Madre, debéis venir a la corte —me escribe Isabel en una carta garabateada a toda prisa, plegada dos veces y con doble sello—. Todo se ha torcido terriblemente. Su excelencia el rey está pensando en ir a Londres a decirles a los lores que no va a casarse conmigo, que jamás ha tenido la intención de desposarme, para así acallar los rumores que afirman que él envenenó a la pobre reina. Hay personas malvadas que aseguran que estaba empeñado en casarse conmigo y que no quería esperar a que la reina muriese o diese su consentimiento, y ahora él considera que debe anunciar que para mí no es nada más que mi tío.
Yo le he dicho que no hay necesidad de hacer esa declaración, que podríamos esperar en silencio a que los rumores se disipen; pero él únicamente hace caso a William Catesby y a Richard Ratcliffe, y éstos juran que el norte se volverá contra él si insulta la memoria de su esposa, que era una Neville de Northumberland.
Peor todavía, afirma que para salvaguardar mi reputación debo abandonar la corte, pero no me permite volver con vos. Va a enviarme de visita a casa de lady Margarita y lord Thomas Stanley, que se cuentan entre las personas más terribles de todas. Dice que lord Thomas es uno de los pocos hombres de los que se puede fiar para que me guarde sana y salva, pase lo que pase, y que nadie podrá dudar de que mi reputación es perfecta si lady Margarita me acoge en su casa.
Madre, tenéis que impedirlo. No puedo irme a vivir con ellos. Lady Margarita no dejará de atormentarme, ya que debe de pensar que he traicionado el compromiso que me unía a su hijo y sin duda me odia en nombre de él. Debéis escribir a Ricardo, o incluso venir personalmente a la corte, y decirle que seremos felices, que todo saldrá bien, que lo único que tenemos que hacer es esperar a que pase esta etapa de rumores y habladurías y que al final podremos casarnos. No tiene consejeros en los que pueda confiar, no tiene un Consejo Privado que le diga la verdad. Depende de esos hombres a quienes la gente llama el Gato y el Ratón, y temen que yo influya en él y en contra de ellos para vengarme de lo que les hicieron a los nuestros.
Madre, yo lo amo. Es la única alegría que tengo en este mundo. Le pertenezco de corazón y de pensamiento, de cuerpo y toda por entero. Vos me dijisteis que iba a necesitar algo más que amor para convertirme en la reina de Inglaterra; tenéis que decirme lo que debo hacer. No puedo irme a vivir con los Stanley. ¿Qué he de hacer ahora?
En verdad no sé qué es lo que ha de hacer, pobre hija mía. Está enamorada de un hombre cuya supervivencia depende de que sea capaz de granjearse la lealtad de Inglaterra y, si le dijera al país que tiene la esperanza de casarse con su sobrina antes de que el cadáver de su esposa se haya enfriado en la tumba, habrá donado todo el norte de Inglaterra a Enrique Tudor en un momento. El norte no va a aceptar de buen grado un insulto dirigido a Ana Neville, ya esté viva o muerta, y del norte es de donde Ricardo ha sacado sus fuerzas siempre. No se atreverá a ofender a los habitantes de Yorkshire o de Cumbria, de Durham o de Northumberland. No puede siquiera arriesgarse, no mientras Enrique Tudor esté reclutando tropas y reuniendo un ejército, tan sólo a la espera de que lleguen las mareas de la primavera.
Le digo al mensajero que tome algo de comer, que pase aquí la noche y que por la mañana esté preparado para regresar llevando mi respuesta. Después voy hasta el río a escuchar el tranquilo murmullo del agua sobre las piedras blancas. Tengo la esperanza de que Melusina me diga algo, o de encontrar en el agua un hilo, que lleve atado un anillo en forma de corona. Pero me veo obligada a volver a casa sin ningún mensaje y tengo que escribir Isabel sin más guía que los años que pasé en la corte y lo que mi propia intuición me indica respecto de lo que Ricardo puede atreverse a hacer.
Hija,
Sé lo angustiada que estás, lo percibo en cada frase. Sé valiente. Esta estación del año nos traerá todas las respuestas y para cuando llegue el verano todo habrá cambiado. Ve con los Stanley y haz todo lo que esté en tu mano para complacerlos a los dos. Lady Margarita es una mujer piadosa y decidida; no podrías pedir una guardiana más capaz de aplastar un escándalo. Su reputación te dejará inmaculada como una virgen, y ésa es la imagen que debes proyectar pase lo que pase después. Si consigues tomarle aprecio, si consigues encariñarte con ella, mucho mejor. Es un truco que yo no he logrado dominar jamás. Pero como mínimo lleva una vida agradable en su casa, porque tu estancia no va a durar mucho tiempo.
