—¿Pantalones negros? —preguntó Hornblower, asombrado.
—Por supuesto. Pantalones y medias negros, y bandas de luto —dijo el señor Pallender con toda solemnidad.
Era un hombre anciano, y aunque la parte superior de su cabeza era calva, llevaba el resto de su blanco pelo muy largo, atado en la nuca en forma de espesa coleta sujeta con una cinta negra. Tenía los ojos de un azul pálido, nublados por la edad, y una nariz delgada y puntiaguda que, debido al frío de la habitación, ostentaba en la punta rojiza una gota a punto de caer… o a lo mejor la llevaba siempre.
Hornblower tomó nota en la hoja de papel que tenía ante él lo de los pantalones y medias negros y las bandas de luto. También tomó nota mentalmente de que debía obtener todas esas cosas para sí mismo, y se preguntaba de dónde sacaría el dinero para ello.
—Sería mejor —continuó el señor Pallender— que la comitiva pasara por la ciudad a mediodía. Entonces el populacho tendría mucho tiempo para irse reuniendo, y los aprendices podrían hacer su trabajo por la mañana.
—No puedo prometérselo —dijo Hornblower—. Depende de la marea.
—¿La marea, capitán Hornblower? Debe usted darse cuenta de que se trata de un ceremonial en el que la corte —incluido su majestad en persona— está altamente interesada.
—Pero aun así dependerá de la marea —replicó Hornblower—. Y también de los vientos que soplen.
—¿De verdad? Su majestad se sentirá muy irritado si sus sugerencias son desdeñadas.
—Ya veo —replicó Hornblower.
Pensaba comentar que aunque su majestad gobernase las olas, no tenía más control sobre las mareas que su ilustre predecesor el rey Canuto, pero decidió no hacerlo. El señor Pallender no parecía el tipo de persona que pudiera apreciar broma alguna acerca de la limitación del poder real. En lugar de eso, Hornblower decidió imitar la solemnidad del señor Pallender.
—Dado que el día concreto del ceremonial no ha sido decidido todavía —dijo—, se podría elegir aquél en que la marea se ajuste mejor a nuestros propósitos.
—Supongo que sí —concedió el señor Pallender.
Hornblower tomó nota de la necesidad de consultar inmediatamente las tablas de mareas.
—El lord mayor —dijo el señor Pallender— no estará presente en persona, pero sí estará su representante.
—Comprendo.
Había un poco de alivio en la idea de no ser responsable de la persona del lord mayor, pero no demasiado, sabiendo que los ocho almirantes de mayor antigüedad de la Marina estarían presentes, y sí iban a ser responsabilidad suya.
—¿Está seguro de que no quiere probar un poquito de brandy? —insistió el señor Pallender, empujando un poco la botella.
—No, muchas gracias.
Hornblower no tenía deseo alguno de beber brandy a aquellas horas del día, pero ahora ya sabía qué era lo que daba a la nariz del señor Pallender aquel tono rojizo en la punta. El señor Pallender bebió un sorbito apreciativamente antes de continuar.
—Y ahora, en lo que concierne a los cañones de salvas…
A lo largo de la ruta del cortejo, al parecer, había quince puntos desde los cuales se iban a disparar unos cañones cada minuto, y su majestad estaría escuchando para comprobar que fueran coordinados debidamente. Hornblower tomó más notas. Habría treinta y ocho barcos y barcazas en la comitiva, que se reunirían en el traidor canal de mareas en Greenwich, formados en orden, subirían a Whitehall Steps y se dispersarían después de entregar el cuerpo a una guardia naval de honor reunida allí, que lo escoltaría al Almirantazgo para que descansara durante la noche antes del cortejo final hasta San Pablo.
—¿Puede indicarme, señor —preguntó Hornblower—, qué tipo de embarcaciones son esas barcazas ceremoniales?
Lamentó haber hecho la pregunta al instante; el señor Pallender mostró gran sorpresa de que alguien no estuviera familiarizado con las barcazas ceremoniales, pero en cuanto a sus conocimientos acerca de lo manejables que pudieran ser en aguas turbulentas, o cuántos remos llevaban por cada costado, por supuesto, era más de lo que se podía esperar que supiera el señor Pallender. Hornblower se dio cuenta de que cuanto antes viera una y la hiciera remar todo el curso de la comitiva en las adecuadas condiciones de marea, tomando el tiempo de cada etapa, mejor. Añadió más notas a las que ya tenía mientras el señor Pallender continuaba con lo que para él era más importante: el orden de precedencia de los navíos; que estaría presente el Colegio de Heraldos al completo, incluyendo el Norroy King or Arms y él mismo, Blue Mantle Pursuivant; los duques reales y los almirantes, las formalidades que debían ser observadas al embarcar y al desembarcar, el director del duelo y el director del cortejo, los portaféretros y la familia del difunto.
—Gracias, señor —dijo Hornblower al fin, reuniendo sus notas—. Empezaré con todos estos preparativos al instante.
—Muy agradecido, señor, se lo aseguro —dijo el señor Pallender, mientras Hornblower se despedía.
Aquélla era una operación tan elaborada como el desembarco de Abercrombie en la costa egipcia… y en el Mediterráneo no hay mareas que compliquen todos los preparativos. Treinta y ocho barcos con sus tripulaciones y remeros; guardias de honor, miembros de la comitiva fúnebre y funcionarios: habría al menos un millar de oficiales y hombres bajo el mando de Hornblower. Y el corazón de Hornblower se encogió un poco cuando pudo por fin tomar una de las barcazas de las manos de los trabajadores que le estaban colocando la insignia en Deptford Yard y empezar a hacer las pruebas pertinentes con ella. Era una barca bastante desmañada, no mucho más pequeña ni mucho más manejable que una barcaza de transporte. En la parte delantera, en la proa abierta, llevaba doce remos; desde la parte media del buque hasta popa iba cubierto con un enorme palio de sólida construcción, exponiendo una gran zona al viento. La barcaza destinada a recoger el Cuerpo (el señor Pallender había marcado claramente en su conversación esa mayúscula) se iba a cubrir con plumas para que pudieran captar el viento como la vela mayor de una fragata. Tenía que haber vigorosos remeros asignados a la tarea de remar en aquella barcaza… y sería mejor disponer de un relevo lo más completo posible, escondido bajo el palio. Pero al encabezar el cortejo, con los otros barcos situados detras de éste, debería tener cuidado de no excederse. Debía controlar el tiempo con toda exactitud: arriba con la marea alta, llegar a Whitehall Steps con precisión con la marea muerta, para que las complicadas maniobras se pudieran llevar a cabo allí con el mínimo riesgo, y luego de vuelta con el reflujo, dispersando barcos y tripulaciones a lo largo de la ruta de forma adecuada.
