Estoy esperando a que lleguen a casa las hijas que tengo en la corte. Es una gélida tarde de mediados de enero. Esperaba que viniesen a tiempo para el almuerzo, pero en estos momentos estoy paseando arriba y abajo por delante de la puerta, soplándome aire en los dedos para que no se me enfríen las manos ahora que ya se está poniendo el sol —rojo como una rosa de Lancaster— por encima de las colinas del oeste. De pronto oigo cascos de caballos y al volver la vista hacia el camino las veo llegar, a mis tres hijas, acompañadas por una guardia impresionante, casi una guardia real, las tres en el centro, bamboleándose y haciendo ondear sus vestidos. Un instante después han detenido sus monturas y se han apeado y yo empiezo a besar mejillas enrojecidas y narices heladas de forma indiscriminada, tomándolas de las manos y exclamando cuánto han crecido y qué bonitas están las tres.
Ellas irrumpen en el salón y se abalanzan sobre el almuerzo como si estuvieran muertas de hambre; yo las observo mientras comen. Isabel nunca ha tenido mejor cara. Al salir del refugio y dejar atrás los miedos, ha florecido en todo su esplendor, tal como yo estaba segura de que sucedería. Tiene las mejillas arreboladas, los ojos brillantes, ¡y la ropa! Me fijo una vez más en su ropa con gesto de incredulidad: los bordados y los brocados, las incrustaciones de piedras preciosas. Son ropajes tan elegantes como los que llevaba yo cuando era reina.
—Dios santo, Isabel —le digo—. ¿De dónde sacas estos vestidos? Son igual de maravillosos que los que usaba yo cuando era la reina de Inglaterra.
Su mirada se posa rápidamente en la mía y la sonrisa desaparece de su rostro. Cecilia lanza una brusca carcajada. Isabel se vuelve hacia ella.
—Ya puedes cerrar la boca. Hemos hecho un pacto.
—¡Isabel!
—Madre, no sabéis cómo se ha comportado. No está preparada para ser dama de compañía de una reina. Lo único que hace es chismorrear.
—Vamos, niñas, os envié a la corte para que aprendieseis elegancia, no para que os pelearais como pescaderas.
—¡Preguntadle si está aprendiendo elegancia! —exclama Cecilia a voz en grito—. Preguntad a Isabel si es elegante o no.
—Por supuesto que se lo voy a preguntar, cuando nos quedemos solas y vosotras os hayáis acostado —respondo en tono firme—. Y eso va a suceder muy pronto si no sabéis hablaros con educación las unas a las otras. —Me vuelvo hacia Ana—. A ver, Ana —mi pequeña me mira a la cara—, ¿has estudiado tus libros? ¿Y has practicado los ejercicios de música?
—Sí, señora madre —responde Ana obediente—. Pero por Navidad nos dieron vacaciones a todas y fui a la corte de Westminster con todas las demás.
—Pues aquí comimos cochinillo —cuenta Bridget en tono solemne a sus hermanas mayores—. Y Catalina comió tanto mazapán que por la noche vomitó.
Isabel lanza una carcajada; ya ha desaparecido de su rostro la expresión tensa de antes.
—Os he echado mucho de menos, pequeños monstruos —dice con ternura—. Después de cenar tocaré un poco y vosotras podréis bailar, si os apetece.
—O podemos jugar a las cartas —propone Cecilia—. En la corte han vuelto a dar permiso para jugar a las cartas.
—¿El rey ya se ha recuperado de su pena? —inquiero yo—. ¿Y la reina Ana?
Cecilia dirige una mirada triunfante a su hermana Isabel, que se sonroja intensamente.
—Oh, sí que se ha recuperado —dice Cecilia con la voz temblorosa por efecto de la risa—. Se lo ve muy recuperado. Todos estamos muy sorprendidos. ¿No opinas lo mismo, Isabel?
Mi paciencia, que nunca ha durado mucho en lo que a despecho femenino se refiere, ni siquiera cuando se trata del de mi propia hija, ya se ha agotado.
—Ya basta —anuncio—. Isabel, ven a mi cámara privada. Las demás podéis terminar de cenar; y tú, Cecilia, puedes reflexionar sobre ese proverbio que reza que más vale decir una sola palabra buena que una docena malas.
