Noviembre de 1483

Está oscuro, son casi las once. Estoy de rodillas, rezando a los pies de mi cama antes de acostarme, cuando de repente oigo un leve golpe en la puerta grande, la que da a la calle. Al instante me da un vuelco el corazón, al instante pienso en mi hijo Eduardo y en mi hijo Ricardo, al instante pienso que han vuelto a casa conmigo. Me incorporo a toda prisa, me echo una capa por encima del camisón, me cubro la cabeza con la capucha y corro hacia la puerta.

Me percato de que ahora las calles están silenciosas a pesar de que durante todo el día ha reinado en ellas el bullicio debido al retorno del rey Ricardo a Londres. La gente no ha dejado de hablar especulando sobre la venganza que va a cobrarse de los rebeldes, sobre si violará mi derecho de acogerme a sagrado y vendrá a por mí ahora que tiene pruebas de que yo he sublevado al país contra él. Sabe eso y sabe qué aliados he escogido: lady Margarita y el falso duque de Buckingham.

Nadie puede decirme si los míos se encuentran sanos y salvos, si han sido capturados o si han muerto mis tres queridos hermanos y mi hijo Thomas Grey, que cabalgaban con los rebeldes en Hampshire y en Kent. Me llegan toda clase de rumores: que han escapado a Bretaña y se han unido a Enrique Tudor, que han muerto en combate, que Ricardo los ha ejecutado, que han cambiado de bando y se han unido a él. Tengo que esperar, como el resto del país, a que lleguen noticias fiables.

Las lluvias han anegado caminos, han destruido puentes, se han llevado aldeas enteras. Las nuevas llegan a Londres en forma de ráfagas excitadas y nadie puede saber con certeza lo que es cierto y lo que no. Pero la tormenta ya ha pasado y ha dejado de llover. Cuando los ríos regresen a sus cauces sabré de mis familiares y de las batallas que se han librado. Rezo para que hayan huido lejos de Inglaterra. El plan era que, en caso de derrota, debían acudir a Margarita —la hermana de Eduardo que está en Borgoña—, recoger a mi hijo Ricardo del sitio en que está escondido y continuar con la guerra desde el extranjero. Ahora, el rey Ricardo atenazará al país con el poder de un tirano, estoy segura.

De nuevo se oye un golpe en la entrada y el ruido que hace el cerrojo cuando alguien intenta abrirlo. No se trata de ningún fugitivo asustado, no es mi hijo. Voy hasta la enorme puerta de madera y abro el ventanillo para mirar al exterior. Hay un hombre, tan alto como yo, con la capucha echada por la cabeza para ocultar el rostro.

—¿Sí? —digo brevemente.

—Necesito ver a la reina viuda —susurra el recién llegado—. Traigo un mensaje de vital importancia.

—Yo soy la reina viuda —respondo—. Dadme ese mensaje.

El otro mira a derecha e izquierda.

—Hermana, dejadme entrar —me dice.

Ni por un instante pienso que se trate de uno de mis hermanos.

—Yo no soy vuestra hermana. ¿Quién creéis que sois?

El visitante se retira la capucha de la cabeza y levanta la antorcha que lleva en la mano para que yo le vea el rostro, moreno y agraciado. No es mi hermano, sino mi cuñado, mi enemigo Ricardo.

—Creo que soy el rey —dice con irónico humor.

—Pues yo no opino lo mismo —replico sin sonreír. En cambio, él deja escapar una risa.

—Dejadlo ya —me aconseja—. Todo ha terminado. He sido ordenado y coronado y vuestra rebelión ha sido aplastada por completo. Soy el rey con independencia de cuáles sean vuestros deseos. Vengo solo y desarmado. Dejadme entrar, hermana Isabel, por lo que más queráis.

A pesar de todo lo que ha sucedido, eso es precisamente lo que hago. Descorro los cerrojos de la puerta pequeña y la abro para que entre. Una vez que está en el interior, vuelvo a cerrar.

