Mi nuevo hogar de Heytesbury se encuentra en un bonito paraje del país, Wiltshire, en la despejada y ondulante campiña de la llanura de Salisbury. John Nestfield es un guardián relajado. Comprende los beneficios que conlleva estar de parte del rey; en realidad no desea jugar a ser mi niñero. Una vez que estuvo seguro de que me encontraba sana y salva y consideró que yo no iba a intentar escaparme, se fue con el rey a Sheriff Hutton, donde Ricardo ha establecido su grandiosa corte del norte. Está construyendo un palacio que rivalice con el de Greenwich entre las gentes del norte que lo respetan a él y aman a su esposa, la última de los Neville.
Nestfield ordena que yo he de dirigir su casa como me plazca, y en seguida tengo a mi alrededor los muebles y los enseres que mando traer de los palacios reales. Tengo una doncella como Dios manda y un cuarto de estudios para las niñas. Estoy cultivando mis frutas favoritas en los huertos y he comprado unos cuantos caballos de calidad para los establos.
Después de pasar tantos meses acogida a sagrado, todas las mañanas me despierto sintiendo una profunda felicidad por poder abrir la puerta y salir a pasear al aire libre. Está haciendo una primavera bastante cálida y oír cantar a los pájaros, solicitar que me traigan un caballo de los establos y salir a montar representa una dicha tan intensa que siento que he nacido de nuevo. Coloco los huevos de pato para que los empollen las gallinas y contemplo cómo los polluelos rompen la cáscara y empiezan a corretear por el jardín. Río al verlos lanzarse al estanque de los patos mientras las gallinas los reprenden desde la orilla, temerosas del agua. Observo a los potros en la pista de arena y hablo con el caballerizo de cuál podría ser un buen caballo de monta y cuál debería utilizarse para tirar de una carreta. Salgo a los prados con el pastor y veo los corderos que acaban de nacer. Converso con el vaquero sobre las terneras y sobre el momento adecuado para apartarlas de sus madres. Vuelvo a ser lo que fui en otra ocasión: una inglesa de la campiña, cuya mente está centrada en la tierra.
Mis hijas pequeñas se vuelven medio locas al verse liberadas de su confinamiento. Todos los días las sorprendo haciendo algo prohibido: bañándose en el río —de aguas profundas y rápidas—, trepando a las balas de heno y echándolas a perder, subiéndose a los manzanos y rompiendo los frutos en flor, corriendo por el campo con el toro y precipitándose a toda prisa hacia la verja de entrada chillando cuando él levanta su enorme cabeza y las mira. No se las puede castigar por esa alegría desbordante. Son como terneritas que campan libres por el prado por primera vez en su vida. Tienen que correr sin parar, y no saben qué hacer para expresar el asombro que les produce lo alto que está el cielo y lo ancho que es el mundo. Están comiendo el doble de lo que comían cuando estábamos acogidas a sagrado. Merodean por la cocina y engatusan a la cocinera para que les regale las sobras; las lecheras están encantadas de darles mantequilla recién hecha para que se la coman con pan caliente. Han vuelto a ser niñas de corazón alegre, ya no son prisioneras temerosas hasta de la luz.
Estoy en el patio de los establos, desmontando tras un paseo matinal a caballo, cuando de pronto me llevo una sorpresa al ver a Nestfield en persona que se acerca a lomos de su caballo hasta la puerta principal de la casa. Al ver mi montura, gira para dirigirse a los establos, se apea de su semental y le entrega las riendas a un mozo. A juzgar por la forma en que se mueve, con lentitud y cargado de hombros, intuyo que ha ocurrido algo. Alargo una mano para tocar el pescuezo de mi caballo y asir un puñado de gruesas crines para tranquilizarme.
—¿Qué sucede, sir John? Traéis una expresión muy grave.
—He pensado que debía venir a daros la noticia —contesta brevemente.
—¿Es Isabel? No será mi Isabel…
—Vuestra hija se encuentra a salvo y bien de salud —me calma—. Se trata del hijo del rey, Eduardo, Dios lo proteja y lo bendiga. Dios se lo lleve a su trono celestial.
Siento que me palpitan las sienes con fuerza, como una advertencia.
—¿Ha muerto?
—Siempre ha sido frágil —dice Nestfield con la voz quebrada—. Nunca ha sido un muchacho fuerte. Pero en la investidura tenía tan buena cara que lo nombramos príncipe de Gales y pensamos que sin duda alguna iba a heredar… —Deja la frase sin terminar cuando recuerda que yo también tenía un hijo que era príncipe de Gales y que daba la segura impresión de heredar—. Lo lamento —dice—. No ha sido mi intención… Sea como sea, el soberano ha anunciado que la corte está de luto. He pensado que vos debíais saberlo en seguida.
