Niebla en los Downs, fría, densa e impenetrable por encima de la superficie del mar. Allí no soplaba ni una brizna de aire para agitarla; la superficie del mar, apenas visible cuando Hornblower la miraba desde cubierta, aparecía negra y cristalina. Sólo muy cerca, junto al costado, se podían detectar unas débiles ondulaciones, mostrando cómo seguía su curso la marea junto al barco mientras éste se encontraba al pairo en los Downs. Condensándose en las jarcias por encima de su cabeza, la niebla goteaba de forma melancólica en la cubierta en torno a él, y de vez en cuando una gota aterrizaba con sordo impacto en su tricornio; la pesada chaqueta de frisa que llevaba parecía congelada por la humedad que la empapaba. Y sin embargo no helaba, aunque Hornblower se sentía completamente aterido, hasta los huesos, a través de capas y capas de ropa, mientras volvía de su melancólica contemplación del mar.
—Y ahora, señor Jones —dijo—, empezaremos de nuevo. Tenemos los masteleros y las vergas arriados… los pesos altos, palos y jarcias, abajo y todo bien estibado. Ordene «silbatos fuera», por favor.
—Sí, señor —dijo Jones.
Los marineros ya habían perdido media mañana haciendo ejercicios de adiestramiento; Hornblower aprovechaba la calma de la niebla para ejercitar a la tripulación de su buque. Con tanta gente de tierra adentro a bordo y los oficiales poco familiarizados con sus hombres, aquella niebla realmente podía serles de gran utilidad; el barco podía convertirse en una unidad de trabajo y de lucha durante aquel intervalo de gracia, antes de aventurarse por el canal abajo. Hornblower metió la mano, helada, en el interior de su casaca y sacó su reloj. Como si el gesto hubiera convocado al sonido, sonaron agudamente cinco campanadas desde detrás de la bitácora, y desde la espesa niebla que les rodeaba llegó el sonido de otras campanas: había muchos barcos anclados en los Downs alrededor de ellos, tantos que pasaron unos minutos antes de que el último sonido se apagara. Los relojes de arena a bordo de los barcos no estaban sincronizados en absoluto.
Mientras las campanas todavía sonaban, Hornblower tomó nota de la posición del minutero de su reloj y le hizo una señal a Jones. Instantáneamente llegó el rugido de las órdenes; los hombres, a los que se había llamado después de su breve descanso, llegaron atropelladamente a popa con los oficiales de mar tras ellos. Con el reloj en la mano, Hornblower se quedó detrás del pasamano. Desde donde estaba, sólo era visible la parte más baja de la obencadura; el palo de trinquete estaba completamente escondido por la niebla. Los marineros subieron a toda prisa por los flechastes, y Hornblower miró con mucha atención para ver cuáles entre ellos no tenían muy claro cuál era su puesto y sus deberes. Le habría gustado poder ver todo lo que estaba pasando… pero claro, si no hubiera niebla, no habría tampoco entrenamiento, y la Atropos hubiera tenido que correr a toda prisa hacia el canal. Allí estaba el príncipe, a quien metía prisa Horrocks con una mano en el hombro.
—Vamos, vamos —decía Horrocks, saltando a los flechastes.
El príncipe saltó tras él. Hornblower podía ver la expresión de asombro en la cara del muchacho. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Aprendería, sin duda… para él ya era un aprendizaje el hecho de que un sobrino del rey, de sangre real, pudiera ser empujado por la plebeya mano de un guardiamarina.
Hornblower se apartó cuando la gavia de mesana vino oscilando. Un oficial de derrota llegó corriendo con un reducido grupo de marineros mayores a sus talones; se echaron sobre la gavia para detener el balanceo y la arrastraron al costado. Los marineros en la gavia de mesana trabajaban más rápido que el palo mayor, aparentemente: la gavia no estaba abatida todavía. Jones, con la cabeza echada hacia atrás de forma que su nuez sobresalía muchas pulgadas, chillaba las órdenes siguientes al tope del mástil. Le respondió un grito desde lo alto. Abajo a los flechastes llegó un torrente de hombres de nuevo.
—¡Larga! ¡Hala! ¡Abate!
La verga de la gavia de mesana se volvió con un solemne arco y descendió lentamente por el mástil. Hubo un retraso exasperante mientras se aplicaba la polea del estay —la organización al llegar a este punto no era demasiado buena—, pero al fin la verga llegó abajo y quedó echada en las botavaras, detrás de sus iguales. A continuación venía el asunto difícil y complicado de arriar los masteleros.
—Una hora y cuarto, señor Jones. Más bien una hora y veinte minutos. Demasiado tiempo. Media hora… cinco minutos más de media hora; eso es lo máximo que deben tardar.
—Sí, señor —respondió Jones. No podía decir otra cosa.
