—Whitehall Steps —dijo Hornblower, bajando a su esquife en Deptford Hard.
Era muy cómodo tener aquel esquife para usarlo allí; era mucho más rápido que una lancha de alquiler y no le costaba nada.
—¡Vía! —dijo el timonel.
Por supuesto, estaba lloviendo. Soplaba el viento del oeste y con él había traído unas ráfagas de espesa lluvia, que descargaban en la superficie del río, rebotaban en las lonas enceradas que cubrían a la tripulación de los botes y repiqueteaban ensordecedoras en el sombrero impermeable que Hornblower llevaba en la cabeza, mientras resguardaba su tricornio debajo del impermeable. Sorbía por la nariz de forma lamentable. Tenía el peor resfriado que había sufrido en toda su vida, y necesitaba usar un pañuelo. Pero aquello significaba sacar una mano de debajo del impermeable, y no podía hacerlo. Con el impermeable extendido a su alrededor como una tienda y sentado a popa, y con el sombrero encima, podía mantenerse lo suficientemente seco hasta Whitehall, si no cambiaba de postura. Prefirió sorber por la nariz.
Río arriba, entre la lluvia. Debajo del puente de Londres, por los recodos que había llegado a conocer tan bien durante los últimos días. Se agazapó debajo de su impermeable, tiritando y rumiando su desgracia. Estaba seguro de que nunca antes en toda su vida se había sentido más enfermo. Debería estar en la cama, con unos ladrillos calientes a los pies y ron caliente en la mesilla, pero el día que el primer lord iba a llevarle a la corte de Saint James no podía alegar que se encontraba enfermo, aunque le corrieran escalofríos por la espalda y las piernas le flaquearan tanto que apenas podían sostenerle.
Los Steps estaban resbaladizos donde la marea había retrocedido; en su debilitado estado, apenas podía mantenerse en pie mientras los iba subiendo. Arriba, con la lluvia todavía cayendo con fuerza, se arregló lo mejor que pudo. Enrolló el sombrero impermeable y se lo metió en el bolsillo del manto, se puso el tricornio y corrió, inclinándose hacia adelante bajo la lluvia, los ciento cincuenta metros que quedaban hasta el Almirantazgo. Incluso en el breve tiempo que le costó aquello las medias quedaron salpicadas y húmedas, y las alas del sombrero se le llenaron de agua. Se alegró de quedarse de pie ante el fuego en la sala de espera, esperando, hasta que llegó Bracegirdle anunciando que su señoría le aguardaba.
—Buenos días, Hornblower —dijo Saint Vincent, de pie bajo el portal.
—Buenos días, milord.
—No tiene sentido que esperemos a que escampe —gruñó Saint Vincent, mirando la lluvia y calculando la distancia que les separaba del coche—. Vamos.
Corrió varonilmente hacia adelante. Hornblower y Bracegirdle avanzaron con él. No llevaban mantos —Hornblower había dejado el suyo en el Almirantazgo— y tuvieron que esperar bajo la lluvia mientras Saint Vincent caminaba hacia el coche y subía a él con infinita lentitud. Hornblower le siguió y Bracegirdle se apretujó detrás de él, acomodándose en el asiento abatible que había enfrente. El coche echó a andar por el empedrado, con un traqueteo de las ruedas de hierro que encontraba un eco en los escalofríos que todavía recorrían la espalda de Hornblower.
—Es una estupidez, por supuesto, tener que usar un coche para ir a Saint James desde el Almirantazgo —gruñó Saint Vincent—. Yo solía caminar tres millas en el alcázar del viejo Orion.
Hornblower volvió a sorber por la nariz, tristemente. No podía ni siquiera congratularse del hecho de que, al encontrarse tan mal, casi no experimentaba inquietud alguna acerca de la nueva experiencia que le esperaba, porque, atontado por el resfriado, era incapaz de sumergirse en su habitual autoanálisis.
—Leí su informe anoche, Hornblower —siguió Saint Vincent—. Satisfactorio.
—Gracias, milord —se esforzó por adoptar un aire inteligente—. ¿Fue bien el funeral en San Pablo ayer?