Ricardo está poniéndote en un lugar seguro, alejada del escándalo, alejada del peligro, hasta que Enrique Tudor presente su desafío para hacerse con el trono y la batalla haya finalizado. En cuando eso ocurra y Ricardo salga vencedor, como yo creo que sucederá, podrá ir a buscarte a la casa de los Stanley con honor y desposarse contigo como parte de las celebraciones de su victoria.
Queridísima hija, no espero que disfrutes con esa visita a los Stanley, pero son la mejor familia de toda Inglaterra para que demuestres que aceptas tu compromiso con Enrique Tudor y que llevas una vida de castidad. Cuando haya finalizado la batalla y Enrique Tudor haya muerto, nadie podrá decir una palabra contra ti y se podrá vencer la desaprobación que reina en el norte. Mientras tanto, deja que lady Margarita crea que te sientes feliz con la promesa que le hiciste a Enrique Tudor y que aguardas esperanzada que éste salga victorioso.
No va a ser una etapa fácil para ti, pero Ricardo ha de ser libre para hacer venir a sus tropas y librar esa batalla. Dado que los hombres tienen que luchar, las mujeres tenemos que esperar y planificar. A ti te ha llegado el momento de esperar y planificar y has de ser constante y discreta.
La sinceridad importa mucho menos.
Mi amor y mis bendiciones,
Tu madre
Algo me despierta temprano, al amanecer. Olfateo el aire como si fuera una liebre erguida sobre las patas traseras en medio de un prado. Está sucediendo algo, lo sé con seguridad. Incluso aquí, en el interior, en Wiltshire, percibo que el viento ha cambiado, casi me parece notar el olor a la sal del mar. El viento viene del sur, del sur pleno. Es el apropiado para una invasión, un viento que sopla hacia la costa, y, no sé por qué, pero estoy segura, casi como si lo estuviera viendo, de que se están cargando cajones llenos de armas a bordo de los navíos; sé que los hombres están subiendo rápidamente a la cubierta por las planchas de embarque, que están desenrollando los estandartes y fijándolos en la proa, que los soldados se están concentrando en el muelle. Sé que Enrique tiene preparado su ejército, las naves junto al embarcadero, los capitanes trazando el rumbo. Está listo para zarpar.
Ojalá pudiera saber dónde pretende tomar tierra. Pero dudo que él mismo lo sepa. Soltarán las amarras de proa y de popa, arrojarán los cabos sobre la cubierta, izarán las velas, y la media docena de barcos pondrá rumbo a la bocana del puerto. Cuando lleguen a mar abierto, las velas comenzarán a ondear, las escotas a crujir y las naves surcarán el oleaje subiendo y bajando. Pero luego tendrán que gobernar siguiendo la dirección que les resulte más favorable. Es posible que se dirijan hacia la costa sur —los rebeldes siempre son bien recibidos en Cornualles o en Kent— o que pongan rumbo a Gales donde el apellido Tudor podría reunir a millares de seguidores. El viento los empujará y los frenará y tendrán que esperar lo mejor; cuando avisten tierra, calcularán el punto al que han arribado y navegarán siguiendo la costa hasta dar con el puerto que ofrezca más seguridad.
Ricardo no es ningún necio; sabía que esto iba a ocurrir en cuanto finalizasen las tormentas de invierno. Está en su gran castillo de Nottingham, situado en el centro de Inglaterra, concentrando sus reservas, llamando a sus lores, preparado para el desafío que ya esperaba para este año, el que tendría que haber afrontado el pasado si no hubiera sido por los aguaceros que Isabel y yo provocamos para impedir que Buckingham llegara a Londres y se acercara a mi hijo.
