El centinela del Almirantazgo estaba preocupado, pero se mostraba inflexible.
—Perdóneme, señor, pero son mis órdenes. Nadie debe pasar, ni siquiera el almirante, señor.
—¿Dónde está el oficial de guardia? —preguntó Hornblower.
El oficial de mar se sentía un poco más inclinado a escuchar sus razones.
—Son nuestras órdenes, señor —dijo, sin embargo—. No me atrevería, señor. Tiene que entenderlo, señor.
Ningún oficial de la Marina dice «no» de buena gana a un capitán en activo, ni siquiera a uno que tiene menos de tres años de antigüedad.
Hornblower reconoció a un teniente con tricornio que pasaba por detrás.
—¡Bracegirdle! —exclamó.
Bracegirdle había sido guardiamarina con él en el viejo Indefatigable, y habían compartido más de una curiosa aventura. Ahora llevaba el uniforme de teniente con los entorchados correspondientes a un destino en el cuerpo administrativo.
—¿Cómo está, señor? —preguntó éste, adelantándose.
Se estrecharon la mano y se examinaron el uno al otro como hacen dos hombres que se encuentran después de años de guerra. Hornblower le contó lo de su reloj, y le pidió permiso para entrar. Bracegirdle lanzó un silbido.
—Mala cosa —dijo—. Si fuera cualquier otro excepto el viejo Jervie, me arriesgaría. Pero es una orden personal suya. No tengo ningún deseo de mendigar un trozo de pan en el arroyo para el resto de mis días.
Jervie era el almirante lord Saint Vincent, que recientemente se había convertido de nuevo en lord primero del Almirantazgo, y antes fue sir John Jervis, cuyos principios disciplinarios se comentaban en susurros por toda la Marina.
—¿Es usted su teniente de bandera? —preguntó Hornblower.
—Eso mismo —respondió Bracegirdle—. Hay destinos mucho más sencillos. Lo cambiaría por el mando de un carguero de pólvora en el infierno. Pero sólo tengo que esperar un poco. Cuando haya acabado mi periodo de servicio con Jervie, ése será el único destino que me ofrecerán.
—Entonces ya puedo decir adiós a mi reloj —exclamó Hornblower.
—Sin un beso de despedida siquiera —bromeó Bracegirdle—. Pero dentro de unos años, cuando visite la cripta de San Pablo, podrá mirar la tumba del héroe con la satisfacción de saber que su reloj está allí, con él.
—Su humor a veces está fuera de lugar, señor Bracegirdle —replicó Hornblower, bastante exasperado—, y parece haber olvidado usted que la diferencia de rango entre ambos debería invitar a una actitud más respetuosa por parte de un oficial joven.
Hornblower estaba cansado e irritado; mientras decía aquellas palabras, se sentía molesto consigo mismo por haberlas dicho. Le gustaba mucho Bracegirdle, y le unían a él los peligros que ambos habían compartido, y el recuerdo de las despreocupadas bromas en los días en que ambos eran guardiamarinas. No era de buen tono, por decirlo así, aprovecharse de su rango superior (que sólo la buena suerte le había proporcionado) para herir los sentimientos de Bracegirdle… como indudablemente había hecho, y simplemente para aliviar los suyos. Bracegirdle se puso muy tieso.
—Ruego que me perdone, señor —dijo—. He permitido a mi lengua que corra demasiado. Espero que no tendrá en cuenta mi torpeza, señor.
Los dos oficiales se miraron un momento y luego Bracegirdle se relajó de nuevo.
—No le he dicho cuánto siento lo de su reloj, señor —dijo—. Lo siento muchísimo por usted. De verdad que sí.
Hornblower iba a dar una respuesta pacífica cuando apareció otra figura detrás de Bracegirdle, grande y torpe, todavía con el uniforme completo con entorchados y mirando con los ojos penetrantes bajo unas blancas cejas a los dos oficiales. Era Saint Vincent. Hornblower se tocó el sombrero y el gesto informó a Bracegirdle de que su superior estaba detrás de él.
—¿Qué es eso que siente tanto este joven, Hornblower? —preguntó Saint Vincent.