—Querido —le dijo María, en su habitación del George—, me temo que me prestas muy poca atención en estos momentos.
—Perdona, ¿decías algo, querida? —dijo Hornblower, levantando la vista de la mesa ante la cual estaba escribiendo. Estaba sumergido en los planes para conseguir un buen desayuno para los mil hombres que tendrían pocas posibilidades de volver a comer algo a lo largo de un día entero.
—Te estaba diciendo que he hablado con la comadrona hoy mismo. Parece que es una mujer muy competente. Se quedará libre a partir de mañana mismo. Como vive en la calle de al lado, no habrá que proporcionarle alojamiento hasta que llegue el momento, lo cual es una suerte… ya sabes el poco dinero que tenemos, Horatio.
—Sí, cariño —dijo Hornblower—. ¿Has hecho que me traigan esos pantalones negros ya?
Era algo perfectamente natural pasar del parto de María, que ya se aproximaba, a los pantalones negros de Hornblower, a través de la cuestión del dinero, pero María se resintió de la aparente frialdad de su marido.
—¿Te preocupas más por tus pantalones que por tu hijo o por mí? —le reprochó.
—Querida —respondió Hornblower. Tuvo que dejar la pluma y levantarse de su silla para consolarla—. Tengo muchas cosas en la cabeza. No puedo decirte lo mucho que lo siento en estos momentos.
Era un asunto endiablado. Los ojos no sólo de Londres, sino de Inglaterra entera estarían puestos en aquella comitiva. Nunca se lo perdonarían si había alguna metedura de pata. Pero tenía que coger las manos de María entre las suyas y consolarla.
—Tú, cariño mío —dijo, sonriéndole y mirándola a los ojos—, lo eres todo para mí. No hay nada en este mundo más importante para mí que tú.
—Me gustaría creer eso —dijo María.
Él besó las manos que sujetaba entre las suyas.
—¿Qué puedo decir para que me creas? —preguntó—. ¿Que te amo?
—Eso sería muy agradable —accedió María.
—Te amo, querida —dijo él, pero ahora no sonreía, y continuó—, te amo muchísimo más que a mis pantalones negros.
—¡Oh! —exclamó María.
Él tuvo que trabajar mucho para asegurarse de que ella comprendiera que era una broma y que estaba dicha con todo cariño.
—Más tiernamente que a un par de pantalones negros —dijo—. ¿Podría hombre alguno decir una cosa semejante?
Ella sonreía ahora; apartó sus manos y las colocó en los hombros de él.
—¿Es un cumplido que debo atesorar siempre?
—Siempre será verdad, amor mío —dijo él.
—Eres el más encantador de los maridos —dijo ella, y el quiebro en su voz significaba que lo decía con toda sinceridad.
—Con la más dulce de las esposas —respondió él—. Y ahora, ¿puedo continuar con mi trabajo?
—Pues claro que sí, cariño. Claro que sí. Me temo que soy una egoísta. Pero… pero… cariño, yo… ¡te amo tanto! ¡Te amo tanto!
—Vamos, vamos —dijo Hornblower, dándole unas palmaditas en el hombro.
Quizás él tuviera unos sentimientos tan fuertes como los de María a ese respecto, pero tenía que concentrarse en otras muchas cosas. Y si fracasaba con aquellos arreglos ceremoniales, el niño que naciera tendría que arreglárselas con su media paga para toda la vida. El cuerpo de Nelson estaba en aquel preciso momento yaciendo con gran pompa en Greenwich, y al cabo de dos días era la fecha fijada para la comitiva, con la marea empezando a subir a las once, y todavía había que hacer muchísimas cosas. Se alegraba de volver a dedicarse a redactar sus órdenes. Se alegraba de volver a bordo de la Atropos y sumergirse en los asuntos que allí le esperaban.
—Señor Jones, le agradecería que hiciese llamar a los guardiamarinas y los ayudantes de los oficiales de derrota. Necesito media docena que sepan escribir con buena letra.
El camarote de la Atropos tomó el aspecto de un aula escolar, con los guardiamarinas sentados en taburetes ante improvisadas mesas, con tinteros y plumas, copiando los borradores de órdenes de Hornblower y este dirigiéndose de unos a otros, como una ardilla enjaulada, respondiendo preguntas.
—Por favor, señor, no entiendo esta palabra.
—Por favor, señor, ¿debo empezar un nuevo párrafo aquí?
Era una forma de averiguar algo de los oficiales jóvenes, de distinguirlos como individuos de lo que había sido hasta entonces una masa informe de oficiales; estaban los que pedían ayuda constantemente y los que podían deducir cosas del contexto; también había algunos estúpidos que acababan escribiendo órdenes sin sentido.
—Maldita sea, hombre —decía Hornblower—. ¿Es que alguien que no fuera Bedlam diría una cosa así… y mucho menos la escribiría?
—Eso es lo que parecía que ponía, señor —dijo el guardiamarina, obstinado.
—Que Dios nos ayude a todos —decía Hornblower, desesperado.
