CAPÍTULO 2

El día estaba ya muy avanzado cuando salieron al valle del Támesis y Hornblower, mirando a estribor, pudo ver el joven río —no tan joven en su nivel invernal— corriendo por debajo. Cada vuelta y cada esclusa llevaban el canal más cerca de la corriente, y por último llegaron a Inglesham, con la aguja de la iglesia de Lechlade a la vista ante ellos, y la unión con el río. En la esclusa de Inglesham Jenkins dejó sus caballos y fue atrás para hablar con Hornblower.

—Hay tres represas en la parte del río que tenemos que salvar, señor —dijo.

Hornblower no tenía ni idea de lo que era una represa, y estaba muy interesado en saberlo antes de tener que «salvarlas», pero al mismo tiempo no quería admitir su ignorancia. Jenkins, al parecer, tenía el tacto suficiente para comprender sus dificultades; al menos, dio una explicación.

—Hay unos diques que atraviesan el río, señor —le dijo a Hornblower—. En esta época del año, con tanta agua, algunas de las compuertas de las esclusas están siempre abiertas, al final del camino de sirga. Hay una caída de cinco o seis pies.

—¿Cinco o seis pies? —repitió Hornblower, sobresaltado.

—Sí, señor. Nada menos. Pero no es una caída a plomo, no sé si me explico, señor. Es empinada, pero nada más.

—¿Y tenemos que pasarla?

—Sí, señor. Es bastante fácil… por la parte de arriba, al menos.

—¿Y en el fondo?

—Hay un remolino, señor, como sería de esperar. Pero si se mantiene firme, señor, los jamelgos nos sacarán de allí.

—Lo sujetaré firme —dijo Hornblower.

—Claro que sí, señor.

—Pero ¿para qué demonios están esas represas en el río?

—Retienen el agua para los molinos… y la navegación, señor.

—¿Y por qué no hay esclusas?

Jenkins extendió la mano y el garfio en un gesto de ignorancia.

—No lo sé, señor. Hay esclusas de Oxford para abajo. Estas represas son una desgracia. A veces necesitamos hasta seis caballos para remontar por ellas al viejo Queen Charlotte.

Las ideas de Hornblower al respecto no habían progresado tanto como para llegar a imaginar cómo se pasaban las represas río arriba, y se sentía un poco molesto consigo mismo por haber tocado el tema. Pero asintió simulando hacerse cargo de todo al oír la información.

—Qué barbaridad —exclamó—. Por suerte, en este viaje eso no nos preocupa.

—No, señor —dijo Jenkins. Señaló hacia abajo, hacia el canal—. La primera represa está a media milla por debajo del puente de Lechlade. Está al costado de babor. Es muy fácil, señor.

Hornblower esperó que él tuviera razón. Ocupó su lugar a popa y agarró el timón con valentía, intentando ocultar su desconfianza, e hizo señales al encargado de ella cuando el barco empezó a alejarse rápidamente de ella: por aquel entonces ya era bastante experto como para poder prestar atención a aquello y al mismo tiempo negociar la apertura de una compuerta. Salieron a la superficie del joven río. Había una fuerte corriente en su dirección —Hornblower notó el remolino que se formaba allí—, pero la velocidad de los caballos les daba bastante impulso.