Este año Enrique viene con un viento favorable, hay que hacer frente a la batalla. El pretendiente Tudor pertenece a la casa de Lancaster y ésta va a ser la batalla final de la guerra entre primos. Mi mente no alberga la menor duda de que York va a vencer, porque York vence casi siempre. Warwick ya no está —hasta sus hijas Ana e Isabel han muerto— y por lo tanto no queda ningún general importante del lado de Lancaster. Tan sólo están Jasper Tudor y el hijo de Margarita Beaufort contra Ricardo y todo el poder que le proporcionan las levas de Inglaterra. Tanto Ricardo como Enrique carecen de herederos. Los dos saben que su única causa son ellos mismos. Los dos saben que la guerra terminará con la muerte del otro. He visto muchas batallas en Inglaterra a lo largo de mi vida, cuando era esposa y viuda, pero nunca una tan definida como ésta. Predigo un enfrentamiento breve pero brutal. Cuando concluya, habrá un hombre muerto y la corona de Inglaterra, junto con la mano de mi hija, será para el vencedor.
Y también espero ver a Margarita Beaufort vestirse de negro luto para llorar la muerte de su hijo.
Su aflicción marcará el comienzo de una vida nueva para mí y para los míos. Por fin creo que podré traer a mi hijo Ricardo a casa. Creo que ha llegado la hora.
He tenido que esperar dos años para poner en marcha esta parte de mi plan, desde que me vi obligada a apartar a mi hijo de mi lado. Escribo a sir Edward Brampton, leal defensor de los York, gran comerciante, hombre de mundo y a veces pirata. Ciertamente es un hombre que no tiene miedo de correr un pequeño riesgo y que disfruta entregándose a la aventura.
Llega el mismo día en que la cocinera se entera de la noticia de que Enrique Tudor ya ha desembarcado. El viento ha empujado sus naves hasta Milford Haven y ya está cruzando Gales y reclutando tropas para su estandarte. Ricardo está reuniendo soldados y ya ha salido de Nottingham. El país está en guerra una vez más y podría suceder cualquier cosa.
—De nuevo vivimos tiempos difíciles —me comenta sir Edward en tono cortés.
Me entrevisto con él lejos de la casa, en la ribera del río, donde hay un bosquecillo de sauces que nos protege del camino que pasa por allí. El caballo de sir Edward y el mío pastan amigablemente en la hierba mientras nosotros conversamos de pie, los dos intentando distinguir los coletazos de las truchas en las aguas transparentes. He hecho bien en buscar un lugar oculto a las miradas, porque sir Edward es un hombre que llama la atención con su cabello negro y sus ricos ropajes. Siempre ha sido uno de mis favoritos; es ahijado de mi esposo Eduardo, que estuvo presente en su bautizo, celebrado a las afueras de Jewry. Siempre sintió afecto por Eduardo por ser su padrino, y yo le confiaría hasta mi vida, o incluso algo que fuera más preciado que la vida misma. Confié en él cuando mandaba la nave que se llevó a Ricardo y confío en él ahora que abrigo la esperanza de que me devuelva a mi hijo.
—Unos tiempos que yo creo que podrían ser favorables para mí y para los míos —observo.
—Estoy a vuestro servicio —me dice sir Edward—. Y el país está tan distraído por las levas que se están llevando a cabo que pienso que podría hacer por vos cualquier cosa sin que nadie se fijase en mí.
—Ya lo sé —respondo sonriente—. No olvido que me prestasteis un servicio en cierta ocasión, cuando os llevasteis a un niño a Flandes a bordo de vuestro barco.
—¿Qué puedo hacer por vos esta vez?
—Podéis ir a la ciudad de Tournai, en Flandes —contesto—. Al puente de St. Jean. El encargado de manejar las compuertas se llama Jehan Werbecque.
Sir Edward asiente y guarda ese nombre en la memoria.
—¿Y qué encontraré allí? —pregunta en voz muy baja.
Me supone un gran esfuerzo revelar el secreto que llevo tanto tiempo guardando.
—Encontraréis a mi hijo —le digo—. A mi hijo Ricardo. Lo encontraréis y lo traeréis de nuevo a casa.
El semblante grave de sir Edward se alza de pronto, con los ojos brillantes.
—¿Puede regresar sin peligro? ¿Será restaurado en el trono de su padre? —me pregunta—. ¿Habéis hecho un pacto con el rey Ricardo para que el hijo de Eduardo sea rey a su vez?
—Dios mediante —contesto—. Sí.