Hornblower se explicó con la mayor brevedad que pudo, sin vacilar apenas al decir al final «milord».
—Me alegro de ver que el señor Bracegirdle cumplía tan bien mis órdenes —dijo Saint Vincent—. De otro modo, habríamos tenido el Almirantazgo repleto de mirones. Pero usted tiene mi permiso personal, capitán Hornblower, para pasar entre los centinelas.
—Muchas gracias, milord. Le estoy muy agradecido.
Saint Vincent iba a seguir su camino cuando se detuvo y miró con más agudeza que nunca a Hornblower.
—¿Le han presentado ya a su majestad, joven Hornblower?
—No, señor… milord.
—Pues deberían. Todos los oficiales deben presentar sus respetos a su rey. Yo mismo le llevaré.
Hornblower pensó en su mujer, en el niño que acababa de nacer, en su barco en Deptford, en su uniforme húmedo, que debería ser planchado y repasado exhaustivamente antes de mostrarse con él en la corte. Pensó en los ricos, en los grandes, en los poderosos que frecuentan las cortes, y supo que él se encontraría fuera de lugar allí y sería muy desgraciado cada minuto que se viera obligado a permanecer allí. Podía inventarse una excusa. Pero… pero aquello también podía constituir una nueva aventura. Los aspectos desagradables en los que acababa de pensar representaban, en realidad, otros tantos desafíos, que se sentía con ánimos de afrontar.
—Gracias, milord —dijo, buscando en su mente las palabras apropiadas para el caso—. Me sentiré inmensamente honrado y profundamente agradecido.
—Entonces, arreglado. Hoy es lunes, ¿verdad? La recepción real es el miércoles. Le llevaré en mi coche. Esté aquí a las nueve.
—Sí, señor… milord.
—Deje pasar al capitán Hornblower, señor Bracegirdle —dijo Saint Vincent, y siguió su camino.
Bracegirdle condujo a Hornblower hasta donde reposaba el ataúd en sus caballetes, y allí, claro está, se encontraba el reloj todavía colgado en el asa posterior. Hornblower lo desenganchó con alivio y siguió de nuevo a Bracegirdle a la salida. Allí se detuvo y le ofreció la mano a su antiguo compañero como despedida. Mientras se estrechaban la mano, la expresión de Bracegirdle era de dubitativa curiosidad.
—Dos campanas en la guardia de la mañana del miércoles, entonces, señor —dijo; había recalcado ligeramente la palabra «mañana».
—Sí, le veré entonces —dijo Hornblower.
Las demás responsabilidades que le acuciaban ocupaban su mente, y se volvió y corrió hacia Whitehall Steps. Pero mientras caminaba, con la mente ocupada en planear sus actividades para los dos días siguientes, volvió a notar una cierta tensión. Bracegirdle le había relevado de una pequeña preocupación adicional: hasta el día siguiente a última hora habría estado en dolorosa duda acerca de si su cita con Saint Vincent era por la mañana o por la noche.
En los Steps el reflujo estaba ya en su apogeo. Una ancha franja de barro era visible ya a cada lado del río. En el espigón de Lambeth, la barcaza funeral estaba a la vista, con Horrocks y sus hombres completando su tarea de colocar una lona por encima del fondo del barco. Las otras embarcaciones que habían tomado parte en la comitiva estaban apiñados aquí, allá y por todas partes, y Hornblower vio con gran placer su propio esquife pegado a los escalones. Bajó hasta el esquife, cogió su altavoz y se sumergió en la tarea de dispersar las embarcaciones de acuerdo con el esquema que había trazado en sus órdenes previas. El viento soplaba con más fuerza que nunca, pero ahora que la marea había dado la vuelta, el agua era más tranquila, y la única dificultad añadida que encontró fue el gran número de pequeñas embarcaciones que ahora subían por el río, llevando a los mirones para que inspeccionasen más de cerca los barcos ceremoniales.
Concejales y cofradías de la ciudad, heraldos reales y almirantes habían desaparecido todos y se habían ido a casa a cenar, y la oscuridad de enero casi se había cerrado por completo antes de que Hornblower despidiera al último de sus subordinados en Greenwich y, volviendo a su esquife, pudiera dar con alivio la orden de dirigirse a Deptford Hard. Subió fatigosamente hacia el George helado, hambriento y derrengado. Aquel atareado día parecía haber durado en su memoria al menos una semana… pero la verdad era que había dejado a María de parto aquella misma mañana.
