CAPÍTULO 7

Así que iban al Mediterráneo. Hornblower se sentó en su silla de lona en su camarote de la Atropos, releyendo las órdenes que acababan de llegar para él.

Señor:

Me ordenan los lores comisionados del Almirantazgo…

Tenía que prepararse con la mayor diligencia para dirigirse a Gibraltar, y allí iba a recibir las órdenes que le mandaría el vicealmirante al mando del Mediterráneo. En el supuesto de que tales órdenes no hubieran llegado todavía, debía averiguar dónde se podía encontrar al vicealmirante y proceder con la misma diligencia a ponerse a sus órdenes.

Tenía que ser Cuthbert Collingwood… lord Collingwood, ahora que había recibido su nombramiento después de Trafalgar. La flota que ganó aquella batalla —es decir, los barcos que todavía eran marineros— se había enviado después al Mediterráneo, según sabía él. La destrucción de las flotas española y francesa junto a Cádiz había establecido definitivamente el dominio británico del Atlántico, así que ahora la Marina iba a hacer valer su poderoso peso en el Mediterráneo para abortar cualquier posible movimiento de Bonaparte, que había conseguido el dominio de la Europa continental en Austerlitz. Austerlitz, Trafalgar. El ejército francés y la Marina inglesa. Uno y otra se encontraban equilibrados. No había rincón de Europa en el que no desfilaran las tropas francesas, en tanto hubiera tierra por donde marchar; tampoco había rincón del mar donde los barcos británicos no hicieran notar su influencia, mientras hubiera agua en la que pudieran flotar. En el Mediterráneo, rodeado de tierra, con sus muchas penínsulas e islas, el poder marítimo podía confrontarse mejor con el poder terrestre. El sangriento y al parecer interminable conflicto entre tiranía y libertad sería dirimido aquí. Y él tomaría parte en ello. El secretario de los lores comisionados firmaba como «su obediente y humilde servidor», pero antes decía que sus señorías estaban seguros de que la Atropos estaba lista para su partida inmediata, así que al recibir las órdenes finales y los despachos de última hora que se le confiaran, debía zarpar de inmediato. Hornblower y su barco, en otras palabras, se consideraban preparados para partir en el acto.

Hornblower notó una ligera aprensión y se le puso carne de gallina. No creía que su barco estuviera completamente preparado en todos los aspectos para una partida inmediata.

Levantó la voz y llamó al centinela que había junto a su puerta.

—Llame al señor Jones.

Oyó el grito repetido en cubierta como un eco, mientras estaba allí sentado con las órdenes en la mano. Sólo un momento más tarde llegó el señor Jones apresuradamente, y entonces Hornblower se dio cuenta de que todavía no estaba preparado para dar las órdenes y hacer las preguntas necesarias. Por tanto, se vio obligado a contemplar a Jones sin hablar. Su mente iba enhebrando pensamientos sin reaccionar a la información que le transmitían sus ojos, y la mirada fija de Hornblower alteró al desgraciado Jones, que se llevó la mano a la cara nerviosamente. Hornblower vio un resto de espuma reseca junto a la oreja derecha de Jones. El gesto del teniente le hizo volver en sí y notó algo más: una de las largas mejillas estaba suave y bien afeitada, mientras que la otra estaba erizada con una buena cantidad de barba negra.

—Perdóneme, señor —dijo Jones—, pero su llamada me ha cogido a medio afeitar, y creí mejor venir inmediatamente.

—Muy bien, señor Jones —dijo Hornblower.

No lamentaba que Jones tuviera algo que decir mientras que él no tenía preparadas todavía las claras ordenes que un buen oficial debería ser capaz de dictar.

Bajo aquella embarazosa mirada, Jones tuvo que hablar de nuevo.

—¿Quería usted verme, señor?

—Sí —dijo Hornblower—. Hemos recibido órdenes de ir al Mediterráneo.

—¿De verdad, señor? —las observaciones del señor Jones no contribuían al progreso de la conversación.

—Quiero que me informe de cuándo podríamos hacernos a la mar.

—Oh, señor…

Jones se llevó de nuevo la mano a la cara; quizá fuese tan larga por su hábito de tirarse de la barbilla.

—¿Están completos los víveres y el agua?

—Bueno, señor, verá…

—¿Quiere decir que no lo están?

—No… no, señor. No del todo.

Hornblower iba a pedir una explicación, pero cambió de idea en el último momento.

—Por ahora no le preguntaré por qué. ¿Qué nos falta?

—Bueno, señor… —el desdichado Jones detalló un apresurado informe—. Faltan veinte toneladas de agua. Pan, licores, carne…

—¿Quiere decir que teniendo el astillero de aprovisionamiento aquí al otro lado del río no tiene el barco con todos sus víveres al completo?

—Bueno, señor… —Jones trató de explicar que no consideró necesario recoger más suministros que los del día a día—. Había mucho trabajo para los hombres, señor, aparejando el barco.