—Bastante bien.
El coche traqueteaba por el Malí.
—Ya estamos —dijo Saint Vincent—. Volverá conmigo, ¿verdad, Hornblower? No me voy a quedar mucho rato. Son las nueve de la mañana y no ha pasado ni un tercio de mi trabajo del día todavía.
—Gracias, señor. Entonces le esperaré.
Se abrió la puerta del coche y Bracegirdle, ágilmente, salió para ayudar a su jefe a bajar los escalones. Hornblower le siguió; ahora el corazón le latía algo más rápido. Había uniformes rojos, uniformes azules y dorados, uniformes azules y plateados por todas partes; muchos de los hombres iban empolvados. Una peluca empolvada —los ojos oscuros que había bajo ella ofrecían un contraste sorprendente— se separó de las demás y se acercó a Saint Vincent. El uniforme era negro y plateado; las pulidas facetas de la espada con empuñadura de plata atrapaban y reflejaban la luz en una miríada de puntitos.
—Buenos días, milord.
—Buenos días, Catterick. Aquí está mi protegido, el capitán Horatio Hornblower.
Los agudos y oscuros ojos de Catterick captaron hasta el último detalle del aspecto de Hornblower en una sola mirada: la casaca, los pantalones, las medias, la espada, pero su expresión no cambió un ápice. Se podía suponer que estaba acostumbrado al aspecto de zarrapastrosos oficiales navales en las audiencias.
—Su señoría le va a presentar a usted, capitán, tenso entendido. Le acompañará usted al salón de audiencia.
Hornblower hizo un gesto de asentimiento. Se preguntaba qué implicaría aquella expresión de «protegido». Llevaba el sombrero en la mano y se apresuró a colocárselo debajo del brazo como vio que hacían todos los demás.
—Sígame entonces —dijo Saint Vincent.
Escaleras arriba. Hombres uniformados hacían guardia en los rellanos. Otro uniforme negro y plata en la parte superior de las escaleras, un breve intercambio de frases más, unos lacayos empolvados apiñados junto a la entrada; se hizo el anuncio con una voz soberbia, contenida pero penetrante.
—Almirante muy honorable conde Saint Vincent. Capitán Horatio Hornblower. Teniente Anthony Bracegirdle.
La cámara de audiencia era un estallido de colores. Todos los uniformes posibles estaban representados allí. El escarlata de la infantería; la caballería ligera con todos los colores del arco iris, guarnecidos de alamares y de pieles, los mantos ondulantes, los sables colgantes; la caballería pesada con botas hasta el muslo; uniformes extranjeros blancos y verdes… Saint Vincent hizo pasar su grueso cuerpo entre ellos como un barco de guerra en una regata de yates. Y allí estaba el rey, sentado en un trono con alto respaldo. Curiosamente, tenía un aspecto idéntico al de sus retratos, con su pequeña peluca atada en una coleta. Detrás de él había un semicírculo de hombres con cintas y estrellas, cintas azules, rojas, verdes encima del hombro izquierdo y del derecho; debían de ser Caballeros de la Jarretera, de Bath, de San Patricio, los grandes hombres del país. Saint Vincent se estaba inclinando en torpe reverencia ante el rey.
—Encantado de veros, milord, encantado de veros —dijo éste—. No he tenido ni un momento libre desde el lunes. Nos complace mucho que todo haya salido bien.
—Gracias, señor. ¿Puedo presentaros al oficial responsable del ceremonial naval?
—Podéis presentármelo.
El rey puso sus ojos en Hornblower, unos ojos de un azul claro, un poco saltones, pero amables.
—Capitán Horatio Hornblower —dijo Saint Vincent.
Hornblower hizo una reverencia lo mejor que pudo, tal como su profesor de danza francés había intentado enseñarle hacía diez años: el pie izquierdo hacia adelante, la mano en el corazón. No sabía hasta dónde tenía que inclinarse; tampoco sabía cuánto tiempo tenía que quedarse así inclinado. Pero al final se levantó, con una cierta sensación de haber salido a la superficie del agua después de una profunda inmersión.
