Después de subir a través de las esclusas, el barco del canal ahora iba serpenteando por el agradable paisaje de Cotswold. Hornblower estaba de muy buen humor, porque iba de camino a tomar posesión de un nuevo cargo, ver cosas nuevas, viajar por lugares totalmente diferentes, en un momento en que el impredecible clima inglés había decidido regalarles un hermoso día soleado en medio del mes de diciembre. Era una forma encantadora de viajar, a pesar del frío.
—Perdóname un momento, querida —dijo Hornblower.
María, con el pequeño Horatio dormido en sus brazos, suspiró ante la inquietud de su marido y apartó las rodillas para permitirle pasar; él se levantó en el reducido espacio del camarote de primera clase y salió por la puerta delantera hacia la proa abierta del barco de pasajeros. Allí podía ponerse de pie sobre su baúl y mirar en torno a él. Era una embarcación extraña, de sus buenos setenta pies de largo y, calculando a ojo al mirar a popa, apenas cinco pies de manga: las mismas proporciones que tenían las absurdas piraguas que había visto usar en las Indias Orientales. Su calado debía ser de menos de un pie; eso se hizo patente mientras el barco pasaba a toda prisa detrás de los caballos trotones a una velocidad que podía ser ciertamente de ocho nudos; nueve millas por hora, se dijo a sí mismo, apresuradamente, porque así era como medían la velocidad allí, tierra adentro.
El barco de pasajeros iba desde Gloucester a Londres a lo largo del Támesis y del canal Severn. De trayecto mucho más suave que la diligencia, era casi igual de rápido y decididamente mucho más barato, a un penique por milla, incluso en primera clase. Él y María, con el niño, eran los únicos pasajeros de primera clase, y el barquero, una vez Hornblower pagó los billetes, guiñando un ojo al ver el estado de María, dijo que en realidad deberían pagar dos billetes infantiles, en vez de uno. María había resoplado desdeñosamente ante tal vulgaridad, mientras los espectadores reían entre dientes.
De pie en su baúl, Hornblower podía mirar por encima de las orillas del canal los muros de piedra grisácea y las granjas también de piedra del mismo tono. El rítmico sonido de los cascos de los caballos de remolque, que iban a medio galope, acentuaba la tranquilidad del viaje; el propio bote apenas hacía sonido alguno al deslizarse por la superficie del agua. Hornblower notó que los barqueros tenían el truco de levantar la proa, con una súbita aceleración, en la cresta de la ola que se formaba a su paso, y la retenían allí. Esto reducía las turbulencias en el canal al mínimo, y sólo al mirar a popa podía ver, muy lejos por detrás, los cañaverales en las orillas inclinándose y alisándose de nuevo mucho después de que ellos hubieran pasado. Era aquel truco lo que hacía posible su fantástica velocidad. Los caballos trotones mantenían la velocidad de nueve millas por hora, y se cambiaban cada media hora. Había dos sirgas, unidas por unas gambotas o mangos de madera a proa y a popa. Un barquero iba como postillón en el caballo de atrás, controlando al caballo delantero con gritos y chasquidos de látigo. En la popa se sentaba el otro barquero, un hombre arisco al que le faltaba una mano y en lugar de ella llevaba un gancho. Con la otra sujetaba el timón y dirigía al bote en las curvas con una habilidad que Hornblower admiró.
Un súbito repiqueteo de los cascos de los caballos en la piedra avisó a Hornblower justo a tiempo. Los caballos estaban avanzando, sin aflojar el paso en ningún momento, por debajo de un puente muy bajo, donde el camino de sirga, confinado entre el agua y el arco, apenas les dejaba espacio para pasar. El barquero montado enterró la cara en las crines del caballo para poder cruzar; Hornblower tuvo el tiempo justo para saltar hacia atrás desde su baúl y sentarse mientras el puente pasaba a toda prisa por encima de su cabeza. Hornblower oyó la risa estentórea del timonel ante su momentánea confusión.
—Uno aprende a moverse rápido en una barcaza del canal, ¿eh, capitán? —le gritó el timonel desde su lugar en la caña del timón—. ¡Dos docenas para el último que se aparte de las vergas! Nadie falla aquí en Cotswold, capitán, pero usted se habría roto la cabeza de no ser tan rápido.
—No dejes que ese hombre sea tan maleducado contigo, Horatio —dijo María desde el camarote—. ¿No puedes hacer que se calle?
—No es tan fácil, cariño —replicó Hornblower—. Él es el capitán de esta embarcación, y yo sólo soy un pasajero.