—¿Y las listas de guardia y de posición?

Ésas eran las listas que asignaban a los marineros a sus deberes y sus puestos en el barco.

—Nos faltan veinte vigías, señor —dijo Jones, patéticamente.

—Más motivo para aprovechar al máximo lo que tenemos.

—Sí, señor, por supuesto, señor. —Jones buscaba desesperadamente en su mente alguna excusa—. Parte del buey que teníamos… no servía para comer.

—¿Era peor de lo habitual?

—Sí, señor. Debía de ser de alguna partida muy antigua. Era realmente malo.

—¿En qué hilera?

—Le preguntaré al sobrecargo, señor.

—¿Quiere decir que no lo sabe?

—No, señor… sí, señor.

Hornblower se sumió en profundos pensamientos de nuevo, pero como no apartó sus ojos de la cara de Jones, aquello no ayudó al culpable teniente a recuperar su ecuanimidad. Finalmente, Hornblower se recriminó a sí mismo. Durante los pocos días que llevaba al mando de la Atropos había estado muy ocupado con los detalles del funeral de Nelson, y luego se había preocupado de sus propios asuntos familiares, pero aquello no era ninguna excusa. El capitán de un barco debe ser consciente en cada momento del estado de su mando. Estaba terriblemente enfadado consigo mismo. Apenas conocía el nombre de sus oficiales, ni siquiera podía estimar qué tipo de lucha podía llevar a cabo la Atropos. Y probablemente no tenía que ir muy lejos río abajo para que su barco entrara en acción.

—¿Y los suministros de los cañoneros? —preguntó—. ¿Pólvora, balas, defensas, cartuchos?

—Enviaré a buscar al artillero, señor. ¿Lo hago? —preguntó Jones.

Estaba desesperado al ver cómo se ponían de manifiesto sus insuficiencias.

—Los veré dentro de un momento —dijo Hornblower—. Sobrecargo, artillero, contramaestre, tonelero, oficial de derrota.

Aquéllas eran las cabezas subordinadas del departamento responsable, desde el primer teniente al capitán, del adecuado funcionamiento del barco.

—Sí, señor.

—¿Qué demonios es ese ruido? —preguntó Hornblower, irritado.

Llevaba unos minutos oyéndose una especie de altercado en el alcázar por encima de sus cabezas. Unas voces extrañas se hacían oír a través del tragaluz.

—¿Salgo a ver, señor? —preguntó Jones ansiosamente, deseoso de encontrar alguna distracción. Pero mientras hablaba se oyó un golpe en la puerta del camarote.

—Ahora nos enteraremos —dijo Hornblower—. ¡Adelante!

El guardiamarina Horrocks abrió la puerta.

—Con los respetos del señor Still, señor, hay unos caballeros a bordo con una carta del Almirantazgo para usted, señor.

—Dígales que vengan aquí.

Sólo podían ser problemas, de un tipo u otro, decidió Hornblower mientras esperaba. Una distracción más en un momento en que estaba a punto de encontrarse desesperadamente ocupado. Horrocks acompañó a dos figuras, una grande y otra diminuta, que llevaban unos resplandecientes uniformes verde y oro. Hornblower les había visto el día anterior en la corte de Saint James: eran el príncipe alemán y su oso acompañante. Hornblower se puso en pie y Eisenbeiss se adelantó e hizo una reverencia muy complicada, a la cual Hornblower replicó con un seco movimiento de cabeza.

—¿Y bien, señor?

Eisenbeiss, ceremoniosamente, le tendió una carta; una mirada le mostró a Hornblower que iba dirigida a él. La abrió cuidadosamente y la leyó.

Por la presente se le requiere y se le ruega que reciba en su barco a su alteza serenísima Ernst, príncipe de Seitz-Bunau, que ha sido nombrado guardiamarina de la Marina de su majestad. Empleará usted toda su diligencia en instruir a su alteza serenísima en su nueva profesión al mismo tiempo que continúa su educación en preparación para el día cercano, si la Providencia lo dispone, en que su alteza serenísima pueda asumir de nuevo el gobierno de sus dominios hereditarios. También recibirá usted en su barco a su excelencia el barón Otto von Eisenbeiss, chambelán y primer secretario de estado de su alteza serenísima. Su excelencia ejercía hasta hace poco como cirujano, y ha recibido de la Marina un mandamiento como tal en la Armada. Hará usted uso de los servicios de su excelencia, por lo tanto, como cirujano en su barco, mientras, en lo que la disciplina naval y el Código Militar lo permitan, continúa actuando como chambelán de su alteza serenísima.

—Ya veo —dijo. Miró a la curiosa pareja con sus resplandecientes uniformes—. Bienvenido a bordo, alteza.

El príncipe asintió y sonrió, aunque estaba claro que no entendía nada.