—¿Qué buque, señor? ¿Qué buque? —preguntó el rey.
—Atropos veintidós, majestad.
La noche anterior, en la que no había dormido, Hornblower había imaginado ya que le harían aquella pregunta, así que tenía la respuesta pronta.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—En Deptford, majestad.
—Pero vais a haceros pronto a la mar, supongo.
—Yo… yo… —Hornblower no podía responder a aquella pregunta, pero Saint Vincent habló por él.
—Muy pronto, señor —dijo.
—Ya veo —respondió el rey—. Ya.
Levantó la mano y se acarició la frente con un gesto de infinito cansancio antes de recordar el asunto que tenía entre manos.
—Nuestro sobrino nieto —dijo—, el príncipe Ernest… ¿os hemos hablado ya de él, milord?
—Lo habéis hecho, señor —respondió Saint Vincent.
—¿Pensáis que el capitán Hornblower podría ser un oficial adecuado para esa misión?
—Pues claro que sí, señor. Muy adecuado.
—Menos de tres años de antigüedad —murmuró el rey, con los ojos puestos en la charretera de Hornblower—. Pero bueno. ¡Harmond!
—Majestad.
Una resplandeciente figura con cintas y estrellas se adelantó desde el semircírculo.
—Presentad al capitán Hornblower a su alteza serenísima.
—Sí, majestad.
Hubo un asomo de sonrisa en los ojos azules.
—Gracias, capitán —dijo el rey—. Cumplid con vuestro deber como habéis hecho hasta ahora, y siempre tendréis la conciencia limpia.
—Sí, majestad —murmuró Hornblower.
Saint Vincent se inclinaba de nuevo; Hornblower se inclinó a su vez. Era consciente del hecho de que no debía dar la espalda al rey —y eso era prácticamente todo lo que sabía del ceremonial cortesano— y no encontró difícil retirarse. Ya había una cola de gente esperando su turno para llegar hasta la real presencia, y se apartó de ellos siguiendo a Saint Vincent.
—Por aquí, por favor —dijo Harmond, dirigiéndoles hacia el extremo más alejado de la habitación—. Esperen un momento.
—El servicio de su majestad nos proporciona a veces extraños compañeros de cama —dijo Saint Vincent mientras aguardaban—. No esperaba que le cargaran a usted con este muerto, Hornblower.
—Yo… no acabo de entenderlo —replicó éste.
—Ah, el príncipe es…
—Por aquí, por favor —Harmond reaparecía ya.
Les condujo hacia una figura diminuta que les esperaba con gran compostura. Un joven —no, sólo un chiquillo— que llevaba un estrafalario uniforme dorado y verde, una espada corta con empuñadura de oro a su costado, unas condecoraciones en el pecho y dos más que le colgaban del cuello. Detrás de él se alzaba una imponente figura con una versión mucho más moderada del mismo uniforme, un hombre moreno, con unas gruesas y colgantes mejillas. El chico era guapo, llevaba el dorado pelo largo y cayendo en bucles encima de las orejas, tenía unos francos ojos azules y una nariz ligeramente respingona. La maciza figura dio un paso hacia adelante, interceptando la aproximación del grupo al muchacho. Harmond y él cambiaron una mirada.
—Primero deben presentármelo a mí —dijo la gruesa figura. Hablaba de forma espesa, con un acento que a Hornblower le pareció alemán.
—¿Y por qué, señor? —preguntó Harmond.
—Según las leyes de Seitz-Bunau sólo el gran chambelán puede hacer presentaciones a su alteza serenísima.
—¿Ah, sí?
—Yo, señor, soy el gran chambelán, como usted ya sabe.
—Muy bien, señor —dijo Harmond, resignado—. Entonces tengo el honor de presentarle… al almirante muy honorable conde Saint Vincent; al capitán Horatio Hornblower y al teniente Anthony Bracegirdle.
Hornblower iba a hacer una reverencia, pero con el rabillo del ojo vio que Saint Vincent se quedaba completamente erguido y se contuvo.