El puente de Lechlade estaba justo ante ellos, y la represa se encontraba a media milla más allá, dijo Jenkins. Aunque el aire ahora era muy frío, Hornblower notaba que sus manos, sujetando con fuerza el timón, estaban bastante sudadas. Ahora le parecía algo terriblemente imprudente intentar bajar por las represas sin tener, como él, ninguna experiencia. Hubiera preferido —lo hubiera preferido infinitamente— no tener que intentarlo. Pero tenía que gobernar el barco a través del arco del puente —los caballos avanzaban con las patas muy hundidas en el agua— y luego fue demasiado tarde para cambiar de opinión. La línea de la represa se veía claramente a través de la corriente, con un hueco a babor. Más allá de la represa, la superficie del río no era visible por la caída, y el agua caía en un talud empinado, liso y brillante, más alto por los lados que en medio. Los fragmentos que flotaban en la superficie corrían todos hacia allí, como la gente que se dirige a la salida de un edificio público. Hornblower dirigió el barco hacia el centro del hueco, tragando saliva con la excitación. Podía sentir el alterado equilibrio de la gabarra mientras la proa se hundía y la popa se elevaba en el talud. Ya iban volando hacia abajo. Por debajo, el liso talud se estrechaba hasta un punto, más allá del cual y a cada lado estaban las turbulentas aguas del remolino. Todavía tenía impulso suficiente para gobernar bien la gabarra; cuando notó que respondía al timón, estuvo tentado momentáneamente de seguir la línea lógica de pensamiento que le presentaba aquella situación, pero no tuvo tiempo ni tampoco se sintió realmente inclinado a hacerlo. La proa golpeó el agua turbulenta con un estrépito y un chapoteo; el barco dio unas guiñadas en el remolino, pero al momento las sirgas les impulsaron hacia adelante de nuevo. Dos segundos de cuidadoso gobierno y ya habían pasado a través del remolino y estaban deslizándose por una lisa superficie una vez más, espumeante, pero tranquila, y Hornblower se estaba riendo en voz alta. Había sido sencillo, pero tan divertido que ni siquiera se le ocurrió condenarse por sus anteriores aprensiones. Jenkins miró hacia atrás, volviéndose en su silla, y agitó su látigo; Hornblower le devolvió el saludo.

—Horatio, tienes que venir a comer —dijo María—. Me has dejado sola todo el día.

—No antes de que lleguemos a Oxford, querida mía —repuso Hornblower.

No podía ocultar el hecho de que temporalmente, hasta entonces, había olvidado la existencia de su mujer y su hijo.

—Horatio…

—Enseguida, cariño —dijo Hornblower, paciente.

La tarde invernal se cerraba en torno a ellos, la luz se iba dulcificando poco a poco mientras se desvanecía sobre los campos arados y los prados, sobre los desmochados sauces y la profundidad de la corriente, sobre las granjas y las casitas de campo. Todo era encantador; Hornblower deseó que aquel momento no terminara nunca. Aquello era la felicidad; como si su anterior sensación de bienestar se hubiera transformado en algo más pacífico aún, igual que la superficie del río se había transformado por debajo del remolino. Pronto volvería de nuevo a otra vida, sumergido una vez más en un mundo de crueldad y guerra… el mundo que había dejado atrás en las aguas del Severn y que encontraría de nuevo en las del Támesis. Era muy significativo que debiera ser allí, en el centro de Inglaterra, en el punto central de su viaje, cuando alcanzara su momentánea cumbre de felicidad. El ganado en los bancales, los grajos en los árboles… ¿formaban parte acaso de su felicidad? Posiblemente, pero no con absoluta certeza. La felicidad procedía de su propio interior, y dependía de factores aún más transitorios que aquéllos. Hornblower aspiró el aire de la tarde como si se tratara de poesía divina, y notó que Jenkins le hacía señales desde su silla y señalaba con su látigo, y aquel momento desapareció, perdido para siempre.

