, señor. «Señal a la Atropos: Venga a informar».

—Prepare mi esquife.

Llevaba la más raída de sus dos casacas. Tuvo el tiempo justo, tras correr abajo para recoger los despachos, de cambiarse de casaca, pasarse un peine por el pelo y colocarse bien el corbatín. Estaba de vuelta en cubierta justo cuando el esquife tocaba el agua. Un vigoroso trabajo en los remos le llevó al buque insignia. Colgaba una silla a su costado, casi lamida por una ola que se alzó hasta ella, muy por encima del agua luego, cuando la ola pasó. Tuvo que esperar cuidadosamente la oportunidad. Hubo un momento peligroso cuando se quedó colgando por los brazos mientras el esquife se apartaba de debajo de sus pies. Pero se las arregló para sentarse, y sintió que la silla se elevaba suavemente hacia arriba al izarla los hombres con la polea. Los silbatos sonaron cuando su cabeza alcanzó el nivel de la cubierta y balancearon la silla. Subió a bordo con la mano tocando el borde de su sombrero.

La cubierta estaba tan blanca como una hoja de papel, como los guantes y las camisas de la guardia. Los dorados con pan de oro brillaban al sol, y unos elaborados escobillones adornaban las jarcias. El propio yate del rey no podía estar más pulido que el alcázar del Ocean. Todo lo podía conseguir el buque insignia de un almirante victorioso. También recordaba que el anterior buque insignia de Collingwood, el Royal Sovereign, había sido machacado hasta convertirlo en un casco sin mástiles, con cuatrocientos muertos y heridos a bordo, en Trafalgar. El teniente de guardia, con un catalejo resplandeciente de latón pulido y cordel blanqueado con arcilla, llevaba unos pantalones blancos inmaculados y planchados; los botones de su bien cortada casaca relampagueaban al sol. Se le ocurrió a Hornblower que estar siempre tan impecable, en un barco con un almirante a bordo y repleto de oficiales, no sería de ningún modo fácil. El servicio en un buque insignia debía de ser la vía más rápida para la promoción, pero seguro que había muchos pétalos espachurrados en aquel aparente lecho de rosas. El capitán de bandera, Rotherham —Hornblower conocía su nombre, porque aparecía en un centenar de relatos de los periódicos de Trafalgar—, y el teniente iban igualmente impecables cuando le dieron la bienvenida.

—Su excelencia le espera abajo, señor —dijo el teniente—. ¿Será tan amable de acompañarme por aquí?

Collingwood le estrechó la mano en el gran camarote que había abajo. Era un hombre grande, cargado de espaldas, con una sonrisa agradable. Ansiosamente cogió las cartas que Hornblower le ofrecía, mirando los sobrescritos. Una la conservó en sus manos, y las otras las dio a su secretario. Recordó sus modales cuando estaba a punto de romper el sello.

—Por favor, siéntese, capitán. Harkness, traiga un vaso de Madeira para el capitán Hornblower. O a lo mejor puedo ofrecerle un poco de Marsala, señor. Por favor, perdóneme un momento. Me comprenderá si le digo que estas cartas son de mi mujer.

Hornblower se sentó en una silla tapizada; bajo sus pies había una alfombra espesa, un par de cuadros con marcos dorados en los mamparos, lámparas de plata colgando de cadenas también de plata de los baos de cubierta. Mirando en torno suyo, mientras Collingwood hojeaba ansiosamente sus cartas, Hornblower pensó que todo aquello sería rápidamente apartado cuando el Ocean se preparara para el combate. Pero lo que más llamaron su atención fueron dos grandes cajas que había junto a las grandes ventanas de popa. Estaban llenas de tierra y en ella había flores plantadas: jacintos y narcisos en plena floración, preciosos. El aroma de los jacintos llegó hasta la nariz de Hornblower cuando éste se sentó. Había algo encantador y mágico en verlos allí, en alta mar.

—Todos mis bulbos han salido bien este año —dijo Collingwood, metiéndose las cartas en el bolsillo y siguiendo la mirada de Hornblower. Dio unos pasos y ladeó un capullo de narciso con dedos sensibles, mirando su corola abierta—. Son bonitos, ¿verdad? Pronto florecerán los narcisos en Inglaterra… algún día, quizá, pueda verlos de nuevo. Mientras tanto, éstos me hacen feliz. La última vez que pisé tierra firme fue hace tres años.

Los comandantes en jefe consiguen honores y pensiones, pero al mismo tiempo sus hijos crecen sin conocer a sus padres. Y Collingwood había recorrido cubiertas arrasadas por los disparos en cien batallas; pero Hornblower, mirando su nostálgica sonrisa, pensó en otras cosas que no eran batallas: treinta mil turbulentos marineros que debían mantenerse disciplinados y eficientes, consejos de guerra, los eternos problemas de las provisiones y el agua, convoyes y bloqueos.

—¿Me concederá el placer de su compañía para la comida, capitán? —preguntó Collingwood.

—Será un verdadero honor, milord.

Era gratificante pronunciar aquella frase de esa manera, con sólo una mínima sensación de embarazo.

—Excelente. Tendrá ocasión de contarme todos los cotilleos de casa. Me temo que no tendré ninguna otra oportunidad hasta dentro de algún tiempo, porque la Atropos no se quedará con la flota.

—¿De verdad, milord?

Fue un momento muy emocionante, cuando su futuro estaba a punto de serle revelado. Pero por supuesto, no se permitió mostrar emoción alguna; sólo el interés legítimo de un capitán reservado, listo para cualquier eventualidad.