Hornblower se sentó de nuevo, y Eisenbeiss empezó a hablar inmediatamente, remarcando sus agravios con su espeso acento alemán.

—Debo protestar, señor —dijo.

—¿Y bien? —dijo Hornblower en un tono que podía haber dado a entender una advertencia.

—Su alteza serenísima no ha sido tratado con el res-peto debido. Cuando hemos alcanzado su barco, yo he enviado a mi lacayo a bordo para anunciarnos, a fin de que su alteza pudiera ser recibido con todos los honores reales. Ellos se han negado por completo, señor. Ese hombre de cubierta —presumo que se trata de un oficial— dijo que no tenía instrucciones. Sólo cuando le he enseñado esta carta, señor, nos ha permitido subir a bordo.

—Todo es correcto. No tenía instrucciones.

—Confío entonces en que realice usted los arreglos necesarios. Y debo recordarle que se halla usted sentado en presencia de la realeza.

—Debe usted llamarme «señor» —espetó Hornblower—. Y se dirigirá a mí igual que lo hacen todos mis subordinados.

Eisenbeiss se enderezó de un salto con indignación, de modo que su cabeza se estrelló con fuerza contra los baos de cubierta que tenía por encima; aquello hizo cesar su torrente de palabras y permitió continuar a Hornblower.

—Como oficiales al servicio de su majestad, deberán llevar el uniforme del rey. ¿Tiene usted equipaje?

Eisenbeiss estaba demasiado asombrado para responder, aunque entendiera la palabra, y Horrocks habló por él.

—Sí, señor, está en el bote abarloado. Muchos baúles.

—Gracias, señor Horrocks. Y ahora, doctor, tengo entendido que posee usted las calificaciones profesionales necesarias para ejercer como cirujano en este barco. ¿No es así?

Eisenbeiss luchaba para mantener su dignidad.

—Como secretario de estado, debo ser tratado de «su excelencia» —dijo.

—Pero como cirujano de este barco, será tratado de «doctor». Y ésta es la última vez que paso por alto su omisión de la palabra «señor». Y ahora, ¿cuáles son sus calificaciones?

—Soy cirujano… señor.

La última palabra salió con un movimiento espasmódico mientras se alzaban las cejas de Hornblower.

—¿Ha ejercido usted recientemente?

—Hasta hace unos pocos meses… señor. Era cirujano en la corte de Seitz-Bunau. Pero ahora soy…

—Ahora es usted cirujano en el buque de su majestad Atropos, y podemos olvidarnos de todas esas tonterías de que es secretario de estado.

—Señor…

—Silencio, por favor, doctor. ¡Señor Horrocks!

—¡Señor!

—Saludos al señor Still. Haga que el equipaje de estos dos caballeros sea izado a bordo. Van a hacer inmediatamente una selección de lo que necesiten de modo que quepa en un baúl cada uno. Ustedes podrán ayudarles a elegir. Lo que quede saldrá del barco dentro de diez minutos en el bote en el que vino. ¿Está lo bastante claro, señor Horrocks?

—Sí, señor. Señor, hay también un par de lacayos con el equipaje.

—¿Lacayos?

—Sí, señor, con uniformes como ése —Horrocks señaló el verde y oro de los alemanes.

—Pues ya tenemos dos marineros más. Que firmen y mándelos delante.

La Marina siempre podía acoger a más marineros, y un par de gordos y bien alimentados lacayos podrían ser marineros muy útiles en los tiempos que les esperaban.

—Pero señor… —dijo Eisenbeiss.

—Hable sólo cuando le pregunten, doctor. Y ahora, señor Horrocks, acompañará usted al príncipe y le alojará en la camareta de los guardiamarinas. Le presentaré. El guardiamarina Horrocks…, ejem, guardiamarina príncipe.

Horrocks automáticamente le ofreció la mano, y el príncipe inmediatamente la tomó, sin mostrar ningún cambio ante la contaminación por un contacto humano. Sonrió tímidamente, sin entender nada.

—Y mis saludos para el oficial de derrota, también, señor Horrocks. Dígale que sea tan amable de mostrar al doctor su alojamiento a proa.

—Sí, señor.

—Y ahora, doctor, dentro de media hora deseo verles a los dos con el uniforme del rey. Entonces puede hacerse cargo de sus deberes. Se formará una comisión de investigación compuesta por el primer teniente, el sobrecargo y usted mismo, que decidirá si ciertos toneles de buey son aptos para el consumo humano. Será usted el secretario de esa comisión y quiero su informe por escrito al mediodía. Y ahora vaya con el señor Horrocks.

Eisenbeiss dudó durante un momento bajo la penetrante mirada de Hornblower antes de volverse para salir del camarote, pero al llegar a la cortina su indignación se sobrepuso de nuevo.

—Escribiré al primer ministro, señor —dijo—. Sabrá Como se ha tratado a los aliados de su majestad.