—Bueno, pues si no puedes hacer que se calle, ven aquí conmigo, donde no puede insultarte.
—Sí, cariño, enseguida.
Hornblower prefirió arriesgarse a sufrir las burlas del barquero antes que dejar de mirar a su alrededor. Era la mejor oportunidad que tenía de contemplar el trabajo en los canales, que en los últimos treinta años habían cambiado la economía de Inglaterra. Y no muy lejos ante ellos se encontraba el túnel de Sapperton, una maravilla de ingeniería de la época, el mayor logro de la técnica moderna. Ciertamente, quería verlo. Que el timonel se riera de él si quería. Sin duda era un antiguo marinero licenciado como inválido por la pérdida de la mano. Sería una maravillosa experiencia para él tener a un capitán naval bajo su mando.
La torre de piedra gris de una esclusa apareció ante ellos, con la diminuta figura del encargado de la esclusa abriendo las puertas. Un grito del postillón-barquero hizo aminorar la velocidad de los caballos; el barco se deslizó suavemente; su velocidad disminuyó mucho mientras la proa se deslizaba fuera de la ola. Mientras el barco entraba en la esclusa, el timonel manco saltó a tierra con un cabo que lanzó diestramente en torno a un noray. Un par de vigorosos tirones retuvieron todo el impulso del bote y el barquero, corriendo hacia adelante, aseguró el cabo a otro noray.
—Écheme ese cabo, capitán —gritó, y Hornblower, obediente, lanzó la bolina para que la asegurara adelante.
La ley del mar se aplicaba igualmente en aguas interiores: primero el barco, y la dignidad personal mucho después.
El encargado de la esclusa ya estaba cerrando las compuertas detrás de ellos, y su mujer abría las compuertas superiores; el agua entró a borbotones. Las compuertas inferiores se cerraron con estrépito mientras la presión iba en aumento, y el barco se alzó en el agua, gorgoteando. Los caballos se cambiaron en un abrir y cerrar de ojos; el postillón trepó a su silla y procedió a llevarse una botella negra a los labios durante los pocos segundos que restaron hasta que se llenó la esclusa. El timonel estaba desatando ya los cabos —Hornblower tomó la bolina que le tendía— y la mujer del encargado de la esclusa empujaba en una compuerta superior mientras el encargado, corriendo hacia la compuerta inferior, empujaba en la otra. El postillón lanzó un grito e hizo chasquear el látigo, la barcaza saltó hacia adelante mientras el timonel saltaba a su lugar a popa y allá iban de nuevo sin perder un segundo. Estaba claro que el tráfico de aquel canal era un prodigio de modernidad, y era muy gratificante ir a bordo de la barcaza más rápida del canal, la Queen Charlotte, que tenía preferencia sobre todo el tráfico. A popa llevaba una brillante hoja de guadaña como símbolo orgulloso de su superioridad. Aquello cortaría la sirga de cualquier barco que se aproximase y no apartase la sirga lo suficientemente rápido para dejarla pasar. Las treinta o cuarenta granjeras y campesinas que se sentaban a popa en segunda clase con sus pollos, patos, huevos y mantequilla viajaban nada menos que veinte millas para ir al mercado, en la confianza de volver el mismo día. Era asombroso.
Allí, mientras trepaban hasta el nivel máximo, las esclusas se sucedían a intervalos frecuentes; en cada una el postillón se llevaba la botella negra a los labios, y sus gritos a los caballos se hacían cada vez más agrios y sus latigazos más continuos. Hornblower, obedientemente, le acercaba la bolina en cada esclusa, a pesar de los apremios de María en sentido contrario.
—Querida —decía Hornblower—, si lo hago, ahorramos tiempo.
—Pero no es correcto —replicaba ella—. Él sabe que tú eres capitán de la Marina.
—Lo sabe demasiado bien —dijo Hornblower con una sonrisa torcida—. Y después de todo, tengo que hacerme cargo de mi nombramiento.
—Como si no pudiera esperar —refunfuñó María.
Era difícil hacer entender a María que para un capitán, su mando lo era todo, que no deseaba perder ni una hora, ni un minuto en su viaje para asumir el mando de su corbeta en el río de Londres; que estaba ansioso de ver cómo era la Atropos, con la mezcla de esperanza y aprensión que se podía esperar en un novio oriental que acaba de desposarse con una novia velada… aunque ese símil no era prudente mencionárselo a María, desde luego.