Mientras Hornblower le miraba y antes de dar sus siguientes órdenes, un ruido sordo y débil llegó a sus oídos, plano y sin eco entre la niebla. ¿Un disparo de mosquete? ¿De pistola? Sonaba ciertamente a algo parecido, pero como la niebla cambiaba todos los sonidos, no podía estar seguro. Aunque fuese un tiro que se hubiese disparado en alguno de los numerosos barcos invisibles a su alrededor, podía tener infinidad de explicaciones inocentes, y muy bien podía no ser un tiro. La tapa de una escotilla que caía en cubierta, una rejilla colocada en su lugar, podía ser cualquier cosa.
Los marineros estaban agrupados en cubierta, vagamente visibles entre la niebla, esperando órdenes. Hornblower adivinaba que estaban sudando a pesar del frío. Era la forma de que expulsaran toda aquella cerveza de Londres de sus cuerpos, pero no quería presionarles demasiado.
—Cinco minutos de descanso —dijo Hornblower—. Y, señor Jones, sería mejor que colocase un buen oficial de mar en la polea de la gavia.
—Sí, señor.
Hornblower se apartó para dar a Jones una oportunidad de reorganizarse. Fue a caminar por cubierta para devolver un poco de vida a su helado cuerpo. Llevaba todavía el reloj en la mano por simple olvido de guardarlo en el bolsillo. Terminó su paseo por el costado del buque, mirando hacia el agua negra. Bueno, ¿qué era aquello que flotaba junto al barco? Algo largo y negro. Al divisarlo Hornblower, uno de sus extremos golpeó contra el costado del buque bajo los cadenotes, y luego empezó a girar solemnemente, arrastrado por la marea, y se volvió hacia él. Era un remo. La curiosidad le asaltó. En un fondeadero atestado como aquél no había nada extraño en encontrar un remo a la deriva, pero…
—Ahí, cabo de derrota —dijo Hornblower—. Baje a los cadenotes de mesana con una estacha para coger ese remo.
Era sólo un remo; Hornblower lo miró mientras el cabo de derrota lo sujetaba para que lo inspeccionara. El tope de cuero estaba muy desgastado; no era de ningún modo un remo nuevo. Por otra parte, juzgando por el hecho de que el cuero no estaba enteramente empapado, no llevaba mucho tiempo en el agua, minutos más que días, obviamente. Había un número «27» grabado a fuego en el remo, y eso precisamente fue lo que hizo que Hornblower lo examinase con más atención. El 7 llevaba un palito que lo atravesaba. Ningún inglés escribe jamás la cifra «7» con un palito atravesándola. Pero en el continente todo el mundo lo hace: había daneses, suecos y noruegos, rusos y prusianos en el mar, o bien neutrales o bien aliados de Inglaterra en la guerra. Un francés o un holandés, enemigos ambos de Inglaterra, también escribirían el «7» de esa forma.
Y ciertamente, había sonado algo que parecía un disparo. Un remo flotante y un disparo de mosquete forman una combinación difícil de explicar. ¿Y si ambos tuvieran una relación de causalidad? Hornblower tenía todavía el reloj en la mano. Aquel disparo —si es que se trataba de un disparo— se había dejado oír justo antes de que diera la orden de descanso, hacía siete u ocho minutos. La marea estaba corriendo a sus buenos dos nudos. Si el disparo había causado la caída del remo en el agua, debía de haberse producido a un cuarto de milla o así, a la distancia de dos cables, corriente arriba. El cabo de derrota, que todavía sujetaba el remo, le miraba con gran curiosidad, y Jones esperaba, con los hombres preparados para la acción, sus siguientes órdenes. Hornblower se sintió tentado a no prestar más atención a aquel incidente.
Pero era un oficial del rey, y su deber era desentrañar las cosas inexplicables que sucedieran en el mar. Dudó, se debatió internamente. La niebla era terriblemente espesa. Si enviaba a un bote a investigar, probablemente se perdería. Pero Hornblower tenía mucha experiencia a la hora de abrirse camino en bote entre la niebla, en un fondeadero. O sea, que podía ir él mismo. Sintió cierto desasosiego al pensar en perderse por ahí tratando de encontrar su camino en la niebla… podía quedar como un idiota fácilmente a los ojos de su tripulación. Por otra parte, aquello no parecía tan exasperante como consumirse a bordo esperando el regreso de un bote que no acababa de volver.
—Señor Jones —dijo—, que preparen mi esquife.
—Sí, señor —replicó Jones, sin esconder en absoluto el asombro que sentía.
Hornblower caminó hacia la bitácora y tomó una cuidadosa lectura de dónde se encontraba la proa del barco. Se esforzó mucho por tomarla bien, no por su comodidad o su seguridad, sino porque su dignidad personal dependía de ello. Norte, una cuarta al nordeste. Mientras el barco siguiera cabeceando al ancla con la proa hacia la corriente, podía estar seguro de que el remo había llegado desde aquella dirección.
—Quiero una buena brújula en el esquife, señor Jones, por favor.
—Sí, señor.
Hornblower dudaba antes de dar la orden final, que significaría admitir públicamente que pensaba que existía alguna posibilidad de que algo grave le esperase en la niebla. Pero no dar la orden sería como huir del fuego y caer en las brasas. Si realmente había oído un disparo de mosquete, había posibilidades de acción; podía ser que fuese necesaria al menos una demostración de fuerza.