—¿A quién tengo el honor de ser presentado? —preguntó Saint Vincent, fríamente. Parecía que Saint Vincent tenía ciertos prejuicios contra los alemanes.
—Doctor Eisenbeiss —dijo Harmond.
—Su excelencia el barón Von Eisenbeiss, gran chambelán y secretario de estado de su alteza serenísima el príncipe de Seitz-Bunau —dijo el hombre robusto, explayándose—. Es un gran placer conoceros, señor.
Miró un momento a los ojos a Saint Vincent, y luego se inclinó; Saint Vincent sólo se inclinó una vez que Eisenbeiss había empezado a inclinarse; Hornblower y Bracegirdle siguieron su ejemplo. Los cuatro se irguieron exactamente en el mismo momento.
—Y ahora —dijo Eisenbeiss—, tengo el honor de presentaros…
Se volvió hacia el príncipe y continuó su parlamento en alemán, aparentemente repitiendo sus primeras palabras y luego mencionando los nombres por turno. El pequeño príncipe hizo una ligera inclinación ante cada nombre, pero como Saint Vincent hizo una profunda reverencia —casi tanto como la que había dedicado al rey—. Hornblower hizo lo propio. Entonces el príncipe habló en alemán a Eisenbeiss.
—Su alteza serenísima dice —tradujo éste— que está encantado de conocer a los oficiales de la Marina de su majestad, porque es voluntad de su alteza hacer la guerra contra los tiranos franceses en su compañía.
—Diga a su alteza serenísima —replicó Saint Vincent— que nosotros también estamos encantados.
Se hizo la traducción y el príncipe dedicó una sonrisa a cada uno de ellos. Entonces hubo un momento incómodo mientras se miraban unos a otros. Finalmente, Eisenbeiss dijo algo de nuevo al príncipe, recibió una respuesta y luego se volvió hacia el grupo.
—Su alteza serenísima —anunció— dice que no desea entreteneros más.
—Hum —exclamó Saint Vincent, pero se dobló una vez más por la cintura, como los otros, y luego se retiraron, de espaldas y de lado, de la presencia de su alteza serenísima.
—Maldito mequetrefe advenedizo —murmuraba Saint Vincent para sí, y luego añadió—: Bueno, el caso es que hemos cumplido con nuestro deber. Podemos irnos. Síganme por esa puerta.
Abajo, después de dar unos gritos, los lacayos del patio trajeron el coche del conde de nuevo, y se subieron a él, Hornblower extraordinariamente amodorrado a causa de su resfriado, la excitación que había pasado y su extrañeza por el incidente en el que había tomado parte.
—Bueno, ése es su guardiamarina, Hornblower —dijo Saint Vincent.
Su voz era tan parecida al traqueteo de las ruedas de hierro sobre el empedrado que Hornblower no estaba seguro de haber oído bien… especialmente debido a que lo que había dicho Saint Vincent era muy extraño.
—¿Perdón, milord?
—Sin duda me ha oído usted bien. He dicho que ése es su guardiamarina… el príncipe de Seitz-Bunau.
—Pero ¿quién es, milord?
—Uno de esos príncipes alemanes. Boney le echó de su principado el año pasado, de camino hacia Austerlitz. El país está repleto de príncipes alemanes expulsados por Boney. El caso es que éste es sobrino nieto del rey, como ya ha oído.
—¿Y tiene que ser uno de mis guardiamarinas?
—Eso es. Es lo suficientemente joven como para aprender a tener un poco de sentido común, y no como la mayoría de ellos. La mayoría entran en el ejército. En los mandos, que Dios ayude a los pobres oficiales. Pero ahora la Marina está de moda… por primera vez desde las guerras con Holanda. Hemos ganado batallas, y en cambio los soldados de a pie no. Así que ahora los jóvenes señores se unen a la Marina en lugar de alistarse en los Dragones Ligeros. Fue idea de su majestad que este jovencito hiciera lo mismo.
—Entiendo, milord.
—No le hará ningún mal. La Atropos no será ningún palacio, por supuesto.