Ahora iban bajando del nivel más alto del canal. El corte se hacía cada vez más y más profundo, de modo que el eco de los cascos de los caballos resonaba desde las orillas rocosas. Al otro lado de la suave curva seguramente estaría el túnel de Sapperton.
—¡Aguanta fuerte, Charlie! —chilló de pronto el timonel.
Un momento más tarde, saltó al camino detrás de la sirga y trató de desatar el tope de madera; hubo una gran confusión. Gritos y chillidos en el camino de sirga, caballos que relinchaban, cascos que repiqueteaban. Hornblower vio un momento al caballo delantero saltando frenéticamente arriba, hacia el empinado talud de la cañada. Justo por delante de ellos se encontraba la almenada y oscura boca del túnel, y no había ningún otro camino para que volviera el caballo. El Queen Charlotte daba espantosos bandazos contra la orilla, acompañado por estentóreos gritos desde el alojamiento de segunda clase. Durante un momento Hornblower estuvo seguro de que iba a zozobrar. Pero se enderezó y se detuvo mientras las sirgas se aflojaban; la frenética lucha del segundo caballo, enredado en las dos sirgas, acabó cuando éste se liberó a coces.
El timonel había trepado al camino y había echado la sirga posterior por encima de un noray.
—Vaya lío —exclamó.
Había aparecido otro hombre, que bajaba a la carrera hacia la orilla desde arriba mientras los caballos que quedaban le miraban, relinchando. Sujetó las cabezas de los caballos del Queen Charlotte. Junto a sus cascos yacía Charlie, el postillón, con la cara convertida en una masa sanguinolenta.
—¡Vuelvan a su sitio! —chilló el barquero a las mujeres que estaban saltando del alojamiento de segunda clase—. Todo va bien. ¡Vuelvan! Una vez salieron todas corriendo por el campo —añadió, dirigiéndose a Hornblower— y fueron más difíciles de recoger que sus pollos.
—¿Qué ocurre, Horatio? —preguntó María, de pie en la puerta del camarote con el niño en los brazos.
—Nada que deba preocuparte, querida —dijo Hornblower—. Tranquilízate. No debemos ponernos nerviosos.
Se volvió y miró al barquero al mando, que se inclinaba para examinar a Charlie. Agarrando la pechera de su chaqueta con el gancho, lo levantó, pero la cabeza de Charlie colgaba hacia atrás desmayadamente, y la sangre le corría por las mejillas.
—Ya no nos sirve de mucho este Charlie —dijo el timonel, dejándolo caer de golpe.
Mientras Hornblower se inclinaba para examinarlo, notó que apestaba a ginebra a tres pies de la sangrante boca. Medio conmocionado y medio borracho… o más de la mitad de cada cosa, daba lo mismo.
—Tenemos que patear el túnel —dijo el piloto—. ¿Quién hay en la casa del túnel?
—Ni un alma —replicó el hombre de los caballos—. No ha pasado nadie desde temprano por la mañana.
El piloto lanzó un silbido.
—Tienes que venir con nosotros —dijo.
—No, yo no —negó el hombre de los caballos—. Tengo dieciséis caballos… dieciocho con estos dos. No puedo dejarlos solos.
El piloto lanzó un par de asombrosos juramentos, asombrosos incluso para Hornblower, que había oído muchos a lo largo de su vida.
—¿Qué quiere decir eso de «patear» el túnel? —preguntó Hornblower.
El piloto señaló con su gancho a la negra y ominosa boca del túnel con su entrada almenada.
—No hay camino de sirga a lo largo del túnel, capitán —dijo—. Así que dejamos los caballos aquí y vamos pateando. Ponemos un par de «alas» en la proa… una especie de serviolas o pescantes, sabe. Charlie se echa en uno y yo en el otro, con las cabezas hacia adentro y los pies contra la pared del túnel. Entonces hacemos como que andamos, y movemos el barco de esa manera; cogemos un par de caballos al salir, por el sur.
—Ya veo —repuso Hornblower.
—Voy a remojar a este borracho con un par de cubos de agua —dijo el piloto—. A lo mejor se despabila.
—A lo mejor —accedió Hornblower.
Pero los cubos de agua no hicieron nada por el inconsciente Charlie, que estaba claramente fuera de juego. La sangre volvió a fluir cuando su cara maltratada fue lavada con abundante agua. El piloto lanzó un par de juramentos.
—Los otros barcos vienen muy por detrás —dijo el de los caballos—. Tardarán un par de horas, quizá.