—Pistolas y machetes para la tripulación del bote, señor Jones, por favor.
—Sí, señor —dijo Jones, como si ya nada pudiera asombrarle.
Hornblower se volvió cuando estaba a punto de bajar al bote.
—Empezaré a contar el tiempo a partir de este momento, señor Jones. Trate de mantener esas gavias armadas durante media hora a partir de ahora. Volveré antes.
—Sí, señor.
El barco estalló en un torbellino de actividad cuando Hornblower ocupó su lugar en la cámara del esquife.
—Tomaré la caña —dijo al timonel—. Avante.
Gobernó el esquife a lo largo de la Atropos de proa a popa. Dirigió una última mirada a su proa, a su bauprés y su barbiquejo, y luego la niebla se los tragó. El esquife se encontró al instante en un mundo propio, confinado entre las paredes de niebla. Los sonidos de actividad a bordo del barco desaparecieron rápidamente.
—¡Rema así! —gruñó Hornblower al hombre a los remos.
Aquella pequeña brújula estaría dando vueltas como loca en diez segundos si permitía al esquife que siguiera otro rumbo que no fuera absolutamente recto. Norte, una cuarta al nordeste.
—Diecisiete —se dijo Hornblower—. Dieciocho. Diecinueve.
Contaba las paladas de los remos. Era una forma un poco tosca de estimar el progreso que iban haciendo. A siete pies por palada, un poco menos de doscientas paladas representaban un cuarto de milla. Pero luego había que contar con la velocidad de la marea. Serían casi quinientas paladas: todo muy vago, pero debían tomarse todas las precauciones en una expedición tan arriesgada como aquélla.
—Setenta y cuatro, setenta y cinco —decía Hornblower, con los ojos clavados en la brújula.
Aun con la fuerte marea, la superficie del agua estaba plana y calma. Las hojas de los remos, levantándose desde el agua al completar cada palada, dejaban remolinos en la superficie.
—Doscientas —dijo Hornblower, acallando un momentáneo temor de haber perdido la cuenta y de que realmente fueran trescientas.
Los remos gruñían en las chumaceras.
—Los ojos fijos al frente —decía Hornblower al timonel—. Dígame cuándo ve algo. Doscientos sesenta y cuatro.
Parecía ayer cuando se había sentado en la cámara del esquife del Indefatigable, remando por el estuario de Gironde para interceptar al Papillon. Pero hacía más de diez años de aquello. Trescientas. Trescientas cincuenta.
—Señor —dijo el timonel, concisamente.
Hornblower miró hacia adelante. Delante, un poco en el pescante de babor, había un ligero espesamiento de la niebla, un ligero vislumbre de algo sólido.
—¡Despacio! —dijo Hornblower, y el bote continuó deslizándose por la superficie; movió el timón ligeramente para aproximarse a lo que fuera de forma más directa.
Pero el impulso del bote murió antes de que estuvieran lo suficientemente cerca como para distinguir los detalles, y bajo las órdenes de Hornblower los hombres empezaron a remar de nuevo. Desde lejos llegó un alto gritado entre la niebla, al parecer provocado por la reanudación del sonido de los remos.
—¡Ah del barco!
Al menos el alto era en inglés. Por entonces eran claramente visibles la siluetas de un gran bergantín; por la pesadez de sus mástiles y líneas parecía un paquebote de las Indias Occidentales.
—¿Qué bergantín es ése? —gritó Hornblower como réplica.
—Amelia Jane de Londres, a treinta y siete días de Barbados.
Era una confirmación de la primera impresión de Hornblower, pero ¿y aquella voz? No sonaba demasiado inglesa, no sabía muy bien por qué. Había capitanes extranjeros en la marina mercante inglesa, muchos, pero difícilmente al mando de un paquebote de las Indias Occidentales.
—Despacio —dijo Hornblower a los remeros, y el esquife se deslizó silenciosamente por el agua. No pudo ver signo alguno de nada extraño.
—Mantengan la distancia —dijo la voz desde el bergantín.
No había nada sospechoso en las palabras. Ningún barco al pairo a poco más de veinte millas de las costas de Francia dejaría de mostrarse cauteloso ante unos desconocidos que se aproximan entre la niebla. Pero el acento de aquellas palabras no sonaba del todo correcto. Hornblower metió la caña para pasar bajo la proa del bergantín. Algunas cabezas aparecieron ahora a su costado y se movieron en torno a la proa junto con el esquife. Allí estaba el nombre del bergantín, por supuesto, Amelia Jane, de Londres. Entonces Hornblower vio algo más: era un gran bote que se escondía detrás de la aleta de babor del bergantín desde los cadenotes. Podía haber un centenar de explicaciones posibles para aquello, pero era una circunstancia sospechosa.
—¡Ah del bergantín! —dijo—. Subiré a bordo.
—¡Aléjese! —exclamó la voz, como respuesta.