Jenkins señalaba a la siguiente represa del río. Hornblower condujo la barcaza valientemente hacia allí, sin un momento de nerviosismo; aseguró la gabarra en su rumbo, sintió el tirón y la súbita aceleración cuando alcanzó el talud y sonrió con deleite cuando bajó, golpeó el remolino y emergió como antes después de un breve período de indecisión. Seguían adelante en el río, en la creciente oscuridad. Más puentes, otra represa —Hornblower se alegró de que fuera la última; Jenkins tenía mucha razón al decir que había que pasarlas a plena luz del día—, pueblos, iglesias. Ahora estaba ya casi oscuro, tenía frío y estaba cansado. La siguiente vez que María se acercara a popa hacia él, podía hablarle comprensivamente, e incluso compartir su indignación por lo lejos que estaba Oxford. Jenkins había encendido unas linternas. Una colgaba del collar del caballo delantero, y la otra del arzón de la silla del caballo en el que cabalgaba él. Hornblower, en la cámara del Queen Charlotte, vio las motitas de luz danzar en el camino de sirga: le daban una indicación de los recodos que tenía el río, y le permitían marcar un rumbo más seguro, aunque por dos veces se puso el corazón en un puño cuando el costado de la barcaza rozó al pasar los cañaverales de la orilla del río. Estaba bastante oscuro cuando Hornblower notó que la barcaza súbitamente perdía velocidad al aflojarse las sirgas, y como respuesta al discreto aviso de Jenkins, dirigió la gabarra hacia un embarcadero flotante iluminado con linternas. Unas manos prestas cogieron los cabos y amarraron el barco, y los pasajeros empezaron a desembarcar.

—¿Capitán…, señor? —dijo Jenkins.

No usaba la palabra «capitán» con el mismo tono que al principio. Entonces había en ella una burla igualitaria; ahora, usaba la fórmula con la entonación que emplearía cualquier tripulante de un barco dirigiéndose a su capitán.

—¿Sí? —respondió Hornblower.

—Esto es Oxford, señor, y el relevo está aquí.

A la oscilante luz de la linterna, Hornblower pudo ver a los dos hombres indicados.

—¿Así que ya puedo tomar la cena? —preguntó, con suave ironía.

—Pues claro que sí, señor, y siento muchísimo que haya tenido que esperar tanto. Estoy en deuda con usted. Señor…

—Oh, no importa, Jenkins —dijo Hornblower, irritadamente—. Tenía mis buenas razones para querer llegar cuanto antes a Londres.

—Gracias, señor…

—¿A qué distancia estamos ahora de Londres?

—A unas cien millas por Brentford, señor, por el río. Estarán allí con las primeras luces. ¿Cómo será la marea entonces, Jem?

—Justo en la crecida —dijo el miembro del relevo sujetando el látigo—. Desde allí puede estar en Whitehall Steps en una hora, señor.

—Gracias —repuso Hornblower—. Entonces me despido ahora de usted, Jenkins.

—Adiós, señor, y gracias. Es usted un verdadero caballero.

María estaba de pie junto a la proa del barco, e incluso a la menguada luz Hornblower creyó detectar el reproche en su actitud. Pero no apareció de forma inmediata en sus palabras.

—Te he conseguido una cena caliente, Horatio —fue lo que dijo.

—¡Por todos los diablos! —exclamó Horatio.

De pie junto al muelle había unos muchachos que venían a vender comida a los viajeros del río. El que había captado la atención de Hornblower era un chico robusto con un barrilito que con toda seguridad contenía cerveza en una carretilla, y el marino se dio cuenta de que le consumía la sed aún más que el hambre.

—Eso es lo que quiero —dijo—. Ponme un cuarto.

—Sólo pintas, señor —informó el chico.

—Entonces dos pintas, grumete.

Vació la primera jarra de madera sin esfuerzo alguno, sin respirar siquiera, y empezó la segunda antes de recordar sus modales. Estaba tan sediento que había olvidado completamente la compostura.

—¿Y tú, querida? —le preguntó a María.

—Creo que tomaré media pinta —dijo María. Hornblower podía haber adivinado su respuesta de antemano: creía que era más adecuado para una dama beber sólo media pinta.

—Sólo pintas, señor —dijo el chico de nuevo.

—Bueno, dale una pinta a la señora y yo me la terminaré —aceptó Hornblower, con su segunda jarra vacía ya en sus dos terceras partes.

—¡Todos a bordo! —gritó el nuevo piloto—. ¡Todos a bordo!

—Será un chelín, señor —dijo el chico.

—¡Cuatro peniques la pinta por esta cerveza! —se maravilló María.

—Es barato para lo buena que está —dijo Hornblower—. Toma, chico.

