CAPÍTULO 3

En Brentford, a la temprana luz de la mañana de invierno, hacía frío, había humedad y estaba oscuro. El pequeño Horatio lloriqueaba intranquilo, María estaba incómoda y cansada, de pie junto a Hornblower mientras sacaban de la gabarra su baúl y los dos baúles de él.

—¿Está muy lejos Deptford, querido? —preguntó.

—Bastante —dijo Hornblower.

Entre Brentford y Deptford se encontraba toda la extensión de Londres y más aún, mientras que el río en el que iban a viajar serpenteaba sinuosamente en amplias curvas, hacia adelante y hacia atrás. Y habían llegado tarde, y la marea apenas podía conducirles.

Los hombres de las lanchas buscaban clientes.

—¿Barca, señor? ¿Remos cortos, señor? ¿Dos remos, señor?

—Dos remos —dijo Hornblower.

Costaba el doble una lancha manejada por dos remeros que una manejada por uno solo con remos cortos, pero con la marea menguante, valía la pena.

Hornblower ayudó a María y al niño a bajar a la cámara del bote y vigiló mientras cargaban a bordo los equipajes.

—Está bien, Bill. Adelante —dijo el que fijaba la remada, y la lancha partió rápidamente adentrándose en el río gris.

—Oooh —exclamó María, un poco asustada.

Los remos chirriaban en las chumaceras, el barco bailaba en el agua agitada.

—Dicen que el viejo rey ha quedado destrozado, señor, a la muerte de lord Nelson —comentó el que dirigía, con un movimiento de su mano hacia Kew, al otro lado del río—. Allí es donde vive, señor. En el palacio de ahí.

—Sí —dijo Hornblower, que no estaba de humor para discutir sobre el rey ni lord Nelson ni nadie en absoluto.

El viento era vivo y venía del oeste; si hubiera venido del este, el río habría estado mucho más agitado, y su progreso se retrasaría aún más, así que al menos algo se podía decir en favor de aquel grisáceo mundo.

—Despacio, Harry —dijo el de proa, y la lancha empezó a doblar el recodo.

—Calla, nene. ¿No te gusta este feo barcucho? —dijo María al pequeño Horatio, que estaba dejando bien claro que su madre había adivinado la verdad de la cuestión.

—El crío tiene frío, a lo mejor —aventuró el que dirigía.

—Sí, creo que sí —accedió María.

El barquero y María se enzarzaron en una conversación, para alivio de Hornblower; así él podía sumergirse en sus pensamientos, en sus esperanzas y sus aprensiones —las últimas eran las que predominaban— acerca de su barco, que le esperaba río abajo. Sólo pasaría una hora o dos antes de que subiera a bordo. Tanto el barco como los oficiales y la tripulación eran completamente desconocidos para él.

—El duque vive ahí, señora —dijo el barquero, entre los gritos del pequeño Horatio—, y se puede ver el palacio del obispo entre los árboles.

Aquélla era la primera visita de María a Londres; era muy oportuno que les acompañara un barquero tan locuaz.

—Mira qué casas más bonitas —decía María, haciendo bailar al niño entre sus brazos—. Mira qué barcos más bonitos.

Cada vez había más y más casas, pasaban un puente tras otro, y el tráfico de barcos en el río se hacía muy denso; de pronto Hornblower se dio cuenta de que estaban justo en la entrada de Londres.

—Westminster, señora —anunció el barquero—. Yo trabajaba en el ferry que había aquí hasta que construyeron el puente. Con el peaje de medio penique han quitado el pan de la boca a muchos honrados barqueros.

—Sí, eso creo, verdaderamente —dijo María, comprensiva. Por entonces, ya había olvidado por completo la dignidad de su posición como esposa de un capitán.

—Whitehall Steps, señora, y allí está el Strand.

Hornblower había tomado a menudo botes hacia Whitehall Steps durante aquellos amargos días de media paga en que solicitaba empleo del Almirantazgo.

—San Pablo, señora.

Y ahora estaban realmente en la ciudad de Londres. Hornblower podía oler el humo de los fuegos de carbón.

—Despacio, Harry —dijo de nuevo el de proa, mirando por encima de su hombro.

