En la oscuridad del bosque el joven caballero oyó el rumor de la fuente mucho antes de alcanzar a ver el resplandor de la luna reflejado en la superficie serena. Estaba a punto de acercarse a ella, ansiando sumergir la cabeza, beber de aquel frescor, cuando de pronto contuvo la respiración al captar una forma oscura que se movía allí abajo, dentro del agua. En el profundo seno de la fuente se discernía una sombra verdosa, algo semejante a un pez enorme, algo semejante a un cuerpo ahogado. Entonces la sombra se movió y se irguió, y el caballero vio lo que era: una mujer, temible en su desnudez, que estaba bañándose. Cuando se incorporó y el agua le resbaló por los costados, su piel brilló aún más blanca que el blanco de la gran taza de mármol; y su cabello, negro como una sombra.
Es Melusina, la diosa del agua, que se encuentra en cascadas y manantiales escondidos de cualquier bosque de la cristiandad, incluso en los que están tan lejos como Grecia. También se baña en las fuentes morunas. Se la conoce por otro nombre en los países del norte, donde los lagos están cubiertos de una capa de hielo que cruje cuando ella se levanta. Un hombre puede amarla si le guarda el secreto y la deja a solas cuando ella desee bañarse, y ella puede amarlo a su vez hasta que él incumpla su palabra, cosa que los hombres hacen siempre, y lo arrastre a las profundidades con su cola de pez, y transforme su sangre desleal en agua.
La tragedia de Melusina, sea cual sea la lengua que la narre, sea cual sea la melodía que la cante, es que un hombre siempre le prometerá hacer más de lo que es capaz de hacer a una mujer a la que no puede entender.