Capítulo 6

—¿Entonces?

—Mi respuesta es «no».

—Mire que el honorario es altísimo.

—Por pura curiosidad, ¿cuánto es el honorario?

—El monto lo fija usted mismo. Sin límites.

Bettini recorrió con la vista la pared detrás del escritorio. Había una foto en colores del dictador y ningún otro cuadro que compitiera con su presencia.

—En verdad es la mejor oferta que he recibido en mi vida. Me da una rabia negra rechazarla, sobre todo cuando sigo cesante.

—¡Una estrella como usted aún cesante!

—Las empresas de publicidad tienen una lista negra de profesionales emitida por su ministerio a las cuales se «recomienda» no darme trabajo.

—¡Dios mío! ¿Y de qué vive usted, Bettini?

—Mi mujer trabaja y yo me hago unos pocos pesos componiendo jingles con seudónimo.

El ministro movió largamente el cuello con una suerte de solidaria sorpresa e indignación. Puso un dedo sobre el labio inferior y lo golpeó varias veces.

—Bien, Bettini. ¿Qué me dice?

—Lo he pensado mucho. Gracias, ministro, pero no.

—¿Por razones morales?

—Por razones morales, señor.

Se puso de pie y estiró los bordes de su chaqueta.

—Pero su conducta ahora no tiene nada de moral. No es ético rechazar una oferta por discrepancias políticas con alguien. Imagínese un médico que rehúsa atender a un enfermo porque es su enemigo político. ¿Diría que su conducta es ética?

—Si el enfermo es Pinochet, francamente sí, señor.

El ministro caminó hacia la ventana y corrió un poco la cortina. El grisáceo smog de Santiago estaba allí, puntual y tenaz.

Le habló al publicista en tono cortante y dándole la espalda.

—Bettini, lamento no contar con sus servicios. Va a ser una campaña difícil. Gracias por haber venido.

Se mantuvo en el ventanal sin darse vuelta. Pero Bettini permaneció inmóvil hasta que el ministro se vio obligado a girar.

—¿Algo más?

—Sí, señor. Yo vine confiadamente aquí porque usted me mandó a buscar. Me gustaría mucho poder salir igual que como entré. No sé si me entiende…

El ministro extendió una sonrisa a la cual agregó una ruidosa carcajada

—Se lo garantizo.

—Gracias.

—No hay por qué.

Los pasos hacia la salida sobre la muelle alfombra lo hundían y demoraban. El alivio que sintió al tomar la manilla de la puerta fue bruscamente interrumpido.

—¿Bettini?

—¿Señor?

—Si por lo menos quiere darme un alegrón, no acepte dirigir la campaña del «No».

—Está bien, señor Fernández.

—Adiós, Bettini.