Algunas de las cabezas del costado del bergantín adquirieron hombros, y tres o cuatro mosquetes apuntaron al esquife.
—Soy un oficial de su majestad —dijo Hornblower.
Se quedó de pie en la cámara y se desabrochó el chaquetón para que fuera visible su uniforme. La figura central en el costado del bergantín, el hombre que había hablado, le miró durante largo rato y luego extendió las manos en un gesto de desesperación.
—Está bien —dijo.
Hornblower subió por el costado del bergantín tan rápidamente como le permitieron sus helados miembros. Cuando se quedó de pie en cubierta fue consciente de que iba desarmado, porque enfrentándose a él había más de una docena de hombres, con expresión hostil, y algunos de ellos con mosquetes en las manos. Pero la tripulación del esquife le había seguido a cubierta, y se acercaron a él blandiendo sus machetes y pistolas.
—¡Capitán, señor! —era la voz de uno de los hombres que había dejado en el esquife—. Señor, hay un hombre muerto en el bote de aquí.
Hornblower se volvió para mirar. Había un hombre muerto, en efecto, que yacía en el fondo del bote. Aquello explicaba el remo flotante, entonces. Y el disparo, por supuesto. El hombre había muerto por una bala que había llegado del bergantín en el momento en que el bote estaba abarloando; el bergantín había sido abordado. Hornblower miró de nuevo al grupo que había en cubierta.
—¿Franceses? —preguntó.
—Sí, señor.
El tipo era un hombre con sentido común. No había intentado una resistencia inútil al ver descubierto su golpe. Aunque tenía quince hombres a sus espaldas, y los del esquife eran solamente ocho, se había dado cuenta de que un barco del rey en las inmediaciones convertía su captura final en algo inevitable.
—¿Dónde está la tripulación? —preguntó Hornblower.
El francés señaló hacia adelante, y a un gesto de Hornblower uno de sus hombres corrió a liberar a la tripulación del bergantín de su confinamiento en el castillo de proa, media docena de marineros de color y una docena de oficiales.
—Muchas gracias, míster —dijo el capitán, adelantándose.
—Soy el capitán Hornblower, del buque de su majestad Atropos —dijo Hornblower.
—Le ruego que me perdone, capitán —era un hombre anciano, con el blanco cabello y los claros ojos azules contrastando con su bronceado como de caoba—. Ha salvado usted mi barco.
—Sí —dijo Hornblower—. Será mejor que desarme a esos hombres.
—De mil amores, señor. Encárgate, Jack.
El otro oficial, presumiblemente el segundo contramaestre, caminó a popa para coger los mosquetes y espadas de los franceses, que no se resistieron.
—Han venido con la niebla y han atracado a mi costado antes de que me diera cuenta, señor —continuó el capitán—. Un barco de su majestad se llevó a mis cuatro mejores hombres cuando salía del Start, o habría dado buena cuenta de ellos. Estando como estamos, solo he podido dispararles una vez.
—Ha sido ese disparo el que me ha traído aquí —dijo Hornblower, brevemente—. ¿De dónde vienen?
—Eso es lo que me estaba preguntando yo —dijo el capitán—. No pueden venir de Francia en ese bote, no habrían llegado tan lejos.
Volvieron su mirada inquisitivamente al abatido grupo de franceses. Era una cuestión de importancia considerable. Los franceses tenían que proceder de algún barco, y aquel barco debía de estar anclado en algún lugar en medio de los apiñados barcos de los Downs. Y para este fin, debía de ir disfrazado como barco británico o neutral, llegando con los otros antes de que el viento cayera y la niebla se cerrara. Hubo muchos incidentes similares durante la guerra. Era una manera fácil de hacerse con un botín. Pero significaba que en algún lugar al alcance de la mano había un lobo con piel de cordero, un corsario francés disfrazado, probablemente atestado de hombres: a lo mejor había hecho más de un botín. En medio del alboroto y la confusión que seguirían cuando la brisa se levantara, con todo el mundo ansioso por levar anclas y partir, podía escapar con sus capturas.
—Cuando la niebla se cerró —dijo el capitán— el barco más cercano a nosotros era una jábega de Ramsgate. Ancló al mismo tiempo que nosotros. Sospecho que puede ser ése.
Era un tema tan importante que Hornblower no podía estarse quieto. Iba y venía por cubierta, con la mente trabajando rápidamente. No se había decidido aún del todo cuando se volvió y dio su primera orden de ejecución del vago plan. No sabía si tendría la resolución suficiente para llevarla a cabo.
—Leadbitter —le dijo al timonel.
—¡Señor!
—Ate las manos a esos hombres.
—¿Señor?
—Me ha oído perfectamente.
Atar a los prisioneros era casi una violación de las leyes de guerra. Cuando Leadbitter se aproximó para llevar a cabo sus órdenes, los franceses mostraron evidente resentimiento. Se alzó un murmullo de voces.
—No puede hacer eso, señor —dijo su portavoz—. Tenemos…
—Cierre la boca —espetó Hornblower.