—¿Qué queréis? —le pregunto—. Tengo a un sirviente muy cerca de aquí. Entre vos y yo ha habido sangre, Ricardo. Vos habéis matado a mi hermano y a mi hijo. Jamás os lo perdonaré. Ésa es la razón por la que os he lanzado un maleficio.

—No espero recibir vuestro perdón —replica él—. Ni siquiera lo deseo. Sabéis hasta dónde han llegado las conspiraciones que habéis urdido contra mí. Me habríais matado si hubierais tenido ocasión. Entre nosotros había una guerra. Vos lo sabéis tan bien como yo. Y os habéis cobrado venganza. Vos y yo sabemos el dolor que me habéis infligido. Me habéis lanzado un maleficio y el pecho me duele y el brazo me falla sin previo aviso. El brazo de empuñar la espada —me recuerda—. ¿Qué podría ser peor para mí? Habéis lanzado una maldición sobre el brazo con que empuño la espada. Más os valdría rezar para no necesitar nunca mi defensa.

Lo miro fijamente. Sólo tiene treinta y un años, pero las ojeras oscuras y las arrugas de su rostro son las de un hombre más viejo. Tiene cara de vivir atormentado. Imagino que teme que el brazo le falle en la batalla. Durante toda su vida se ha esforzado mucho para ser tan fuerte como sus hermanos, que eran más altos y más musculosos que él. Y ahora hay algo que le está robando las fuerzas. Yo me encojo de hombros y le contesto:

—Si estáis enfermo, deberíais ver a un médico. Sois igual que un niño cuando le echáis la culpa de vuestra debilidad a la magia. A lo mejor son todo imaginaciones vuestras.

Él niega con la cabeza.

—No he venido para quejarme. He venido para otra cosa. —Calla unos instantes y me mira. Tiene esa expresión de franqueza tan típica de los York, la misma mirada directa que mi esposo—. Decidme, ¿tenéis a vuestro hijo Eduardo a salvo? —me pregunta.

—No —respondo. Podría ponerme a gemir como una madre destrozada, pero no pienso hacer tal cosa delante de este hombre—. ¿Por qué? ¿Por qué lo preguntáis?

Él deja escapar un suspiro y se derrumba en la silla del portero con la cabeza entre las manos.

—¿Acaso no los tenéis vos en la Torre? —le pregunto—. ¿A mis hijos? ¿No los tenéis encerrados bajo llave?

Ricardo niega otra vez.

—¿Los habéis perdido? ¿Habéis perdido a mis hijos?

Todavía sin hablar, Ricardo asiente.

—He estado rezando para que vos hubierais conseguido liberarlos en secreto —me dice—. ¡En el nombre de Dios, decídmelo! Si lo habéis hecho, no pienso perseguirlos, no pienso hacerles ningún daño. Podéis elegir cualquier reliquia para que os lo jure por ella. Juraré dejarlos en paz dondequiera que vos los hayáis enviado. No preguntaré siquiera dónde están. Pero decidme que los tenéis sanos y salvos para que yo lo sepa. Porque tengo que saberlo. No saberlo me está volviendo loco.

Yo, sin decir nada, sacudo la cabeza en un gesto negativo.

Ricardo se pasa la mano por la cara, por los ojos, como si los sintiera irritados a causa de la falta de sueño.

—Fui directamente a la Torre —afirma hablando por entre los dedos—. Nada más regresar a Londres. Tenía miedo. Por toda Inglaterra la gente comentaba que estaban muertos. Los seguidores de lady Margarita Beaufort le han dicho a todo el mundo que los príncipes están muertos. El duque de Buckingham convirtió vuestro ejército en el suyo, luchó para obtener el trono para sí, le dijo que los niños habían muerto por mi mano y que tenían que vengarse de mí. Les aseguró que los conduciría para vengar la muerte de los príncipes.

—¿No los habéis matado?