Todo lo que recibió como réplica fue una serie de juramentos más.
—Tenemos que alcanzar las represas del Támesis con luz del día —dijo el piloto—. ¿Dos horas? Llegaremos allí sólo con la luz justa si salimos ahora mismo.
Miró a su alrededor, al silencioso canal y la boca del túnel, a las mujeres que parloteaban en la barcaza y a los pocos decrépitos vejetes que se encontraban en torno a ellos.
—Doce horas de retraso, eso es lo que tendremos —concluyó, ominosamente.
Un día de retraso en tomar su mando, pensó Hornblower.
—Maldita sea —estalló—, yo le ayudaré a patear.
—Estupendo, señor —dijo el piloto, omitiendo el igualitario «capitán» a cambio del «señor», que hasta el momento había evitado cuidadosamente—. ¿Cree que podrá hacerlo?
—Me parece que sí.
—Pues preparemos esas alas —dijo el timonel, decidido.
Eran unas pequeñas plataformas que se proyectaban a partir de cada lado de la proa.
—Horatio, ¿qué estáis haciendo? —preguntó María.
Era una pregunta típica de María. Hornblower estuvo tentado de responder lo que oyó una vez en el Renown, en el sentido de que estaba ordeñando a un avestruz macho, pero se contuvo.
—Ayudar al barquero, cariño —dijo, pacientemente.
—No piensas en tu posición —le regañó María.
Hornblower tenía ya la suficiente experiencia como hombre casado para darse cuenta de las ventajas que tenía dejar que su mujer dijera lo que quisiera mientras él pudiese hacer lo que le viniera en gana. Con las alas colocadas, él y el piloto a bordo y el propietario de los caballos en la orilla, tomaron sus posiciones en el Queen Charlotte. Un fuerte empujón conjunto envió al barco hacia el desfiladero, dirigiéndose hacia el túnel.
—Siga empujando, señor —dijo el piloto, trepando hacia adelante al ala de babor.
Era obvio que sería mucho más fácil mantener un impulso continuo en el barco que progresar a golpes, con alternativos movimientos y paradas. Hornblower se apresuró hacia el ala de estribor y se echó en ésta mientras la proa del bote se hundía en el oscuro túnel. Echado sobre el costado derecho, con la cabeza en el interior del bote, notó que sus pies entraban en contacto con los ladrillos del túnel. Apretó con los pies, y con un simple movimiento hacia atrás pudo empujar al barco.
—Dele sin parar, señor —dijo el barquero, con la cabeza justo detrás de la de Hornblower—, nos quedan un par de millas o más.
¡Un túnel de un par de millas, excavado en la sólida roca de Cotswold! No era extraño que se tratara de la maravilla del siglo. Los romanos, con todos sus acueductos, no habían logrado nada que pudiera compararse con aquello. Se fueron adentrando en el túnel más y más, en la oscuridad que se hacía cada vez más intensa, hasta resultar espantosa e increíble, de modo que los ojos no podían registrar absolutamente nada, por mucho que se esforzasen. Al entrar en el túnel las mujeres parloteaban y reían, y gritaban para oír su eco en el túnel.
—Vaya hatajo de gallinas idiotas —murmuró el piloto.
Ahora se callaron, amedrentadas por la oscuridad, todas excepto María.
—Confío en que recuerdes que llevas tu mejor traje, Horatio —dijo.
—Sí, cariño —repuso Hornblower, feliz al darse cuenta de que ella no podía verle.
No era una cosa muy digna lo que estaba haciendo, y desde luego era muy incómoda. Después de unos cuantos minutos, se le hizo muy presente la dureza de la plataforma en la que yacía. No mucho más tarde las piernas empezaron a protestar por el esfuerzo que se requería de ellas. Trató de cambiar un poco de postura, para que se movieran otros músculos y otras zonas de su cuerpo entrasen en contacto con la plataforma, pero pronto se dio cuenta de que aquello debía hacerse con tacto y cuidado, para no alterar el suave ritmo de propulsión de la barcaza: el piloto, junto a él, gruñó como protesta cuando Hornblower falló un empujón con el pie derecho y la barcaza se escoró un poco.
—Dele sin parar, señor —repitió.
