Isabel me escribe una breve misiva para informarme de que la salud de Ana Neville está empeorando. No dice nada más, no necesita decir nada más, las dos nos damos cuenta de que si Ana Neville muere no habrá necesidad de solicitar una anulación matrimonial ni de trasladarla a una abadía; se quitará de en medio de la manera más fácil y más cómoda posible. A la reina la afligen un sinnúmero de penas, pasa horas llorando sin motivo y el rey no acude a su lado. Mi hija da rendida cuenta de esto en su papel de fiel dama de compañía de la soberana y no me dice si sale de la cámara de enferma de su señora para pasear con el rey por los jardines, si los ranúnculos de los setos y las margaritas del prado le recuerdan a ambos que la vida es dichosa y efímera de igual modo que a la reina le recuerdan que es efímera pero triste.
De pronto, una mañana de mediados de marzo, al despertarme, veo un cielo de una oscuridad poco natural y un sol eclipsado por un círculo negro. Las gallinas no quieren salir al exterior, los patos esconden la cabeza bajo el ala y se quedan sentados en las orillas del río. Yo saco a mis dos hijas pequeñas y deambulamos nerviosas observando a los caballos que están en el campo, que se tumban y en seguida vuelven a levantarse, como si no supieran bien si es de día o de noche.
—¿Es un presagio? —me pregunta Bridget, que, de todos mis hijos, es la única que ve en todo la voluntad de Dios.
—Es un movimiento de los cielos —contesto—. Ya he visto suceder esto mismo con la luna, pero nunca con el sol. Pasará.
—¿Es un presagio para la casa de York? —dice después Catalina—. ¿Como los tres soles de Towton?
—No lo sé —le respondo—. Pero no creo que ninguna de nosotras estemos en peligro. ¿Lo sentirías en el corazón si tu hermana se encontrase en una situación apurada?
Bridget adopta una expresión pensativa durante unos momentos, y luego, como la niña prosaica que es, niega con la cabeza.
—Sólo si Dios me hablara muy fuerte —responde—. Sólo si me hablara a gritos y el sacerdote dijera que era Él.
—En tal caso, opino que no tenemos nada que temer —concluyo. No percibo ninguna sensación premonitoria aunque este sol oscurecido transforme el mundo que nos rodea en un sitio desconocido y fantasmal.
En efecto, no pasan ni tres días hasta que llega a Heytesbury John Nestfield portando un estandarte negro y trayendo la noticia de que la reina, tras una larga enfermedad, ha fallecido. Viene para decírmelo a mí, pero se asegura de dar a conocer la nueva por toda la comarca. Los otros sirvientes de Ricardo estarán haciendo lo mismo. Todos harán hincapié en que ha sido una dolencia muy prolongada y en que la reina se ha ido por fin para obtener su recompensa en el cielo llorada por un esposo devoto que la amaba.
—Naturalmente, hay quien afirma que la han envenenado —me comenta en tono jovial la cocinera—. Por lo menos, eso es lo que se dice en el mercado de Salisbury. Me lo ha contado el carretero.
—¡Qué ridículo! ¿Quién iba a envenenar a la reina? —pregunto.
—Dicen que ha sido el rey en persona —asegura la cocinera inclinando la cabeza hacia un lado y poniendo cara de saber, como si estuviera al tanto de los grandes secretos de la corte.
—¿Asesinar a su esposa? —pregunto—. ¿La gente cree que el rey asesinaría a la que ha sido su esposa durante doce años? ¿Así, de repente?
La cocinera niega con la cabeza.
—En Salisbury nadie habla bien de él —apunta—. Al principio le caía bien a la gente porque todos creían que iba a traer justicia y salarios justos para el pueblo llano, pero desde que ha puesto a lores del norte en todas partes… En fin, ya no dicen de él nada bueno.
—Pues puedes decirle a la gente que la reina siempre ha tenido una salud quebradiza y que nunca llegó a recuperarse del todo de la pérdida de su hijo —declaro yo con firmeza.
La cocinera me sonríe.
—¿Y no he de decir nada de quién puede convertirse en la próxima reina?
Yo guardo silencio. No me había dado cuenta de que los chismorreos se habían extendido tanto.
—No has de decir nada de eso —respondo en tono tajante.
He estado esperando esta carta desde que me trajeron la noticia de que la reina Ana había muerto y de que el mundo entero decía que Ricardo iba a casarse con mi hija. Llega a mis manos —manchada por las lágrimas, como siempre— escrita del puño y letra de lady Margarita.