Botes, gabarras y barcazas cubrían la superficie del río, y el puente de Londres se alzaba justo delante de ellos.

—Dale todo —dijo el de proa, y los dos remeros tiraron esforzadamente a través de un hueco en el tráfico hacia el puente. A través de los estrechos arcos la corriente pasaba rápida; el río se atropellaba por la constricción del puente. Pasaron velozmente a través de la estrecha abertura.

—¡Dios santo! —exclamó María.

Y allí estaba el puerto mayor del mundo: barcos anclados, barcos descargando, con sólo un estrecho canal entre ellos en el centro. Barcos carboneros del norte del país, jábegas, barcos de cabotaje, barcos de carga de cereales, con la torre gris sobresaliendo entre todos ellos.

—El Pool es siempre una vista muy curiosa, señora —dijo el que dirigía—. Incluso con guerra y todo.

Toda aquella frenética actividad de los barcos era la mejor prueba de que Bonaparte, al otro lado de las aguas, estaba perdiendo la guerra contra Inglaterra. Inglaterra nunca podría ser conquistada mientras la Marina dominara los mares, asfixiando los poderes continentales mientras permitía paso libre al comercio británico.

Debajo del Pool se encontraba un buque de guerra, ociosamente al ancla, con los masteleros de gavia arriados, los hombres trabajando en diversos lugares del exterior, pintando. En su proa había un mascarón de una mujer con ropajes pintados de color rojo y blanco; en sus manos torpemente cinceladas llevaba un enorme par de tijeras doradas, y fue aquello precisamente lo que le dijo a Hornblower cuál era el barco, antes siquiera de poder contar las once portas de cada costado, antes de pasar bajo la popa y leer su nombre, Atropos. Se atragantó con la excitación mientras miraba el buque, tomando nota de su aparejo y su línea, del oficial que había en la guardia… de todo lo que en aquel momento le fue posible observar.

Atropos, veintidós —dijo el remero que dirigía, notando el interés de Hornblower.

—Mi marido es su capitán —dijo María, orgullosamente.

—¿De verdad, señor? —respondió el remero, con un renovado respeto que debió de ser muy gratificante para María.

El bote ya estaba dando la vuelta; allí estaban Deptford Creek y Deptford Hard.

—¡Despacio! —dijo el de proa—. Dale de nuevo. ¡Despacio!

El bote rozó contra la costa, y el viaje desde Gloucester concluyó. No, no del todo, decidió Hornblower, preparándose para desembarcar. Ahora estaban todos aquellos tediosos asuntos de obtener un alojamiento, llevar su equipaje e instalar a María antes de poder embarcar. La vida era una sucesión de píldoras que había que tragar. Le pagó al barquero bajo los vigilantes ojos de María; afortunadamente, un hombre que remoloneaba por la orilla vino buscando clientes y sacó una carretilla en la cual colocaron todo el equipaje. Hornblower cogió el brazo de María y la ayudó a subir por el resbaladizo muelle mientras ella llevaba en brazos al niño.

—Me alegraré mucho de apartarme de todas esas costas —comentó ella—. Y cuanto antes pueda cambiar al pequeño Horatio, mejor. Vamos, vamos, cariño.

Sólo un breve paseo, afortunadamente, les condujo al George. Su regordeta propietaria les recibió, contemplando con simpatía el estado de María. Les llevó a una habitación donde una doncella, apremiada por sus enérgicas instrucciones, se apresuró a llevarles agua caliente y toallas.

—Ya, ya, amorcito —decía la dueña al pequeño Horatio.

—Oooh —exclamaba María, sentándose en el lecho y empezando ya a quitarse los zapatos.

Hornblower estaba de pie en la puerta, esperando que le trajeran sus baúles.

—¿Cuándo lo espera, señora? —preguntó la dueña.

Al cabo de lo que pareció sólo un segundo, ella y María estaban discutiendo sobre comadronas y sobre el aumento del coste de la vida, este último tema introducido por la determinación de María de regatear por el precio de la habitación. El mozo de la posada y el hombre de la carretilla trajeron el equipaje y lo colocaron en el suelo de la habitación, interrumpiendo la discusión. Hornblower sacó sus llaves y se arrodilló ansioso ante su baúl.