Así que allá siguieron a través de la oscuridad, en medio de una extraña e hipnótica pesadilla, suspendidos en una completa negrura y un absoluto silencio, porque su velocidad no era suficiente como para levantar ni un susurro en torno a la proa del Queen Charlotte. Hornblower siguió empujando con los pies, obligando a sus doloridas piernas a esforzarse más y más; podía decir por la sensación que le llegaba a través de las suelas de los zapatos que el túnel ya no era de ladrillo: sus pies empujaban contra la roca desnuda, tosca e irregular, tal como los picos y la pólvora de los perforadores del túnel la habían dejado. Aquello hacía mucho más dificultosa su presente empresa.
Notó un ligerísimo ruido en la distancia: un sonido bajo, como un murmullo, al principio tan débil que cuando lo notó se dio cuenta de que llevaba oyéndolo cierto tiempo. Gradualmente su volumen se incrementó, mientras el barco iba avanzando, hasta que se convirtió en un ronco rugido. No tenía idea de qué podía ser, pero como el piloto, a su lado, no parecía preocuparse, decidió no preguntarle.
—Pare un minuto, señor —dijo el piloto, y Hornblower, sorprendido, paró sus doloridas piernas, mientras el timonel, todavía recostado, buscaba torpemente y manipulaba algo junto a él.
Al momento había extendido una lona encerada completamente por encima de los dos, excepto sus pies que sobresalían de debajo de los bordes. No había más oscuridad debajo de la lona que fuera, pero era considerablemente más sofocante.
—Siga, señor —dijo el piloto, y Hornblower volvió a empujar de nuevo con los pies contra la pared, mientras el rugido que oía antes se amortiguaba un poco por la lona. Un chorro de agua descargó con estruendo en la lona, y luego otro, y de repente comprendió lo que era aquel rugido.
—Ahí viene —anunció el timonel desde debajo de la lona.
Un manantial subterráneo rompía allí a través del techo del túnel y desaguaba rugiendo en el canal. El agua caía sobre ellos con ensordecedoras cataratas. Cayó con estruendo sobre los techos de los camarotes, ahogando los gritos de las mujeres que había dentro. El peso de aquel impacto apretó la lona contra su cuerpo. Luego el torrente disminuyó, se redujo a chorritos y al cabo cesó del todo.
—Sólo una más de ésas —dijo el piloto en la sofocante oscuridad junto a él—. Es mejor en un verano seco.
—¿Te has mojado, Horatio? —preguntó la voz de María.
—No, cariño —dijo Hornblower, y aquella simple negativa tuvo el deseado efecto de reprimir más protestas.
Realmente sí que tenía los pies mojados, pero después de once años en la mar aquello no era una experiencia nueva. Estaba mucho más preocupado por el cansancio de sus piernas. Le pareció que pasaron siglos antes de que llegara el siguiente chorro de agua y el aviso del piloto: «Ahí viene» anunciara otro diluvio. Se abrieron paso a través de éste, y el piloto, con un gruñido de alivio, quitó la lona de encima de ellos. Al quitarla, Hornblower, haciendo girar su cuello, de repente vio algo muy lejos, hacia adelante. Ahora sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, y en aquella intensa negrura, increíblemente lejos, se veía algo, un punto diminuto, del tamaño de un grano de arena. Era la boca exterior del túnel. Empujó con renovada vitalidad. La abertura del túnel fue creciendo de tamaño, desde el de un grano de arena hasta el de un guisante; adquirió la forma de luna creciente que era de rigor y se hizo más grande todavía; con su crecimiento la luz se fue incrementando en el túnel por gradaciones infinitesimales, hasta que Hornblower pudo ver la oscura superficie del agua, las irregularidades del techo del túnel. Ahora el túnel estaba construido de ladrillo de nuevo, y el progreso era más fácil… y parecía más fácil todavía.
—Déjelo ya —dijo el piloto, con un empujón final.
A Hornblower le parecía increíble que no tuviera que mover ya más las piernas, que estuvieran emergiendo a la luz del día, que no hubiera más manantiales subterráneos cayendo en cascada sobre él mientras yacía sofocado bajo una lona. Lentamente, el barco salió de la boca del túnel y a pesar de su lento progreso, a pesar del hecho de que fuera el sol brillaba con un brillo tenue e invernal, le cegó durante un instante. El parloteo de las pasajeras aumentó hasta un rugido casi comparable al sonido del manantial subterráneo bajo la lona. Hornblower se sentó y parpadeó mirando en torno a él. Había un hombre con un par de caballos en el camino de sirga. Cogió el cabo que le tendía el timonel y entre los dos condujeron la barcaza hacia la orilla. Muchas de las pasajeras se bajaban allí, y empezaron a revolotear con sus equipajes y sus pollos. Otras se quedaban a bordo.