Pero también había uno que escribía con muy buena letra; Hornblower le puso a la tarea de escribir el encabezamiento de cada carta:
Navío de Su Majestad Atropos en Deptford
6 de enero de 1806
Señor:
En virtud de los poderes que me han sido confiados por los lores comisionados del Almirantazgo…
Otros hombres continuaban a partir de ahí, ahorrando mucho tiempo. Las noventa distintas órdenes escritas con sus duplicados fueron redactadas al fin, y distribuidas hacia medianoche: tripulaciones y oficiales de mar habían sido reclutados de diferentes lugares para cada barco que iba a tomar parte en el cortejo, y se les habían dado órdenes, su lugar en la línea claramente establecido: «Tomará usted la posición decimoséptima, inmediatamente detrás de la barcaza del comandante en jefe en Nore y delante de la Honorable Cofradía de Pescadores».
Los arreglos finales se hicieron junto con el señor Pallender a las dos de la mañana del día del cortejo, y Hornblower, bostezando, ya no veía que se pudiera hacer nada más. Sí, hubo que hacer un cambio final.
—Señor Horrocks, usted vendrá conmigo y con el Cuerpo en la primera barcaza. Señor Smiley, usted dirigirá el segundo con el director del duelo.
Horrocks era el más idiota de todos los guardiamarinas y Smiley el más listo. Habría sido natural reservarse a este último para sí, pero se daba cuenta de lo muy estúpido que era Horrocks y lo muy necesario que era mantenerlo bajo vigilancia constante.
—Sí, señor.
Hornblower creyó percibir que Smiley se sentía contento de escapar de aquella manera a la vigilancia directa de su capitán, pero procuró desinflarle enseguida.
—Tendrá usted nueve almirantes y cuatro capitanes como pasajeros, Smiley —dijo—. Incluyendo al almirante de la flota, sir Peter Parker, y lord Saint Vincent.
Smiley no pareció tan complacido al oír eso.
—Señor Jones, tenga preparada la chalupa con los marineros en el muelle de Greenwich a las seis en punto, por favor.
—Sí, señor.
—Y llame a mi esquife ahora.
—Sí, señor.
—Estaré en el George hasta las cinco. Mande los mensajes allí.
—Sí, señor.
Todavía tenía su vida privada; María estaba ya a punto por aquel entonces.
En cubierta soplaba un cortante vientecillo del oeste que silbaba entre las jarcias, borrascoso, según notó Hornblower. Habría que manejar las barcazas con mucho cuidado, a menos que amainara considerablemente. Bajó los escalones hacia el esquife.
—Pon rumbo a Deptford Hard —ordenó al timonel, y se ciñó la chaqueta bien apretada contra el cuerpo, porque en el camarote de la Atropos hacía mucho calor debido a las lámparas, las velas y la gente.
Caminó por el Hard y llamó a la puerta del George; en la ventana lateral vio aparecer una débil lucecilla y la ventana de su habitación, que estaba encima, se iluminó. La puerta se abrió y apareció la posadera.
—Oh, es usted, señor. Pensaba que era la comadrona. Acabo de enviar a Davie a buscarla. Su esposa…
—Déjeme entrar —dijo Hornblower.
María caminaba por la habitación con su bata de casa; dos velas iluminaban la estancia y las sombras del dosel de la cama y los demás muebles se movieron de una forma siniestra cuando Hornblower abrió la puerta.
—¡Cariño! —exclamó María.
Hornblower fue hacia ella con las manos levantadas.
—Espero que te encuentres bien, querida —dijo.
—Sí, eso creo… eso espero. Acaba de empezar —suspiró María.
Se besaron.
—Cariño —exclamó ella—. Qué bien que hayas venido. Yo… esperaba poder verte de nuevo antes de que… antes de que llegara el momento.
—No ha sido la suerte —replicó él—. He venido porque quería venir. Porque quería verte.
—Pero estás tan ocupado… Hoy es el día de la comitiva, ¿verdad?
—Sí —asintió él.
—Y nuestro niñito nacerá hoy. ¿Será una niña, cariño? ¿U otro chico?
—Lo sabremos pronto —dijo Hornblower. Sabía lo que deseaba María—. De cualquier modo, la querremos mucho… o lo querremos.
—Sí, eso es verdad —accedió ella.
La última sílaba fue pronunciada con más fuerza de la necesaria, y la cara de María adoptó una expresión de preocupación.
—¿Qué te pasa, querida? —preguntó Hornblower, Preocupado.
—Sólo un dolor —dijo María, sonriendo, o mejor forzando una sonrisa, como bien sabía Hornblower—. Todavía no son muy frecuentes.
—Ojalá pudiera ayudarte —dijo Hornblower, igual que incontables millones de padres.
—Me has ayudado mucho al venir a verme, cariño.
Un alboroto fuera de la habitación y unos golpecitos anunciaron la llegada de la comadrona y la posadera.
—Bueno, bueno —dijo la comadrona—. Así que ha empezado ya, ¿eh?
Hornblower la miró atentamente. No parecía demasiado limpia (no todo lo que uno hubiera deseado en aquellas circunstancias), pero al menos estaba sobria, y su sonrisa desdentada era amable.
—Voy a echarle un vistazo, señora —dijo la mujer, y a continuación—: Los caballeros deben retirarse.
María le miró. Trataba con todas sus fuerzas de parecer despreocupada.
—Ya nos veremos más tarde, querida —dijo Hornblower, disimulando también.
Fuera de la habitación, la posadera se mostró muy cordial con él.
—¿Desea un brandy, señor? ¿O un vaso de ron caliente?
—No, gracias —replicó Hornblower.
—El joven caballerito está durmiendo con una de las criadas ahora mismo —explicó la posadera—. No ha llorado ni una sola vez cuando le hemos llevado allí. Es un muchachito estupendo, señor.
—Sí —dijo Hornblower. Sonrió al pensar en su hijito.
—Será mejor que baje al salón, señor —sugirió la posadera—. Allí todavía quedan unos rescoldos de fuego.
—Gracias —respondió Hornblower, consultando su reloj. ¡Dios, cómo pasaba el tiempo!
—Su esposa está muy bien atendida —explicó la posadera maternalmente—. Será un niño, seguro. Lo sé por la forma del embarazo.