Tener que dar semejante orden le ponía de mal humor, y su mal humor empeoraba sus dudas. Ahora que los franceses estaban desarmados, no podían ofrecer resistencia frente a las pistolas empuñadas por los marineros ingleses. Con agrias protestas tuvieron que someterse, mientras Leadbitter iba de hombre a hombre atándoles las muñecas a la espalda. Hornblower odiaba el papel que se veía obligado a representar, aunque su mente calculadora le decía que tenía bastantes probabilidades de éxito. Tenía que aparentar ser un hombre sanguinario, que se deleitaba arrebatando vidas humanas, sin misericordia alguna en su alma y a quien complacía la visión de la agonía de un ser humano. Tales hombres existían, él lo sabía. Había tiranos ominosos al servicio del rey. Durante los anteriores diez años de guerra en el mar hubo algunos abusos, pocos, por ambas partes. Aquellos franceses no le conocían bien, ni tampoco la tripulación del barco de las Indias Occidentales. Ni tampoco sus propios hombres, a decir verdad. Llevaban tan poco tiempo con él que no tenían razones para creer que no tuviera tendencias homicidas, así que su conducta no debilitaría la impresión que deseaba producir. Se volvió hacia uno de sus hombres.
—Suba a las jarcias —dijo—. Pase un cabo entre la garrucha y la verga mayor.
Aquello significaba un ahorcamiento. El hombre le miró con momentánea incredulidad, pero el ceño en el rostro de Hornblower le envió corriendo hacia los flechastes. Entonces Hornblower fue hasta donde se encontraban ligados los desdichados franceses; la mirada de éstos se dirigía desde el hombre en la verga mayor a la siniestra cara de Hornblower, y sus nerviosos parloteos se extinguieron.
—Ustedes son piratas —dijo Hornblower, hablando lenta y claramente—. Y voy a colgarles.
Por si el vocabulario inglés del prisionero no incluía la palabra «colgar», señaló significativamente al hombre en el peñol. Todo el mundo entendería aquello. Se quedaron silenciosos durante un segundo o dos, y luego unos cuantos empezaron a hablar a la vez en un francés torrencial que Hornblower no pudo seguir bien, y entonces el jefe, que se había recuperado ya, empezó a protestar en inglés.
—No somos piratas —dijo.
—Creo que sí —contradijo Hornblower.
—Somos corsarios —dijo el francés.
—Piratas.
Las exclamaciones de los franceses subieron de tono. El francés de Hornblower era lo suficientemente bueno como para averiguar que el jefe les estaba traduciendo sus breves palabras a sus compañeros, y ellos le apremiaban a que explicase con mayor claridad su posición.
—Le aseguro, señor —dijo el desdichado, luchando para mostrarse elocuente en un idioma extranjero—, que somos corsarios y no piratas.
Hornblower le miró con pétrea expresión, y sin responder, se volvió para dar más órdenes.
—Leadbitter —dijo—, haga un nudo corredizo al final de esta soga.
Luego se volvió hacia los franceses.
—Entonces, ¿quiénes dice que son ustedes? —preguntó. Trató de pronunciar aquellas palabras del modo más indiferente que pudo.
—Venimos del barco corsario Vengeance de Dunquerque, señor. Yo soy Jacques Lebon, oficial de presa.
Los corsarios normalmente se hacen a la mar con algunos oficiales de más, que pueden ser colocados en los buques apresados para devolverlos a un puerto francés sin disminuir la capacidad de lucha del corsario, que puede continuar su travesía. Esos oficiales normalmente eran seleccionados por su habilidad para hablar inglés y por el conocimiento de las costumbres marítimas inglesas, y llevaban el título de «oficial de presa». Hornblower se volvió para observar la horca que ahora colgaba ominosamente del peñol y entonces se dirigió al oficial de presa.
—No tiene papeles —dijo.
Obligó a sus labios a realizar una mueca desdeñosa mientras hablaba; para los desgraciados que estudiaban cada línea de su rostro, su expresión pareció un poco forzada, como en realidad era. Hornblower estaba echándose un farol cuando dijo lo que dijo. Si el oficial de presa hubiera podido sacar algún papel, toda su estrategia de ataque se habría visto alterada, pero no corría un albur demasiado fuerte. Hornblower estaba seguro de que si Lebon hubiera tenido papeles en su bolsillo, los habría mencionado enseguida, pidiendo a alguien que se los sacara de allí. Ésa sería la primera reacción de cualquier francés cuya identidad se está cuestionando.
—No —dijo Lebon, alicaído.
Era muy poco probable que los tuviera, cuando estaba implicado en una operación de guerra ordinaria.
—Entonces les colgaré —dijo Hornblower—. A todos. Uno por uno.
Lanzó una carcajada inhumana, horrible. Cualquiera que la oyera pensaría, justificadamente, que estaba inspirada por el anticipado placer de contemplar los espasmos de agonía de una docena de hombres. El canoso capitán del Amelia Jane no pudo soportar la idea y se adelantó para intervenir en la discusión.
—Señor —dijo—. ¿Qué va a hacer?