—Horatio, querido —dijo María—. Te estamos hablando.

—¿Eh… qué? —preguntó Hornblower, ausente, por encima de su hombro.

—¿Quiere tomar algo caliente, señor, mientras les preparamos el desayuno? —preguntó la posadera—. ¿Un ponche de ron? ¿Una taza de té?

—No, no quiero nada, gracias —dijo Hornblower.

Había abierto su baúl por entonces y estaba deshaciéndolo febrilmente.

—¿No puede esperar todo eso hasta que hayamos desayunado, cariño? —propuso María—. Entonces te podré ayudar.

—No, no señora —dijo Hornblower, aún de rodillas.

—¡Tus mejores camisas! Las estás arrugando todas —protestó María.

Hornblower estaba hurgando para sacar su casaca de uniforme de debajo. Dejó la casaca sobre el otro baúl y buscó su charretera.

—¡Te vas al barco! —exclamó María.

—Por supuesto, querida —replicó Hornblower.

La posadera había salido de la habitación y podían conversar con mayor libertad.

—Pero primero tendrás que tomar el desayuno —se quejó María.

Hornblower se esforzó por entrar en razón.

—Bueno, cinco minutos para desayunar, después de afeitarme —concedió.

Extendió su casaca encima de la cama, frunciendo el ceño ante sus arrugas, y desató los lazos de la caja charolada que contenía su tricornio. Se quitó la chaqueta que llevaba y deshizo febrilmente el nudo de su corbatín y el alzacuello. El pequeño Horatio decidió en aquel momento protestar de nuevo contra un mundo sin entrañas; Hornblower desenvolvió su neceser, sacó su navaja de afeitar y fue a afeitarse mientras María atendía al pequeño.

—Llevaré abajo a Horatio para que tome su pan y su leche, cariño —dijo María.

—Sí, querida —respondió Hornblower a través de la espuma.

El espejo reflejaba a María, y él se obligó a sí mismo a descender al mundo. Ella estaba allí de pie, patética, mirándole; él bajó la navaja de afeitar, cogió la toalla y se secó la espuma de la boca.

—¡Ni un solo beso desde ayer! —exclamó Hornblower—. María, cariño, ¿no crees que me estás descuidando un poco?

Ella corrió hacia los brazos abiertos de él, con los ojos húmedos, pero la suavidad de la voz de él y la ligereza de su tono pusieron una sonrisa en sus labios a través de las lágrimas.

—Pensaba que era yo la abandonada —susurró.

Ella le besó con ansia, posesivamente, con las manos en los hombros de él, apretándole contra su hinchado cuerpo.

—He estado pensando sobre todo en mi deber —le dijo él—, excluyendo todas las demás cosas en las que debería haber pensado. ¿Podrás perdonarme, queridísima?

—¡Perdonarte! —La sonrisa y las lágrimas se acentuaron aún más mientras ella hablaba—. No digas eso, querido. Haz lo que debas… yo soy tuya. Soy siempre tuya.

Hornblower sintió que una oleada de ternura le invadía mientras volvía a besarla; la felicidad, la vida entera de una criatura humana dependían de su paciencia y su tacto. Aunque se había limpiado la espuma, no lo había hecho demasiado bien: quedaban unos restos en la cara de María.

—Tu dulzura —dijo—, eso te convierte en mi posesión más preciada.

Y mientras la besaba, pensó en la Atropos al pairo allá fuera, en el río, y se despreció por ser un amante hipócrita e infiel. Pero aquella forma de esconder su impaciencia obtuvo su recompensa, porque cuando el pequeño Horatio empezó a lloriquear de nuevo, fue María la primera que se retiró.

—¡Pobre corderito! —dijo ella, y se apartó de los brazos de Hornblower para ir a atenderle. Miró a su marido desde donde estaba, inclinada sobre el pequeño, y le sonrió—. Tengo que hacer que alimenten bien a estos dos hombres míos.

Hornblower tenía que decir algo, pero debía ser de forma delicada, y rebuscó en su mente hasta que encontró la forma adecuada de hacerlo.

