A la hora de gimnasia estamos saltando sobre un caballete para luego dar una vuelta de carnero sobre la colchoneta y volver corriendo a la fila de alumnos a empezar todo de nuevo.
Vestimos camisetas blancas y pantalones cortos y el ejercicio no alcanza para combatir el frío. Nos frotamos los muslos y los antebrazos. El profesor sopla con un pito de árbitro cada vez que quiere que cambiemos el ritmo de nuestros saltos y piruetas. Debe sentirse bien dentro de su buzo azul. A su lado hay un chico de nuestra misma edad a quien lo hace observar Lodo lo que hacemos. Después de un rato me pide que le deje un espacio delante mío en la fila.
—Es un alumno nuevo —me explica—. Un chileno que vuelve de Argentina.
Está calentándose las palmas de las manos soplando su aliento entre ellas.
—¿De dónde vienes? —le pregunto.
—De Buenos Aires. Mi viejo estaba exiliado y le permitieron volver. Le sacaron la «L» del pasaporte.
—¿Cómo te llamas?
—Héctor Barrios.
—¿Y cómo te dicen? ¿Tito?
—No. Chileno.
—Bueno, búscate otro apodo porque acá en Chile todos son chilenos.
Corremos juntos hasta el caballete, pero antes de saltar se paraliza y mira angustiado al profesor.
—¿Qué le pasó, Barrios?
—No sé, maestro —dice con un acento totalmente argentino—, es que al llegar al coso lo vi tan alto que no creí que pudiera saltarlo, no creí.
—El coso está perfectamente diseñado para un joven de dieciocho años. Vuelva a ponerse en la fila y sáltelo.
Lo acompaño de vuelta al punto de partida.
—Una vez salté uno de esos y me torcí la muñeca —dice.
—Está bien. Olvídate. Yo le explico al viejo.
—Gracias. ¿Cómo te llamás?
—Nicómaco. Pero me dicen Nico.
—En Buenos Aires tenía un compañero de curso que se llamaba Heliogábalo.
—¿Cómo le decían?
—Gabo.
—Como García Márquez.
—Justo.
Tomo impulso, corro y en forma limpia atravieso toda la barra de cuero y ruedo suave por la colchoneta. Después voy hacia el maestro.
—¿Qué le pasa al Che?
—La muñeca, profe. Se la fracturó un horror.
—¿En Argentina?
—Pobre —asiento.
—¡No me digas!
Le hizo seña de que viniera.
—De esta te excuso, Che. Todo sea por el abrazo de San Martín y O’Higgins.
Barrios me golpeó el pecho con un dedo.
—Ya sabía que me iban a decir Che en Chile.