Por pura debilidad le dio al chico un florín, y el muchacho lo lanzó al aire con deleite antes de guardárselo en el bolsillo. Hornblower tomó la jarra de las manos de María y la vació, y luego se la arrojó al chico.

—¡Todos a bordo!

Hornblower saltó al barco y ayudó con mucho cuidado a María a hacer lo mismo. Estaba un poco decepcionado al ver que el Queen Charlotte había tomado más pasajeros de primera clase allí y a lo largo de su ruta. Había dos o tres hombres y media docena de mujeres sentados en el camarote iluminado por una linterna. El pequeño Horatio estaba dormido en un rincón. María se sentía confusa; quería hablar de temas domésticos, pero le daba un poco de vergüenza hacerlo en presencia de desconocidos. Hablaba en susurros, mientras sus manos gesticulaban hacia los desconocidos de caras inexpresivas para indicar cuánto habría dicho de no encontrarse allí aquellos otros pasajeros.

—Le has dado dos chelines al chico, cariño —dijo—. ¿Por qué lo has hecho?

—Bueno, ha sido un capricho, querida, una simple locura —se justificó Hornblower, hablando despreocupadamente pero no demasiado lejos de la verdad.

María suspiró mientras miraba a su impredecible marido, que tiraba así como así un chelín y luego hablaba de locuras delante de desconocidos sin bajar la voz.

—Ésta es la cena que te he comprado —dijo María— mientras hablabas con esos hombres. Espero que esté todavía caliente. No has probado bocado en todo el día, y la carne y el pan que te compré para el almuerzo deben de estar ya pasados.

—Me comeré lo que haya, y más si hubiera —repuso Hornblower, con más de un cuarto de cerveza en su estómago, vacío por lo demás.

María indicó las dos bandejas de madera que les esperaban en el banco junto al pequeño Horatio.

—He sacado nuestras cucharas y tenedores —explicó ella—. Dejaremos las bandejas aquí, a bordo.

—Excelente —dijo Hornblower.

Había dos salchichas en cada bandeja, hundidas en una gran cantidad de puré de guisantes que todavía humeaba. Hornblower se sentó con la bandeja en el regazo y empezó a comer. Eran salchichas de buey, naturalmente, si no de carnero, o de cabra, o incluso de caballo, y aparentemente estaban elaboradas con puros cartílagos. La piel estaba tan dura como su contenido. Dirigió una mirada de reojo a María, que comía con aparente satisfacción. Había herido sus sentimientos varias veces aquel día, y no podía volver a hacerlo de nuevo; de otro modo, habría lanzado aquellas salchichas por encima de la borda al río, donde posiblemente los peces podrían acabar con ellas. Pero hizo un valiente esfuerzo para comerlas. Cuando empezó la segunda decidió que aquello era superior a sus fuerzas. Preparó el pañuelo en su mano izquierda.

—Llegaremos a la primera esclusa en cualquier momento —dijo a María, señalando con un gesto de su mano derecha para atraer la atención de ella hacia la oscura ventana.

María trató de atisbar hacia el exterior, y Hornblower deslizó la segunda salchicha en su pañuelo y se la metió en el bolsillo. Captó la mirada del hombre mayor que se sentaba casi enfrente de él en la estrecha cabina. Aquel individuo se había quedado allí sentado, envuelto en un grueso abrigo y un pañuelo, con el sombrero bien metido, observando gruñonamente desde debajo de sus cejas cada movimiento que hacía Hornblower. Éste le dedicó un exagerado guiño como réplica al asombro que reemplazó a la gruñona y malhumorada curiosidad del anciano. No era un guiño conspiratorio, ni Hornblower pretendía fingir que meterse grasientas salchichas en el bolsillo era algo que hiciera todos los días; el guiño simplemente advertía al viejo caballero de que no comentara nada ni pensara siquiera en aquella extravagante acción. Se dedico a acabar a toda prisa el puré de guisantes.

—Comes demasiado rápido, querido —dijo María—. No es bueno para tu estómago.

Ella también estaba luchando desesperadamente con sus salchichas.