Me levanto de la mesa y salgo ligera de la habitación. Percibo que Isabel me sigue de mala gana y, cuando llegamos a mi cámara y cierra la puerta, le digo simplemente:
—Hija mía, ¿qué es lo que está ocurriendo aquí?
Durante un segundo da la impresión de querer resistirse, pero luego se estremece igual que un ciervo acorralado y responde:
—Deseaba vivamente solicitaros consejo, pero no he podido escribiros. He tenido que esperar a poder veros en persona. Mi intención era aguardar hasta después de la cena. No os he engañado, señora madre…
Tomo asiento y le indico con un gesto que puede sentarse a mi lado.
—Se trata de mi tío Ricardo —dice en voz queda—. Es… oh, señora madre, lo es todo para mí.
Me doy cuenta de que estoy inmóvil. Tan sólo se han movido mis manos, y las estoy entrelazando con fuerza para no decir nada.
—Fue muy bondadoso cuando llegamos a la corte y se tomó infinitas molestias para que yo estuviera contenta con mis deberes de dama de compañía. La reina es muy amable, una ama muy fácil de servir, pero él no dejaba de llamarme para preguntarme qué tal me iba todo. —Se interrumpe—. Me preguntaba si os echaba de menos a vos y me dijo que seríais bienvenida en la corte cuando quisierais acudir y que se os rendirían honores. Hablaba de mi padre —agrega—. Señalaba cuán orgulloso se sentiría su hermano de mí si pudiera verme en esos momentos. Decía que en algunos aspectos me parezco a él. Oh, madre, es un hombre muy bueno, me cuesta creer que él… que él…
—Que él ¿qué? —repito yo con un hilo de voz.
—Que se preocupe tanto por mí.
—No me digas. —Me siento helada, igual que si un río invernal me corriera por la espalda—. ¿Se preocupa por ti?
Isabel asiente con vehemencia.
—Nunca ha amado a la reina —afirma—. Se sintió obligado a casarse con ella para salvarla de su hermano Jorge, duque de Clarence —me mira a los ojos—. Sin duda os acordaréis. Estuvisteis presente, ¿no es cierto? Iban a encerrarla en un convento. Jorge iba a robarle la herencia.
Afirmo con la cabeza. Yo no lo recuerdo exactamente de ese modo, pero me doy cuenta de que ésa es una versión más adecuada para una joven impresionable.
—Ricardo sabía que si Jorge la tomaba como pupila le arrebataría la fortuna que poseía. Ella estaba deseosa de casarse y él pensó que era lo mejor que podía hacer. Se desposó con ella para afianzar su herencia y por su propia seguridad, y también para que la reina se quedara tranquila.
—Ya —contesto yo. Lo que yo recuerdo es que Jorge tenía a una heredera Neville y Ricardo se apoderó de la otra, y que ambos se pelearon como perros callejeros por la herencia. Pero me doy cuenta de que el rey le ha contado a mi hija la versión más caballeresca de la historia.
—La reina Ana no se encuentra bien —dice Isabel bajando la cabeza para susurrar—. No puede tener más hijos, Ricardo está seguro de ello. Ha consultado a los médicos y éstos le han asegurado que no es capaz de concebir. Ricardo necesita un heredero para Inglaterra. Me preguntó a mi si creía posible que uno de nuestros pequeños hubiera escapado y se encontrara sano y salvo.
De repente mi pensamiento se vuelve cortante como una espada que levanta chispas al rozar con una piedra de afilar.
—¿Y qué le respondiste?
Isabel esboza una sonrisa.
—Sentí el impulso de confiarle la verdad, de confiarle cualquier cosa, pero sabía que vos querríais que mintiera —me dice con dulzura—. Le dije que no sabíamos nada más que lo que él nos había contado. Y entonces repitió que para él había sido muy doloroso, pero que no sabía dónde estaban los dos niños. Dijo que, sí lo supiera ahora, los nombraría herederos suyos. Madre, pensad en ello. Dijo eso. Dijo que si supiera dónde están nuestros pequeños los rescataría y los nombraría herederos suyos.
¿No me digas?, pienso para mis adentros. Pero ¿quién me garantiza que no vaya a enviar a un asesino?