—Horatio —dijo María, saliendo del camarote de primera clase. El pequeño Horatio estaba despierto entonces y lloriqueaba un poco.
—¿Sí, cariño?
Hornblower era consciente de que su mujer veía ahora el desorden de sus ropas. Sabía que María le regañaría, le cepillaría, le trataría con la misma posesividad maternal con la que trataba a su hijo, y sabía que en aquel momento no deseaba que nadie le tratara con posesividad.
—Un momento, cariño, perdóname —dijo, y caminó ágilmente por el camino de sirga, uniéndose a la conversación del piloto y el hombre de los caballos.
—No hay ningún hombre aquí —dijo éste último—. Y no encontrarás ninguno hasta Oxford, te lo aseguro.
Como respuesta el piloto dijo más o menos lo mismo que le había dicho al otro hombre.
—Las cosas son así —repuso el hombre de los caballos, filosóficamente—. Tendrás que esperar al relevo.
—¿No queda ningún hombre libre aquí? —preguntó Hornblower.
—Absolutamente ninguno, señor —respondió el piloto, y luego, tras un momento de indecisión, preguntó—: Señor, ¿no le importaría a usted conducir un caballo?
—Ni hablar —respondió Hornblower apresuradamente. La pregunta le había cogido tan por sorpresa que no hizo ningún intento de enmascarar su disgusto ante la idea de conducir unos caballos de la forma en que lo había hecho el herido Charlie. Entonces vio la forma de recuperar su dignidad y mantenerse a salvo de la ayuda de María, y añadió—: Pero puedo llevar la caña del timón.
—Por supuesto que puede, señor —asintió el piloto—. Supongo que no es la primera vez que ha manejado un timón. Ni mucho menos. Y yo llevaré los jamelgos, con mi mano de pega y todo.
Miró el gancho de acero que había reemplazado su mano perdida.
—Muy bien —dijo Hornblower.
—Le estoy muy agradecido, señor —repuso el piloto, y para recalcar su sinceridad lanzó un par de juramentos más—. Tengo un contrato para este viaje… hay dos baúles de té allá adelante, la primera cosecha de China para entregar en Lunnon. Me ahorrará usted muchas libras, señor, y también mi buen nombre. Le estoy muy agradecido, por…
Y volvió a hacer hincapié en su sinceridad.
—Está bien —dijo pacientemente Hornblower—. Cuanto antes salgamos, antes llegaremos. ¿Cómo se llama usted?
—Jenkins, señor. Tom Jenkins, piloto… y ahora postillón —se tocó la frente—, primer vigía en el viejo Superb del capitán Reates, señor.
—Muy bien, Jenkins. Vamos.
El hombre de los caballos los ató a las sirgas, y mientras Jenkins soltaba la bolina, Hornblower soltó la de popa y la sujetó con una sola vuelta en torno al noray; Jenkins trepó ágilmente a la silla y ató las riendas en torno a su gancho.
—Pero, Horatio —dijo María—, ¿en qué estás pensando?
—En llegar a Londres, querida —replicó Hornblower, y en aquel preciso momento el látigo chasqueó y las bolinas se tensaron.