Asiento con gesto serio, pero mi cerebro está pensando a toda velocidad. ¿Será una muerte provocada por Melusina? ¿Será un efecto de la maldición? ¿Será ésta la prueba que yo dije que veríamos, que el hijo y heredero del asesino de mi hijo y heredero había de morir de modo que yo supiera quién era? ¿Es ésta la señal que me envía Melusina para decirme que el asesino de mi hijo es Ricardo?
—Haré llegar mis condolencias al rey y a la reina Ana —contesto; seguidamente doy media vuelta para dirigirme a la casa.
—El rey no tiene heredero —repite John Nestfield como si le costara creer la gravedad de la noticia que acaba de darme—. Todo esto, todo lo que ha hecho, su defensa del reino, su… su aceptación del trono, todo esto que ha hecho, toda esa lucha… y ahora no tiene ningún heredero que venga detrás de él.
—Si —concuerdo yo, mis palabras frías como piedras heladas—. Todo eso lo ha hecho para nada, ha perdido a su hijo y su linaje se extinguirá.
Por mi hija Isabel me entero de que la corte se ha puesto de riguroso luto y que nadie soporta vivir sin su príncipe. Ricardo no desea oír ni risas ni música; todos se ven obligados a moverse en silencio, con la vista en el suelo, y no hay ni juegos ni deportes a pesar de que los días son cada vez más templados, están en el centro mismo de lo más verde de Inglaterra y las colinas y las vaguadas que los rodean están rebosantes de caza. Sus doce años de matrimonio con Ana Neville han dado como fruto un solo retoño y ahora se ha quedado sin él. No puede ser posible que tengan otro en esta etapa tan tardía y, aunque lo tuvieran, un recién nacido en la cuna no es garantía de que llegue a ser príncipe de Gales en esta Inglaterra tan salvaje que han creado los York.
¿Quién sabe mejor que Ricardo que un niño ha de estar completamente crecido y ser lo bastante fuerte para luchar por sus derechos, para luchar por su vida, si quiere ser rey de Inglaterra?
Nombra heredero suyo a Eduardo, el hijo de su hermano Jorge, duque de Clarence, el único York varón que queda en el mundo, que se sepa; pero transcurridos unos cuantos meses llega a mis oídos el rumor de que va a desheredarlo. No me toma por sorpresa. Ricardo se ha dado cuenta de que ese muchacho es demasiado débil para sostener el trono, algo que ya sabíamos todos. Jorge, duque de Clarence, tenía una fatal mezcla de vanidad, ambición y simple locura; ningún hijo engendrado por él podría ser rey. Eduardo era un niño dulce y sonriente, pero corto de entendederas, el pobrecillo. El que quiera sentarse en el trono de este país tendrá que ser rápido como una víbora y sabio como una serpiente. Tendrá que ser alguien nacido para ser príncipe, que se haya criado en una corte. Tendrá que ser un muchacho acostumbrado al peligro, educado para ser valiente. El pobre hijo de Jorge, que es medio tonto, jamás valdría para dicho puesto. Pero si no es él, ¿quién será? Porque Ricardo debe nombrar un heredero y dejar un heredero; la casa de York actualmente está compuesta sólo por mujeres, que Ricardo sepa. Tan sólo yo sé con seguridad que existe un príncipe, como el de un cuento de hadas, esperando en Tournai, viviendo como un niño pobre, estudiando sus libros y su música, aprendiendo idiomas, vigilado desde lejos por su tía. Una flor de York creciendo con fuerza en suelo extranjero y haciendo tiempo. Y ahora él es el único heredero que existe para el trono de York y, si su tío supiera que está vivo, tal vez lo nombrara heredero suyo.
Escribo a Isabel y le digo:
Ha llegado a mis oídos lo sucedido en la corte y hay una cosa que me preocupa: ¿crees que la muerte del hijo de Ricardo es una señal que nos ha hecho Melusina para decirnos que él fue el asesino de nuestros pequeños? Tú, que lo ves a diario, ¿crees que sabe que nuestra maldición es la causa de su destrucción? ¿Parece un hombre que ha hecho recaer esta aflicción sobre su propia familia? ¿O crees que este fallecimiento ha sido pura casualidad, que a nuestro pequeño lo mató otro hombre y que será el hijo de ese otro hombre el que haya de morir para vengarnos?