—Sí, doctor. Y si usted contraviene la ley de amotinamiento, colgará de una verga. Y ahora, señor Jones, volvamos a esas listas de posición.

Cuando Hornblower se volvió hacia Jones para reemprender la tarea de hacer que la Atropos estuviera preparada para hacerse a la mar, era consciente de sentir un poco de desprecio por sí mismo. Podía amedrentar a un estúpido médico alemán con bastante efectividad, podía congratularse de haber tratado de forma adecuada una situación que podía haber sido difícil, aunque poco importante. Pero no se podía sentir orgulloso de ello, porque se daba cuenta de estaba en falta con relación a sus auténticos deberes. Había perdido unas horas preciosas. Durante los últimos dos días había jugado dos veces con su hijito, se había sentado a la cabecera de la cama de su mujer y había tenido a su hijita entre los brazos, cuando lo que tenía que haber hecho realmente era estar a bordo trabajando por su barco. No era excusa que el deber de Jones fuera precisamente atender a esas cuestiones; la obligación de Hornblower era comprobar que Jones las hubiera atendido. Un oficial naval no debería tener mujer ni hijos: la presente situación era la prueba de ese manido tópico. Hornblower apretó inconscientemente la mandíbula al llegar a aquella conclusión. Todavía les quedaban ocho horas de luz diurna. Estaban los asuntos que requerían su propia actividad personal, como hablar con el superintendente del astillero; había otras cuestiones que podía dejar a cargo de sus subordinados. Se podía hacer algún trabajo en un costado del barco, dejando el otro limpio; había trabajos que podían requerir los servicios de marineros experimentados y otros trabajos que podían hacer hombres de tierra adentro. Algunos trabajos no podrían iniciarse hasta que se hubieran acabado otros. Si no tenía cuidado, algunos de sus oficiales tendrían que estar en dos lugares a la vez, habría confusión, retrasos, desorden. Pero con una buena planificación, todo sería posible.

Sobrecargo y artillero, contramaestre y tonelero, cada uno de ellos por turno, fueron llamados al camarote de popa. A cada uno se le asignaron sus tareas; a cada uno le fue concedida a regañadientes una parte de los hombres que pedían. Pronto los silbatos atronaron todo el barco.

—¡Tripulación de la chalupa, fuera!

Pronto la chalupa remontó el río, llena de barriles vacíos que habían preparado el tonelero y sus ayudantes, para empezar a acarrear las veinte toneladas de agua que necesitaban para cumplir los requerimientos del buque. Una docena de hombres estaban subiendo a toda prisa por los obenques y a lo largo de las vergas dirigidos por el contramaestre; los aparejos del estay y de las vergas tenían que prepararse para el trabajo del día.

—¡Señor Jones! Voy a abandonar el barco. Tenga ese informe sobre el buey listo para cuando vuelva del muelle.

Hornblower se dio cuenta de que dos figuras en el alcázar trataban de atraer su atención. Eran el príncipe y el doctor. Paseó su mirada sobre su uniforme, los parches blancos del cuello del guardiamarina y la casaca lisa del cirujano.

—Así está mejor —dijo—. Sus deberes le esperan, doctor. ¡Señor Horrocks! Mantenga al señor príncipe bajo su protección por hoy. Llame a mi esquife.

El capitán superintendente del astillero escuchó la petición de Hornblower con la indiferencia adquirida durante años de escuchar peticiones urgentes de los oficiales.

—Tengo a los hombres listos para ir a buscar la munición, señor. El costado de babor está listo para que la barcaza de la pólvora pueda abarloar: agua muerta en media hora, señor. Puedo mandar a unos hombres para que lo tripulen también, si es necesario. Sólo necesito cuatro toneladas. Media hora con la barcaza.

—¿Dice que está lista?

—Sí, señor.

El superintendente miró a la Atropos al pairo en la corriente.

—Muy bien. Espero que lo que dice sea correcto, capitán, por su propio bien. No puede empezar a remolcar la barcaza junto al costado… le advierto que la quiero de vuelta a su amarradero dentro de una hora.

—Gracias, señor.

De vuelta en la Atropos el grito dio la vuelta a todo el barco.

—¡Hombres al cabrestante! ¡Marineros del combés! ¡Veleros! ¡Grumetes!

Los huecos más recónditos del barco fueron despejados de hombres para manejar las barras del cabrestante: todos los brazos, todas las espaldas servían para aquel propósito. Un tambor empezó a resonar por cubierta.

—¡Apagar todos los fuegos!