—A lo mejor tiene usted razón —accedió Hornblower, y miró otra vez su reloj. Tenía que empezar los preparativos del día, sin perder tiempo—. Y ahora atiéndame, por favor —dijo, e hizo una pausa, mientras apartaba de su mente su preocupación por María y su fatiga mortal.
Empezó a enumerar las cosas que necesitaba del dormitorio del piso superior, numerándolas con los dedos mientras se las iba diciendo a la posadera. Los pantalones negros, las medias, la charretera y el mejor tricornio que tenía, la espada y la banda de luto.
—Se lo traeré todo, señor. Puede vestirse usted aquí mismo… nadie le molestará, no a estas horas de la madrugada.
Volvió más tarde, cargada con los objetos que Hornblower le había pedido.
—Es increíble que me haya olvidado de que hoy precisamente es el día del funeral, señor. Nadie ha hablado de otra cosa a lo largo del río durante la última semana. Aquí tiene sus cosas, señor.
Miró de cerca a Hornblower a la luz de la vela.
—Será mejor que se afeite, señor —aconsejó—. Puede usar la navaja de mi marido si tiene la suya en el barco.
La sola mención de la maternidad, al parecer, convierte en madres a todas las mujeres.
—Muy bien —asintió Hornblower.
Más tarde, él ya estaba vestido y mirando de nuevo su reloj.
—Debo irme ahora —dijo—. ¿Puede ir a ver si puedo visitar a mi esposa?
—Me parece que no, señor —repuso la posadera—. No sé si oye lo mismo que estoy oyendo yo.
Los sentimientos de Hornblower debieron de reflejarse en su expresión, porque la posadera continuó:
—Todo habrá acabado enseguida, señor. ¿Por qué no espera un poco?
—¿Esperar? —repitió Hornblower, mirando de nuevo su reloj—. No, no puedo esperar. Tengo que irme.
La posadera encendió la vela de su linterna con la de la repisa de la chimenea del salón.
—Válgame Dios —dijo—. Está usted impresionante. Pero hace frío fuera.
Ella le abrochó bien el botón de la casaca, el del cuello.
—No vaya a coger frío. ¡Ya está! Vamos, no se preocupe.
Buen consejo, pensó Hornblower, bajando por el terraplén hacia el río de nuevo, pero tan difícil de seguir como la mayoría de los buenos consejos. Vio la luz del esquife al borde del agua, y un súbito movimiento de sombras allí. La tripulación del esquife debía de haber asignado a uno de sus miembros para que hiciera guardia esperando su linterna, mientras que los otros dormían todo lo que podían en los espacios extremadamente incómodos del esquife. Pero por muy incómodos que estuvieran, seguro que no lo estaban tanto como él. Tenía la sensación de que podía quedarse dormido en el barbiquejo de la Atropos si le dieran la mínima oportunidad. Entró en el esquife.
—Río abajo —ordenó al timonel.
En el muelle de Greenwich estaba todavía oscuro, no había señal alguna del amanecer de finales de enero. Y el viento soplaba firmemente desde el oeste, corriente abajo. Probablemente refrescaría a medida que se hiciera de día. Un duro desafío le esperaba mientras caminaba por el muelle abajo.
—Amigo —dijo Hornblower, abriéndose el manto para que su linterna iluminara su uniforme.
—¡Avance y dé el santo y seña!
—La Memoria Inmortal —dijo Hornblower.
Había elegido él mismo aquel santo y seña; un detalle entre un millar de detalles más el día anterior.
—Pase, amigo. Está bien —dijo el centinela.
Era un soldado de la milicia Blackheath; durante el tiempo que el Cuerpo había estado yaciendo solemnemente en Greenwich tuvo que haber guardias apostados en todas partes para impedir que el público irrumpiese en zonas donde no se deseaba que entraran. El hospital estaba iluminado; había ya movimiento y excitación allí.
—El gobernador se está vistiendo, señor —dijo un teniente con una pierna de madera—. Estamos esperando a los señores a las ocho.
—Sí, lo sé —replicó Hornblower.
Era él quien había elaborado el horario. Los dignatarios nacionales, navales y municipales tenían que venir por carretera desde Londres para acompañar al Cuerpo por las aguas. Y allí estaba el Cuerpo, en su ataúd, los caballetes en los que se apoyaba ocultos por banderas e insignias heráldicas. Y allí vino el gobernador, cojeando por el reúma, con su calva cabeza brillando a la luz de las lámparas.
—Buenos días, Hornblower
—Buenos días, señor.
—¿Todo está preparado?
—Sí, señor. Pero el viento sopla bastante fuerte desde el oeste. Esto hará retroceder un poco la marea.
—Me lo temía.
—Retrasará un poco los barcos también, señor.
—Por supuesto.
—En tal caso, señor, le agradecería mucho que comprobara que todos los participantes en el cortejo fúnebre salen cuando deben. No tenemos tiempo que perder, señor.
—Haré lo que pueda, Hornblower. Pero no se le puede meter prisa a un almirante de la flota. Ni a lord Saint Vincent. Ni al lord mayor… ni siquiera a su representante.
—Será difícil, señor, ya lo sé.
—Haré lo que pueda, Hornblower. Pero tienen que tomar su desayuno.
El gobernador hizo un gesto hacia la habitación contigua donde, bajo la supervisión del teniente de la pata de palo, unos marineros con pañuelos negros en torno al cuello estaban sirviendo una comida. Había pasteles fríos, jamón, asado de buey frío, todo reunido en un bufet; la plata se estaba colocando sobre los resplandecientes manteles blancos. En el bufet más pequeño, un oficial de confianza estaba colocando unas botellas.
—¿Un bocado y un vaso de algo? —preguntó el gobernador.
Hornblower miró su reloj, como siempre.
—Gracias, señor. Puedo perder tres minutos.
Era muy gratificante poder comer un poco cuando no lo esperaba. Era gratificante engullir unas lonchas de jamón que podían haber ido a parar al estómago de un almirante de la flota. Hizo bajar el jamón con un vaso de agua, para el asombro no disimulado del oficial del bufet de vinos.