—Querida —dijo—, a mí no me importa si el mundo entero sabe que acabo de besarte, pero me temo que a ti podría darte un poco de vergüenza.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó María, comprendiéndolo y corriendo al espejo para limpiarse la espuma. Entonces cogió al niño—. Veré que tengan tu desayuno preparado cuando bajes.

Ella le sonrió con el rostro lleno de felicidad, y le lanzó un beso antes de salir de la habitación. Hornblower se giró de nuevo para volver a enjabonarse y prepararse para subir a bordo. En su mente sólo había lugar para su barco, su mujer, su hijo y el niño que iba a nacer. La efímera felicidad del día anterior estaba ya olvidada; quizá, no siendo consciente de que era infeliz ahora, podía considerarse feliz hoy también, pero no era un hombre que tuviera facilidad para ser feliz.

Cuando acabó de almorzar, al fin volvió a tomar un bote en el Hard para que le llevara a su barco, a corta distancia. Mientras se sentaba en la cámara, se colocó bien el tricornio con su lazada dorada y su botón, y dejó que su manto colgara suelto para dejar ver la charretera en su hombro derecho que le señalaba como capitán con menos de tres años de antigüedad. Se dio unos golpecitos en el bolsillo para asegurarse de que llevaba sus órdenes en él y luego se sentó muy tieso en el bote con toda la dignidad que pudo. Podía imaginar lo que estaba ocurriendo en la Atropos, el oficial de guardia que veía el tricornio y la charretera, el mensajero que corría para decírselo al teniente, la llamada a la guardia y a los segundos contramaestres, la ola de nerviosismo y curiosidad que recorría todo el buque con las noticias de que el nuevo capitán estaba a punto de subir a bordo. Aquella idea le hizo sonreír a pesar de su propio nerviosismo y curiosidad.

—¡Ah del bote! —vino el saludo del barco.

El barquero dirigió una inquisitiva mirada a Hornblower, recibió una señal de asentimiento como respuesta y devolvió el saludo con un buen vozarrón.

—¡Atropos!

Aquélla era la seguridad para el barco de que era su capitán quien se acercaba.

—Abarloa —dijo Hornblower.

La Atropos estaba hundida en el agua, hasta la cubierta corrida. Los cadenotes de mesana estaban al alcance de Hornblower, que se encontraba de pie. El barquero tosió decorosamente.

—¿Recuerda usted mi tarifa, señor? —preguntó, y Hornblower rebuscó unas monedas para pagarle.

Entonces subió por el costado del barco, negándose, en lo que le permitía la dignidad, a dejar que el incidente le turbara. Trató de ocultar su excitación mientras llegaba a cubierta entre el pitido de los silbatos, con la mano tocando el borde de su tricornio como saludo, pero no fue capaz de ver con claridad las caras que le esperaban allí.

—John Jones, primer teniente de navío —dijo una voz—. Bienvenido a bordo, señor.

Entonces oyó otros nombres, vio otras caras tan vagas como los nombres. Hornblower intentó no tragar saliva con excitación por miedo de que lo notasen. Le costó mucho trabajo hablar con un tono que se ajustara exactamente a lo adecuado.

—Llame a toda la tripulación, señor Jones, por favor.

—¡Todos los marineros! ¡Todos los marineros!

El grito corrió por todo el buque mientras los silbatos pitaban y chillaban de nuevo. Hubo un ruido de pies apresurados, un alboroto y un murmullo reprimido. Ahora tenía ante sí, en el combés, un mar de rostros, pero aún estaba demasiado excitado para observarles en detalle.

—La tripulación reunida, señor.

Hornblower se tocó el sombrero como réplica —tenía que suponer que Jones también lo había hecho, aunque la verdad es que no se había dado cuenta de ello— y sacó sus órdenes y empezó a leerlas.