Melusina, la mujer que no pudo olvidar que en parte estaba hecha para el agua, dejó a sus hijos con su esposo y se fue con sus hijas. Los chicos crecieron y se hicieron hombres; se convirtieron en los duques de Borgoña, gobernantes de la cristiandad. Las chicas heredaron la visión de su madre y el don de conocer lo desconocido. Ella nunca volvió a ver a su esposo, nunca dejó de extrañarlo; pero él, en la hora de su muerte, la oyó cantar una canción. Entonces supo, tal como ella había sabido siempre, que no importa que una esposa sea mitad pez y el esposo sea totalmente mortal. Si hay suficiente amor, no hay nada, ni siquiera la naturaleza, ni siquiera la muerte misma, que pueda interponerse entre dos seres que se aman.
Es medianoche, la hora que hemos acordado; de pronto oigo un suave golpe en la puerta de la cocina y acudo a abrir protegiendo la vela con la mano. La llama baña toda la estancia de un cálido resplandor; los criados están durmiendo sobre la paja esparcida en los rincones. El perro levanta la cabeza cuando me oye pasar, pero nadie más me ve.
Hace una noche templada, reina la quietud, la vela no parpadea cuando abro la puerta. Me quedo inmóvil al ver de pie en el umbral a un hombre corpulento y a un niño, un niño de once años.
—Entrad —digo en voz baja.
Los guío hacia el interior de la casa y escaleras arriba hasta mi cámara privada, donde las lámparas están encendidas, la leña arde alegremente en la chimenea y el vino está servido, aguardando en las copas.
Entonces me doy la vuelta, dejo la vela con manos temblorosas y miro fijamente al muchacho que sir Edward Brampton me ha traído.
—¿Eres tú? ¿Eres tú de verdad? —susurro.
Ha crecido, la frente le llega ya a la altura de mi hombro, pero lo reconocería en cualquier parte por ese cabello —de color bronce como el de su padre— y por sus ojos castaños. Tiene esa familiar sonrisa torcida y un aire juvenil en la manera de ladear la cabeza. Cuando le tiendo las manos, viene a mis brazos como si todavía fuera mi niño pequeño, mi segundo hijo varón, el hijo al que tanto he añorado, el que nació en tiempo de paz y de abundancia y siempre pensó que el mundo era un lugar fácil.
Lo olfateo igual que si fuera una gata buscando a un cachorro perdido. Su piel huele igual que siempre. Su cabello desprende un aroma a pomada ajena y sus ropas están impregnadas de sal a causa de la travesía por mar; pero la piel del cuello y de detrás de las orejas tiene el olor de mi niño, de mi pequeño. Lo habría reconocido en cualquier parte y habría sabido que era mi hijo.
—Hijo mío —exclamo sintiendo que el corazón se me ensancha de amor hacia él—. Hijo mío —repito—. Mi Ricardo.
Él me rodea la cintura con los brazos y me estrecha con fuerza.
—He navegado en barcos, he estado en todas partes, sé hablar tres idiomas —me dice con la voz amortiguada y la cara pegada a mi hombro.
—Hijo mío.
—Ahora ya no es tan duro. Al principio se me hizo raro. He aprendido música y retórica. Sé tocar el laúd bastante bien. Os he escrito una canción.
—Hijo mío.
—Me llaman Piers, que en inglés es Peter. Y me han puesto el apodo de Perkin. —Se aparta un poco para mirarme a la cara—. ¿Cómo me vais a llamar vos?
Yo sacudo la cabeza en un gesto de negación. No puedo hablar.
—Por el momento, vuestra señora madre os llamará Piers —sentencia sir Edward desde la chimenea, a la que se ha acercado para entrar en calor—. Aún no habéis sido restaurado en el trono. Por ahora debéis conservar el nombre que habéis usado en Tournai.
El niño afirma con la cabeza. Veo que para él su identidad se ha convertido en un abrigo: ha aprendido a quitársela o ponérsela. Me viene a la memoria el hombre que me obligó a enviar a este pequeño príncipe al exilio, y a esconderlo en la casa de un barquero, y a mandarlo a la escuela en calidad de niño becado, y me digo que jamás lo perdonaré, sea quien sea. Lanzo mi maldición sobre él, y sus hijos primogénitos morirán, y yo no sentiré el menor remordimiento.
—Voy a dejaros a solas —dice sir Edward con tacto.