—Es maravilloso —contesto en tono calmo—, pero aun así no debes revelarle lo de Ricardo. Todavía no puedo fiarme de él, aunque tú sí.
—¡Yo sí me fío! —exclama Isabel—. Confío en él. Le confiaría mi vida misma… Jamás he conocido a un hombre igual.
Guardo silencio durante unos momentos. No merece la pena que le recuerde que no ha conocido a otros hombres. La mayor parte de su vida la ha pasado siendo una princesa guardada en una caja de oro, como si fuera una estatua de porcelana. Alcanzó la mayoría de edad siendo una prisionera, viviendo con su madre y con sus hermanas. Los únicos hombres que vio en todo ese tiempo eran sacerdotes y criados. No tiene preparación alguna para enfrentarse a un hombre atractivo que sepa manipular sus sentimientos, seducirla, instarla a amar.
—¿Hasta dónde ha llegado esto? —le pregunto sin rodeos—. ¿Hasta dónde ha llegado la situación entre él y tú?
Ella se apresura a volver la cabeza.
—Es complicado —dice—. Y me da mucha pena la reina Ana.
Hago un gesto de asentimiento. La compasión que siente mi hija por la reina Ana no va a impedirle quitarle el marido, eso es lo que yo calculo. Al fin y al cabo, es hija mía. Y a mí no me detuvo nada cuando dije lo que deseaba.
—¿Hasta dónde habéis llegado? —vuelvo a preguntarle—. Por lo que ha dicho Cecilia, intuyo que existen ciertas habladurías. Isabel se ruboriza.
—Cecilia no sabe nada. Ella ve lo que todo el mundo y tiene celos de que yo acapare toda la atención. Ve que la reina me trata con favoritismo, me presta sus vestidos y sus joyas. Me trata como a una hija y dice que baile con Ricardo, lo anima a él a que baile conmigo, a que vaya a montar a caballo cuando ella está demasiado enferma para salir. De verdad, madre, es la propia reina la que me ordena que le haga compañía. Dice que nadie más es capaz de divertirlo como yo, y por eso la corte dice que me trata con un favoritismo excesivo, que el rey hace lo mismo, que yo sólo soy una dama de compañía y en cambio se me trata como…
—¿Cómo a quién?
Isabel baja de nuevo la cabeza para susurrar.
—Como a la primera dama de la corte.
—¿Por los vestidos que llevas?
Isabel afirma con la cabeza.
—Son los vestidos de la reina, ella misma ha ordenado que los confeccionen empleando el mismo patrón. Le gusta que vayamos vestidas iguales.
—¿Es ella la que te viste así?
Isabel afirma de nuevo.
—No tiene la menor idea de que esto me causa una profunda intranquilidad.
—¿Quieres decir que encarga que te hagan vestidos con las mismas telas y con el mismo diseño que usa ella?
Mi hija titubea.
—Y, naturalmente, a ella no le quedan bien.
No dice nada más, pero yo me imagino a Ana Neville, afligida por la pena, cansada, enferma, al lado de esta joven esplendorosa.
—¿Y tú eres la primera en entrar en la habitación por detrás de ella? ¿Tienes precedencia?
—Nadie habla de la ley que nos convirtió en bastardas. Todo el mundo me llama princesa. Y, cuando la reina no cena, cosa que sucede con frecuencia, yo acudo a cenar en calidad de primera dama y me siento al lado del rey.
—De modo que es la reina Ana la que te empuja a acompañar al rey, incluso a ocupar el puesto que le corresponde a ella, y todos lo ven a las claras. ¿No es Ricardo? ¿Y qué sucede después?
—Ricardo dice que me ama —prosigue Isabel en voz baja. Está procurando ser modesta, pero en sus ojos se ve centellear el orgullo y la dicha—. Dice que soy el primer amor de su vida y que seré el último.
Me levanto de mi asiento y voy hasta la ventana. Descorro la gruesa cortina para poder contemplar las estrellas que relucen frías en el cielo y, debajo de ellas, la tierra oscura de las llanuras de Wiltshire. Creo saber lo que Ricardo está haciendo y ni por un segundo pienso que se haya enamorado de mi hija, ni tampoco que la reina le esté encargando vestidos porque le tenga afecto.