—Órdenes del Comisionado para la oficina del Gran Almirante de Gran Bretaña e Irlanda, dirigidas al capitán Horatio Hornblower de la Marina de su majestad. Por la presente se le requiere…

Leyó hasta el final, dobló los papeles y los volvió a introducir en su bolsillo. Ahora ya era legalmente el capitán de la Atropos, con una posición de la cual sólo un consejo de guerra —o un Acta del Parlamento, o la pérdida del barco— podía desposeerle. Y a partir de aquel momento cesaba su media paga y podía empezar a recibir la paga completa de capitán de sexto rango. ¿Tenía algún significado especial que justamente a partir de aquel momento la niebla pareciese aclararse ante sus ojos? Jones era un hombre de largas quijadas, con la negra barba tiñendo de azul su rostro bien afeitado y bronceado. Hornblower le miró a los ojos.

—Ya puede despedir a la tripulación, señor Jones.

—Sí, señor.

Hornblower sabía que aquél podía haber sido un momento adecuado para un pequeño discurso. Incluso era costumbre hacerlo. Pero él no había preparado nada y se dijo a sí mismo que era mejor no decir nada. Creía que así daría una primera impresión de persona fría, dura y eficiente, y nada sentimental. Se volvió hacia el grupito de tenientes que le esperaba; ahora podía distinguir sus rasgos, reconocer que eran individuos diferenciados, aquellos hombres en los cuales debería confiar durante años en el futuro, pero sus nombres se le habían olvidado por completo. En realidad no había oído nada durante aquellos excitantes segundos después de su llegada al alcázar.

—Gracias, caballeros —les dijo—. Ya nos conoceremos muy pronto, no tengo duda de ello.

Todos se tocaron el sombrero como saludo y se volvieron para alejarse excepto Jones.

—Tiene usted una carta del Almirantazgo esperándole, señor —informó.

¡Una carta del Almirantazgo! ¡Ordenes! La clave para el futuro, que le revelaría cuál iba a ser su destino: las palabras que podían enviarle a él y a la Atropos a la China o a Groenlandia o al Brasil. Hornblower sintió que su excitación renacía de nuevo… de todos modos, tampoco había desaparecido del todo. Una vez más, evitó tragar.

—Gracias, señor Jones. La leeré en cuanto tenga un momento.

—¿Desearía venir abajo, señor?

—Gracias.

El alojamiento del capitán en la Atropos era tan diminuto como Hornblower había esperado: un camarote para el día y otro para la noche verdaderamente pequeños. Eran tan pequeños que ni siquiera había un mamparo entre uno y otro: se suponía que debía colgar una cortina entre ambos, pero en realidad tampoco había cortina.

No había nada en absoluto: ni coy, ni escritorio, ni silla, nada. Al parecer, Caldecott se había llevado todas sus pertenencias cuando dejó el barco. Aquello no era sorprendente, pero sí inconveniente. El camarote era oscuro y sofocante, pero como el buque estaba recién salido del dique seco, todavía no había adquirido los variados olores que lo impregnarían después.

—¿Dónde están esas órdenes? —pidió Hornblower bruscamente, debido a la excitación que intentaba ocultar.

—En mi escritorio, señor. Las traeré al momento.

No podía ser demasiado rápido para Hornblower, que se quedó de pie debajo del pequeño tragaluz esperando el regreso de Jones. Cogió el paquete sellado en las manos y se quedó allí sujetándolo durante un momento. Fue una transición instantánea. El viaje de veinticuatro horas había sido un período largo, pero similar: un intervalo entre un tipo de actividad y otra. Los siguientes segundos finalmente transformarían la Atropos, un barco ocioso en el Támesis, en un barco activo en alta mar, con vigías en el calcés, cañones listos para la acción, peligros, aventuras y muertes más allá del horizonte, o quizás a su lado mismo. Hornblower rompió el sello, esa ancla de pacotilla del Almirantazgo, el emblema más inapropiado que podía concebirse para una nación que gobernaba los mares. Mirando hacia arriba se encontró con los ojos de Jones, mientras el primer teniente de navío esperaba ansiosamente para oír cuál iba a ser su destino. Hornblower sabía que tenía que haber enviado fuera a Jones antes de romper el sello, pero ya era demasiado tarde. Leyó las líneas introductorias… casi podía haber anunciado de antemano cuáles serían las seis primeras palabras, o incluso las doce primeras:

Se le ordena y requiere, inmediatamente después de la recepción de estas órdenes…

Aquél era el momento; Hornblower lo saboreó durante medio segundo.