Se retira a su habitación y yo me siento en mi silla junto al fuego; mi hijo acerca un taburete y toma asiento a mi lado. A ratos se recuesta de espaldas sobre mis piernas para que yo pueda acariciarle el pelo; otras veces se da la vuelta para explicarme alguna cosa. Hablamos de su ausencia, de lo que ha aprendido mientras ha estado separado de mí. Su vida no ha sido la de un príncipe de la realeza, pero ha recibido una buena educación gracias a Margarita, la hermana de Eduardo, que envió dinero a los monjes a modo de beca por tratarse de un niño pobre; especificó que debía aprender latín y leyes, historia y las normas de gobierno. Pidió que le enseñaran geografía y los límites del mundo conocido y —en recuerdo de mi hermano Anthony— también matemáticas y conocimientos del mundo árabe, así como la filosofía de los antiguos.
—Y, cuando sea mayor, su excelencia lady Margarita dice que volveré a Inglaterra y ocuparé el trono de mi padre —me dice mi hijo—. Dice que hay hombres que han esperado más tiempo y con menos probabilidades que yo. Asegura que Enrique Tudor cree que ahora tiene una posibilidad, que tuvo que huir de Inglaterra cuando era más joven que yo, ¡y que ahora regresa con un ejército!
—Ha pasado la vida entera en el exilio. Quiera Dios que a ti no te ocurra lo mismo.
—¿Vamos a ver la batalla? —me pregunta con avidez.
Yo sonrío.
—No, un campo de batalla no es un sitio adecuado para un niño. Pero, cuando Ricardo entre en Londres victorioso, nos reuniremos con él y con tus hermanas.
—¿Y entonces podré volver a casa? ¿Podré volver a la corte y quedarme con vos para siempre?
—Sí —le contesto—. Sí. Volveremos a estar juntos de nuevo, como debe ser.
Alargo una mano y le aparto el flequillo rubio de los ojos. Él suspira y apoya la cabeza en mi regazo. Durante un instante los dos nos quedamos muy quietos. Oigo a mi alrededor los crujidos que produce esta vieja casa a medida que va acomodándose para la noche y, afuera, en la oscuridad, el ululato de una lechuza.
—¿Y qué ha sido de mi hermano Eduardo? —me pregunta mi hijo en voz muy queda—. Siempre he conservado la esperanza de que vos lo tuvierais escondido en alguna otra parte.
—¿Es que lady Margarita no te ha dicho nada? ¿Ni tampoco sir Edward?
—Me decían que no sabían, que no podían estar seguros. Yo pensé que vos sí lo sabríais.
—Me temo que ha muerto —respondo con delicadeza—. Lo asesinaron unos hombres pagados por el duque de Buckingham y por Enrique Tudor. Me temo que hemos perdido a tu hermano.
—Cuando sea mayor, lo vengaré —afirma mi hijo todo orgulloso, un verdadero príncipe de York.
Yo apoyo una mano sobre su cabecita.
—Cuando seas mayor, si eres rey, podrás vivir en paz —le digo—. Yo me habré cobrado venganza. Eso no te corresponde a ti. Es un asunto acabado. He encargado misas por su alma.
—¡Pero no por la mía! —exclama él con su sonrisa infantil.
—Sí, también por la tuya, porque tengo que disimular igual que disimulas tú, tengo que fingir que te he perdido a ti igual que a él. Pero cuando rezo por ti por lo menos sé que estás vivo y a salvo y que regresarás a casa. Además, no te hará ningún daño que las buenas hermanas de la abadía de Bermondsey recen por ti.
—Pues entonces pueden orar para que vuelva a casa sano y salvo —replica él.
—Así lo hacen —digo yo—. Es lo que todos hacemos. Desde que te fuiste, yo he rezado por ti tres veces al día y he pensado en ti a cada hora.
Él apoya la cabeza sobre mis rodillas y yo le paso los dedos por el cabello. En la parte de la nuca, detrás de las orejas, se le riza en las puntas; puedo enroscarme los rizos en los dedos como si fueran anillos de oro. Sólo cuando deja escapar un leve ronroneo como el de un cachorro me doy cuenta de que llevamos horas aquí sentados y se ha quedado profundamente dormido. Sólo cuando noto el peso de su cabeza tibia en mis rodillas me doy cuenta de que es verdad que ha vuelto a casa, un príncipe que ha regresado a su reino, y de que, cuando la batalla se haya librado y se haya ganado, la rosa blanca de York florecerá una vez más en las verdes campiñas de Inglaterra.