Ricardo está jugando una partida difícil en la que mi hija es un peón. Su objetivo es deshonrarnos a ella y a mí y dejar en ridículo a Enrique Tudor, que ha prometido convertirla en su esposa. Tudor se enterará, tan rápidamente como puedan zarpar los espías que le lleven la noticia, de que su prometida está enamorada de su enemigo y en toda la corte se la conoce como su querida mientras que su esposa lo consiente todo con una sonrisa. Ricardo es muy capaz de hacer esto para perjudicar a Enrique Tudor, aunque con ello deshonre a su propia sobrina. La reina Ana, antes que enfrentarse a su esposo, se mostrará complaciente. Las dos Neville han agachado la cabeza ante sus maridos: Ana ha sido una criada obediente desde el día en que se casó. Y, además, no puede rechazarlo: Ricardo es rey de Inglaterra, carece de un heredero varón y ella es estéril. Estará rezando para que él no la repudie. No tiene ningún poder: no tiene hijo y heredero, no tiene ningún recién nacido en la cuna, no tiene posibilidad de concebir, no tiene ninguna carta que jugar. Es una mujer infértil que carece de fortuna propia, de modo que ya no le queda otra cosa que el convento o la tumba. Tiene que sonreír y obedecer, porque las protestas no la llevarán a ninguna parte. Ni siquiera contribuyendo a destruir la reputación de mi hija ganará nada más que una honrosa anulación matrimonial.
—¿Te ha dicho Ricardo que anules tu compromiso con Enrique Tudor? —le pregunto.
—¡No! ¡No tiene nada que ver con eso!
—Oh. —Afirmo con la cabeza—. Pero comprenderás que esto supondrá una tremenda humillación para él, cuando la noticia llegue a sus oídos.
—De todas formas no pienso casarme con él —exclama Isabel impulsivamente—. Lo odio. Estoy convencida de que fue él quien envió a los asesinos de los niños. Habría venido a Londres y se habría apoderado del trono. Lo sabíamos de sobra. Por eso provocamos la lluvia. En cambio ahora… En cambio ahora…
—Ahora ¿qué?
—Ricardo dice que va a rechazar a Ana Neville y a casarse conmigo —jadea Isabel con el semblante resplandeciente de alegría—. Dice que va a convertirme en su reina y que mi hijo se sentará en el trono de mi padre. Formaremos una dinastía de la casa de York y la rosa blanca será para siempre la flor de Inglaterra. —Vacila unos instantes—. Ya sé que vos no os fiais de él, señora madre, pero es el hombre al que amo. ¿No podéis amarlo por mi bien?
Me parece que éste es el dilema más antiguo y más difícil que se ha planteado nunca entre una madre y una hija. ¿Puedo amarlo por el bien de ella?
No. Éste es el hombre que envidiaba a mi esposo, que mató a mi hermano y a mi hijo Richard Grey, que se apoderó del trono de mi hijo Eduardo y lo expuso a él al peligro, si es que no hizo algo peor. Pero no es necesario que le diga la verdad a mi hija, una joven tan sincera. No es necesario que sea abierta con esta muchacha tan transparente. Se ha enamorado de mi enemigo y desea tener un final feliz.
Abro los brazos y los tiendo hacia ella.
—Lo único que he querido siempre es tu felicidad —miento—. Si Ricardo te ama y te es fiel, y tú lo amas a él, yo no deseo nada más.
Isabel se arroja en mis brazos y apoya la mejilla sobre mi hombro. Pero mi hija no es ninguna necia. Levanta la cabeza y me dice sonriente:
—Y voy a ser reina de Inglaterra. Por lo menos eso os complacerá.
Mis hijas se quedan conmigo durante casi un mes y llevamos la vida de una familia corriente, tal como Isabel quiso en cierta ocasión. Durante la segunda semana nieva y buscamos el trineo de Nestfield, lo enganchamos a uno de los caballos de tiro y organizamos una excursión para ir a ver a uno de nuestros vecinos. Descubrimos que la nieve se ha derretido y que debemos quedarnos a pasar la noche allí. Al día siguiente nos vemos obligadas a volver a casa andando por el barro y la nieve casi derretida porque no nos prestan caballos, así que nos turnamos para montar el nuestro, que no tiene silla. Tardamos casi todo el día en llegar a casa y recorremos todo el camino riendo y cantando.