—Gracias, señor —dijo al gobernador—. Debo ausentarme ahora.
—Adiós, Hornblower. Buena suerte.
Ahora en el muelle era casi de día. Había luz suficiente para cumplir el requisito de los musulmanes de distinguir un hilo blanco de uno negro. Y el río estaba repleto de barcos. Desde corriente arriba, el viento llevaba hacia abajo el sonido del chapoteo de remos y ordenes navales. Allí estaba la chalupa de la Atropos, con Smiley y Horrocks en la popa; allí estaban los barcos de escolta y de recepción; unos pasos regulares en el muelle anunciaban la llegada de otro contingente de marineros. La jornada empezaba en serio.
Realmente en serio. Los treinta y ocho barcos tenían que ser manejados y colocados en su orden correcto, extendiéndose durante una milla corriente abajo. Había algunos idiotas que habían perdido sus órdenes, y algunos idiotas que las habían entendido mal. Hornblower corría arriba y abajo por la línea en el esquife, con el reloj saliendo y entrando continuamente de su bolsillo. Para complicar aún más la situación, los vendedores de licor, anticipando un buen día de trabajo, ya estaban por ahí remando en torno a la línea de barcos, y obviamente habían efectuado algunas ventas subrepticias. Había algunas caras rojas y se podían ver algunas sonrisas un poco estúpidas. La marea estaba ya subiendo con fuerza, con el viento a favor. Horrocks, en la barcaza ceremonial que iba a llevar el Cuerpo, equivocaba por completo las distancias cuando intentaba abarloar. El torpe y enorme barco, impulsado por el viento y mecido por la marea, golpeó el muelle por la aleta de estribor con estruendo. En el muelle Hornblower abrió la boca para lanzar un juramento, y luego la cerró de nuevo. Si tuviera que jurar a cada contratiempo, pronto se quedaría sin voz. Ya era suficiente con lanzarle una mirada asesina al infeliz Horrocks. Aquel patán grande y huesudo se amilanó al notarla y luego se volvió para bramar a los remeros.
Aquellas barcazas ceremoniales eran unas embarcaciones de difícil manejo, eso era cierto. Sus doce remos apenas bastaban para controlar sus más de cuarenta pies de largo y la resistencia al viento del gran camarote de popa era enorme. Hornblower dejó a Horrocks luchando para colocarse en su posición, y bajó a su esquife de nuevo. Volaron corriente abajo, esforzadamente. Todo parecía estar en orden. Hornblower, mirando por encima del borde del muelle donde había desembarcado de nuevo, creyó detectar una disminución del reflujo. Tarde, pero muy adecuado. Claro y fuerte llegó desde el hospital el sonido de una trompeta. Como carecía de oído para la música, aquellas notas no le dijeron nada. Pero el sonido en sí mismo bastaba. La milicia se estaba formando a lo largo de la carretera desde el hospital al muelle, y allí venían los dignatarios en solemne procesión, marchando en columna de a dos, delante los menos importantes. Los barcos llegaron al muelle para recibirles, en orden inverso de número —nadie sabe lo duro que fue para Hornblower conseguir que los oficiales al mando comprendieran esto—, y se alejaron de nuevo corriente abajo para esperar, en orden inverso. Un par de barcos se colocaron en un orden que no les correspondía, pero no era momento para minucias. Los dignatarios que se encontraban en el muelle fueron empujados a los barcos, aunque fuera en orden inapropiado, sin darles oportunidad alguna de protestar. Los dignatarios que avanzaban por el muelle cada vez eran más importantes: allí estaban los Heraldos y Pursuivants, el señor Pallender entre ellos. Y allí, finalmente, estaba el director del duelo, almirante de la flota, sir Peter Parker, con Blackwood dirigiendo el cortejo y otros ocho almirantes que tenían —según establecía el libro de protocolo— un aspecto muy melancólico; a lo mejor su aspecto hubiera sido igualmente melancólico sin el protocolo. Hornblower les vio embarcar a todos. La marea había cambiado, y el reflujo se hacía notar. Los minutos serían preciosos ahora.
El estruendoso retumbar de un cañón no lejos de allí hizo sobresaltarse a Hornblower, y esperó que nadie lo hubiera notado. Era la primera de las salvas, que resonarían a partir de aquel momento y hasta que el Cuerpo alcanzase su siguiente lugar de reposo temporal en el Almirantazgo. Para Hornblower era la señal de que el Cuerpo había salido desde el hospital. Ayudó a subir a sir Peter Parker en la barcaza. Una orden áspera del coronel de la milicia, y las tropas invirtieron sus armas y se colocaron en posición de descanso. Hornblower les había visto realizar aquella práctica a todas horas durante los dos días anteriores. Dio la vuelta a su propia espada con toda la precisión militar que pudo. Un par de días antes María, al entrar en el dormitorio del George, le había encontrado practicando aquel movimiento, y se había reído muchísimo. La barcaza de los participantes en el cortejo fúnebre había desatracado, y Horrocks estaba conduciendo la suya cuidadosamente al muelle. Hornblower vigilaba atentamente, pero ahora que el viento iba contra la corriente, no era una operación tan difícil. La banda se aproximaba. Todas las melodías resultaban deprimentes para Hornblower, pero reconoció que la que estaban tocando era más deprimente que la mayoría. Giraron a la derecha en la base del muelle, y los marineros que llevaban la cureña, dando pasitos cortos, con las cabezas agachadas, aparecieron a la vista detrás de ellos. Hornblower pensó en la larga línea de barcos luchando para mantener la posición en toda la extensión de la mirada y deseó que pudieran alejarse, aunque sabía que tal deseo era una estupidez. El monótono retumbar de las salvas marcaba el paso del tiempo. Arriba, hacia el final del muelle, llegó la cureña. Era un asunto complicado transferir el ataúd de la cureña a la parte superior de la barcaza ceremonial; Hornblower oyó al vuelo algunos de los juramentos susurrados por el oficial de mar que supervisaba la operación, y trató de no sonreír ante la incongruencia que representaban. Pero el ataúd fue por fin colocado sano y salvo en su lugar, y rápidamente atado y asegurado; mientras arreglaban las guirnaldas y banderas para ocultar las ligaduras, Hornblower avanzó hacia la barcaza. Tuvo que hacer un esfuerzo para caminar a pasos cortos, con la espalda encorvada y el rostro lleno de melancolía, la espada invertida bajo el brazo derecho, y luchó para mantener aquella misma actitud mientras realizaba el largo paseo desde el muelle a la popa de la barcaza detrás del dosel.