Hornblower tuvo que saltar para coger la escota de popa, con el cabo en la mano, y agarrar el timón. Quizá María estuviese regañándole todavía, pero si así era, Hornblower se encontraba demasiado atareado para oír lo que dijo. Era impresionante lo rápidamente que el Queen Charlotte cogía velocidad cuando los caballos, echándose a trotar repentinamente, tiraban de la proa y la levantaban en su ola. Del trote pasaron al galope ligero, y la velocidad se hizo fantástica… mucho más rápida, para la calenturienta imaginación de Hornblower, ahora que él estaba al timón en lugar de ser un simple pasajero sin responsabilidades. Las orillas volaban a los lados. Afortunadamente, en aquella profunda hendidura del nivel más alto, el canal era muy recto al principio, porque dirigir el timón no era tan sencillo como parecía. Las dos sirgas, una en la proa y otra en la popa, mantenían el barco paralelo a la orilla con el mínimo uso de la caña… un uso económico de las fuerzas que le resultaba muy atractivo a la mente matemática de Hornblower, pero que hacía el desplazamiento del bote poco natural, como comprobó al ensayar el manejo del timón. Miró hacia adelante, al recodo que se aproximaba, con un poco de aprensión, y mientras se acercaban, dirigió la vista de orilla a orilla para asegurarse de que estaba manteniendo la barcaza en el centro del canal. Al girar el recodo, casi encima de ellos había un puente… otro de esos infernales puentes de los canales, construido de forma económica, con el camino de sirga sobresaliendo bajo el arco, así que era muy difícil apuntar al centro del canal, que se estrechaba mucho en aquel punto. María ciertamente le estaba diciendo algo, y el pequeño Horatio sin duda berreaba con furia, pero aquel no era el momento para dedicarles ni una mirada ni un pensamiento. Procuró estabilizar el barco siguiendo el recodo. Los cascos del caballo delantero resonaban ya sobre las piedras de debajo del puente. ¡Dios mío! Estaba demasiado lejos. Echó la caña hacia adelante. ¡Demasiado lejos por el otro lado! Empujó hacia atrás la caña, tirando de la barcaza mientras la proa entraba en el estrecho paso. Giró, todo lo rápido que pudo… la aleta de estribor, justo donde se encontraba él de pie, golpeó con un ruido sordo contra el ángulo del costado de ladrillo del canal, pero tenía allí un grueso cabo —presumiblemente para evitar situaciones similares— que amortiguó el golpe; no fue tan violento como para tirar a las pasajeras de sus asientos en el interior de las cabinas, aunque casi tiró a Hornblower, agachado debajo del arco, de cara contra el suelo. No había tiempo para pensar, aunque al parecer el pequeño Horatio se había sobresaltado y gritaba con más fuerza que nunca en la proa; el canal se estaba curvando de nuevo y tenía que guiar al Queen Charlotte en torno al recodo.
Crac, crac, crac, crac… —aquél era el látigo de Jenkins—. ¿Todavía no iban lo bastante rápido para él? Dando la vuelta al recodo y dirigiéndose hacia ellos había otro barco del canal, que se deslizaba pacíficamente remolcado por un solo caballo. Hornblower se dio cuenta de que los cuatro latigazos de Jenkins eran una señal para pedir paso libre. Esperó sincera y fervientemente que éste estuviera asegurado, porque el barco del canal corría a toda prisa hacia la barcaza.
El barquero que llevaba el caballo de remolque hizo detenerse al animal, apartándolo hacia el seto que estaba por encima del camino de sirga. La mujer del barquero movió el timón y la barcaza se desvió majestuosamente, con el impulso que le quedaba, hacia los cañaverales que festoneaban la orilla opuesta. Así que entre el caballo y la barcaza la sirga se hundió hasta la tierra en el camino, y en el agua en una hondonada. Por encima de la sirga pasaron galopando los caballos de Jenkins, y Hornblower dirigió el barco hacia el estrecho espacio entre la barcaza y el camino. Podía adivinar que el agua allí era poco honda; resultaba necesario para gobernar el barco y pasar con la barcaza tan cerca como fuera posible; en cualquier caso, la mujer del barquero, acostumbrada a encontrarse con timoneles expertos, sólo le había dejado el espacio justo. Hornblower sentía cada vez más pánico mientras el bote se deslizaba hacia adelante.
Estribor… aguantar. A babor… aguantar. Se estaba dando a sí mismo aquellas órdenes, como podía haberlo hecho con su timonel; como un relámpago en la oscura confusión de su mente brilló la idea de que aunque diera la orden, no podía confiar en que sus entumecidos miembros las ejecutaran con la precisión de un hábil timonel. Por el hueco ahora; la popa todavía estaba balanceándose y en el último momento él sujetó el timón para detenerla. La barcaza pareció pasar como un relámpago; con el rabillo del ojo vio confusamente el saludo de la mujer del barquero, que cambió a sorpresa cuando se dio cuenta de que el piloto del Queen Charlotte era un hombre desconocido para ella. Débilmente, llegó hasta sus oídos el sonido de lo que dijo ella, pero no pudo distinguir las palabras… no podía dedicar atención a saludos.