—En absoluto —responde Ricardo—. ¿Por qué habría de matarlos? ¡Pensad! ¡Pensad! Pensadlo bien. ¿Por qué iba yo a asesinarlos? ¿Precisamente ahora? Cuando vuestros hombres atacaron la Torre, mandé que los trasladasen a otra celda más interior. Estaban vigilados de día y de noche. Yo no podría haberlos matado ni aunque hubiera querido. Tenían guardias en todo momento; uno de ellos se habría dado cuenta y habría dado la voz de alarma. A ellos los convertí en bastardos y a vos os deshonré. Vuestros hijos no representan para mí amenaza mayor que vuestros hermanos… Son hombres vencidos.

—Pero matasteis a mi hermano Anthony —le espeto.

—Él sí que representaba una amenaza para mí —replica Ricardo—. Anthony podría haber reunido un ejército y sabía mandar a los hombres. Era mejor soldado que yo. Pero vuestros hijos no. Ni tampoco vuestras hijas. No suponen un peligro para mí. Ni yo para ellos. No tengo por qué matarlos.

—Entonces ¿dónde están? —me quejo—. ¿Dónde está mi hijo Eduardo?

—Ni siquiera sé si están vivos o muertos —dice el rey en tono lastimero—. Ni quién ordenó su captura o su muerte. Creía que a lo mejor vos os los habíais llevado. Por eso he venido aquí. Pero si no habéis sido vos, ¿quién, entonces? ¿Habéis autorizado a alguien para que los rescate? ¿Podrían estar en poder de alguien sin que vos tengáis conocimiento de ello? ¿Podrían ser rehenes?

Yo niego con la cabeza, no puedo pensar. Es la pregunta más grave a la que me he enfrentado en toda mi vida y estoy incapacitada por el dolor.

—No soy capaz de pensar —digo desesperada.

—Intentadlo —me dice el rey—. Sabéis quiénes son vuestros aliados. Vuestros amigos secretos. Mis enemigos ocultos. Sabéis lo que serían capaces de hacer. Sabéis lo que os han prometido y lo que vos habéis tramado con ellos. Pensad.

Hundo la cabeza entre las manos y doy unos cuantos pasos arriba y abajo. Es posible que Ricardo esté mintiéndome, que haya matado a Eduardo y al pobrecillo paje y haya venido aquí a atribuirles la culpa a otros. Pero en contraposición a eso —como él mismo dice— carece de motivos para hacer algo así y, además, ¿por qué no iba a reconocerlo y afirmarlo con todo descaro? ¿Quién iba a quejarse siquiera, ahora que ha aplastado la rebelión que se alzó contra él? ¿Para qué iba a venir aquí a verme a mí? Cuando mi esposo asesinó al rey Enrique, mostró su cadáver al pueblo y le ofreció un funeral apropiado. Precisamente, la razón para matarlo era decirle al mundo que su linaje se había extinguido. Si Ricardo hubiera acabado con mis hijos para extinguir el linaje de Eduardo, lo habría anunciado ahora que ha regresado victorioso a Londres y me habría entregado los cadáveres para que les diera sepultura. Podría decir que habían enfermado. Aún mejor, podría decir que los había matado Buckingham. Podría echarle la culpa a Buckingham y podría organizarles un funeral regio; nadie podría hacer otra cosa que llorar su muerte.

De modo que a lo mejor el duque de Buckingham ordenó que les dieran muerte y ésa era la verdad que subyacía al rumor. Una vez eliminados los dos niños, ya estaba dos pasos más cerca del trono. O bien, quizá, quien los mandó matar fue lady Margarita, a fin de allanar el camino para su hijo Enrique Tudor. Tanto Tudor como Buckingham son los principales beneficiarios de la muerte de mis hijos. Si mis príncipes mueren, ellos se convierten en los siguientes herederos. ¿Podría ser que lady Margarita hubiera ordenado dar muerte a mis hijos cuando afirmaba ser amiga mía? ¿Podría ser que se hubiera enfrentado a su santa conciencia para cometer semejante acto? ¿Podría ser que Buckingham hubiera matado a sus propios sobrinos cuando juraba tener la intención de liberarlos?

—¿Habéis buscado los cadáveres? —pregunto con un hilo de voz.

