Marzo de 1484

Recibo un mensaje de lady Margarita. Me preguntaba cuándo iba a tener otra vez noticias de mi querida amiga y aliada. La operación que tenía prevista, consistente en irrumpir en la Torre por la fuerza, fracasó tristemente. Su hijo le está contando al mundo entero que los míos están muertos y afirma que su madre es la única que conoce los detalles de su deceso y de su enterramiento. La rebelión que organizó terminó en derrota y en mis sospechas. Su esposo continúa gozando del favor del rey Ricardo, aunque la participación de Margarita en la revuelta es algo de conocimiento general. Está claro que es una amiga poco de fiar y una aliada dudosa. Da la impresión de saberlo todo pero de no hacer nada y nunca recibe su castigo.

Me explica que no ha podido escribir hasta ahora y que no puede venir a visitarme en persona porque se encuentra cruelmente encerrada por orden de su esposo lord Stanley, que era un fiel amigo del soberano y se mantuvo a su lado en la reciente insurrección. Ahora resulta que el hijo de Stanley, lord Strange, reunió un pequeño ejército para apoyar al rey Ricardo y que todos los rumores que afirmaban que marchaba en apoyo de Enrique Tudor se equivocaban. Su lealtad jamás ha estado en duda.

Pero hubo suficientes hombres que atestiguaron que los agentes de lady Margarita habían estado yendo y viniendo de Bretaña para pedirle a su hijo Enrique Tudor que reclamara el trono para sí. Hubo espías que confirmaron que su gran consejero y amigo, el obispo Morton, persuadió al duque de Buckingham para que se volviera en contra de su señor Ricardo. E incluso hubo hombres que pudieron jurar que ella hizo un pacto conmigo con respecto a que mi hija contraería matrimonio con su hijo y que la prueba de dicho acuerdo fue que el día de Navidad, en la catedral de Rennes, Enrique Tudor declaró que iba a ser el esposo de Isabel y juró que sería rey de Inglaterra; y todo su séquito, del que formaba parte mi hijo Thomas Grey, se hincó de rodillas y le juró vasallaje como soberano de este país.

Imagino que el esposo de Margarita Beaufort, Stanley, debió de verse obligado a hablar de prisa y a mostrarse persuasivo para convencer a su nervioso monarca de que, aunque su esposa es una rebelde y una conspiradora, él mismo no pensó ni por un momento en las ventajas que le podría reportar el hecho de que su hijastro se hiciera con el trono. Pero al parecer silo ha pensado. Stanley «Sin cambiar» continúa gozando del favor del usurpador y su esposa Margarita se encuentra exiliada en su propia casa, desprovista de sus criados de siempre, con la prohibición de escribir y enviar mensajes a nadie —sobre todo a su hijo—, y despojada de sus tierras, sus riquezas y su herencia. En cambio todo ello le ha sido entregado a su esposo con la condición de que la tenga controlada a ella.

Para tratarse de una mujer poderosa, no da la impresión de estar muy descorazonada porque su esposo se haya quedado con todas sus riquezas y todas sus tierras y la haya hecho prisionera en su propia casa con el juramento de que jamás escribirá otra carta ni urdirá otra conspiración. Y, ciertamente, hace bien en no sentirse demasiado descorazonada, porque aquí está, escribiéndome a mí y conspirando de nuevo. A la vista de esto, deduzco que puedo suponer que Stanley «Sin cambiar» está obrando con total fidelidad a sus propios intereses —tal vez como ha hecho siempre— prometiendo por un lado vasallaje al rey y por el otro permitiendo que su esposa conspire con un grupo de rebeldes.

Excelencia, querida hermana, porque así he de llamar a quien es la madre de la doncella que va a ser hija mía y que va a engendrar a mi nieto, [empieza. Adopta un estilo muy florido y una actitud muy emotiva. La carta presenta unas manchas, como si hubiera llorado lágrimas de alegría pensando en el casamiento de nuestros respectivos retoños. La observo con desagrado. Aunque no sospechase que está cometiendo la más vil de las traiciones, tampoco me conmovería leer esto].

Me preocupa grandemente haberme enterado por mi hijo de que vuestro hijo, Thomas Grey, pensó en abandonar su corte y tuvo que ser persuadido de que regresara a ella. Excelencia, querida hermana, ¿qué puede estar sucediéndole a vuestro hijo? ¿Podríais asegurarle vos que los intereses de vuestra familia y de la mía son los mismos y que mi hijo Enrique lo considera un compañero muy querido? Por favor, os lo ruego, ordenadle en calidad de madre afectuosa que soporte los problemas que tengan en el exilio a fin de asegurar las recompensas que obtendrán cuando triunfen. Si ha oído algo o teme algo, debe hablar con mi hijo Enrique Tudor, que podrá apartar a un lado sus temores. El mundo está lleno de habladurías y a Thomas no le convendría en estos momentos parecer un renegado o un débil.

A mí no me llegan noticias, encerrada como estoy, pero tengo entendido que el tirano Ricardo está pensando en llevar a la corte a vuestras hijas mayores. Os ruego encarecidamente que no les permitáis acudir. A Enrique no le gustaría que su prometida estuviera en la corte de su enemigo, expuesta a todas las tentaciones, y yo sé que vos, como madre, sentiríais una profunda revulsión al ver a vuestras hijas en las manos del hombre que asesinó a vuestros dos varones. ¡Pensad que estaríais poniendo a vuestras hijas en poder del hombre que mató a sus hermanos! A ellas mismas debe de resultarles insoportable mirarlo siquiera. Es mejor tenerlas acogidas a sagrado que obligarlas a besarle la mano y a vivir bajo las órdenes de su esposa. Sé que opinaréis lo mismo que yo: que es imposible.