Ya habían pasado y podía respirar de nuevo, podía sonreír, podía hacer muecas; todo estaba bien en un mundo maravilloso, gobernando un barco de pasajeros a nueve millas por hora a lo largo del Támesis y el canal Severn. Pero Jenkins lanzó otro grito: estaba deteniendo los caballos, y había una torre gris ante ellos. Era una esclusa. Las compuertas estaban abiertas, el guardián de la esclusa se encontraba de pie ante ellos. Hornblower se dirigió hacia allí, muy ayudado por la abrupta reducción de velocidad del Queen Charlotte mientras su ola de proa pasaba por delante. Hornblower agarró el cabo de popa, saltó a la orilla y milagrosamente se mantuvo en pie. El noray estaba a diez pies ante él; corrió hacia adelante, echó una lazada por encima de éste y tiró fuerte. El método ideal era aprovechar el impulso del barco, dejar que se deslizara hasta la esclusa y detenerlo completamente en el siguiente noray, pero era demasiado esperar que en su primer intento consiguiera ejecutar todo aquello a la perfección. Dejó el cabo deslizarse entre sus manos, viendo el progreso del barco, y entonces de repente dio un tirón. Cabo y noray crujieron; la proa del Queen Charlotte osciló en la esclusa y chocó contra los lados torpemente, de modo que la mujer del encargado tuvo que correr desde las compuertas más alejadas, inclinarse, empujar la proa hasta que se soltara mientras agarraba la bolina y, con el cabo encima de su robusto hombro, tirar del barco las últimas doce yardas en la esclusa. Habían perdido un par de minutos. Yeso no era todo, porque como habían pasado ya el nivel más elevado, aquélla era una esclusa descendente, y Hornblower no estaba preparado mentalmente para aquel cambio. Cuando el Queen Charlotte se hundió abruptamente al abrir las compuertas, junto con el agua que se vaciaba, él, cogido por sorpresa, sólo tuvo el tiempo justo de aflojar el cabo de popa antes de que el barco quedara colgando de él.
—Eh, hombre, usted no sabe mucho de barcazas —dijo la mujer del encargado, y a Hornblower se le pusieron las orejas coloradas del apuro.
Pensó en los exámenes de navegación y náutica que había pasado, pensó en lo muy a menudo que había hecho virar un monstruoso navío de línea, y con mal tiempo. Aquella experiencia no le servía de mucho allí, en el interior de Gloucestershire —o quizás estuvieran ya en Oxfordshire por entonces— y en cualquier caso, la esclusa estaba vacía, las compuertas abiertas, las sirgas tirantes, y él tuvo que saltar seis pies más apresuradamente a la popa, que ya se movía, recordando coger el cabo y llevárselo. Empuñó el timón con bastante torpeza, y oyó la espontánea risa de la mujer del encargado mientras pasaba por debajo. Ella dijo también algo más, pero él no podía prestarle atención porque tenía que sujetar el timón y gobernar el barco que corría bajo el puente. ¡Y pensar que cuando pagó los pasajes imaginó la ociosa vida de un barquero del canal!
¡Por todos los cielos! Allí estaba María junto a él, después de ir a popa desde la cabina de segunda clase.
—¿Cómo puedes dejar que todas esas personas sean tan insolentes contigo, querido? —le preguntaba—. ¿Por qué no les dices quién eres?
—Querida… —empezó Hornblower, y enseguida se detuvo.
Si María no podía entender lo absurdo que resultaba ver a un capitán naval manejando mal una barcaza de canal, era inútil darle argumentos. Además, él no podía prestarle demasiada atención, no con aquellos caballos a galope tirando a toda prisa del Queen Charlotte de aquella manera.
—Y todo esto parece muy innecesario, querido —continuó María—. ¿Por qué te rebajas de esta manera? ¿Hay que apresurarse tanto?
Hornblower hizo girar la barcaza en un recodo: se felicitó por haberle cogido ya el pulso al timón.
—¿Por qué no me respondes? —le reprochó María—. Tengo la cena preparada para nosotros, y el pequeño Horario…
Ella era como la voz de su conciencia… en realidad, era exactamente eso.
—María ¡Vete hacia adelante! —espetó Hornblower—. Vete adelante, te digo. Vuelve al camarote.
—Pero, querido…
—¡Vete adelante!
Hornblower rugió estas palabras: allí había otra barcaza acercándose y no podía perder tiempo con las minucias de la vida marital.
—No tienes corazón —dijo María—, y en mi estado, además…
Sin corazón quizá, pero ciertamente preocupado. Hornblower sujetó el timón, y María se llevó el pañuelo a los ojos y salió airadamente —si es que tal cosa le era posible en su estado— de vuelta al camarote de segunda clase de nuevo. La Queen Charlotte pasó limpiamente por el hueco entre la barcaza y el camino de sirga, y Hornblower pudo finalmente prestar la atención suficiente como para responder con la mano al saludo de la mujer del barquero. También tuvo tiempo entonces para una punzada de mala conciencia por su forma de tratar a María, pero sólo momentáneo. Seguía teniendo que gobernar el barco.