—He puesto la Torre entera patas arriba y he mandado interrogar a los criados que los atendían. Dicen que una noche los acostaron en la cama y que al día siguiente habían desaparecido.

—¡Pero si son criados vuestros! —exploto—. Obedecen vuestras órdenes. ¡Mis hijos han muerto estando bajo vuestra custodia! ¿De verdad esperáis que crea que no habéis tomado parte en su muerte? ¿Esperáis que crea que se han esfumado sin más?

Ricardo afirma con la cabeza.

—Quiero que creáis que murieron o que se los llevaron, sin que yo lo ordenase, sin que yo lo supiese y sin que yo hubiese dado mi consentimiento, mientras estaba ausente preparándome para la lucha. De hecho, para batallar contra vuestros hermanos. Una noche.

—¿Qué noche? —inquiero.

—La noche en que empezó a llover.

Hago un gesto de asentimiento y pienso en la suave voz que le cantaba una canción de cuna a Isabel, tan tenue que ni siquiera yo fui capaz de oírla.

—Ah, esa noche.

Ricardo titubea.

—¿Me creéis, me consideráis inocente de su muerte?

Me encaro con él, con el hombre al que mi esposo amaba, su hermano; con el hombre que luchó al lado de mi esposo por mi familia y por mis hijos; con el hombre que mató a mi hermano y a mi hijo mayor; con el hombre que tal vez haya asesinado a mi hijo, el príncipe Eduardo.

—No —respondo con frialdad—. No os creo. No me fío de vos. Pero no estoy segura. Todo esto me causa una horrible incertidumbre.

Él asiente con un gesto, como si aceptase una sentencia injusta.

—A mí me sucede lo mismo —señala casi como en un aparte—. No sé nada, no confío en nadie. En esta guerra entre primos hemos matado toda la certeza y lo único que queda es desconfianza.

—¿Y qué vais a hacer, pues? —le pregunto.

—No voy a hacer nada ni a decir nada —decide hablando con voz sombría y cansada—. Nadie se atreverá a preguntarme directamente aunque todos sospechen de mí. No diré nada y dejaré que piensen lo que quieran. No sé qué les ha ocurrido a vuestros hijos, pero nadie va a creérselo. Si los tuviera con vida en mi poder, los mostraría en público y probaría mi inocencia. Si encontrara sus cadáveres, los mostraría y haría recaer la culpa sobre Buckingham. Pero no los tengo, ni vivos ni muertos, y por lo tanto no puedo defenderme. Todo el mundo pensará que he matado a dos niños que tenía a mi cargo, a sangre fría, sin tener motivos. Me llamarán monstruo. —Hace una pausa—. Haga lo que haga en la vida de ahora en adelante, esto proyectará sobre mí una sombra torcida. Lo único que recordará la gente de mí es este crimen. —Sacude la cabeza en un gesto de negación—. Y yo no lo he cometido ni sé quién ha sido; ni siquiera sé si se ha cometido o no.

Guarda silencio durante unos instantes y después me pregunta como si se le acabara de ocurrir:

—¿Y qué vais a hacer vos?

—¿Yo?

—Vos estabais aquí, acogida a sagrado, para guardar a vuestras hijas sanas y salvas cuando creíais que sus hermanos corrían peligro en mi poder —me recuerda—. Lo que más temíais ya ha ocurrido. Sus hermanos ya no están. ¿Qué vais a hacer con vuestras hijas y con vos misma? Ya no merece la pena que sigáis acogiéndoos a sagrado. Ya no sois la familia real ni tenéis un heredero que pueda reclamar su derecho al trono. Ya no sois madre de otra cosa que de niñas.

En el momento en que lo dice, la pérdida de Eduardo me afecta profundamente. Dejo escapar un gemido y vuelvo a sentir una punzada en el vientre, igual que si sufriera de nuevo los dolores que me produjo su alumbramiento. Caigo de rodillas sobre el suelo de piedra y me doblo sobre mí misma. Oigo mis propios lamentos y el balanceo de mi cuerpo moviéndose adelante y atrás.