—En eso estaba pensando, milord. El alojamiento de los guardiamarinas de la Atropos…
—Tendrá que alojarle allí, de todos modos. No hay mucho sitio en una corbeta de cubierta corrida. Si fuera un navío de línea tendría un camarote para él solo, pero si va a ser la Atropos, tendrá que arreglárselas como pueda. Y no habrá caviar ni carne de venado tampoco. Ya le daré órdenes a ese respecto, por supuesto.
—Sí, milord.
El coche chirrió al detenerse ante el Almirantazgo. Alguien abrió la puerta y Saint Vincent se levantó con esfuerzo de su asiento. Hornblower le siguió bajo el portal.
—Entonces me despido ahora de usted, Hornblower —dijo Saint Vincent, ofreciéndole la mano.
—Adiós, milord.
Saint Vincent se quedó mirándole fijamente.
—La Marina tiene dos deberes, Hornblower —dijo—. Todos sabemos cuál es uno de ellos: luchar contra los franceses y darle su merecido a Boney.
—¿Sí, milord?
—En el otro no pensamos mucho. Tenemos que Procurar, cuando nos retiremos, dejar detrás de nosotros una Marina tan buena como aquélla en la que hemos servido. Usted tiene ahora menos de tres años de servicio, Hornblower, pero se irá haciendo mayor. Le parecerá que apenas ha tenido tiempo para mirar a su alrededor y ya tendrá cuarenta y tres años de antigüedad, como yo. El tiempo pasa rápidamente, se lo aseguro. Quizás entonces tome usted bajo su protección a otro joven oficial para presentarlo en palacio.
—Eh… sí, milord.
—Escoja con mucho cuidado, Hornblower, si tiene que hacerlo. Uno puede cometer errores, pero al menos que sean honrados.
—Sí, milord.
—Eso es todo.
El anciano se volvió sin decir una palabra más, dejando a Hornblower con Bracegirdle bajo el portal.
—Jervie está muy sentimental —comentó Bracegirdle.
—Eso parece.
—Creo que lo que quería decir es que estará pendiente de usted, señor.
—Pero al mismo tiempo también tenía un ancla a barlovento —dijo Hornblower, pensando en lo que Saint Vincent había dicho acerca de la posibilidad de que uno cometa errores.
—Jervie nunca perdona, señor —dijo Bracegirdle, muy serio.
—Bueno…
Doce años de servicio en la Marina habían conseguido convertir a Hornblower, en ocasiones, en un fatalista que podía encogerse de hombros ante tal tipo de riesgo… al menos hasta que hubiera pasado.
—Voy a coger mi impermeable, si no le importa —dijo— y le diré adiós y gracias.
—¿Un vaso de algo? ¿Una taza de té? ¿Algo para comer, señor?
—No, gracias, será mejor que me retire.
María le esperaba en Deptford, ansiosa por enterarse de cómo había ido su visita a la corte y su presentación al rey. María se emocionó muchísimo cuando Hornblower le contó lo que iba a hacer. La idea de que iba a ver cara a cara a su Dueño y Señor era casi demasiado para ella. La comadrona había advertido que toda aquella excitación podía producirle fiebre. Y no solamente había sido presentado al rey, sino que el rey le había hablado, había discutido su carrera profesional con él. Además, él iba a tener a un auténtico príncipe como guardiamarina a bordo de su barco, un príncipe desposeído, es cierto, pero como contrapartida se trataba de un sobrino nieto del rey, relacionado por parentesco con la familia real. Aquello deleitaría tanto a María como su presentación ante la corte.