Entró en el George y la primera cara que vio fue la del posadero, una sombría figura a la que apenas conocía, en aquella casa donde era la señora la que asumía todas las responsabilidades.
—¿Dónde está mi esposa? —inquirió Hornblower.
El posadero parpadeó.
—No lo sé a ciencia cierta, señor —dijo, y Hornblower se apartó de él impaciente y corrió escaleras arriba.
Dudó ante la puerta del dormitorio, con la mano en el picaporte. Su corazón latía con rapidez. Entonces oyó un murmullo de voces dentro y abrió la puerta. Allí estaba María en la cama, yaciendo entre almohadones, y la comadrona atareada junto a la ventana. La luz de una vela iluminaba débilmente el rostro de María.
—¡Horry! —exclamó ella. La alegre sorpresa de su voz contrarrestó el efecto del uso del diminutivo.
Hornblower le cogió la mano.
—¿Ha ido todo bien, queridísima? —preguntó.
—Sí.
Ella adelantó los labios para que él se los besara, pero incluso antes de haber concluido el beso volvió los ojos hacia la cestita de mimbre que se encontraba encima de una mesa, junto a la cama.
—Es una niña, cariño —dijo—. Nuestra niñita.
—Y un bebé muy hermoso además —añadió la comadrona.
Hornblower caminó en torno al lecho y miró en el interior de la cesta. La manta ocultaba una figura diminuta. Hornblower, que se había acostumbrado a jugar con el pequeño Horatio, había olvidado ya lo pequeño que era un niño recién nacido. Veía una carita roja diminuta, una especie de caricatura de humanidad, encima de la pequeña almohada. La contempló detenidamente; los pequeños labios se abrieron y emitieron un débil y agudo maullido, comparado con el cual los llantos del pequeño Horatio parecían potentes berridos.
—Qué bonita es —dijo Hornblower, galantemente, mientras los maullidos continuaban y dos pequeñísimos puños cerrados aparecían por encima del borde de la manta.
—Nuestra pequeña María —dijo ella—. Estoy segura de que tendrá el pelito rizado.
—Vamos, vamos —dijo la comadrona, no como reprobación de esa extravagante profecía, sino porque María estaba tratando de incorporarse en la cama para contemplar a la criatura.
—Si cuando crezca se parece a su madre —dijo Hornblower—, será la mejor hija que se pudiera desear.
María le recompensó con una sonrisa mientras se dejaba caer de nuevo en la almohada.
—El pequeño Horatio está abajo —dijo—. Ha visto a su hermana.
—¿Y qué piensa de ella?
—Ha llorado cuando la ha visto llorar.
—Será mejor que baje a ver cómo está —sugirió Hornblower.
—Sí, por favor —dijo María, pero extendió sus manos hacia él de nuevo, y Hornblower se inclinó y la besó otra vez.
La habitación estaba muy caldeada, con un fuego ardiendo alegremente en la chimenea, y olía a enfermedad, algo opresivo para los pulmones de Hornblower después del prístino aire de enero que había respirado durante todo el día.
—Me siento inmensamente feliz de ver que te encuentras tan bien, querida —dijo Hornblower, al despedirse.
Abajo, mientras entraba dubitativamente en el vestíbulo, la posadera asomó la cabeza desde la cocina.
—El joven caballerito está aquí, señor —dijo—, si no le importa entrar.
El pequeño Horatio estaba sentado en una trona. Su carita se iluminó con una sonrisa cuando vio a su padre —la experiencia más halagadora que Hornblower había conocido jamás—, y saltó arriba y abajo en su silla y agitó con fuerza la corteza de pan que llevaba en la mano.
—¡Fíjate! ¡Cómo se ríe porque su papaíto ha vuelto a casa! —dijo la posadera; entonces dudó antes de hacer una sugerencia que, ella lo sabía muy bien, rayaba en la extravagancia—: Pronto se va a tener que ir a dormir, señor. ¿Le gustaría jugar con él hasta entonces?