—Voy a ocuparme de mis propios asuntos, señor —masculló Hornblower, esforzándose por comunicar a su voz toda la dureza que había oído emplear a los oficiales insolentes que se había encontrado a veces en su servicio—. ¿Le importa si le ruego que haga usted lo mismo?
—Pero no puede colgar a esos pobres diablos —siguió el capitán.
—Eso es precisamente lo que voy a hacer.
—Pero no en mi barco, señor… aquí no… no sin un juicio.
—En su barco, señor, que usted permitió que capturaran. Y ahora. Los piratas cogidos con las manos en la masa son colgados en el acto, como usted bien sabe, señor. Y eso es lo que haré ahora mismo.
Fue un golpe de buena fortuna que el capitán entrase en la discusión. Su aspecto de desesperación y el tono de sus protestas eran convincentes y genuinas. Nunca habrían sido tan convincentes si hubieran respondido a un plan trazado previamente. Hornblower le trataba con brutalidad, pero era por el bien de la causa.
—Señor —insistió el capitán—, estoy seguro de que sólo son corsarios…
—Por favor, no interfiera a un oficial del rey en la ejecución de su deber. Vosotros dos, venid aquí.
Los dos hombres de la tripulación del esquife que el señaló se acercaron obedientemente. Era probable que hubiesen visto algún ahorcamiento antes, así como todo tipo de brutalidades, en un servicio de por si brutal. Pero la inminente certeza de tomar parte en un ahorcamiento les impresionaba, eso estaba claro. Hubo una cierta reluctancia visible en sus expresiones, Pero la dura disciplina del servicio aseguraba que obedecerían las órdenes de un único hombre desarmado y superado ampliamente en número.
Hornblower miró a la línea de rostros. Durante un momento sintió una horrible náusea atenazarle el estómago, cuando se le ocurrió preguntarse cómo se sentiría él si realmente estuviera seleccionando a una víctima.
—Colgaremos primero a ése —dijo, señalando a uno de ellos.
El hombre moreno con cuello de toro a quien indicaba palideció y tembló; retrocediendo, trató de esconderse entre sus compañeros. Todos hablaban a la vez, agitando frenéticamente los brazos contra las ligaduras que aseguraban las muñecas a su espalda.
—¡Señor! —exclamó Lebon—. Por favor… se lo ruego… se lo suplico…
Hornblower condescendió a dirigirle una mirada, y Lebon continuó con una salvaje lucha contra las dificultades del idioma y el inconveniente de no ser libre para poder gesticular.
—Somos corsarios. Luchamos por el imperio, por Francia —ahora estaba de rodillas, con la cara levantada. Como no podía usar las manos, frotaba literalmente la nariz contra los faldones del chaquetón de Hornblower—. Nos hemos rendido. No hemos luchado. No hemos causado ninguna muerte.
—Apartad a este hombre de mí —dijo Hornblower, retirándose fuera de su alcance.
Pero Lebon, de rodillas, le siguió por cubierta, hocicando y suplicando.
—Capitán —dijo el capitán inglés, intercediendo una vez más—. ¿No puede al menos esperar y desembarcarles para que les juzguen? Si son piratas, se podrá probar rápidamente.
—Quiero verles colgados —dijo Hornblower, buscando en su mente lo más truculento que podía decir.
Los dos marineros ingleses, aprovechándose del volumen de las protestas, habían hecho una pausa en la ejecución de sus órdenes. Hornblower miró la soga que colgaba, apenas visible pero horriblemente presente en la niebla.
—No creo ni por un momento —siguió Hornblower— que estos hombres sean lo que dicen que son. Sólo una banda de malhechores, piratas. Leadbitter, ponga a cuatro hombres tirando de esa soga. Ya les diré cuándo deben tirar de ella.
—Señor —dijo Lebon—, le aseguro, palabra de honor, que somos del corsario Vengeance.
—¡Bah! —replicó Hornblower—. ¿Y dónde se supone que está?
—Ahí —dijo Lebon.
No podía señalar con las manos; señaló con el mentón, por encima del pescante de babor del anclado Amelia Jane. No era una indicación muy definida, pero era una ayuda considerable, aun así.
—¿Vio usted a algún barco antes de que la niebla se cerrara, capitán? —preguntó Hornblower, volviéndose hacia el capitán inglés.
—Sólo la jábega de Ramsgate —dijo, reluctante.
—¡Ése es nuestro barco! —dijo Lebon—. ¡Es el Vengeance! Era una jábega de Dunquerque… Nosotros… nosotros lo camuflamos para que pareciera eso.
Así que era eso. Una jábega de Dunquerque. Sus bodegas para guardar la pesca podían ir llenas de hombres. Una ligera alteración de aparejos, una «R» pintada en la vela mayor, un nombre adecuado pintado en su popa, y podía navegar por los canales sin preguntas, capturando presas casi a voluntad.
—¿Dónde dice que está? —preguntó Hornblower.
—Allí… ¡oh!
Lebon se calló al darse cuenta de que estaba dando mucha información.