—Estoy tan hambriento que me comería un caballo —dijo Hornblower—. Me comeré el almuerzo también, aunque esté pasado.

—Estoy encantada —dijo María—. Déjame que…

—No, no, cariño. Siéntate. Yo mismo iré a buscarlo.

Hornblower cogió el paquete de comida y lo abrió.

—Excelente —observó, con la boca ya llena de carne y pan.

A cada momento intentaba compensar a María por su arisco trato durante el día. Cuanto más comiera, cuanto más apetito mostrara, más complacida se encontraría ella. Un pequeño gesto como ir a buscar él mismo la comida la gratificaba absurdamente. Él podía darle mucha felicidad, y la podía herir también muy fácilmente.

—Lamento haberte hecho tan poco caso durante el día, cariño —dijo—. Ha sido culpa mía. Pero si no hubiera ayudado con el trabajo del barco, estaríamos todavía en el túnel de Sapperton.

—Sí, querido —asintió María.

—Me habría gustado irte enseñando el paisaje mientras viajábamos —siguió Hornblower, luchando con el desprecio de sí mismo que le inspiraba su hipocresía—. De todos modos, confío en que lo hayas disfrutado.

—No tanto como si hubieras estado tú conmigo, cariño —respondió ella, complacida más allá de toda medida. Dirigía penetrantes miradas a las otras mujeres en la cabina para detectar la envidia que debían de sentir hacia ella por tener un marido tan maravilloso.

—¿El niño se ha portado bien? —preguntó Hornblower—. ¿Ha comido?

—Hasta la última miga —contestó María orgullosa-mente, mirando al niño dormido—. A ratos ha lloriqueado un poco, pero ahora está durmiendo muy feliz.

—Si hubiéramos hecho este viaje dentro de un par de años —dijo Hornblower—, ¡cuánto le habría gustado! Me habría ayudado con los cabos, y yo podría haberle enseñado cómo manejar el timón.

Y ahora no era del todo hipócrita.

—Incluso ahora parecía un poco interesado —comentó María.

—¿Y su hermanita? —preguntó Hornblower—. ¿Se ha portado bien?

—¡Horatio! —exclamó María, un poco escandalizada.

—Espero que no te haya hecho sufrir mucho, querida —dijo Hornblower, disipando su confusión con una sonrisa.

—No, se ha portado de maravilla —admitió María.

Estaban deslizándose en una esclusa. Hornblower oyó el golpe de las compuertas cuando las cerraban detrás de ellos.

—No has progresado mucho con esas salchichas, querida —dijo—. Déjame que limpie esto mientras tú picas un poco de carne y pan, que realmente están deliciosos.

—Pero, cariño…

—Insisto.

Cogió la bandeja de María y la suya y se dirigió hacia la proa en la oscuridad. Fue cosa de un momento enjuagar rápidamente las bandejas por encima de la borda; otro momento más lanzar la salchicha que llevaba en el bolsillo, y volvió con las goteantes bandejas ante María, deleitada y escandalizada ante la condescendencia de su esposo al rebajarse a realizar tales trabajos serviles.

—Está demasiado oscuro para disfrutar del paisaje —dijo, mientras el barco salía ya de la esclusa—. María, cariño, cuando hayas acabado tu cena me encargaré de que estés lo más cómoda posible para pasar la noche.

Se inclinó hacia el niño dormido mientras María volvía a empaquetar las sobras de la cena.

—Ahora, cariño.

—Horatio, no deberías. Horatio, por favor, te lo ruego…

—No necesitas sombrero a estas horas de la noche. Quítatelo. Ahora tienes mucho más espacio en el banco. Levanta los pies así. No necesitas tampoco los zapatos. No digas ni una palabra. Ahora, una almohada para la cabeza. La bolsa será lo más adecuado para eso. ¿Estás cómoda? Y ahora te pondré el abrigo por encima para mantenerte caliente. Y ahora duerme bien, querida.