Querría saberlo todo de aquello: quién estaba allí (Hornblower deseó haber sido capaz de identificar a una sola de las figuras que estaban allí de pie junto al trono) y qué ropa llevaba cada uno. Eso sería fácil, ya que no había ninguna mujer presente en la audiencia, por supuesto, y prácticamente todo el mundo iba de uniforme. Tendría que ser muy cuidadoso a ese respecto: podía herir los sentimientos de María. El propio Hornblower luchaba por su país; sería mejor decir que luchaba por los ideales de libertad y honradez contra el tirano sin principios que gobernaba al otro lado del Canal; el tópico «por el rey y la patria» no expresaba demasiado bien sus propios sentimientos. Aunque estaba dispuesto a dar la vida por su rey, ese hecho no tenía realmente nada que ver con el amable caballero anciano de ojos saltones con quien había hablado aquella misma mañana; significaba que estaba dispuesto a morir por el sistema de orden y libertades que representaba aquel caballero anciano. Pero para María, el rey representaba algo más que libertad y orden: había recibido la bendición de la Iglesia, era alguien de quien se hablaba con reverencia. Volver la espalda al rey para Hornblower era un quebrantamiento de los buenos modales, que dañaba en cierto sentido las convenciones que mantenían unido el país de cara a su peligro inminente; pero para María podía ser algo muy cercano al sacrilegio. Tendría que tener cuidado de no hablar demasiado a la ligera del anciano caballero.
Y además (el esquife le estaba llevando ahora a través del Pool, bajo los muros de la Torre) Hornblower tuvo que admitir para sí que la idea que se hacía María de su servicio en la Marina no estaba en un plano tan elevado como la suya propia. Para María era un asunto de caballeros, y le daba cierto estatus social al cual de otro modo no podría haber aspirado jamás, y además llevaba comida a la boquita de su precioso hijo… sus hijos, ahora que había nacido la pequeña María. Pero sacrificarse por una causa, aventurarse al peligro más allá de los dictados del deber, el honor, la gloria, ésos eran conceptos que a María le preocupaban muy poco. Más bien se mostraba inclinada a desdeñarlos como ideas puramente masculinas, parte de un elaborado juego o ritual tramado por los hombres para hacerles sentir superiores y diferentes a las mujeres, cuya dignidad y sublime certeza de superioridad no necesitaban tan pueril refuerzo.
Fue una sorpresa para Hornblower ver que ahora el esquife estaba pasando junto a la Atropos, que se encontraba al borde de la corriente. Tendría que haberse fijado mejor para ver si todo estaba bien a bordo y si el oficial de guardia estaba alerta para detectar la aproximación del esquife por el río, pero en realidad sólo tuvo tiempo para contestar el saludo del teniente Jones mientras el esquife dejaba atrás el barco. Allí estaba el muelle de Deptford, y detrás de él la frenética actividad del astillero de aprovisionamiento. En una barcaza que había detrás del espigón un grupo de hombres trabajaban conduciendo a una piara de cerdos al astillero, destinados al matadero y la salazón para alimentar a la Marina.
—¡Ojo al bote, allí! —gruñó el timonel.
Uno de la tripulación del esquife lanzó una broma sotto voce acerca de aquellos cerdos. Era difícil de creer, aun con aquellas pruebas delante de sus propios ojos, que los irreconocibles tarugos duros como la madera que se sacaban de los barriles de salmuera para alimentar a los hombres en alta mar procedieran de animales decentes y respetables como aquéllos. Hornblower se solidarizó con sus hombres. El timonel estaba gobernando el timón para llevar al esquife donde le esperaba su familia. Se sentaría junto al lecho de María y le contaría el ostentoso espectáculo que vio en la corte de Saint James. Acunaría a su hijita entre sus brazos, jugaría con su hijito. Podía muy bien ser aquélla la última vez; en cualquier momento llegarían órdenes para él, y tendría que hacerse a la mar en la Atropos. Batallas, tempestades, naufragios, enfermedades… ¿qué oportunidades tenía de volver a casa de nuevo? Y si lo hacía, aquel bebé gimoteante que abandonaba ahora sería una graciosa niñita que jugaría ya con sus muñecas; el pequeño Horatio empezaría ya, con su pizarra y sus lápices, a escribir letras y números; a lo mejor empezaba ya a declinar mensa en latín y a aprender el alfabeto griego. ¿Y él? Esperaba poder decir que había cumplido con su deber; esperaba que aquella debilidad de la que era tan consciente no le impidiera conseguir algo de lo que sus hijos pudieran sentirse orgullosos.