Pero Ricardo no se apresura a consolarme, ni siquiera corre a socorrerme para que me incorpore. Permanece sentado en su silla, con la cabeza apoyada en una mano, observándome mientras yo gimoteo por la muerte de mi primogénito como una campesina. No dice nada para negar mi aflicción ni para mitigarla. Me deja llorar. Se queda sentado a mi lado durante largo rato y me deja llorar.

Al cabo de unos minutos, me limpio la cara con el filo de mi capa, vuelvo a sentarme sobre los talones y miro al rey.

—Lamento mucho vuestra pérdida —me dice él en tono formal, como si yo no estuviera arrodillada sobre el suelo de piedra con el cabello suelto y el rostro húmedo por las lágrimas—. No fue una orden mía ni fue por mi mano. Yo tomé el trono sin hacer daño a ninguno de vuestros hijos. Y tampoco les habría causado mal alguno después. Eran los hijos de Eduardo. Yo los amaba porque eran de él. Y bien sabe Dios que yo amaba a mi hermano.

—Eso lo sé, al menos —replico yo tan formal como él.

Ricardo se levanta por fin.

—¿Vais a dejar de acogeros a sagrado? —me pregunta—. Quedándoos aquí no tenéis nada que ganar.

—No tengo nada —coincido con él—. Nada.

—Hagamos un pacto entre vos y yo —me dice—. Si salís de aquí, os prometo que vuestras hijas estarán sanas y salvas y que serán bien tratadas. Las mayores podrán venir a la corte, las trataré como sobrinas mías, de forma respetable. Vos podéis acompañarlas. Y me encargaré de desposarlas con hombres adecuados con vuestra aprobación.

—Iré a mi casa —replico yo—. Y me las llevaré conmigo.

Ricardo sacude la cabeza negando.

—Lo siento, pero eso no puedo permitirlo. Estoy dispuesto a recibir a vuestras hijas en la corte y a que vos viváis durante una temporada en Heytesbury, al cuidado de sir John Nestfield. Lo lamento, pero no puedo fiarme de lo que seáis capaz de hacer estando entre vuestros arrendatarios y vuestros parientes. —Titubea un instante—. No puedo dejaros en un lugar en el que podríais sublevar a las gentes en mi contra. No puedo permitiros que estéis en un lugar en el que podríais encontrar personas con las que tramar alguna conspiración. No es que sospeche de vos, entendedlo; es que no puedo fiarme de nadie. Nunca me fío de nadie, en ninguna parte.

De repente oye unos pasos a su espalda. Se vuelve rápidamente y desenvaina su daga, listo para atacar. Yo me apresuro a levantarme y, al ponerle una mano en el brazo derecho, advierto que puedo bajárselo sin esfuerzo. Está sumamente débil. Entonces me acuerdo del maleficio que lancé contra él.

—Aguardad —le digo—, será una de las niñas.

Da un paso atrás y entonces Isabel sale de las sombras y se sitúa a mi lado. Lleva puesto el camisón y una capa echada sobre los hombros; tiene el cabello recogido en una trenza y cubierto por el gorro de dormir. Ya es tan alta como yo. Se queda de pie a mi lado y observa a su tío con expresión grave.

—Excelencia —le dice ejecutando una brevísima reverencia.

Él apenas le hace una venia; la mira fijamente, mudo de asombro.

—Habéis crecido mucho, Isabel —dice vacilante—. ¿Sois la princesa Isabel? Casi no os he reconocido. La última vez que os vi erais una niña y ahora sois… vos.

Observo a mi hija y descubro, para mi asombro, que el color le está subiendo a las mejillas. La mirada de desconcierto de su tío la está ruborizando. Se lleva una mano al pelo, como si quisiera estar vestida y no descalza como una niña.

—Ve a tu habitación —le ordeno bruscamente.

Ella hace una reverencia y da media vuelta obedeciendo al instante, pero al llegar a la puerta se detiene un momento.

—¿Esta conversación tiene que ver con Eduardo? —inquiere—. ¿Se encuentra bien mi hermano?