A lady Isabel Grey
Mi señora,
Ha llegado a mis oídos la nueva de que vuestra hija Isabel, que fue declarada bastarda del finado rey Eduardo, ha pecado contra Dios y contra sus propios votos y se ha deshonrado ella misma con su tío, el usurpador Ricardo, una acción tan errada y antinatural que hasta los mismos ángeles esconden la mirada. Así pues, he aconsejado a mi hijo Enrique Tudor, legítimo rey de Inglaterra, que no conceda su mano en matrimonio a una joven que ha sido deshonrada tanto por una ley del Parlamento como por su propia conducta; he dispuesto lo necesario para que se despose con una joven de cuna muy superior y comportamiento mucho más cristiano.
Lamento que vos, en vuestra viudez y vuestra humillación, hayáis tenido que inclinar la cabeza ante otra nueva aflicción, la vergüenza de vuestra hija, y os aseguro que os tendré presente en mis oraciones cuando mencione la necedad y la vanidad de este mundo.
Vuestra amiga en Cristo, al que rezo por vos para que, en vuestra avanzada edad, aprendáis lo que es la verdadera sabiduría y la dignidad de la mujer,
Lady Margarita Stanley
Me echo a reír ante la pomposidad de esa mujer, pero, a medida que mi carcajada se va agotando, comienzo a sentir frío, un frío que me estremece, un presentimiento. Lady Margarita se ha pasado la vida entera esperando conseguir el trono que yo consideraba mío. Tengo todos los motivos para creer que su hijo Enrique Tudor también continuará esperando a hacerse con la corona de Inglaterra, continuará llamándose rey, atrayendo a su lado a los marginados, los rebeldes, los desafectos, los hombres que no pueden vivir en Inglaterra. Continuará rondando el trono de York hasta su muerte; tal vez fuera mejor que se viera arrastrado a la batalla y resultara muerto lo antes posible.
Ricardo, sobre todo teniendo a mi hija a su lado, es capaz de rechazar cualquier crítica y desde luego de ganar cualquier batalla contra las tropas que Enrique pudiera traer. Sin embargo, el frío hormigueo que siento en la nuca me indica lo contrario. Vuelvo a coger la carta y la férrea convicción de esta heredera de Lancaster se me hace palpable. Ésta es una mujer que tiene las entrañas llenas de orgullo; lleva casi treinta años sin comer otra cosa que su propia ambición. Haría bien en ser cauta con ella ahora que ha llegado a la conclusión de que mi poder es tan escaso que ya no tiene necesidad de seguir fingiendo ser amiga mía.
Me gustaría saber en quién ha puesto los ojos para desposar a su hijo Enrique. Supongo que estará seleccionando una heredera; puede que escoja a la de Herbert, pero nadie sino mi hija es capaz de atraer el cariño de Inglaterra y la lealtad de la casa de York para el pretendiente Tudor. Bien puede lady Margarita ventilar el rencor que siente, que poco importa. Si Enrique quiere gobernar Inglaterra, tendrá que aliarse con York. Van a tener que negociar con nosotros de una manera o de otra.
Tomo la pluma y escribo:
Querida lady Stanley,
Lamento profundamente saber que habéis prestado oídos a semejantes calumnias y habladurías y que ello os haya llevado a dudar de la buena fe y del honor de mi hija Isabel, que están, como han estado siempre, por encima de toda sospecha. No me cabe duda de que una serena reflexión por vuestra parte, y también por la de vuestro hijo, os recordará a ambos que Inglaterra carece de otra heredera de York de su importancia.
Su tío ama a mi hija del mismo modo en que la amó su tía, como debe ser; pero sólo las maledicencias que circulan por las cloacas podrían sugerir algo impropio.
Os doy las gracias por vuestras oraciones, claro está. Supondré que el compromiso matrimonial continúa en pie en razón de sus muchas ventajas. A no ser que vos deseéis anularlo en verdad, cosa que considero tan improbable que os envío mis mejores deseos y mi agradecimiento por incluirme en vuestras plegarias, las cuales sé que son especialmente bien recibidas por Dios por proceder de un corazón tan humilde y tan digno.
Isabel R.
Firmo «Isabel R.», algo que últimamente no hago nunca; pero en el momento de plegar el papel y verter la cera para estampar el sello, me sorprendo a mí misma sonriendo por mi arrogancia.
—Isabel Reina —digo en voz alta mirando el pergamino—. Y además voy a ser la reina madre mientras que vos seguís siendo lady Stanley y seguís teniendo un hijo en el campo de batalla. Isabel R. Trágate ésa —exclamo dirigiéndome a la carta—, vieja gárgola.