El cocinero y sus ayudantes arrojaron el fuego del fogón por la borda y fueron de mala gana a ayudar en los aparejos de las vergas y los estays. La barcaza de la pólvora vino y se puso de costado. Tenía grandes escotas y amplios escotillones, un equipo eficiente para la transferencia rápida de explosivos. Cuatro toneladas de pólvora, ochenta barriletes de un centenar de libras de peso cada uno, salieron de las bodegas de su casco para ser introducidas por las escotillas de la Atropos, mientras abajo el artillero y sus ayudantes y un sudoroso grupo de trabajadores las estibaban en una casi total oscuridad —descalzos para evitar cualquier posibilidad de fricción o de chispas— y colocaban en hileras los barriles en el almacén. Algún día la Atropos tendría que luchar para sobrevivir, y su vida dependería de una buena colocación de aquellos barriles abajo, para que se pudieran servir bien las demandas de los cañones en cubierta.

Los miembros de la comisión de investigación, acabada ya su inspección de los barriles de buey defectuosos, aparecieron de nuevo en cubierta.

—Señor Jones, enséñele al doctor cómo realizar su informe debidamente —y luego al sobrecargo—: Señor Carslake, quiero poder firmar sus documentos en cuanto esté listo el informe.

Una mirada final a cubierta y Hornblower pudo ir abajo, coger papel y pluma y dedicarse exclusivamente a redactar una carta explicatoria para el astillero de aprovisionamiento (formulada con la urgencia adecuada y persuadiendo con mucho tacto a las autoridades para que accedieran, sin molestarles con una asunción demasiado segura de su aprobación), y que empezaba: «Señor, tengo el honor de incluir…» y concluía: «… en el mejor interés del servicio de su majestad. Su humilde servidor…».

Y entonces pudo salir a cubierta de nuevo para ver cómo progresaban los trabajos y se impacientó un poco hasta que aparecieron Jones y Carslake con los documentos que habían estado preparando. En medio de la confusión y el estrépito reinantes tuvo que concentrarse para leerlos con mucho cuidado antes de firmar con un seco: «H. Hornblower, capitán».

—Señor Carslake, puede encargarse de llevar mi esquife al astillero de aprovisionamiento. Señor Jones, supongo que el astillero necesitará hombres para manejar sus barcazas. Encárguese de eso, por favor.

Y ahora un momento para observar a los hombres trabajando, colocarse bien el tricornio en la cabeza, unir sus manos a la espalda, caminar lentamente arriba y abajo, procurando adoptar un aspecto frío e imperturbable, como si toda aquella frenética actividad fuera la cosa más natural del mundo.

—¡Dejad de halar en ese aparejo del estay! ¡Basta!

El barril de pólvora colgaba suspendido justo encima de cubierta. Hornblower se obligó a hablar fríamente, sin excitación. Una duela del barril se había agrietado un poquito. Había un diminuto reguero de granos de pólvora en cubierta, y algunos más iban cayendo lentamente.

—Deja otra vez ese barril en el lanchón. Tú, segundo contramaestre, coge un trapo húmedo y limpia esa pólvora de cubierta.

Un accidente podría haber incendiado aquella pólvora fácilmente. El relámpago podría abrirse paso en todas direcciones; cuatro toneladas de pólvora en la Atropos, cuarenta quizás en la gabarra… ¿qué habría ocurrido con los barcos que se agolpaban en el Pool, en tal caso? Los hombres le miraban atentamente; sería un momento muy adecuado para animarles un poco en su trabajo.

—El hospital de Greenwich está ahí, ¿veis? —dijo Hornblower, señalando río abajo hacia la graciosa silueta del edificio de Wren—. Algunos seguro que terminaremos allí al final, supongo, pero no me apetece nada ir a parar allí hoy.

Una broma bastante pobre, quizá, pero despertó un par de sonrisas.

—Vamos.

Hornblower continuó sus paseos arriba y abajo, el imperturbable capitán que sin embargo era lo bastante humano como para hacer una broma. Era la misma forma de actuar que empleaba con María cuando le Parecía que ella se iba a poner de mal humor.

Allí estaba el lanchón con la munición, abarcando al costado de estribor. Hornblower miró hacia abajo. Las balas de nueve libras para los cuatro cañones largos, dos a proa y dos a popa; balas del calibre doce para las dieciocho carronadas que constituían el principal armamento del buque. Las veinte toneladas de hierro eran una masa patéticamente pequeña que yacía en el fondo del lanchón, vistas con los ojos de un hombre que había servido en un navío de línea; el viejo Renown habría descargado aquella munición sólo en un par de horas de combate. Pero aquel peso muerto era una considerable proporción de la carga que debía soportar la Atropos. La mitad sería distribuida de forma bastante equilibrada a lo largo del barco en las guirnaldas de munición; dónde decidiera almacenar las diez toneladas restantes constituiría la diferencia para que la Atropos pudiera añadir un nudo a su velocidad o reducirla un nudo, se mostrara rígida o suelta en la brisa, manejable o desmañada para la navegación. Él no podía tomar una decisión al respecto hasta que el resto de las provisiones estuvieran a bordo y tuviera la oportunidad de examinar su estiba. Hornblower examinó atentamente las redes en las cuales se iban a izar las municiones hasta la verga de trinquete de estribor, y rebuscó en su mente los datos que había allí almacenados concerniendo a la resistencia a la rotura de las cuerdas de cáñamo… aquélla, podía asegurarlo él, llevaba varios años de servicio.