Ricardo se vuelve hacia mí para averiguar si se le puede decir la verdad, pero yo me doy la vuelta hacia ella y repito:

—Ve a tu habitación. Luego voy a verte.

Ricardo se pone de pie.

—Princesa Isabel —dice en voz baja.

Ella se detiene de nuevo, aunque se le ha ordenado que se vaya, y se vuelve hacia el rey.

—¿Sí, excelencia?

—Lamento informaros de que vuestros hermanos han desaparecido, pero deseo que sepáis que no ha sido por mi culpa. Ya no se encuentran en las dependencias que ocupaban en la Torre y nadie sabe decirme si están vivos o muertos. He venido a preguntarle a vuestra madre, por si se los había llevado ella.

La rápida mirada que mi hija me dirige no deja entrever nada. Yo sé que está pensando que, por lo menos, nuestro Ricardo está sano y salvo en Flandes, pero su semblante permanece inexpresivo.

—¿Que mis hermanos han desaparecido? —repite extrañada.

—Lo más probable es que estén muertos —intervengo yo con la voz áspera a causa del dolor.

—¿No sabéis dónde están? —le pregunta mi hija al rey.

—Ojalá lo supiera —contesta él—. Sin conocer su paradero ni si están a salvo, todo el mundo creerá que han fallecido y me culpará a mí.

—Estaban bajo vuestra custodia —le recuerdo yo—. ¿Por qué iba nadie a tomarlos como rehenes sin decirlo? Como mínimo, habéis dejado morir a mi hijo mientras luchabais por conservar el trono, un trono que por derecho le pertenecía a él.

El rey asiente con la cabeza, como si aceptase esa parte de culpa, y después da media vuelta con la intención de marcharse. Isabel y yo lo observamos en silencio mientras descorre el cerrojo.

—No pienso perdonar esta afrenta que se ha cometido contra mí y contra los míos —le advierto—. No me importa quién sea el que ha matado a mis hijos; lanzaré contra su casa la maldición de que no tenga ningún primogénito que herede. Quienquiera que se haya llevado a mi hijo perderá al suyo. Pasará la vida ansiando tener un heredero. Enterrará a su primogénito y suspirará por él porque yo ni siquiera puedo sepultar al mío.

Ricardo se encoge de hombros.

—Podéis maldecir a quienquiera que lo haya hecho —dice con indiferencia—. Dejad estéril su linaje. Porque a mí me ha costado la fama y la paz.

—Ambas lo maldeciremos —tercia Isabel, de pie a mi lado, al tiempo que me rodea la cintura con un brazo—. Pagará por habernos quitado a Eduardo. Se arrepentirá de la pérdida que nos ha infligido. Lamentará haber cometido esta terrible crueldad. Sufrirá remordimientos. Aunque no sepamos nunca quién ha sido.

—Oh, sí que lo sabremos —intervengo yo a coro, como en un aquelarre—. Lo sabremos por la muerte de sus hijos. Cuando muera su hijo y heredero, entonces sabremos quién es. Sabremos que la maldición que hemos lanzado sobre él está surtiendo efecto, a lo largo de los años, generación tras generación, hasta que su estirpe se extinga del todo. Cuando deposite a su propio hijo en la tumba, será nuestra maldición la que lo esté enterrando. Y entonces sabremos quién fue el que se llevó a nuestro pequeño y sabremos que nuestro maleficio le ha arrebatado lo que él nos quitó a nosotras. Cuando tan sólo le queden hijas que puedan heredar, entonces sabremos quién es.

Ricardo traspone la puerta y se vuelve un instante hacia nosotras con una sonrisa irónica y torcida en los labios.

—¿Es que aún no sabéis que sólo existe una cosa peor que no conseguir lo que se desea —pregunta—, tal como me ha sucedido a mí? Yo deseaba ser rey y ahora que lo soy no me ha procurado ninguna satisfacción. Isabel, ¿no os ha advertido vuestra madre que tengáis cuidado con lo que deseáis?