—Puedo aventurar una suposición bastante exacta de a qué distancia se encuentra de nosotros —intervino el capitán inglés—; yo vi… ¡oh!
Se interrumpió exactamente igual que había hecho Lebon, pero debido a la sorpresa. Se quedó mirando a Hornblower. Era como la escena de desenlace de alguna estúpida comedia. El heredero perdido había salido a la luz al fin. La idea de aceptar ahora la admiración de sus inconscientes compañeros de actuación, de admitir modestamente que no era el monstruo de ferocidad que había fingido ser, irritaba a Hornblower más allá de todo lo tolerable. Todos sus instintos y su buen gusto se sublevaban contra los tópicos y lo obvio. Ahora que había conseguido la información que buscaba, podía hacer lo que se le antojara, mientras actuara inmediatamente de acuerdo con aquella información. La mueca que deseaba mantener quedó más fácilmente reflejada en sus facciones con aquel brusco cambio de sentimientos.
—Sentiría mucho perderme un ahorcamiento —dijo, medio para sí, y dejó que sus ojos vagasen de nuevo desde el lazo que colgaba hasta el encogido grupo de franceses que todavía ignoraban lo que había pasado—. Ver ese grueso cuello estirarse un poco…
Se interrumpió y dio una breve vuelta por cubierta, observado por todos los hombres que había allí de pie.
—Muy bien —dijo, deteniéndose—. Contra mi deseo, esperaré a colgar a esos hombres. Capitán, ¿cuál era la dirección aproximada de esa jábega cuando ancló?
—Estábamos en agua muerta —empezó el capitán, haciendo sus cálculos—. Empezábamos a girar. Yo diría que…
El capitán era obviamente un hombre de buen juicio y aguda observación. Hornblower escuchó lo que decía.
—Muy bien —dijo Hornblower, cuando hubo acabado—. Leadbitter, le dejaré a usted a bordo con dos hombres. Vigile bien a estos prisioneros y asegúrese de que no vuelven a tomar el bergantín. Volveré al barco ahora. Espere aquí mis órdenes.
Bajó de nuevo a su esquife; el capitán, que le acompañó al costado del busque, estaba clara y gratamente sorprendido. Casi no podía creer que, si Hornblower era el monstruo demoníaco que aparentaba ser, hubiera conseguido obtener la información que le habían dado los prisioneros franceses: era Un extraño golpe de fortuna, una excesiva casualidad. Pero por otra parte, tampoco podía creer que si Hornblower había usado una astuta añagaza para conseguir la información, rehusara disfrutar los aplausos de su auditorio y no quisiera complacerse en su sorpresa y admiración. Cualquiera de las dos ideas era sorprendente. Eso estaba bien. Que se quedara sorprendido. Que se sorprendieran todos… aunque parecía que los serios marineros que empuñaban los remos en el esquife no estaban tan sorprendidos. Sin prestar atención a todo lo que había sucedido, estaban convencidos de que su capitán se había mostrado tal como era: un hombre que tan pronto podía contemplar la agonía de otro ser humano como tomar tranquilamente la cena. Que pensaran lo que quisieran. No les haría ningún daño. Hornblower no podía evitarlo, de todos modos, porque toda su atención estaba dirigida a la brújula. Sería ridículo —horriblemente cómico— que después de todo aquello se perdiera y no encontraran el camino de vuelta al Atropos, y que tuvieran que deambular en la niebla durante horas buscando su propio barco. El recíproco de norte una cuarta al nordeste era sur una cuarta al suroeste, y mantuvo el esquife fijo en ese rumbo. Con lo que quedaba del reflujo detrás de ellos sería cuestión de unos pocos segundos antes de llegar a la vista de la Atropos. Fue un gran alivio cuando lo hicieron.
El señor Jones recibió a Hornblower en el costado del barco. Una mirada le dijo que faltaban dos hombres y el timonel de la tripulación del esquife. Le costaba pensar en alguna explicación para aquello, y el señor Jones ardía de curiosidad. No podía evitar preguntarse qué demonios había estado haciendo su capitán allá fuera en aquella niebla. Su curiosidad incluso superó a su aprensión a la vista de la mueca que todavía llevaba Hornblower en el rostro… Ahora que estaba de vuelta en su barco, Hornblower empezaba a sentir con más fuerza los escrúpulos que debían de haberle influido imaginando lo que sus señorías debían de pensar de su ausencia del buque. Hizo caso omiso de las preguntas de Jones.
—Ha mantenido esas gavias armadas, señor Jones.
—Sí, señor. He enviado a los hombres a comer al ver que usted no volvía, señor. Pensaba que…
—Tienen cinco minutos para acabar la comida, no más. Señor Jones, si usted estuviera al mando de dos botes enviados a capturar a un buque hostil anclado en medio de esta niebla, ¿cómo se las arreglaría? ¿Qué órdenes daría usted?
—Bueno, señor yo… yo…
El señor Jones no era un hombre con rapidez de pensamiento o adaptabilidad a las nuevas situaciones. Carraspeó y tartamudeó. Pero había pocos oficiales en la Marina que no hubieran participado en una operación de interceptación y abordaje. Sabía bastante bien lo que había que hacer, y lentamente se hizo patente que lo sabía.