—Dieciséis cartuchos de carga —avisó al lanchón—, no más.

—Sí, señor.

Era típico de la mente de Hornblower perder un momento pensando en el efecto que se produciría si una de aquellas redes se soltara: la munición se volcaría de nuevo en el lanchón, cayendo desde la altura del peñol podría atravesar el fondo de la lancha, y con todo el peso muerto que llevaban a bordo, ésta se hundiría como una piedra, justo al borde del paso navegable, de modo que representaría un intolerable estorbo para la navegación hacia Londres hasta que los buceadores hubieran limpiado trabajosamente los restos de munición y los diques flotantes hubieran sacado el pecio del canal. El enorme tráfico del puerto de Londres se podría ver seriamente obstruido como resultado de un momentáneo descuido por la carga de una simple red.

Jones venía a toda prisa por cubierta y se tocaba el sombrero ante él.

—Ya están embarcando la última pólvora, señor.

—Gracias, señor Jones. Haga que remolquen el lanchón de vuelta a su amarradero. El señor Owen puede enviar aquí a los grumetes servidores de la pólvora para poner la munición en las guirnaldas a medida que llegue a bordo.

—Sí, señor.

Y el esquife volvía por el río con Carslake sentado en la popa.

—Bueno, señor Carslake, ¿cómo ha recibido los documentos el astillero de aprovisionamiento?

—Los han aceptado, señor. Tendrán los suministros en el muelle mañana.

—¿Mañana? ¿No ha escuchado mis órdenes, señor Carslake? ¡No quiero tener que poner su nombre en la lista negra, señor Jones! Voy al astillero de aprovisionamiento. Venga conmigo, señor Carslake.

El astillero de aprovisionamiento era un departamento de la Oficina Naval, no del Almirantazgo. Los oficiales que había allí debían ser tratados de forma diferente a los del puerto. Parecía como si las dos organizaciones fueran rivales, en lugar de trabajar con un objetivo patriótico común contra un enemigo mortal.

—Puedo traer a mis propios hombres para que hagan el trabajo —dijo Hornblower—. No necesita usar a los suyos.

—Hum —carraspeó el superintendente de aprovisionamiento.

—Lo trasladaré todo al muelle yo mismo, además de transportarlo.

—Hum —volvió a exclamar el superintendente, de forma un poco más receptiva.

—Le estaré muy agradecido —continuó Hornblower—. Sólo tiene que dar la orden a uno de sus oficinistas para que señale cuáles son los suministros al oficial al mando de mi partida. De todo lo demás nos encargaremos nosotros. Se lo ruego, señor.

Era altamente gratificante para un oficial naval tener a un capitán a sus pies, metafóricamente hablando. Igualmente gratificante era la idea de que la Marina se encargara de hacer todo el trabajo, con un gran ahorro de tiempo para el astillero. Hornblower podía ver la satisfacción reflejada en la gorda cara de aquel tipo. Le hubiera gustado borrársela con el puño, pero siguió adoptando un aire humilde. No le costaba demasiado, y de aquel modo estaba sometiendo al tipo a su voluntad igual que si le amenazara.

—Está el asunto de esas mercancías que usted ha desaprobado —dijo el superintendente.

—La comisión de investigación se reunió en su debida forma —dijo Hornblower.

—Sí —dijo el superintendente pensativamente.

—Por supuesto, le puedo devolver los toneles —sugirió Hornblower—. Deseaba hacerlo tan pronto como hubiera echado el buey al agua.

—No, por favor, no se tome tantas molestias. Devuélvame los toneles llenos.

La forma de funcionar de aquellos chupatintas del gobierno estaba más allá de la comprensión normal. Hornblower no podía creer —aunque era posible— que el superintendente tuviera ningún interés personal financiero en aquellos condenados suministros. Pero el hecho de que se hubiera producido aquel rechazo era una mancha en su expediente, o en el expediente del astillero. Si le devolvía los toneles, no era necesario hacer ninguna mención oficial de la desaprobación, y presumiblemente se los podrían colar de nuevo a algún otro barco… algún barco que se hiciera a la mar sin tener la oportunidad de probar primero los artículos. Los marineros que luchaban por su país podían morirse de hambre mientras los registros del astillero de aprovisionamiento estuvieran sin mancillar.

—Con mil amores le devolveré los toneles llenos, señor —dijo Hornblower—. Se los enviaré en la chalupa que traiga los otros suministros.

—Eso estaría bien —dijo el superintendente.

—Estoy encantado, y, tal como ya le he dicho, enormemente agradecido, señor. Tendré mi lancha aquí con mi grupo de trabajo dentro de diez minutos.