—SÍ —asintió Hornblower.
—¡Vamos, nene! —dijo la posadera—. Papá va a jugar contigo. Eeeepa, vamos. El salón está vacío, señor. Por aquí. Emily, trae una vela para el capitán.
El pequeño Horatio se sintió indeciso, una vez se encontró en el suelo del salón, sobre cuál de los dos métodos de progresión era más satisfactorio para un hombrecito de casi un año de edad. A gatas podía adquirir una velocidad prodigiosa, en cualquier dirección que eligiese. Pero por otra parte, podía ponerse en pie agarrándose a la pata de una silla, y la radiante expresión de su cara cuando lo hacía era prueba de la satisfacción que aquello le proporcionaba. Entonces, una vez se había soltado de la silla, siempre que hubiera tenido éxito en el monstruoso esfuerzo necesario para darse la vuelta, podía intentar dar un paso hacia su padre. Entonces se veía obligado a detenerse y oscilar peligrosamente sobre sus pies separados antes de dar otro paso, y raramente conseguía dar un paso completo sin acabar sentado en el suelo con un sonoro porrazo. ¿Era posible, además, que aquel monosílabo que decía con tanta frecuencia, «pa», sonase como… como un intento de decir «papá»?
Qué felicidad sentía de nuevo, transitoria, evanescente, al ver a su hijito bamboleándose hacia él con una radiante sonrisa.
—Ven con papá —dijo Hornblower con las manos extendidas.
Y entonces la sonrisa se convirtió en una maliciosa mueca, y el joven Horatio cayó sobre sus manos y rodillas y avanzó galopando como un rayo por la habitación, y gorjeando con delirante alegría cuando su padre fue corriendo hacia él y lo cogió y lo lanzó al aire. Simple y delicioso placer. Y entonces, mientras Hornblower levantaba al bebé que pataleaba y gorjeaba con los brazos extendidos, tuvo un breve recuerdo del momento en que él mismo había estado suspendido en las jarcias de mesana en aquella ocasión en que el palo de mesana del Indefatigable cayó cuando él se encontraba encima. Aquel niño conocería el peligro y el riesgo… y el miedo también, al cabo de los años. No dejaría que esa idea empañara su felicidad presente. Bajó de nuevo al niño y luego volvió a subirlo con los brazos extendidos, una actuación maravillosa para él, a juzgar por los gorjeos que dejó escapar.
La posadera entró en la habitación, después de llamar a la puerta.
—Qué gran hombre —dijo, y Hornblower se esforzó por no sentirse orgulloso al verse sorprendido disfrutando así de la compañía de su hijito.
—No sé en qué estaba pensando, señor —siguió la posadera—, he olvidado preguntarle si quería cenar algo.
—¿Cenar? —exclamó Hornblower.
La última vez que había comido fue en el Painted Hall, en Greenwich.
—¿Jamón y huevos? —preguntó la posadera—. ¿O un poco de buey frío?
—Las dos cosas, por favor —dijo Hornblower.
—En un periquete lo tendrá usted todo —respondió la posadera—. Entretenga un poquito a ese muchacho mientras se lo preparo.
—Debería volver con la señora Hornblower.
—Podrá arreglárselas durante diez minutos más sin usted —dijo la posadera, cortante.
El olor del jamón y los huevos era celestial. Hornblower se sentó a comer con gran apetito mientras Emily llevaba a acostar al pequeño Horatio. Y después del jamón y los huevos, el buey frío y las cebollas en conserva, y una jarra de cerveza, otro sencillo placer, el de comer hasta reventar y más aún. El hecho de saber que estaba comiendo demasiado le resultaba estimulante, a él, que casi siempre se mantenía dentro de los límites y que siempre contemplaba la excesiva indulgencia con sospecha y desprecio. Una vez cumplido su deber con completo éxito aquel día, por una vez no tenía que preocuparse del mañana, ni siquiera sabiendo que al cabo de dos días se vería embarcado en la experiencia aterradora de asistir a la recepción del rey.
Y María había superado con éxito su prueba, y ahora tenía una hijita que sería tan adorable como su hijo. Entonces estornudó tres veces seguidas.