Raúl Alarcón, Florcita Motuda, llamó por teléfono a Adrián Bettini agradeciéndole efusivamente haberlo puesto en la campaña. «Soy el hombre más popular de Chile —le dijo—. La gente me besa en las calles. El chofer del taxi no me quiso cobrar: “Si usted tiene el valor de enfrentar a Pinochet, ¿por qué yo no? Voy a votar ‘No’. Y a todos los que suban a mi taxi los voy a convencer de que voten ‘No’. Grande, Florcita”».
«Gracias, don Adrián».
«Nada que agradecer», repuso Bettini mirando a través de la ventana un auto gris sin patente estacionándose frente a su casa. El chofer bajó la ventanilla, y su acompañante —cuyo rostro no alcanzaba a ver— le encendió un cigarrillo. El conductor entreabrió la puerta y accionó el mecanismo del asiento hacia atrás. Se puso cómodo y expulsó una bocada de humo por la ventana.
—Nada que agradecer, señor Alarcón. Soy yo quien tengo que agradecerle a usted.
—¡A mí! Si yo soy una insignificancia. Una pobre florcita motuda.
—La gente piensa que usted es un héroe. Le espera un gran futuro, amigo.
El acompañante del hombre del coche gris descendió y cruzando la calle fue hacia la puerta de la casa de Bettini y miró el número. Luego lo comparó con el que tenía escrito en una libreta y levantó el pulgar indicándole al chofer que estaba okey.
—Un gran futuro, amigo —repitió.
Le hizo señas a Magdalena que se asomara al balconcito y mirara el coche.
Tapó la bocina del teléfono al susurrarle: «Anda a comprar algo al almacén y échale una buena mirada a la cara del que maneja».
—¿Usted cree, don Adrián, que vamos a ganar el plebiscito?
—El plebiscito, sí —dijo Bettini, tirándole a su esposa un beso—. Otra cosa es que acepten el resultado.
—No les queda otra. Toda la prensa extranjera está aquí y los corresponsales me dijeron que se van a quedar hasta el día de la votación.
El acompañante del conductor miraba ahora a Magdalena atravesar la calle camino al almacén. Le indicó al otro que estuviera atento llevándose un dedo a la parte inferior del ojo.
—Dígame, señor Alarcón…
—A sus órdenes, don Adrián.
—¿Usted no tiene por casualidad algún amigo con una casita fuera de Santiago? ¿En el campo, en la costa?
—Fernández, en Papudo. ¿Por qué?
—Está tan bonito el tiempo y lo he visto un poco paliducho. ¿Por qué no se va algunos días a la playa a tomar sol?
Al otro lado de la línea hubo un largo silencio. Después Alarcón carraspeó.
—¿Le pasa algo, señor Bettini?
—No, nada. Nada.
—Perdone que le pregunte pero ¿usted tiene miedo?
—No, hombre, no —contestó buscando en su agenda el número del cónsul de Italia.
—Porque lo que es yo…
—¿Cagado de miedo?
—Tanto como cagado, cagado, no. Pero su resto. No quería molestarlo. Era solo para agradecerle… haber creído en mí…
Bettini sonrió con amargura. Omitió lo que realmente tenía que informarle: «No creí en usted. Dudé todo el tiempo de usted. Hasta anoche estuve convencido de que usted era un completo desatino».
—¡Grande su vals, Florcita!
—Yo hice muy poco. El grande es Strauss.
—Cuídese. ¿Está todo bien por su casa?
—Perfecto. ¿Sabe?… La gente me ama.
—Se lo merece.
Bettini cortó y de inmediato llamó a la embajada italiana: Florcita Motuda cortó y volvió a mirar con preocupación ese auto negro que se había estacionado un poco más arriba de su departamento, cerca de la plaza.