Al menos por vuestro propio bien, ordenad a vuestras hijas que si Ricardo decide liberarlas vivan con vos en el campo, tranquilamente, o, en caso contrario, que permanezcan refugiadas en la iglesia, de forma pacífica, hasta ese feliz día en que Isabel sea reina y tenga una corte propia y sea tan hija mía como vuestra.

Vuestra sincera amiga en todo el mundo, encarcelada como vos,

Lady Margarita Stanley

Le enseño la carta a Isabel y observo la sonrisa que esboza primero y la carcajada que lanza después.

—¡Oh, Dios mío, menuda vieja chiflada! —exclama.

—¡Isabel! ¡Es tu futura suegra!

—Sí, lo será en ese feliz día. ¿Por qué no quiere que vayamos a la corte? ¿Por qué es necesario protegernos de las tentaciones?

Tomo otra vez la carta y la leo de nuevo.

—Ricardo sabrá que estás prometida con Enrique Tudor. Tudor lo anunció para que todo el mundo lo supiera. El rey sabe que eso pondrá a los parientes Rivers del lado de los Tudor. Ahora la casa de York te persigue a ti, eres nuestra única heredera. Convendría a sus intereses llevaros a todas vosotras a la corte y desposaros con familiares y amigos. De ese modo Tudor quedaría aislado una vez más y las herederas de York estaríais casadas con plebeyos. Lo último que desea lady Margarita es que tú te escabullas para casarte con algún lord bien parecido y que dejes a Enrique con cara de tonto, sin prometida y sin los apoyos que obtendría gracias a ti.

Mi hija se encoge de hombros.

—Siempre y cuando salgamos de aquí, estaré encantada de vivir con vos en el campo, señora madre.

—Ya lo sé —contesto yo—. Pero Ricardo quiere que las mayores vayáis a la corte, donde la gente pueda ver que estáis a salvo bajo su custodia. Iréis Ana, Cecilia y tú, y Bridget y Catalina se quedarán conmigo. El rey querrá que se sepa que os he dado permiso para estar con él, que considero que no os ocurrirá nada malo estando a su cuidado. Además, prefiero que estéis fuera, en el mundo, antes que recluidas en casa.

—¿Por qué? —me pregunta Isabel posando en mí su mirada—. Decídmelo. No me gusta cómo suena esto. Vais a tramar alguna conspiración, señora madre, y yo no quiero volver a verme en medio de ninguna otra.

—Eres la heredera de la casa de York —replico con sencillez—. Siempre vas a estar en medio de una conspiración o de otra.

—Pero ¿adónde vais a ir vos? ¿Por qué no venís a la corte con nosotras?

Yo sacudo la cabeza en un gesto de negación.

—No podría soportar ver a esa flacucha de Ana Neville ocupando mi sitio, llevando mis vestidos adaptados a su talla y luciendo mis joyas alrededor de ese cuello escuálido. No sería capaz de inclinarme ante ella y aceptarla como reina de Inglaterra. No podría hacerlo, Isabel, ni siquiera para salvar la vida. Y, para mí, Ricardo jamás será un rey. Yo he visto a un soberano verdadero y lo he amado. Yo he sido una verdadera reina. Para mí, éstos son meros impostores, y no puedo tolerar su presencia.

»Van a ponerme a cargo de John Nestfield, que ha cuidado de nosotras aquí. Viviré en la mansión que posee en Heytesbury y creo que me sentará muy bien. Vosotras podéis ir a la corte y aprenderéis a moveros en ese ambiente. Ya es hora de que os despeguéis de vuestra madre y salgáis al mundo.

Mi hija se acerca igual que una niña pequeña y me da un beso.

—Me gustará más que ser una prisionera —me dice—. Aunque me va a resultar muy extraño estar separada de vos. No me he separado de vos en toda mi vida. —Luego calla unos instantes—. Pero ¿no os sentiréis sola? ¿No nos extrañaréis demasiado?

Yo niego con un gesto de cabeza y la atraigo hacia mi para susurrarle:

—No voy a sentirme sola porque tengo la esperanza de que Ricardo vuelva a casa. Tengo la esperanza de ver otra vez a mi pequeño.

—¿Y Eduardo? —pregunta ella.

Sostengo su mirada esperanzada sin esquivarla.

—Isabel, pienso que ha de estar muerto, porque no sé quién puede haberlo raptado sin decirnos nada. Creo que Buckingham y Enrique Tudor debieron de ordenar que dieran muerte a los dos niños sin saber que nosotras habíamos escondido a Ricardo con la intención de abrirle el camino hasta el trono y de echarle la culpa al rey. Si Eduardo está vivo, ruega a Dios que encuentre la manera de llegar hasta mí. Y siempre habrá una vela encendida en la ventana que le indique el camino a casa; mi puerta no se cerrará jamás, por si acaso un día es su mano la que abre el pestillo.

Mi hija tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Pero ¿ya no esperáis que venga?

—Ya no espero que venga —respondo.