—Muy bien, señor Jones. Ahora usted izará el bote grande y la lancha. Las tripulará y se encargará de que las tripulaciones estén bien armadas. Procederá rumbo norte una cuarta al nordeste… grábeselo en la mente, señor Jones, norte una cuarta al nordeste desde este barco durante un cuarto de milla. Allí encontrará un bergantín de las Indias Occidentales, el Amelia Jane. Acaba de ser recuperado de una tripulación francesa de presa, y mi timonel está a bordo con dos hombres. Desde allí, tomará usted un nuevo rumbo. Hay un corsario francés, el Vengeance. Es una jábega de Dunquerque disfrazada como si fuera una jábega de Ramsgate. Probablemente hay muchos hombres a bordo —al menos han quedado cincuenta de la tripulación— y está anclado aproximadamente a una distancia de tres cables al noroeste del Amelia Jane. Lo capturará, por sorpresa si es posible. El señor Still estará al mando del segundo bote. Yo escucharé mientras usted le da sus instrucciones. Eso me evitará la repetición. ¡Señor Still!
El despacho que escribió Hornblower aquella noche y confió al Amelia Jane para su entrega al Almirantazgo estaba redactado con la usual fraseología de la Marina.
Señor:
Tengo el honor de hacerle saber para la información de sus señorías que en el día de hoy, mientras anclábamos en la densa niebla de los Downs, me di cuenta de que, probablemente, muy cerca de nosotros se producía algún tipo de disturbio. Al investigar, tuve la buena fortuna de recapturar el bergantín Amelia Jane, de vuelta a casa desde Barbados, que estaba en poder de una tripulación francesa de presa. A partir de la información conseguida de los prisioneros, pude enviar a mi teniente, el señor Jones, con los botes del buque de su majestad bajo mi mando, a atacar el barco corsario francés de guerra Vengeance, de Dunquerque. Todo esto fue llevado a cabo de forma excelente por el señor Jones y sus oficiales y hombres, incluyendo al señor Still, segundo teniente, los señores Horrocks y Smiley, y su alteza serenísima el príncipe de Seitz-Bunau, guardiamarinas, después de una breve acción en la cual nuestras pérdidas consistieron en dos hombres ligeramente heridos mientras que el capitán francés, monsieur Ducos, recibió una grave herida mientras trataba de reagrupar a su tripulación. El Vengeance resultó ser una jábega francesa enmascarada como buque de pesca inglés. Incluyendo la tripulación de presa, llevaba una tripulación de setenta y un oficiales y marineros, e iba armado con una carronada de a cuatro escondida bajo las redes.
Tengo el honor de quedar, su humilde servidor
H. Hornblower, capitán.
Antes de enviarlo, Hornblower leyó el informe con una sonrisa torcida en el rostro. Se preguntaba si alguien leería alguna vez entre líneas en aquella narración tan escueta, cuánto podrían adivinar, cuánto podría deducir alguien. La niebla, el frío, la humedad; la desagradable escena en la cubierta del Amelia Jane, el juego de emociones. ¿Podría alguien adivinar toda la verdad? Y no había duda de que la tripulación de su esquife estaba ya extendiendo por todo el barco horribles informes acerca de su sed de sangre. De aquello derivaba una especie de sardónica satisfacción, también. Un golpecito en la puerta. ¿Es que no le dejarían nunca en paz?
—Adelante —dijo.
Era Jones. Su mirada se posó en la pluma que se encontraba entre los dedos de Hornblower, y el tintero y los papeles que había en la mesa frente a él.
—Perdón, señor —dijo—. Espero no venir demasiado tarde.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hornblower. Tenía poca simpatía por Jones y su carácter indeciso.
—Si va usted a enviar un informe al Almirantazgo, señor… y supongo que lo va a hacer, señor…
—Sí, por supuesto que lo voy a hacer.
—No sé si va usted a mencionar mi nombre, señor… No voy a preguntarle si lo va a hacer, señor… no quiero presumir…
Si Jones estaba solicitando una mención especial para sí en la carta del Almirantazgo, no iba a tener ninguna.
—¿Qué es lo que intenta usted decirme, señor Jones?
—Es que mi nombre es muy corriente, señor. John Jones, señor. Hay doce John Jones en la lista de tenientes, señor. No sé si usted lo sabía, señor, pero yo soy John Jones el Noveno. Así es como me conocen en el Almirantazgo, señor. Si no lo pone así, quizá…
—Muy bien, señor Jones, comprendo. Puede confiar en que procuraré que se haga justicia debidamente.
—Gracias, señor.
Una vez Jones se apartó de su vista, Hornblower suspiró un poco, miró el informe y cogió una hoja en blanco. No se podía incluir la palabra «Noveno» de forma legible después de la mención del nombre de Jones. Lo único que se podía hacer era coger una hoja nueva y volverlo a escribir todo. Una extraña ocupación para un tirano sediento de sangre.