—¡Desatracad! —ordenó, con la comisura de los labios.
Las salvas retumbaron despidiéndoles mientras se alejaban del muelle, las palas de los remos deslizándose por el agua antes de coger impulso. Detrás de él, Horrocks metió la caña y salieron hacia el centro de la corriente. Antes de que pudieran enderezar su curso, Hornblower, con la cabeza todavía agachada, dirigió una mirada de soslayo corriente abajo a la comitiva que esperaba. Todo parecía ir bien; los barcos estaban separados en unos lugares, amontonados en otros, con el esfuerzo de mantener su posición en difíciles condiciones climáticas, pero una vez todo el mundo se pusiera en marcha, las cosas serían más fáciles.
—Lento al principio —gruñó a Horrocks, y Horrocks transmitió la orden a los remeros; era necesario dar tiempo a los barcos para que tomaran posiciones.
Hornblower quería mirar su reloj. Es más: se dio cuenta de que debía tener los ojos continuamente clavados en el reloj, y ciertamente no podía estar sacándolo y metiéndolo del bolsillo a cada momento. Los pies del ataúd se encontraban allí, junto a su rostro. Con un rápido movimiento sacó reloj y cadena y los ató al asa posterior del ataúd, con el reloj colgando de forma muy conveniente delante de su nariz. Todo iba bien; se habían retrasado cuatro minutos, pero todavía les quedaban once minutos enteros de reserva.
—Prolongad las paladas —gruñó a Horrocks.
Ahora iban ya doblando el recodo. Los barcos estaban allí atestados de espectadores, y la orilla también, aun encontrándose tan lejos de Londres como estaban. La Atropos tenía lo que quedaba de su tripulación sobre las vergas, tal como había ordenado Hornblower. Podía verlo con el rabillo del ojo. Y según se aproximaban, el agudo y claro estruendo de su cañón del nueve se hizo eco de las salvas que sonaban desde Greenwich. Todo seguía bien. De todos los ingratos deberes que un oficial naval debía realizar, éste debía de ser sin duda uno de los peores. Por muy perfecta que fuese su actuación, ¿se le reconocerían algún día los méritos por ella? Por supuesto que no. Nadie, ni siquiera el Almirantazgo, se pararía a pensar en la cantidad de quebraderos de cabeza y trabajo que se necesitaba para preparar el desfile marítimo más importante que había visto Londres jamás, con una de las mareas más traidoras imaginables. Y si algo salía mal, habría centenares de miles de ojos dispuestos a observarlo, y centenares de miles de labios dispuestos a condenarle.
—¡Señor! ¡Señor!
Las cortinas de la parte de atrás del camarote se habían abierto; la cara nerviosa de un marinero apareció por entre ellas, desde donde se encontraban ocultos los remeros de reserva; tan nervioso se mostraba el que hablaba que sacó la mano para tirar de los negros pantalones de Hornblower con el fin de llamarle la atención.
—¿Qué pasa?
—¡Señor! ¡Se ha abierto una vía de agua!
¡Dios mío! Aquella noticia venía a superponerse a sus pensamientos con perfecta e infernal adecuación temporal.
—¿Muy mala?
—No sé, señor. Pero está por encima de las tablas del piso. Por eso lo sabemos. Ha debido de pasar muy rápido, señor.
Seguro que había sido cuando Horrocks dejó que la barcaza golpease contra el muelle. Una cuaderna agrietada. ¿Ya estaba por encima de las tablas del piso? Nunca llegarían a tiempo a Whitehall Steps, entonces. ¡Dios, si se hundían allí, en medio del río! Nunca, nunca, nunca perdonaría Inglaterra al hombre que había permitido que el ataúd de Nelson se hundiera, sin ceremonia alguna, en el barro del Támesis, junto a la isla de los perros. ¿Llevarlo a tierra y efectuar las reparaciones? Con toda la comitiva detrás de ellos… ¡Dios mío, qué confusión se organizaría! Sin duda alguna perderían la marea, y decepcionarían a los millares de personas que esperaban, para no decir nada de su majestad. Y al día siguiente era la ceremonia final, en la que llevarían el Cuerpo desde el Almirantazgo hasta San Pablo… duques, pares, la familia real, miles de soldados, cientos de miles de personas iban a tomar parte o contemplar la ceremonia. Hundirse sería el desastre total. Detenerse también sería un desastre. Sí. Podía dirigirse a tierra y realizar las reparaciones, haciendo que se abandonara la ceremonia de aquel día. Así podrían conducir el Cuerpo al Almirantazgo aquella noche, permitiendo que el funeral del día siguiente se llevara a cabo. Le arruinaría profesionalmente, pero era la medida más segura. ¡No, no, no! Al infierno con las medidas más seguras.
—¡Señor Horrocks!
—¡Señor!
—Voy a tomar la caña del timón. Baje ahí. Espere, idiota, y escúcheme. Levante esas tablas y arregle la grieta. Achiquen sin parar… usen los sombreros o lo que sea. Encuentre la grieta y tápela si puede… use una de las camisas de los hombres. Espere. No permita que todo el mundo vea que están achicando. Eche el agua por aquí, por detrás de mis piernas. ¿Comprende?
—Eh… sí, señor.
—Déme la caña ahora. Vaya abajo. Y si falla, le arrancaré la piel a tiras, aunque sea la última cosa que haga en este mundo. Abajo.
