Me despido de mis hijas un oscuro día de febrero; contemplo cómo su guardia se aleja al trote en medio de la niebla que lleva todo el día arremolinándose a nuestro alrededor. En cuestión de unos momentos los pierdo de vista, como si hubieran desaparecido en el interior de una nube o en el agua; el golpeteo de los cascos de los caballos se debilita y finalmente deja de oírse.
La casa parece muy vacía ahora que no están mis hijas mayores. Envuelta en ese sentimiento de nostalgia descubro que mis plegarias se orientan hacia mis hijos varones: Jorge, que murió; Eduardo, al que perdí; y Ricardo, que se encuentra ausente. No he sabido nada de Eduardo desde que fue a la Torre y tampoco he tenido noticias de Ricardo desde aquella primera carta en la que me decía que las cosas le iban bien y que respondía al nombre de Peter.
Pese a mis precauciones, pese a mis miedos, empiezo a abrigar esperanzas. Empiezo a pensar que, si el rey Ricardo se casa con Isabel y la convierte en reina, yo seré de nuevo bienvenida en la corte, ocuparé el lugar que me corresponde como señora reina madre. Me aseguraré de que Ricardo sea digno de confianza y entonces mandaré a buscar a mi hijo.
Si Ricardo hace honor a su palabra y lo nombra heredero, quedaremos restaurados: mi hijo en el lugar para el que nació, mi hija como reina de Inglaterra. No terminaré siendo lo que Eduardo y yo pensábamos que íbamos a ser cuando teníamos un príncipe de Gales y un duque de York y creíamos, como dos necios, que íbamos a vivir para siempre. Pero saldré bastante bien parada. Si Isabel puede casarse por amor y convertirse en reina de Inglaterra, si mi hijo puede ser rey después de Ricardo, todo habrá salido bastante bien.
Cuando esté en la corte, revestida de poder, daré la orden de que busquen el cadáver de mi hijo ya se encuentre debajo de esa oportuna escalera —tal como nos asegura Enrique Tudor— o sepultado en el río como él mismo se corrige; ya haya sido abandonado en algún cuarto trastero oscuro o se encuentre escondido en el suelo sagrado de la capilla. Hallaré su cadáver y buscaré a sus asesinos. Sabré qué fue lo que ocurrió: si lo secuestraron y murió de forma accidental en la refriega, si se lo llevaron y murió a causa de mala salud, si fue asesinado en la Torre y enterrado allí mismo, de lo que tan seguro está Enrique Tudor. Descubriré cuál fue su final y lo enterraré con honor y encargaré que se celebren misas por su alma por siempre jamás.