A mitad de la segunda semana llega un mensajero de la corte que trae una carta para mí y otra para Isabel. Hago venir a mi hija a mi cámara privada, donde no están las niñas, que han invadido la cocina y están haciendo dulces de mazapán para la cena. Abrimos cada una nuestra carta sentadas a uno y otro extremo de la mesa de escribir. La mía es del rey:
Imagino que Isabel habrá hablado con vos del gran amor que le profeso, de modo que quisiera contaros cuáles son mis planes. Tengo la intención de que mi esposa reconozca que ya ha dejado atrás la edad de tener hijos, se vaya a vivir a la abadía de Bermondsey y me libere de mis votos. Solicitaré la debida dispensa y después me casaré con vuestra hija y ella se convertirá en reina de Inglaterra. Vos recibiréis el título de mi señora la reina madre y el día de nuestros esponsales os devolveré los palacios de Sheen y de Greenwich junto con vuestra pensión real. Vuestras hijas vivirán con vos y en la corte y vos tendréis la prerrogativa de concertar sus matrimonios. Se les dará el reconocimiento de hermanas de la reina de Inglaterra y de la real familia de York.
Si alguno de vuestros hijos ha permanecido oculto y conocéis su paradero, ya podéis mandar a buscarlo sin peligro alguno. Lo nombraré heredero mío hasta que Isabel me dé un hijo varón.
Voy a casarme con Isabel por amor, pero no me cabe duda de que vos comprenderéis que ésta es la resolución de todas nuestras dificultades. Espero recibir vuestra aprobación, pero procederé de todas formas.
Vuestro afectuoso pariente,
R. R.
Leo la carta dos veces y termino esbozando una sonrisa forzada al percatarme de la poca sinceridad de lo que dice. La frase «resolución de todas nuestras dificultades» es, en mi opinión, una manera muy suave de describir una disputa entre familias que se ha llevado a mi hermano y a mi hijo mayor y que me empujó a mí a fomentar una rebelión contra él y a lanzar un maleficio contra el brazo con que empuña la espada. Pero Ricardo es un York, y los York consideran que tienen derecho a vencer siempre; sin embargo estas propuestas son beneficiosas para mí y para los míos. Si mi hijo Ricardo puede volver a casa sin peligro y ser una vez más príncipe en la corte de su hermana, habré conseguido todo lo que juré recuperar y mi hermano y mi hijo no habrán muerto en vano.
Observo a Isabel, sentada al otro extremo de la mesa. Tiene las mejillas sonrosadas por el efecto del rubor y los ojos brillantes de luminosas lágrimas.
—¿Te propone matrimonio? —inquiero.
—Jura que me ama. Dice que me echa de menos. Quiere que vuelva a la corte. Pide que vos me acompañéis. Desea que todo el mundo sepa que voy a ser su esposa. Dice que la reina Ana está dispuesta a retirarse.
Hago un gesto de asentimiento.
—Mientras ella esté en la corte, yo no iré —afirmo—. Tú puedes regresar, pero has de comportarte con más discreción. Aunque la reina te diga que vayas a pasear con el rey, tienes que tomar un acompañante. Y no debes sentarte en el sitio que le corresponde a ella.
Isabel hace ademán de querer interrumpir, pero yo se lo impido alzando la mano.
—En serio, Isabel, no quiero que empiecen a decir que eres la amante del rey, sobre todo si abrigas la esperanza de convertirte en su esposa.
—Pero yo lo amo —replica ella con sencillez, como si fuera lo único que importase.
La miro fijamente consciente de que mi expresión es de dureza.
—Puedes amarlo —le digo—, pero si quieres que se case contigo y que te convierta en su reina tendrás que hacer algo más que quererlo sin más.
Ella se aprieta la carta contra el corazón.
—Él me ama.
—Puede, pero no se desposará contigo si circulan rumores acerca de ti. Nadie llega a ser la reina de Inglaterra por ser digna de ser amada. Tendrás que jugar tus cartas como es debido.
Isabel hace una inspiración profunda. No es ninguna tonta, mi hija, y además es una York de los pies a la cabeza.
—Decidme lo que tengo que hacer —me ruega.