Hornblower inclinó la cabeza con toda la unción que fue capaz de fingir; no era el momento de estropear el barco por no dar un poco de betún. Salió antes de que la discusión se pudiera iniciar de nuevo. Pero las últimas palabras del superintendente fueron:

—Recuerde devolverme esos toneles, capitán.

La gabarra de la pólvora había sido remolcada a su amarradero; los otros pertrechos de artillería que se estaban subiendo a bordo parecían bagatelas: paquetes de tacos y balas de cartuchos de sarga vacíos, un par de manojos de baquetas flexibles, piezas de recambio para los cañones, carretes de mecha lenta… los múltiples accesorios necesarios para mantener en acción veintidós cañones. Hornblower envió al guardiamarina Smiley con el grupo de trabajo prometido al astillero de aprovisionamiento.

—Y ahora que suban esos condenados toneles a cubierta, señor Carslake. Debo mantener mi promesa de devolverlos.

—Sí, señor —dijo Carslake.

Carslake era un hombre joven con cabeza de toro y unos ojos de un azul muy claro y sin expresión. Aquellos ojos se mostraban entonces aún más inexpresivos de lo habitual. Había presenciado la entrevista entre Hornblower y el superintendente y no había permitido que aflorasen sus sentimientos. Hornblower no sabía si él, como sobrecargo, aprobaba enteramente que aquellas provisiones se salvasen para que se las endilgaran a otro barco o como marinero que, con toda seguridad, iba a padecer privaciones en alta mar, despreciaba la debilidad de Hornblower al acceder a las demandas del superintendente.

—Los marcaré antes de devolverlos —dijo Hornblower.

Había pensado en pintarlos cuando se había mostrado tan obsequioso con el superintendente, pero aquello no acababa de gustarle, porque la trementina podía eliminar fácilmente la pintura. Se le ocurrió una idea mucho mejor, maravillosa, en aquel mismo momento.

—Que el cocinero avive el fuego de los fogones —ordenó—. Cogeremos… cogeremos un par de baquetas de mosquete de hierro y las calentaremos en el fuego. Cójalas de la armería, por favor.

—Sí, señor. Perdone, señor, pero la hora de comer de los marineros ha pasado hace mucho rato.

—Cuando encuentre tiempo para mi comida, los marineros podrán tomar la suya —dijo Hornblower.

Se alegraba de que la cubierta estuviera tan repleta que aquellas palabras suyas pudieran ser oídas, porque tenía en mente el asunto de la comida de los hombres desde hacía algún tiempo, aunque estaba muy decidido a no perder ni un momento con aquello.

El primero de los toneles rechazados llegó dando vueltas desde la bodega y lo dejaron en cubierta. Hornblower miró en torno a él; allí estaba Horrocks con el joven príncipe, muy asombrado por aquel continuo ajetreo, detrás de él.

—Lo hará usted, señor Horrocks. Venga aquí —dijo Hornblower.

Tomó un trozo de tiza de detrás de la pizarra en la bitácora y escribió con él, diagonalmente, en grandes letras en torno al tonel, la palabra «Rechazado».

—Hay dos hierros que se están calentando en el fogón. Usted y el señor príncipe pueden pasar un buen rato marcando esos toneles. Tracen estas letras en cada uno de ellos. ¿Entendido?

—Ejem… sí, señor.

—Bien fuerte y bien hondo, para que no haya ninguna posibilidad de lijarlo. Tenga mucho cuidado en eso.

—Sí, señor.

La siguiente chalupa para el muelle estaba abarloando en el costado de babor, que acababa de abandonar la gabarra de la pólvora. Estaba llena de suministros del contramaestre: cordaje, lona, pintura. Un cansado grupo de hombres trabajaba pasando los bultos a cubierta. Parecía no tener fin aquella ocupación de conseguir equipar plenamente al Atropos para hacerse a la mar. El propio Hornblower tenía las piernas tan cansadas como un caballo derrengado, y se estiró para ocultar su fatiga. Pero cuando miraba al otro lado del río podía ver la chalupa del astillero de aprovisionamiento emergiendo de la ensenada. Smiley tenía a sus hombres trabajando en los remos, esforzándose por avanzar a través de la marea menguante. Desde el alcázar podía ver que la chalupa estaba repleta de toneles, barrilitos y bolsas de galletas. Pronto la Atropos estaría a rebosar. Y el acre olor de los hierros al rojo vivo quemando las duelas empapadas de salmuera de los toneles rechazados llegó hasta su nariz. Ningún barco aceptaría aquellos suministros. Era una extraña ocupación la que le había buscado a su alteza serenísima. Vaya forma de interpretar sus órdenes. «Empleará toda su diligencia en instruir a su alteza serenísima en su nueva profesión». Bueno, quizá no fuera una mala introducción a los métodos de lucha contra los empleados civiles.