Horrocks se lanzó hacia abajo entre las cortinas, mientras Hornblower tomaba la caña del timón y cambiaba de posición para ver hacia adelante por encima del ataúd. Tuvo que dejar su espada, y por supuesto tuvo que abandonar su melancólico aspecto, pero aquello no representaba problema alguno. El viento del oeste estaba arreciando bastante, derecho hacia ellos; contra la marea se estaba levantando una decidida agitación en el agua: salpicaban chorros contra la proa aquí y allá y las palas de los remos levantaban surtidores de agua. Quizás era un recibimiento adecuado para el héroe muerto cuyo cadáver yacía justo ante él. Mientras llegaban al recodo, un aire borrascoso les hizo derivar a sotavento, el viento actuando poderosamente contra todos los obstáculos de la popa.
—¡Dadle fuerte! —gritó Hornblower a los remeros, despojándose de gran parte de su dignidad, aunque era la figura dirigente de todo el cortejo.
Los remeros apretaron los dientes, resoplando con el esfuerzo mientras se encorvaban sobre los remos, arrastrando a la obstinada barcaza por pura fuerza bruta hacia adelante. Allí el viento, soplando directamente contra la marea, levantaba unas olas respetables, y la barcaza cabeceaba entre ellas, balanceándose con la popa arriba y abajo, y daba bandazos como un queche de pesca en un vendaval en alta mar, dando guiñadas y sumergiéndose. Era duro quedarse allí de pie, duro mantener el barco en su rumbo. Y, además, Hornblower era consciente del agua que había a bordo cayendo en cascada adelante y atrás mientras el barco cabeceaba. Con el voluminoso ataúd colocado tan alto, le preocupaba la estabilidad de la absurda embarcación. Pulgada a pulgada luchaban para pasar el recodo, y una vez lo consiguieron, los barcos formados al norte les dieron un sotavento.
—¿Ha conseguido sacar esas tablas, señor Horrocks? —dijo Hornblower, tratando de gritar las palabras en el camarote sin perder de vista a la muchedumbre.
Oyó un estruendo de astillas rotas en aquel momento, y la cara de Horrocks emergió de entre las cortinas.
—Estaban todas clavadas muy fuerte —dijo—. He tenido que usar la palanca. Estamos bajos por la popa y tendríamos que achicar desde aquí, de todos modos.
Por supuesto que estaban bajos por la popa, con el ataúd y los remeros auxiliares.
—¿Cuánta agua?
—Casi un pie, diría yo, señor.
—¡Achique con toda su alma!
La nariz de Horrocks acababa de apartarse de entre las cortinas cuando un chorro de agua cayó en las piernas de Hornblower; a continuación vino otro, y otro, y otro. Buena parte de ella empapó sus pantalones nuevos. El lanzó una maldición, pero no podía quejarse. Aquello era Bermondsey, en la costa de Surrey. Hornblower echó una mirada a su reloj, que colgaba del ataúd. Iban sólo ligeramente retrasados, gracias a aquel viento. No peligrosamente, sin embargo. No estaban tan cerca del peligro de perder la marea como de hundirse en mitad del río. Hornblower cambió de posición, patético con sus empapados pantalones, y miró hacia atrás. La comitiva mantenía muy bien las posiciones; podía ver casi la mitad de la línea, porque el centro estaba justamente ahora luchando por pasar el recodo que ellos habían dejado atrás ya. Delante había otro recodo, esta vez a estribor. Allí tendrían viento en contra de nuevo.
Y sí que lo tuvieron. Una vez más volvieron a balancearse y cabecear por encima de las olas. Hubo un momento en que la barcaza bajó la proa y una enorme cantidad de agua pasó por encima de ella: debía de haber entrado tanta agua como la que Horrocks había sido capaz de achicar hasta entonces. Hornblower maldijo de nuevo, olvidando por completo el melancólico aspecto que debía adoptar. Podía oír y notar el agua que corría por la barcaza mientras ésta avanzaba. Pero los chorros de agua todavía salían disparados entre las cortinas, por encima de las piernas de Hornblower. Éste ya no se preocupaba del efecto que podía causar en la multitud ver a la barcaza funeral achicando agua; cualquier marinero que hubiera entre la gente, viendo tan mal tiempo, podía apreciar la necesidad de hacerlo sin que hubiera ninguna grieta. Pasaron el recodo. Durante unos momentos desesperados pareció que no hacían ningún progreso en absoluto, con las palas de los remos hincadas en el agua. Pero la borrasca vino sucedida por una momentánea calma y siguieron adelante de nuevo.
—¿No puede usted tapar esa vía, señor Horrocks?
—No es fácil, señor —dijo Horrocks, sacando la nariz de nuevo—. Hay una tabla entera desfondada. Los tres clavos de la punta lo están sujetando, señor. Si aprieto demasiado fuerte…
—Oh, muy bien. Siga achicando.
¿Dirigirse a la orilla? ¿Allí, junto a la Torre? Sería un lugar adecuado. No, maldita sea. Nunca. Achicar, achicar, achicar. Señalar un rumbo que les diera la mayor ventaja de la marea y el sotavento proporcionado por los barcos: aquel cálculo podía distraerle, algo en que ocupar su mente. Si pudiera detenerse un momento para mirar a su alrededor, vería los espectadores a miles amontonados en la costa. Si pudiera detenerse un momento… ¡Dios mío, se había olvidado por completo de María! La había dejado de parto. Quizá —muy probablemente— el niño hubiera nacido ya por aquel entonces. Quizá… quizá… no, no podía soportar pensar en aquello.
El puente de Londres, con sus estrechos arcos y los malditos remolinos y reflujos más allá. Sabía por las pruebas que había hecho hacía un par de días que los remos eran demasiado anchos para pasar por los arcos. Era necesario establecer una perfecta sincronización; por fortuna, en el propio puente rompía la mayor parte de la fuerza del viento. Manejó la caña del timón y estabilizó la barcaza lo mejor que pudo para que se dirigiera hacia el centro del arco.