María se sentía tan transportada por sus atenciones que no pudo protestar. Se quedó echada durante dos minutos enteros antes de abrir de nuevo los ojos para preguntarle cómo se pondría cómodo él.

—Estaré muy cómodo, cariño. Soy un veterano. Cierra otra vez los ojos, y duerme en paz, querida.

Hornblower no estaba muy cómodo, aunque había pasado noches peores en su vida, en barcos abiertos, por ejemplo. Con María y el niño yaciendo en el estrecho y acolchado banco, él tenía que quedarse necesariamente erguido, tal como hacían los otros pasajeros. Con la lámpara y la respiración de todas aquellas personas en la atestada y pequeña cabina, el aire era muy sofocante, las piernas se le agarrotaban, le dolía la nuca y la parte de su anatomía sobre la que se sentaba se quejaba por tener que soportar todo su peso sin alivio alguno. Pero era sólo una noche, después de todo. Metió las manos en los bolsillos y se acomodó de nuevo, mientras el barco bajaba por el río a través de la oscuridad, deteniéndose a intervalos en las esclusas, golpeando suavemente contra los muros y deslizándose de nuevo. No sabía, por supuesto, cómo era el río entre Oxford y Londres, así que no podía adivinar dónde se encontraban en cada momento. Pero se dirigían corriente abajo y hacia su nuevo destino.

Era afortunado de tener un destino, se dijo a sí mismo. No una fragata, sino una corbeta tan grande —veintidós cañones— como para justificar que tuviera un capitán y no un comandante. Era lo mejor que podía haber esperado, para el hombre que un mes antes era el capitán número seiscientos uno de una lista de seiscientos dos capitanes. Al parecer, Caldecott, el anterior capitán de la Atropos, se había puesto enfermo mientras la equipaban en Deptford, lo cual explicaba su inesperado requerimiento para que se presentara allí a reemplazarle. Y apenas acababan de llegarle las órdenes cuando arribaron noticias a Inglaterra de la victoria de Nelson en Trafalgar. El país estaba lleno de deleite ante la destrucción de la flota de Villeneuve, y sumido en hondo dolor por la muerte de Nelson. Nelson, Trafalgar, Nelson, Trafalgar… no había columna en un periódico ni cotilleo con un desconocido que no contuviera estos nombres. El país entero había sido pródigo en recompensas. Se le prometió un funeral de estado a Nelson; para la Marina hubo nombramientos de lores y caballeros y promociones. Con la creación del cargo de Almirante de Gallardete Rojo habían sido promovidos veinte nuevos almirantes de la cabecera de la lista de capitanes; dos capitanes habían caído en Trafalgar, y dos más habían muerto, así que ahora Hornblower ocupaba el número quinientos setenta y siete. Pero al mismo tiempo, también había sido pródigo con promociones de comandantes y tenientes. Había cuarenta y un nuevos capitanes en la lista: había algo gratificante en el hecho de saber que él tenía más antigüedad que cuarenta y dos capitanes. Pero eso significaba que ahora había seiscientos diecinueve capitanes buscando empleo, e incluso en la vasta Marina Real no había suficientes vacantes para todos. Un centenar al menos —más probablemente ciento cincuenta— estaban con media paga en espera de un empleo. Era tal y como debería ser, se podría pensar. Esa proporción no sólo permite un margen para enfermedades y ancianidades entre los capitanes, sino que también hacía innecesario emplear a los que se habían mostrado probadamente incompetentes.

A menos que el incompetente tuviera amigos en los más altos cargos; entonces serían los desafortunados y sin amigos los que languidecerían con la media paga. Hornblower sabía que él no tenía amigos, y aunque se felicitaba por su buena suerte, siempre pensaba en sí mismo como en alguien condenado finalmente a la desgracia. Iba a hacerse cargo de un barco aparejado por otro, con oficiales y hombres de los que no sabía nada. Esos factores eran una base suficiente para alimentar su pesimismo.

María suspiró y se revolvió en el banco. Hornblower se inclinó hacia ella para arreglar el pesado abrigo en torno a su cuerpo.