Más tarde —mucho más tarde, al parecer— el señor Jones llegó ante él y se tocó el sombrero.

—Ya están las últimas provisiones a bordo, señor —dijo—. El señor Smiley está volviendo con la chalupa al astillero de aprovisionamiento.

—Gracias, señor Jones. Llame a mi esquife, por favor.

Hornblower bajó al bote consciente de que había muchos ojos exhaustos clavados en él. La tarde de invierno se iba disolviendo en una fría y triste oscuridad mientras empezaba a caer una lluvia fina. Hornblower hizo que remaran en torno a su barco a una distancia adecuada, para observar su estiba. Miró el barco desde delante, desde el costado, desde popa.

Mentalmente estaba visualizando sus líneas debajo del agua. Miró hacia arriba a la extensión de sus vergas inferiores; el viento haría presión allí contra la lona.

Y entonces calculó el balance de las fuerzas implicadas, viento contra resistencia lateral, timón contra velas de proa. Tuvo que considerar la navegabilidad y manejabilidad, así como velocidad. Volvió a trepar a cubierta, donde le esperaba Jones.

—Quiero que baje un poco más por la proa —anunció—. Pondremos esos barriles de buey en el extremo delantero de la hilera, y la munición en la parte delantera del almacén. Que los marineros se pongan a ello inmediatamente, por favor.

Una vez más, los silbatos atronaron todo el barco y los marineros empezaron a mover las provisiones colocadas en cubierta. Después, esperaron con ansiedad el retorno de Hornblower de la última ronda de inspección en torno al barco.

—Así está bien —dijo éste, por fin.

No era una decisión casual, ni de cara a la galería. En el momento en que la Atropos se apartara de tierra, estaría en peligro y se enfrentaría a la acción de inmediato. Era un barco pequeño; hasta un corsario bien armado podía presentarle batalla. Dar alcance en una persecución, escapar, manejarlo rápidamente cuando maniobrasen para encontrar la posición en combate, navegar de bolina si lo cogían con una costa a sotavento: debía ser capaz de hacer todo aquello, y tenía que hacerlo hoy mismo, porque mañana, mañana mismo, podía ser demasiado tarde. Las vidas de su tripulación, su propia vida, su reputación profesional, podían depender de aquella decisión.

—Puede bajarlo todo ya, señor Jones.

Lentamente, la desordenada cubierta empezó a despejarse, mientras la lluvia se hacía más y más espesa y empezaba a cerrar la noche en torno al pequeño barco. Los grandes barriles en hilera, contra el forro de la nave, estaban apretados y calzados en su sitio; los contenidos de la bodega tenían que ser agrupados en una sólida masa, porque una vez en el mar, la Atropos cabecearía y se balancearía, y nada debía moverse ni balancearse, o si no la estructura del barco se vería dañada o incluso podía escorar completamente todo el buque por el movimiento de una avalancha de carga. La Marina tenía siempre presente a sir Edward Berry, el oficial que, cuando era capitán del propio Vanguard de Nelson, permitió que los palos de su barco escorasen del todo con un viento moderado en Cerdeña.

Hornblower se quedó de pie a popa junto al pasamano mientras la lluvia caía torrencialmente sobre él. No había ido abajo; aquello sería parte de la penitencia que se imponía a sí mismo por no haber supervisado en su momento el aprovisionamiento de su barco.

—La cubierta está despejada, señor —dijo Jones, apareciendo en la húmeda oscuridad ante él.

—Muy bien, señor Jones. Cuando todo esté limpio, los hombres pueden comer.

El pequeño camarote abajo estaba frío, oscuro e inhóspito. Había dos sillas de lona y una mesa de caballetes en la cabina de día, y en la de noche no había nada en absoluto. La lámpara de aceite brillaba melancólicamente por encima de las tablas desnudas de la cubierta bajo sus pies. Hornblower podía hacer llamar de nuevo a su esquife; le conduciría bastante rápido media milla corriente abajo hasta Deptford Hard, y de allí al George, con su mujer y sus hijos. Habría un cálido fuego de carbón, un bistec recién hecho con coles, un lecho de plumas con las sábanas calientes, incluso demasiado, por la aplicación de un calentador. Su helado cuerpo y sus doloridas piernas ansiaban de forma inexpresable aquellos cuidados y aquel calor. Pero con su presente estado de ánimo, no podía aspirar a nada de aquello. En su lugar, tiritando, comió un poco del rancho que habían colocado apresuradamente para él en la mesa con caballetes. Tenía una hamaca colgando en el camarote, se subió a ella y se envolvió en las mantas húmedas y frías. No se había echado en una hamaca desde que era guardiamarina, y su espalda ya no estaba acostumbrada a la necesaria curvatura. Estaba demasiado entumecido, tanto mental como físicamente, para que le proporcionara algo de calor la idea de su presente virtud.