—Me temo… aunque me parece que ustedes, los jóvenes capitanes, con sus atrevidos barquitos, no quieren precisamente quedarse debajo del delantal de la flota.

Collingwood sonreía de nuevo, pero había algo en sus palabras que desencadenó una serie de pensamientos en la mente de Hornblower. Por supuesto, Collingwood había contemplado la llegada de la más reciente adquisición de su flota con ojos atentos. Hornblower de pronto se dio cuenta de que si la Atropos hubiera tomado su posición de manera torpe, o se hubiera demorado en responder a las señales, su recepción quizá no habría sido tan calurosa. Podía haberse encontrado allí, con la boca apretada y en posición de firmes, sometido a una reprimenda ejemplar por lo drástica. El pensamiento le puso la carne de gallina. Su respuesta se limitó a un murmullo no demasiado coherente.

—¿Tiene a ese hombre, McCullum, y a sus nativos a bordo? —preguntó Collingwood.

—Sí, milord.

Sólo le fue necesario un poco de contención para no preguntar cuál sería su misión: Collingwood se lo iba a decir.

—¿Está usted familiarizado con el Levante?

—No, milord.

Así que iba a ir a Levante, entre turcos, griegos y sirios.

—Pronto lo estará, capitán. Después de llevar mis despachos a Malta, conducirá usted al señor McCullum a la bahía de Marmaris y le ayudará en las operaciones que debe realizar allí.

¿La bahía de Marmaris? Aquélla era la costa de Asia Menor. La flota y los transportes que habían atacado Egipto hacía unos años se habían dado cita allí. Estaba muy lejos de Deptford.

—Sí, milord —dijo Hornblower.

—Creo que no tiene usted piloto en la Atropos.

—No, milord. Dos oficiales de derrota.

—En Malta se le asignará un piloto, George Turner. Está familiarizado con las aguas turcas y estuvo con la flota en Marmaris. Tomó las mediciones cuando se hundió el Speedwell.

¿El Speedwell? Hornblower rebuscó en su memoria. Era el transporte que había zozobrado y se había hundido al ancla en una súbita borrasca en la bahía de Marmaris.

—Sí, milord.

—Llevaba a bordo el baúl militar de la fuerza expedicionaria. Supongo que no sabía esto.

—No, realmente no lo sabía, milord.

—Una suma considerable en monedas de oro y P^ta para el pago y la subsistencia de las tropas… un cuarto de millón de libras esterlinas. Se hundió en unas aguas mucho más profundas de lo que ningún buceador del servicio podía llegar. Pero como nadie sabe lo que nuestros valientes aliados, los turcos, pueden fraguar para llevar a cabo el salvamento con infinito tiempo y paciencia, se decidió mantener en secreto esa pérdida. Y por una vez, el secreto se guardó bien.

—Sí, milord.

Ciertamente, no era una noticia corriente saber que un cuarto de millón en monedas yacía en el fondo de la bahía de Marmaris.

—Así que el gobierno tuvo que mandar a buscar a la India unos buceadores que pudieran llegar hasta esas profundidades.

—Ya veo, milord.

—Ahora, será su deber llegar hasta la bahía de Marmaris y con la ayuda del señor McCullum y Turner, recuperar ese tesoro.

—Sí, milord.

La imaginación no podía abarcar toda la posible gama de obligaciones de un oficial naval. Pero era satisfactorio que las únicas palabras que hubiera mencionado fueran las únicas que podía decir un oficial naval en tales circunstancias.

—Tendrá que ser cuidadoso en sus tratos con nuestro amigo el Turco. Se sentirá muy curioso por su presencia en Marmaris, y cuando averigüe el objetivo de su visita, puede poner objeciones. Tendrá que conducirse de acuerdo con las circunstancias de cada momento.

—Sí, milord.

_No encontrará nada de todo esto en sus órdenes, capitán. Pero debe comprender que el gabinete no desea complicación alguna con los turcos. Aunque al mismo tiempo, un cuarto de millón de libras esterlinas en metálico sería un regalo del cielo para el gobierno de hoy en día… o para cualquier gobierno. Necesitamos desesperadamente ese dinero, pero no se debe ofender de ningún modo a los turcos.

Había que guardarse de Escila y no caer en Caribdis, se dijo Hornblower.

—Creo que le comprendo, milord.

—Afortunadamente, es una costa muy poco frecuentada. Los turcos tienen unos destacamentos muy pequeños, tanto militares como navales, en las cercanías. Eso no significa que deba usted emprender el asunto con despreocupación.

No en la Atropos con once cañones por costado, pensó Hornblower, y entonces mentalmente retiró el desdén. Entendía lo que quería decir Collingwood.

—No, milord.

—Muy bien entonces, capitán, gracias.

El secretario que estaba junto a Collingwood tenía muchos despachos abiertos en la mano, y estaba claro que esperaba una pausa en la conversación para tener la oportunidad de intervenir, y el teniente de bandera remoloneaba también detrás. Ambos se movieron a la vez.

—La comida estará lista dentro de media hora, milord —dijo el teniente.

—Éstas son las cartas urgentes, milord —dijo el secretario.

Hornblower se puso de pie un poco confuso.

—Quizá, capitán, podría disfrutar usted de una vuelta por el alcázar, ¿verdad? —sugirió Collingwood—. Los oficiales de aquí le harían compañía, estoy seguro.

Cuando un vicealmirante hace una sugerencia a un capitán y un teniente, no tiene que esperar mucho antes de ser obedecido. Pero fuera en el alcázar, paseando arriba y abajo y conversando educadamente, Hornblower deseó que Collingwood no hubiera sido tan considerado como para proporcionarle compañía. Tenía muchas cosas en que pensar.