—¡Y ahora, remad! —gritó a los remeros; la barcaza se deslizó hacia adelante, llevada por la marea y los renovados esfuerzos de los remeros—. ¡Esos remos!
Afortunadamente, lo hicieron con toda rapidez. Pasaron por el arco, y allí el viento les esperaba, silbando al pasar por el hueco, pero el impulso que llevaban les condujo hasta el otro lado. Hornblower midió su progreso a ojo. La proa dio unas guiñadas y empezó a agitarse en el remolino que había más allá, pero estaban ya bastante fuera, aunque él mismo estuviera todavía bajo el arco.
—¡Remad! —gritó. Bajo el puente no tuvo miedo de que le vieran comportándose sin dignidad.
Los remos salieron. Chirriaron en sus chumaceras. El remolino estaba haciendo girar la barcaza, los remos la arrastraban hacia adelante, y ahora el timón podía agarrarse de nuevo. Pasaron, dejando los remolinos por fin detrás.
El agua todavía salía en cascada desde las cortinas, empapando sus chorreantes pantalones, pero a pesar de la velocidad a la que achicaban, no notaba la tensión de la barcaza en absoluto. Estaba suelta, perezosa. La grieta debía de estar ganándoles, y se acercaban mucho al punto peligroso.
—¡Seguid remando! —gritó a los remeros.
Mirando hacia atrás, vio la segunda barcaza, con los directores del duelo, saliendo del puente. En torno al recodo, a la vista, las iglesias del Strand… nunca marinero naufragado alguno vio una vela con más placer.
—El agua llega casi hasta las bancadas, señor —dijo Horrocks.
—¡Achique, maldita sea!
Somerset House, y un recodo más, uno suave, a Whitehall Steps. Hornblower sabía qué órdenes había dado para el cortejo, órdenes consultadas con el señor Pallender. Allí la barcaza funeral debía retirarse hacia la orilla de Surrey, permitiendo a las seis barcazas siguientes atracar al costado de los Steps y desembarcar a sus pasajeros. Una vez los pasajeros hubieran formado en el orden adecuado, y no antes, la barcaza funeral tenía que abarloar para que el ataúd fuese desembarcado con la ceremonia adecuada. Pero no si el agua llegaba a las bancadas… no con la barcaza hundiéndose bajo sus pies. Se volvió y miró hacia atrás, donde Smiley estaba de pie en la cámara de la segunda barcaza. Su cabeza estaba agachada tal como indicaban las instrucciones, pero afortunadamente el piloto a la caña se dio cuenta, y le hizo una seña a Smiley para llamar su atención. Hornblower levantó la mano indicándole por señas que se detuviera; acentuó la señal haciendo gestos como si echara algo hacia atrás. Tuvo que repetir la señal hasta que al fin Smiley la entendió y asintió. Hornblower puso el timón a babor y la barcaza giró perezosamente, deslizándose por el río. Girar más lejos; no, con aquel viento y con la marea disminuyendo, sería mejor abarloar con la proa corriente arriba. Hornblower estabilizó la barcaza, calculando las distancias, y la barcaza se dirigió hacia los Steps.
—¡Todo poco a poco!
Gracias a Dios, estaban de costado. Allí había un heraldo real, con tabardo y todo, de pie junto al oficial naval al mando de la escolta.
—¡Señor! —protestó el heraldo, con tanta vehemencia como su melancólico aspecto le permitió—. No están en el orden correcto, no…
—¡Cállese la boca! —gruñó Hornblower, y luego, al oficial—: Lleve el ataúd a tierra, ¡rápido!
Lo sacaron a tierra tan rápidamente como permitía la dignidad. Hornblower, de pie junto a él, con la cabeza agachada, la espada invertida de nuevo, dio un genuino respiro de alivio cuando vio, de soslayo, la barcaza alzarse perceptiblemente en el agua cuando se liberó del peso del ataúd. Todavía con la cabeza agachada musitó sus órdenes.
—¡Señor Horrocks! Saque la barcaza del espigón. Rápido. Consiga una lona, póngala por encima y tape esa vía. Que la achiquen. Váyase ahora mismo.
La barcaza se alejó de los Steps. Hornblower podía ver que Horrocks no había exagerado cuando dijo que el agua llegaba hasta las bancadas. Smiley, inteligentemente, estaba llevando ahora la barcaza de los participantes en el cortejo fúnebre hacia los Steps, y Hornblower, recordando avanzar con pasos cortos, se apartó del camino. Uno por uno bajaron a tierra, sir Peter Parker con Blackwood dirigiendo el cortejo, Cornwallis, Saint Vincent. Saint Vincent, avanzando penosamente con su pie gotoso, los hombros hundidos y la cabeza inclinada, apenas pudo esperar para gruñir su queja sin abrir los labios cuando llegó a los Steps.
—¿Qué demonios, Hornblower? —preguntó—. ¿No ha leído sus propias órdenes?
—Teníamos una vía de agua, señor… quiero decir, milord —dijo, también sin abrir la boca—. Casi nos hundimos. No había tiempo que perder.
—¡Ah! —exclamó Saint Vincent—. Entonces, muy bien. Informe de todo esto.
—Gracias, milord —musitó Hornblower.
Se detuvo de nuevo, con la cabeza agachada, la espada invertida, y permitió a los otros integrantes del cortejo que pasaran ante él. Aquel ceremonial era improvisado, pero funcionó bien. Hornblower trató de quedarse quieto como una estatua, aunque ninguna estatua, que él supiera, llevaba unos pantalones chorreantes. Tuvo que reprimir un sobresalto cuando recordó de nuevo a María. Deseó saber algo de ella.
Y luego tuvo más dificultades aún en reprimir otro sobresalto. ¡Su reloj! Todavía colgaba del ataúd, que ahora estaban colocando en el coche fúnebre que aguardaba. Oh, bueno, no podía hacer nada al respecto, en aquel momento. Y tampoco podía hacer nada por María. Siguió allí de pie con sus pantalones helados.