—Sí me ha advertido —responde mi hija con voz serena—. Y desde que vos os apoderasteis del trono de mi padre y me quitasteis a mi tío y a mis queridos hermanos, he aprendido a no desear nada.

—En ese caso, vuestra hija haría bien en advertiros a vos en contra del efecto que pueda tener vuestra maldición —me dice a mí con una sonrisa rencorosa—. ¿Es que no os acordáis del viento que provocasteis para destruir a Warwick, que le impidió arribar a Calais y, por lo tanto, fue la causa de que su hija perdiera a su recién nacido a bordo de aquel barco? Aquello supuso para nosotros una arma que nadie más podría habernos procurado. ¿Pero no recordáis que la tempestad duró demasiado tiempo y estuvo a punto de ahogar a vuestro esposo y a todos los que lo acompañábamos?

Yo afirmo con la cabeza.

—Vuestras maldiciones duran demasiado tiempo y recaen sobre quien no deben —dice el rey—. Puede que algún día deseéis que mi brazo derecho sea lo bastante fuerte como para defenderos. Quizá algún día lamentéis la muerte del heredero de alguien, aunque ese alguien sea culpable, aunque vuestra maldición surta efecto.

La venganza del rey Ricardo azota con dureza a los lores y los cabecillas de la rebelión; a los secundarios los perdona porque han actuado engañados. Descubre que Margarita Beaufort, la esposa de su aliado lord Stanley, era la dueña y señora de la conspiración y la intermediaria entre su hijo y el duque de Buckingham, así que la destierra a la casa de su esposo y ordena que se la vigile de cerca. Sus aliados, el obispo Morton y el doctor Lewis, logran huir del país. Mi hijo Thomas Grey ha escapado sin dejar rastro y se encuentra en Bretaña, en la corte de Enrique Tudor. Es una corte formada por hombres jóvenes, rebeldes esperanzados, llenos de ambición y de aspiraciones.

El rey Ricardo se queja de que mi hijo Thomas Grey es un rebelde y un adúltero, como si la traición y el amor fueran delitos semejantes. Lo acusa de felonía y pone precio a su cabeza. Thomas me escribe desde Bretaña y me dice que, si Enrique Tudor hubiera podido desembarcar, la rebelión nos habría salido bien con toda seguridad. Su flota se dispersó por culpa de la tormenta que Isabel y yo hicimos caer sobre la cabeza de Buckingham. El joven que dijo que iba a venir a salvarnos estuvo a punto de ahogarse. Thomas no alberga la menor duda de que Enrique Tudor es capaz de reunir un ejército lo bastante poderoso como para derrotar incluso a un príncipe de York. Me dice que Enrique regresará a Inglaterra en cuanto las tormentas de invierno hayan amainado, y que esta vez vencerá.

«Y se sentará en el trono —escribo yo a mi hijo—. Ya no cabe seguir fingiendo que lucha por la herencia de mis vástagos».

Mi hijo responde: «No, Enrique Tudor no lucha por nadie más que por sí mismo, y probablemente así haya sido siempre y así será en el futuro. Pero el príncipe, como él mismo se denomina, traerá la corona a la casa de York, porque se desposará con Isabel y la convertirá en reina de Inglaterra, y el primogénito que tengan será rey de nuestro país. Vuestro hijo debería haber sido soberano de Inglaterra —prosigue Thomas—, pero vuestra hija aún podría ser reina. ¿He de decirle a Enrique que Isabel se casará con él si derrota a Ricardo? Eso pondría de su parte a todos nuestros parientes y allegados; no sé qué futuro os espera a vos y a mis medio hermanas mientras el usurpador Ricardo esté en el trono y mientras viváis acogidas a sagrado».

Yo le contesto lo siguiente:

Dile que me mantengo firme en la palabra que le di a su madre, lady Margarita. Isabel será su esposa cuando derrote a Ricardo y tome el trono de Inglaterra. Que York y Lancaster sean uno solo y que por fin terminen las guerras.

Hago una pausa y después agrego una nota:

Pregúntale si su madre sabe qué le sucedió a mi hijo Eduardo.