… que espere al señor don Henry Pallender, Blue Mande Pursuivant at Arms del Colegio de Heraldos…

—Dios mío —dijo Hornblower.

—¿Qué pasa, señor? —preguntó Jones.

—No lo sé todavía —respondió Hornblower.

… allí para consultarle acerca de los arreglos que deben hacerse para la comitiva fúnebre por mar para el difunto vicealmirante lord Vizconde Nelson…

—Así que es eso —dijo Hornblower.

—¿Qué, señor? —preguntó Jones, pero Hornblower no podía perder tiempo en la ocasión presente para hacérselo saber.

… tomará sobre usted, por la autoridad de estas órdenes, el mando de todos los oficiales, marineros y reales infantes de Marina que deban participar en la comitiva mencionada, así como de todos los buques, barcos y barcazas pertenecientes a las ciudades de Londres y Westminster y a las cofradías de la ciudad. Dará usted todas las órdenes necesarias para que la comitiva se lleve a cabo de acuerdo con las formas marineras. Mediante las consultas con el mencionado señor don Henry Pallender, deberá usted dilucidar cuáles son los requisitos de ceremonial y precedencia, pero por la presente se le encarga, bajo su estricta responsabilidad, que preste especial atención a las condiciones de marea y clima para que no sólo se pueda observar el ceremonial, sino también que ningún peligro o daño pueda ocurrir a los barcos, buques y barcazas, y a todos los navíos antes mencionados, ni a sus tripulaciones o pasajeros.

—Por favor, señor. Por favor —suplicó Jones.

Sus pensamientos volvieron al pequeño camarote.

—Son órdenes personales para mí —dijo—. Ah, muy bien, puede leerlas usted mismo si quiere.

Jones las leyó moviendo los labios y finalmente levantó la vista hacia Hornblower con una expresión asombrada.

—¿Así que el barco se queda aquí, señor? —preguntó.

—Sí, ciertamente. A partir de este momento es el buque insignia para la comitiva fúnebre —dijo Hornblower—. Necesitaré un bote con su tripulación inmediatamente. Ah, sí, y papel y lápiz para enviar un mensaje a mi esposa.

—Sí, señor.

—Vea que haya un buen oficial de mar en el bote. Tendrá que estar esperando mucho tiempo en la costa.

—Sí, señor. Tenemos entrenamiento todos los días.

Por supuesto, la deserción podía ser un grave problema en un barco anclado en el río, a corta distancia de la orilla y con innumerables barcos yendo y viniendo y toda la ciudad de Londres al completo al alcance de la mano, en la cual un desertor podía fácilmente desaparecer. Y estaba también la cuestión del licor que se podía vender subrepticiamente a bordo desde los botes costeros. Hornblower llevaba sus buenos diez minutos a bordo y aún no sabía nada de las cosas que más anhelaba conocer: cómo estaba equipada y tripulada la Atropos, qué le faltaba, en qué estado se encontraba su material; sabía lo mismo que el día anterior. Pero todos aquellos problemas con los que estaba ansioso por enfrentarse debían ser pospuestos por el momento, y debía irlos tratando por etapas en la medida en que sus extrañas nuevas obligaciones se lo permitieran. La simple cuestión de amueblar su camarote podía demandar más atención de la que podía dedicarle en las presentes circunstancias. Hornblower sabía por los periódicos que había leído el día anterior que el cuerpo de Nelson estaba en el Nore, esperando un viento propicio para ser trasladado a Greenwich. El tiempo apremiaba, y había que redactar órdenes a centenares, sin duda.

Y entonces pasó el momento de transición. Si le hubieran permitido intentar adivinar mil veces cuál iba a ser el contenido de sus órdenes, nunca habría pensado en aquella obligación en concreto. La cosa resultaría cómica si no se tratara de algo tan serio. De todos modos, podía reírse, y lo hizo. Después de una momentánea mirada de sorpresa, el señor Jones decidió que debía reír también, y se rió a su vez, obsequiosamente.